lunes, 22 de mayo de 2017

La preposición del carpintero



Mantengo una lucha particular y sin cuartel contra la preposición 'para'. Siempre me ha recordado a la policía municipal, o a una erección nocturna. Aparece siempre que no la necesito, y cuando más requiero de su presencia, se esconde, se inhibe  y rehúye sus responsabilidades. 

La historia de mi archienemiga está íntimamente ligada a mí. Vendría a ser como la relación del profesor James  Moriarty con Sherlock  Holmes, la de Felipe González con José Mª Aznar, o la de Don Francisco de Quevedo con Don Luis de Góngora.   Ambos nos necesitamos de tal manera que la pervivencia de nuestra existencia es un objetivo recíproco en el que nos va la vida.

De ahí que nos conozcamos muy bien y que sepa de mi desprecio, o del poco apego que siento por ella. En venganza, hace valer su poder, tomándose libertades que nadie le ha dado, de manera que aprovecha cualquier descuido con tal de plantarse sobre el papel, delante del cursor, en el hilo de tinta de la estilográfica; o mejor todavía,  directamente en mi mente, que es donde acecha el más mínimo despiste, emboscada en el calor de la fiebre redactora, cuando nada ni nadie me puede detener, en esos momentos de trastorno transitorio en los que el mundo desaparece y a uno le da la sensación de estar reconstruyendo los mares y la tierra, el cielo y el infierno, o incluso de estar creando desde la nada al mismísimo hombre. 

Es entonces cuando se filtra entre las grietas de la semántica y de la obediencia gramatical, colocando su vocal doblada detrás de la oclusiva sorda y de la líquida vibrante, una y otra vez, persistentemenre, ofreciéndome así un servicio vacío, exento de valor, pero en apariencia muy efectivo porque a priori, cuando la escribo, todo parece que fluya, y enlazo frases y frases sin fin, y de modo inconsciente caigo en la vieja  trampa de la complacencia al ver que soy capaz de escribir y escribir, de subordinar primorosamente sin aparentes dificultades, dotando a la historia de una pretendida unidad narrativa que a las primeras de cambio se revela en tiempo perdido, y en el mejor de los casos, en párrafos infantiloides, cacofónicos, carentes de estilo, que no dicen nada ni  van a ningún lado. 

Mi obsesión  ha llegado a tal extremo que he estado tentado a acudir a un psiquiatra, no vaya a ser que esté sacando las cosas de quicio. Porque, quizás, aquello que a mí me parece feo no sea más que el  fruto de una percepción subjetiva. Por eso, antes de pedir cita, y  con el fin de asegurar mis argumentos, me he puesto a investigar.

Lo primero que he hecho es revisar unos cuantos textos clásicos. Efectivamente, el uso que de ella hacen los más grandes escritores que en el mundo han sido  se limita a la  unión de  frases en un enunciado, discretamente, sin ostentaciones, como utiliza  el carpintero las bisagras. Lo importante es la puerta, el espacio que se abre y se cierra; lo importante son  las personas que entran y que salen; o aquellos  a los que se les niega el paso ; o los que permanecen encerrados debido a una decisión arbitraria, o por resultar peligrosos...

Es decir, lo importante es la historia, lo que sucede, lo que discurre.  La bisagra, sencillamente,  une la puerta con la jamba  y se mantiene siempre en un segundo plano, ejerciendo fiel y efectivamente su función. La bisagra es la preposición de un carpintero. Debe estar bien colocada y, a ser posible, no se tiene que ver. 

Entonces, ¿A qué es debido mi uso recurrente y excesivo de la ya nombrada preposición? Se me ocurren algunas explicaciones. Mi mediocridad y  la ausencia absoluta de talento son las más plausibles, aunque es posible que dentro de mí se camuflen motivos freudianos que sería conveniente analizar, o cuando menos apuntar.  Por ejemplo, mi necesidad enfermiza del otro, de la existencia de un destinatario que le dé sentido a lo que pienso y a lo que hago; la exigencia de hallar  un sentido a mis acciones; la persistencia del paso del tiempo como una especie de tortura que me indica el límite y  arbitra mi medianía; mi empeño en imaginar los lugares que nunca veré; la estupidez de pensar, a veces, que todo  en la vida tiene que tener un sentido; y finalmente, la trampa de la vanidad con la que siempre, a menudo, pontifico desde mi yo,  estableciendo la rotundidad exaltada de mis opiniones. 

Y ya, porque una cosa es intentar limar y confesar públicamente mi incompetencia gramatical y otra muy distinta es desnudarme ante mi archienemiga,  a la que, hasta aquí,  le he negado el placer de aparecer y de nombrarla más que  en una sola ocasión. Que se dé con un canto en los dientes, que me he comportado mejor que Susana Díaz con Pedro Sánchez durante la pasada noche electoral. Será que nunca se han querido, ni para bien, ni para mal.

martes, 9 de mayo de 2017

Eros y Fobos



El miedo  y el amor no solamente mueven el mundo, sino que a menudo aparecen como un  mismo ser, igual que  siameses unidos por la espalda. Entre uno y otro no hay paradoja posible. Viven en perfecta simbiosis.  Ambos se complementan  y se nutren del mismo alimento.  Por eso, la tarde en  que me enamoré  se me instaló en el alma un miedo desconocido y eterno, frente al que no hay solución, porque  es directamente proporcional al amor que siento. 

Padres y madres se convierten en personas diferentes a las que eran antes de traer un hijo al mundo,  porque desde el momento en que lo son, el miedo les abduce  y un temor irracional  y  salvaje, propio de bestias,  que jamás resuelven, conduce toda su existencia, por mucho que establezcan alrededor de su vástagos un muro de prevenciones  inútiles. Cuanto más quieren a sus hijos, más miedos acumulan. 

Sin embargo, quienes más saben sobre el miedo y el amor no son los padres, ni las madres, ni los amantes apasionados, ni siquiera los obispos, y tampoco los mineros, los soldados  o los toreros. Quienes más saben del amor y del miedo  son los poetas  y los  políticos. Los primeros porque, mientras  escriben  en la fiebre  inspirada, padecen a diario sobre sus espaldas el peso acechante  del fracaso, aunque, una vez finalizada la obra, colocada en los escaparates, suelen quererse a ellos mismos más que a sus propias madres, quienes viendo la orientación precoz  de sus vidas hacia la nada, acaban sus días muertas de miedo, porque  temen que sus hijos nunca se conviertan en hombres o mujeres de provecho. Es lo que se conoce como la espiral del pánico. 

Los políticos  aprenden,  el mismo día que dejan de ser personas,  que lo esencial para el éxito de su carrera es azuzar  entre sus semejantes  dos emociones primarias, que son  el miedo  y la esperanza.  ¿Y el amor? El amor es la herramienta. Reside en el aspecto de sus rostros y en la apariencia de sus gestos. El amor en política es un traje obligatorio; es la palabra necesaria;   es, por ejemplo, el abrazo y el beso a un niño en el momento apropiado, con el que expresan en una  formidable  elipsis  su  querencia por  todos y cada uno de los habitantes de la tierra, a quienes les tiene que llegar  tan solo un mensaje. “Nadie  os va a amar tanto como yo. Es más, cuidaos  de  aquél o de aquélla, porque no os ama, os odia. Pero no os preocupéis, porque yo que tanto os quiero,  sacrifico mi familia, mi trabajo y  mi proyecto de vida para poder neutralizar las consecuencias de su odio  y, además,  conseguiré  todo lo que habéis soñado, para vosotros y para vuestros hijos. Porque…¡¡Dios!!  ¡¡Os quiero  tanto!!”. 

De manera que el miedo  y el amor son los protagonistas indiscutibles de la Historia. Durante este siglo podemos constatar  esta certeza a diario. Tanto es así que durante  las últimas semanas,  la utilización exhaustiva  y masiva de todos sus significantes ha generado, esta vez sí, no pocas paradojas colectivas, que yo, hombre de mente simple, no alcanzo a entender. Estos últimos días  MIEDO  es una de las palabras que más han aparecido en los medios de comunicación de masas. Miedo a Le Pen y miedo a Trump. Tan solo tres sílabas que han  tomado con gran efectividad el relevo  a otros dos  fantasmas apocalípticos  contemporáneos, a saber, el Brexit y Grecia. 

Porque resulta altamente interesante un fenómeno extraordinariamente singular, o cuando menos curioso.  En apariencia, los  hombres y mujeres que pueblan los Estados Unidos de América, y los de medio mundo, vivimos un perpetuo estado de  pavor; vivimos la experiencia diaria del espanto  gracias a una especie de sentencia olímpica que nos ha condenado a una canguelo cotidiano en aras de un resultado electoral,  a través del cual un hombre determinado dirige  los destinos de su país, el más poderoso.

La cosa es que este tipo gobierna el mundo porque ha expresado mejor que nadie el amor hacia su gente. De manera que, desde el pasado 20 de enero,  la mayoría de  estadounidenses  en realidad están encantados de la vida. Sonríen al levantarse; se dirigen al trabajo entusiasmados y confiados, porque el país en el que viven ahora está al cuidado de aquel que más les ama, de aquel que despejará para siempre sus miedos e incertidumbres; de aquel que mejor les ha sabido expresar  esperanza para sus vidas. Así que, ¿de qué tenemos miedo?  ¿A qué tanto grito y tanto recelo? 

El pasado domingo 7 de mayo, a eso de las diez de la noche, escuché muy nítidamente desde el comedor de mi casa el rumor del suspiro unánime  de alivio que emitimos casi al unísono centenares de millones de europeos porque Marine Le Pen, la mujer fascista que había llegado a la final electoral francesa,  finalmente no había ganado las elecciones presidenciales,  y había quedado muy por detrás de su contrincante, un joven guapetón, primo  de nuestro Albert Rivera.

A la vista de las semanas previas al desenlace electoral francés, el desasosiego , la inquietud y la inseguridad que producía Le Pen entre los franceses y el resto de ciudadanos y ciudadanas europeas,  invitaba a  pensar que, quizás, lo mejor hubiese sido inhabilitarla, o ilegalizar el partido que dirige , antes que someternos,  no ya las consecuencias nefastas de su hipotética victoria, sino a ese sinvivir que nos ha ocasionado un nerviosismo colectivo procedente de las más altas instancias demócrata-financieras,  día y noche, desde tierra, mar y twitter. 

Quiero decir que, igual que Trump,  esta mujer ha sabido identificar  y compartir  miedos  con un número nada despreciables de hombres y mujeres libres, y además, ha sabido oxigenar sus expectativas con esperanza; y todo, ataviada  con el camuflaje eficaz de un amor próximo mucho más convincente que el de  muchos de sus contrincantes de la primera vuelta. 

Entonces. ¿A qué tanto  temblor? ¿A qué le temían los franceses?¿No se trata de elegir libremente a quien más nos quiere,  a quien mejor pensamos que  nos librará de nuestros miedos?  “Europa respira con  alivio”, rezaba la portada de 'El Periódico'  el día después. Lo correcto y preciso hubiese sido titular “Europa, excepto diez millones de franceses, respira aliviada”. 

¿Somos tan estúpidamente demócratas  que permitimos la candidatura del mismísimo  diablo?  ¿Quién teme realmente al diablo? ¿Quién es el diablo? ¿Quién maneja los hilos del miedo? ¿Dónde encontrar  amor? ¿"Y la europea"?.  Yo no hallo respuestas. La mayoría de mis  compatriotas no creen que quien más les quiera sea quien yo creo que más nos quiere. Es más, están mayoritariamente  convencidos  del amor que les profesa quien les roba a manos llenas. Y no parece que la cosa vaya a cambiar, porque a quien temen  es, precisamente, a quien más les quiere, aunque, a la vista de los resultados,  es quien peor expresa el amor.  Eso sí,  tienen más miedo a Le Pen y a Trump que los propios americanos y  franceses.

En casos así, cuando las preguntas se quedan sin respuesta y, desorientados, seguimos a la búsqueda de soluciones,  no hay nada como echar mano de los grandes optimistas, como por ejemplo Franz Kafka, quien  decía que  “es una vieja costumbre mía  no permitir que las impresiones duras, dolorosas o alegres se dispersen benéficamente por todo mi ser en cuanto han alcanzado su pureza suprema, sino enturbiarlas y ahuyentarlas  con impresiones nuevas, imprevistas y débiles. No es mala intención de causarme daño a mí mismo, sino debilidad para soportar la pureza de esa impresión”. 

A ver si me aplico el cuento.

viernes, 5 de mayo de 2017

En la calle Mayor



Nací en Montcada i Reixac,  junto  a las vías del tren,  y crecí  en los primeros doscientos metros de la calle Mayor, andando cada día los pasos  del camino que separan  la desembocadura del  río Ripoll  del Ayuntamiento,  un recorrido que realizaba cuatro veces  al día para ir y venir de casa al colegio y del colegio a casa. 

Si pudiese hacer una fotografía diacrónica  de mi  paso a través de ese  trayecto  se parecería mucho a esa célebre ilustración en la que se pueden distinguir en un  sencillo golpe de vista  las  fases de la  evolución humana.  

En mi particular progresión hasta convertirme en homo erectus, habría que colocar un telón detrás de mis siluetas ascendentes  en el que se pudiesen  distinguir  medio centenar de comercios, la mayoría  ya extintos; una peluquería de caballeros señalada  con su preceptivo cilindro giratorio de colores; la plaza con su quiosco de prensa y su entrañable quiosquera, a la que mamá compraba  los míticos fascículos de la editorial Bruguera “Joyas literarias juveniles” ; Can Plats i Olles,  la vieja tienda cajón de sastre  de pueblo, superviviente de la globalización, donde  me dejaba  la pírrica  paga semanal para comprar cromos de fútbol, canicas y las chucherías de rigor. Y, cómo no, sobresaliendo y dando forma a ese particular  perfil urbano,  la torre de la iglesia, construida poco después de la Guerra Civil,  con un horripilante estilo art decò hormigonado,  fea  y gris, aspirante frustrada a pináculo gótico. 

Ayer, un día cualquiera de mayo, ubicado  en ese mismo lugar  pero  en la pendiente opuesta  del tiempo humano, me ocurrió algo  mágico. Me había sentado a tomar un café en la terraza de “La Oficina”,  junto a la  torre de la iglesia, el  bar en el que hace ya demasiados años  aprendí  que para tomar cerveza había que saber ir al baño. Saludé a José Luis, el camarero, quien a pesar del color blanco de mi pelo no tardó demasiado en reconocerme. Tras las preguntas y los tópicos de  rigor, me dispuse a dedicar un buen rato a leer en la calle que me vio crecer la fascinante biografía de Franz Kafka, escrita con primor por Reiner Stach.

Yo leo igual que comen las gallinas; inclino la cabeza para picotear frases  y de vez en cuando  la levanto  para deglutirlas y digerirlas. En uno de esos impases la vi salir de la panadería  que desde siempre está aneja  a “La Oficina”. Era la señorita Mª Carmen Carril, la maestra que me enseñó a leer y a escribir; aquella mujer joven,  hermosa y elegante que con delicadeza, sabiduría y mucha paciencia  me mostró  por vez primera vez  el misterioso poder que poseen las letras  para nombrar y dotar de realidad a las cosas; para producir acciones; para aprender y conocer, o  para imaginar aquello que no existe pero que nos gustaría que existiese; incluso para salvarnos del hundimiento, para exorcizar demonios y luchar contra lo que nos ocasiona dolor. 

Hacía ya casi medio siglo que transitaba  aquella misma  calle, a diario,  para llegar al colegio y  sentarme frente a la señorita Mª Carmen a garabatear con esfuerzo mis primeras letras y  titubear  las primeras palabras leídas. Durante años seguí  caminando el mismo  recorrido, aprendiendo de  otros maestros en las mismas  aulas de la misma escuela. Sin embargo,  ayer era el día señalado por el destino; ayer que leía en el mismo espacio en el que crecí; ayer que leía mientras pasaba frente a mí la persona que me enseñó a leer, tenía que  haber sido agradecido y justo . Tenía que haberme levantado de la silla, acercarme a ella y decirle. “Señorita Mª Carmen, usted ha sido una de las personas más importantes de mi vida. Quiero que lo sepa.”  

Sin embargo fui un necio. La dejé pasar sin decirle  nada. Se alejó calle Mayor abajo, con una barra de pan bajo el brazo,  caminando del mismo modo como yo la recordaba, erguida, mirando al frente, como si en esa prestancia digna,  ya encanecida,  mostrase a todo  con el que se cruzaba el orgullo de haberles enseñado las letras con las que nombrar las cosas del mundo, las palabras con las que intentamos  revelar las imágenes de nuestros recuerdos cuando ya nada es como era y los espacios que nos vieron crecer han dejado de pertenecernos.