viernes, 30 de septiembre de 2011

Sexto desmentido (en potencia)

Potencia y acto son dos de los únicos conceptos que –creo- me quedaron medianamente claros en las rocambolescas clases de filosofía que me impartieron en el BUP los Hermanos de La Salle, mucho más cercanas a un taller de prácticas de patafísica que a la didáctica de la metafísica arsitotélica.

A partir de esta enseñanza he llegado a entender algunos misterios esenciales de la vida. Por ejemplo: aunque actualmente, en acto, soy un triste currito de la administración pública que padece un ERE encubierto, en potencia soy un Mr. Alessio Rastani, miembro de los famosos mercados que exigen cada día la confianza de los Estados para estabilizar las economías y evitarnos problemas. Dado que no puedo matar a nadie, porque pecaría contra el 5º (Mandamiento), y tampoco me voy a presentar a ninguna convocatoria electoral para hacer la revolución desde dentro, es evidente la intrascendencia de esta cuestión en acto, a la que no vale la pena destinar más potencialidad.

De modo que prefiero aprovechar las enseñanzas que cimentaron los pilares de mi vida adulta para continuar la cruzada a favor de la verdad; para desmentir tanto dogma, tanta sacralidad, tanta ciencia hueca que nos mantiene ciegos ante la evidencia velada.

Desde hace unos años vienen diciendo por ahí que todo partió de la nada, que existió un vacío eterno desde donde hemos venido a dar de hoz y coz sobre la tierra para andar errantes a la búsqueda de tres respuestas mientras las estrellas nacen y estallan y el sol se consume. He acudido a las autoridades, como es pertinente; he escuchado a unos y a otros, en ambos extremos del conocimiento; he leído a Stephen Hawking y al santo Wojtyla, y poco más o menos, todas sus fuentes vienen a decir lo mismo. Pero aun con todo y con eso me es imposible afirmar que creo. Mi conciencia racional no me permite ir tan ricamente por el mundo viendo una enorme explosión de dimensiones inimaginables que surge como por encanto de la nada, de una casualidad, del azar, o de la voluntad bostezante de un demiurgo aburrido. Yo he hecho un esfuerzo titánico por comprenderlo, por esbozar mínimamente una hipótesis.

En el principio... No, “En el principio” no es un buen comienzo porque cualquiera con dos dedos de frente preguntaría que qué había antes del principio, y ya, desde la primera frase, la teoría se iría a la mierda. Así es que empezaré formulando que estábamos todos ahí, vivos y muertos, sumidos en un letargo de siglos millonarios, apagados igual que bombillas sin vender, amontonados unos sobre otros en la dimensión malthusiana y multitudinaria del género humano jamás concebida. Y era tal la potencia de la muchedumbre universal apretujada en su densidad, en la más estrecha y angosta cavidad de la nada, que hubo un momento, un instante clave, fundamental, espontáneo, en el que gracias a la sincronización de las conciencias palpitantes que la habitaban, se produjo una incontenible contracción que absorbió toda la sombra oscura que cobijaba el no lugar, lo cual precipitó la gran expansión expresada, no como hay quien cree, con una colosal explosión, sino como un potentísimo orgasmo lechoso de luz blanca, cegadora; una eyaculación de esferas rotantes de todo tipo de tamaños y colores, envueltas en galaxias seminales, densas, pegajosas, que atrajeron hacia sus espirales, sus centros y sus periferias mundos magníficos repletos de venenos gaseosos, de resplandores fulgurantes, de materia ácida, dulce, o amarga en donde en aquellos momentos ya reposaban todas las vidas que en el universo han sido y serán, a la espera de la ralentización de la expansión y de las respectivas órbitas. Desde entonces discurre la luz a través de los años iluminando las incertidumbres de los hombres, que intentan hallar desesperadamente la potencia de su origen.

Es cierto, se parece a todo lo demás. La fórmula que ponga en aprietos a Hawking y a la Santa Madre Iglesia palpita en algún otro universo pendiente de expansión en alguna otra dimensión.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Quinto desmentido



Imperativos laborales me obligan a tragarme páginas y páginas que describen minuciosamente investigaciones tecnológicas y novedades científicas. A veces, incluso, me veo obligado a leer con atención resúmenes de tesis doctorales que pueden llegar a plantear, por ejemplo, cierta innovación con la que se puede hacer algo que durante cientos de años se ha venido realizando de modo contrario pero con resultados equivalentes.

A menudo, esos estudios se redactan sin ninguna gracia, porque su función no es entretener al personal. Pero hay una expresión que los doctos ingenieros utilizan con frecuencia y que, no es que me haga reír, pero me llama la atención y me ha provocado, en estos tiempos que me ocupan, una nueva sospecha. Y es que los científicos, a la hora de referenciar las fuentes sobre las que se fundamentan sus hipótesis, los antecedentes de los que parte su investigación o las autoridades consultadas para blindar los resultados de sus trabajos, siempre escriben “la literatura consultada dice que…” como sinónimo pervertido de “la bibliografía consultada dice que…”, expresión propia y genuina, correcta y objetiva que indica con precisión lo que en realidad quieren decir. La comunidad científica, gracias a esta desviación semántica, quizá pretenda hacernos creer que lo suyo también es cosa de las musas, de la inspiración. O por el contrario, cuando un ingeniero sustantiva como ‘literatura’ todo lo escrito y descubierto con anterioridad a su descubrimiento, posiblemente lo esté menospreciando, tachándo de poco veraz, poco creíble, sibilina y elegantemente de “un cachivache fabricado con buenas intenciones, pero que no funcionaba. No como este mío, que es la hostia."

De modo que, sea como fuere, los hechos me obligan a llegar al convencimiento de que para cargarse de razón, la ciencia y la tecnología han tenido que echar mano de la más incierta de las artes, la más ambigua, la más canalla, aquella que jamás cuenta la verdad, aquella que se practica con los instrumentos más rudimentarios de los que dispone el género humano.

De ahí que cuando me explicaron hace pocos días la primera ley de la termodinámica, para entenderla tuve que acudir, precisamente, a la literatura, y el resultado -no sé cómo decirlo- fue descorazonador. O no. La cuestión es que no me ha quedado más remedio que tatuar una nueva muesca en el revólver inclemente de mi escepticismo crítico.

Porque vino a suceder que, cierto día laborable, después del octavo intento de un ingeniero por aclararme la utilidad y los mecanismos de su nuevo artilugio, éste me citó la susodicha ley, que viene a decir, poco más menos, que la energía no se crea ni se destruye, sino que se transforma. Al escucharle puse una gran cara de ¡Eureka!, y le dije que por fin había entendido lo que me decía, no sin antes disculparme una docena de veces y provocarme myself, a través del preceptivo intercambio fisioenergético, la rojez en la mi piel del rostro mío, para goce y disfrute de su vanidosa superioridad tecno científica.

Ahora bien, poco después, mi ignorancia se quedaba a solas en mi lamentable compañía urgida por la necesidad de llevar a cabo un trabajo encomendado a partir de un texto ininteligible, acompañado de unos gráficos indescifrables , y como única baza posible, la idea solitaria que se había quedado estampada en mi cerebro: la energía como una loca, pintada la cara igual que una puerta, emperifollada, emplumada, caminando de un lado a otro del universo, disfrazándose, camuflándose, escondiéndose, dirigiéndose a los hombres con voz grave y cariñosa -morritos de carmín fosforescente- sobre un par de tacones vertiginosos, desapareciendo y apareciendo de nuevo con otra forma, y así hasta el fin de los tiempos…la juerga continua, la fiesta desbocada de la energía…

Y entonces intenté tranquilizarme, quemé unas barritas de incienso, me bebí un chupito y me puse a pensar, pero todo fue a peor. Por fin, al cabo de un par de horas, creí dar con el cabo del hilo, que no era más que pensar como un científico, es decir, ir a la literatura, y así empecé a escribir el beso que no di, el llanto que lloré, la muerte que vendrá, el amor que no abracé, el golpe que encajé, el adiós en un tren, el alba en oriente, la lluvia en Praga, un verso de poeta, adoquines negros, nubes tormentosas, un perro sarnoso, la tuberculosis, carcajadas infantiles, un tango, una navaja, un ciprés sin cementerio, una minifalda, gemidos y olores, saliva y semen sobre una cama, una vieja enlutada, dos obreros, un sendero, la cumbre en el horizonte, una mujer que lee, un asesinato, un rey, un tirano, un frasco de veneno, la calle de madrugada, olor a perfume, un barco, agua fría, un espejo empañado...

Fue todo inútil, energía desperdiciada, momentos de potencia concentrada que no han llegado a nada, que se han quedado en el cero absoluto, en un par de papeles arrugados dentro de una papelera que pronto formarán, junto a otros tantos, un puñado de mierda que ni siquiera huele, que no se transformará ni en una triste llama ardiendo sobre un cenicero. ¡Que no me cuenten cuentos!

lunes, 19 de septiembre de 2011

Cuarto desmentido

He estado de viaje, un largo viaje, aunque el lugar al que he ido no es lejano. Sin embargo, para conocerlo bien se necesitan varios días, mucha curiosidad y cierto espíritu aventurero.

Hace ya casi tres semanas que decidí hacer las maletas y poner rumbo a Castroforte del Baralla, un pueblecito gallego próximo a Portugal y limítrofe con Villasanta de la Estrella. Había oído hablar de él, del carácter tan peculiar de sus paisanos, de las ricas lampreas que se crían en el río Mendo a base de carne humana y que suponen la principal fuente de riqueza; también, del fervor incondicional e inquebrantable que los castrofortinos profesan a Santa Lilaila de Couso, una doncella que arribó hace siglos a bordo de una balsa de piedra. Aún así, contando con todas esas referencias, tan suculentas, tan prometedoras, quienes me informaron sobre los lugares y puntos de interés de la localidad se quedaron cortos.

Dar con Castroforte es complicado. Utilicé Google Map y el célebre Tom Tom, pero esas herramientas del diablo son inútiles cuando de lo que hablamos es de un lugar que a menudo envuelve su circunvalación en una espesa niebla que lo protege de forasteros impertinentes, de ladrones de lampreas o de invasores de todo tipo. Además, si el día en el que uno llega coincide con determinada posición de las estrellas, entonces el pueblo se balancea de Este a Oeste como si se tratase de una gran góndola de feria, de manera que el viajero corre el riesgo de desorientarse y perder para siempre la pista.

Así es que, siguiendo el consejo de un buen amigo, me deshice de las nuevas tecnologías, me puse en manos de la intuición y cuando finalmente di con la villa lo primero que hice fue preguntar por José Bastida, su cronista oficial, un tipo encantador, un tanto tímido y contrahecho, con fama de poseer poderes no del todo normales, y gran conocedor de los mitos, leyendas y realidades empíricas que se sucedían en el día a día. Enseguida hubo buena sintonía entre los dos y junto al amigo Bastida pude conocer a fondo la idiosincrasia castrofortina, sus cuitas, esperanzas y temores. Fue tal nuestra amistad que gracias a él viví en primera persona un suceso extraordinario con el que he podido confirmar una certeza que hace tiempo no era más que una sospechaba, justo en un momento de mi vida en el que huyo como de la peste de las verdades impuestas.

Y es que Bastida, a la sazón, había experimentado por vez primera el amor con la mujer que había deseado toda la vida, y en una de las primeras noches de pasión, mientras Julia, su amante, descansaba plácidamente junto a él, éste presagió una inminencia, la despertó y casi con lo puesto y con un hatillo atropellado salieron escopeteados a la calle. Bastida llamó a mi puerta para despedirse y como no supo o no quiso contestarme a mis interrogantes causados por la precipitación, les seguí para ver qué es lo que movía a tanta urgencia a aquella pareja. Y sucedió algo maravilloso. Muy cerca de las lindes del pueblo, tocando casi con Villasanta de la Estrella, los dos tórtolos se detuvieron. Bastida introdujo el hatillo entre las ramas secas de un agujero que dejaba el claro de un seto. Después cogió de la mano a Julia y la invitó a introducirse en el mismo lugar y, finalmente, se metió él. Me preguntaba a dónde conduciría aquel escondite y cuando especulaba sobre sus intenciones y su destino, entonces Castroforte empezó a temblar. En los primeros instantes no podía creerlo, poco a poco el pueblo se fue elevando hasta aparecer como una isla flotando sobre aire, un gran pedazo de tierra gallega bajo el cielo oscuro, limitada en todos sus puntos cardinales por el abismo.

En unos minutos Castroforte volvió a llenar su hueco en la Tierra. Para entonces, José y Julia ya estarían lejos, en otro lugar, con su amor a salvo, en una tierra diferente gracias a que la que les vio crecer había desafiado durante unos minutos toda ley natural, humana y divina.

Después de reponerme me llegué a la fonda, hice de nuevo las maletas y volví a mi origen. Y en el camino de vuelta me propuse firmemente no explicar esto a nadie. Pero ayer, viendo la televisión, me topé con una documental en el que se mostraba cómo Newton había llegado a formular la ley de la gravitación universal y estuve casi media hora bebiendo whisky y carcajeándome. Y es que, debido a la experiencia vivida días antes, al llegar a casa había estado documentándome sobre el origen de la famosa ley de la gravitación universal y sus falacias. Y resulta que el famoso suceso de la manzana cayendo del árbol no es más que una patraña que se sacó de la manga un tipo llamado John Conduitt, asistente de Sir Isaac, quien escribió que en el verano de 1666 (año escalofriante), mientras Newton paseaba su genio por los jardines de su mansión en Woolsthorpe Manor, una rica manzana roja de la exclusiva especie Flower of Kent fue a caer a su lado mientras en el cielo la luna llena dibujaba en su movimiento, minuto a minuto, el arco invisible de su aparición en el cielo. En menos que canta un gallo, Isaac Newton se encerró de nuevo en sus aposentos y formuló su famosa y universal teoría del movimiento de los planetas y afirmó, mediante extrañas fórmulas, que una fuerza llamada gravedad era la responsable de la atracción entre todos los cuerpos. Conduitt escribe textualmente que “he first thought of his system of gravitation which he pit upon by observing an Apple fall from a tree”, que viene a decir, más o menos, que su maestro pensó por vez primera en la gravedad viendo caer una manzana.

Este episodio, siendo generosos, es apócrifo, y nadie lo ha podido confirmar, excepto su autor, el trepa de Conduitt. Por otra parte, es conocido el fervor creyente de Newton, y quizá por eso dejó pasar 20 años desde el hallazgo hasta que decidió publicarlo, porque se negaba a creer que Dios no pintaba nada en el movimiento libre/caótico/formulado del Universo. De ahí que, como mínimo, deberíamos ser prudentes y colocar nuestras dudas sobre la tiránica ley que lleva su nombre.

A todo esto, no me gustaría influir ni mucho ni poco con mis reflexiones al respecto de mis experiencias y mis investigaciones. Sólo me limito a enfrentar, en voz alta y científicamente, dos sucesos. Uno de ellos lo viví en primera persona, y vi lo que vi. En cuanto a la famosa manzana, origen de los celebérrimos 9,8m/sg2, está demostrado que tiene más de historia para niños que de ciencia. Su veracidad no está contrastada y, sinceramente, poner al planeta y al destino de la humanidad en manos de una serie de signos inspirados en una leyenda no es muy racional que digamos. Aunque no voy a desgañitarme más. Para entender lo que explico hay que viajar a Castroforte del Baralla. Allí la ciencia se hace con sueños, y los resultados son prodigiosos.


La fotografía que ilustra esta entrada corresponde, ni más ni menos, que a la mansión de Isaac Newton en Woolsthorpe Manor, con el manzano, ya seco, en primer término.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Tercer desmentido

En la prodigiosa década de los 80 del siglo pasado, cuando la imaginación despertaba en España y la creatividad se permitía ser insolente y hereje, muy cerca de donde yo vivo un tipo listo abrió un pub al que bautizó con el apellido del insigne naturalista Charles Darwin, una de la santidades científicas más veneradas por la historia contemporánea.

Recuerdo que al entrar en el local pasaban unos segundos antes de habituarnos a una penumbra de luces verdes y moradas que recreaban una atmósfera como de cueva psicodélica, de refugio neardenthal propicio para la confidencia, la conversación, el beso y el lote eterno.

Aquella iluminación atenuada -la aurora, quizá, de algún valle olvidado por la historia- era ideal para que al entrar nos encontrásemos como criaturas en el paraíso terrenal poco antes del momento nefasto en que se consumó el pecado original, porque metros después de atravesar el umbral del “Darwin”, uno podía ver en tamaño natural la figura esbelta y desnuda de nuestra primera madre esculpida en escayola, presta a hacerse con la manzana del árbol del bien y del mal que segundos después habría de morder su pareja de hecho (¿quién les casó?) propiciando así la ira de Dios, la expulsión del paraíso y todo el rosario de desgracias que desde entonces sufre la Tierra.

Recordar el “Darwin” en esta fase de mi vida en la que he decidido abjurar de la ciencia empírica y convertirme en el azote de la razón no es casual. De nuevo mi superyó guía mis pasos hacia la verdad y me coloca en un escenario de mi memoria más que favorable para el ejercicio de la dialéctica; un espacio en el tiempo en el que conviven, nada más y nada menos que el padre del evolucionismo junto a los protagonistas del creacionismo; el supuesto mono, antes de que fuese hombre, frente al hombre ya hecho y derecho por inspiración y deseo divino, a su imagen y semejanza.

No tengo necesidad de devanarme mucho los sesos para solucionar esta lucha de contrarios, y menos después de leer hace un par de días una nueva noticia relacionada con el hallazgo del pretendido primer eslabón de nuestra cacareada cadena evolutiva. Se trata de un Australopithecus al que han bautizado Sediba y que anduvo arriba y abajo, fardando de pulgar oponible y capacidad para erguirse, hace casi dos millones de años. Su aspecto, según graciosas recreaciones realizadas por los científicos, es el de un mono un poco más estilizado, de rostro más amable, menos simiesco y, precisamente por eso, más inquietante, porque las facciones desvelan una voluntad inquebrantable de dominar el planeta. Sin embargo, lo que los estudiosos no dicen es que el bicho en cuestión se dedicaba, básicamente, a follar, a comer y a dormir. Que no tenía conciencia de la muerte y que tampoco creía necesaria la acumulación de bienes. Y, por supuesto, que jamás, en sus breves años de ruda existencia, se hubiese planteado la estupidez de cambiar su fuerza o sus habilidades por objeto, cosa, o prebenda alguna.

Así es que uno compara los aspectos esenciales de este supuesto primer ancestro de la humanidad con Adan y Eva después de ofender a Dios y la resultante no puede ser más diáfana: es absolutamente imposible que el hombre de hoy -también llamado sapiens sapiens por la turba fanática- tenga algo que ver con el amigo Sediba, porque entonces estaríamos ante un anatema, algo así como una herejía, ya que deberíamos reconocer que lo que en realidad se ha producido es una involución.

Efectivamente, la gran inteligencia que demostraba el Australopithecus en su quehacer cotidiano es diametralmente opuesta a toda la perversidad, estulticia, torpeza y estupidez de que hacemos y hemos hecho gala a lo largo de los siglos y que se imprimió en cada rasgo cuando nuestro Padre creador tuvo a bien esculpir desde el barro primigenio la primera pareja de seres humanos, erectos, rubios, occidentales, y bien plantados. Es decir, nuestros verdaderos antecesores tal y como los artistas los pintaron por inspiración divina.

En definitiva, que se puede decir más alto pero no más claro: Adán y Eva, nuestros primeros padres, el fruto de un diseño inteligente para solaz y divertimento de su creador (no se puede ser más listo). Lo demás, pensar que algún día fuimos un aburrido homínido con cara de Chita que dedicaba su tiempo a no hacer nada son ganas de enredar; una escusa barata para vender libros y viajar a cuerpo de rey.


martes, 6 de septiembre de 2011

Segundo desmentido

Aconsejo encarecidamente la práctica del escepticismo, sobre todo a la hora de atacar temas científicos o -¿cómo calificarlos?- de base. Es decir, todas las verdades aceptadas con indulgente ingenuidad que nos han introducido con embudo en la sesera sin que digamos esta boca esta mía desde que danzamos en el universo como criaturitas insignificantes. Por eso yo continúo ejercitándome en la incredulidad y en el empirismo crítico, para que no me den gato por liebre.

Dice un sabio que la ciencia nos tranquiliza y que, por el contrario, el arte nos perturba. Al leer esta reflexión dormí como cualquier otro día, de un tirón y sin conocimiento. Sin embargo, durante esas horas soñé intensamente como pocas veces, de tal manera que recuerdo con absoluta nitidez cada uno de los detalles, cada una de las vicisitudes y de las imágenes que surgieron durante las ocho horas largas de subconsciencia. Porque parece ser que mi superyó, que es el que protagoniza mi vida surreal, no está muy de acuerdo con el aforismo, de manera que por un puro y desinteresado afán empírico, por la sincera voluntad altruista de legar a la humanidad el fruto de sus denuedos, decidió ponerse a experimentar con el fin de llegar a una conclusión lo más cercana posible con la verdad objetiva, relacionada -como decía- con una de esas presumibles certezas que han cambiado para siempre los destinos de nuestro paso por el mundo.

La experiencia se inició al final de la noche, en el momento en el que las cosas se ganan su existencia, igual que si fuesen embriones de realidad durante la fase de siluetas y sombras gracias a la ausencia del alba. Yo me encontraba sentado apaciblemente en el centro de una inmensa extensión de campo, un páramo en mitad de la nada gobernado por el silencio, entregado a la soledad que me proporcionaba una agradable sensación de bienestar, como de paz o de eternidad remota. Frente a mí empezaba a distinguir las líneas gigantescas de un fabuloso ejército quijotesco que perfilaban una multitud de artefactos perfectamente alineados, dispuestos en disciplinado orden militar y que, poco a poco, con la agonía definitiva de la noche, fue desvelándose como un conjunto incontable de grandes molinos de viento aspados en tréboles afilados que aunque aparentaban inactividad, simulando una especie de estado catatónico, en realidad permanecían al acecho del amanecer.

Y así era, porque, efectivamente, tal y como sospeché, en cuanto desde el Oriente apareció la primera luz con la que se iluminó el primer rincón del cielo, ese viento extraño de la aurora que solamente aparece en el justo instante en que irrumpe el día desperezó a la hueste, y las grandes palas de los aerogeneradores se pusieron en marcha, lentamente, de manera que a medida que el Sol constataba de nuevo la existencia de la Tierra, las aspas de los artilugios eólicos giraban con una mayor frecuencia, a ritmo más vivo, poseídas por un vigor hercúleo, y en misteriosa armonía, confabulación o compenetración con las evoluciones del astro. Daba la sensación de que aquel conjunto colosal de máquinas del viento había adquirido una maravillosa inteligencia que le permitía comunicarse con el Sol.

Observando aquel fenómeno con mi mente científica estuve a punto de desviarme del objetivo inicial del experimento, porque ante aquel espectáculo fascinante habría sido muy fácil dejarse llevar por la apariencia. Y es que casi estuve a punto de convencerme de que eran los molinos los que, en su incansable girar de ingenios colosales, distribuían los grados de movimiento del sol; de que aquella ingente milicia mecanizada era, en realidad, un portentoso dispositivo diseñado por una inteligencia superior que gobernaba y organizaba en sus rotaciones y en la frecuencia de su funcionamiento el progreso del Sol a lo largo del día.

Por supuesto, y aunque confieso que la idea me seducía, no me dejé llevar por vanas especulaciones propias de mentes medievales, impresionables ante cualquier fenómeno mínimamente complejo. Me repuse y continué en mi puesto, examinando minuto a minuto el desarrollo del movimiento solar, aguantando estoicamente el sonido infernal que producía la rotación mecanizada de las aspas en contacto con el viento racheado del norte.

Poco después del mediodía, cuando las sombras de las hélices recuperaban sus formas sobre la hierba seca del páramo, ya intuía las conclusiones a las que llegaría al finalizar el día. Aun así, esperé y esperé, y el Sol empezó a caer hacia el Oeste, y la tarde trajo arreboles al horizonte, y yo continuaba sentado en el mismo lugar, sin haberme movido un centímetro, viendo como en el transcurso de un día y ante uno de las más fabulosas creaciones de la ciencia y de la tecnología, ciertamente, el Sol había cambiado de lugar desde que había amanecido.

Así que cuando ya la luz decaía y las formas de las cosas expiraban, pude concluir, sin temor al error, que el Sol se mueve alrededor de la Tierra. Abrí mi cuaderno de campo, anoté el resultado del experimento y al cerrarlo ya era otra vez de noche, y de nuevo llegó el silencio y la paz remota al páramo porque el viento cesó, y aquellos gigantes que horas antes me parecieron dioses, dejaron de respirar.

Todavía no estoy muy seguro de si ese fue el instante en el que desperté.