viernes, 5 de mayo de 2017

En la calle Mayor



Nací en Montcada i Reixac,  junto  a las vías del tren,  y crecí  en los primeros doscientos metros de la calle Mayor, andando cada día los pasos  del camino que separan  la desembocadura del  río Ripoll  del Ayuntamiento,  un recorrido que realizaba cuatro veces  al día para ir y venir de casa al colegio y del colegio a casa. 

Si pudiese hacer una fotografía diacrónica  de mi  paso a través de ese  trayecto  se parecería mucho a esa célebre ilustración en la que se pueden distinguir en un  sencillo golpe de vista  las  fases de la  evolución humana.  

En mi particular progresión hasta convertirme en homo erectus, habría que colocar un telón detrás de mis siluetas ascendentes  en el que se pudiesen  distinguir  medio centenar de comercios, la mayoría  ya extintos; una peluquería de caballeros señalada  con su preceptivo cilindro giratorio de colores; la plaza con su quiosco de prensa y su entrañable quiosquera, a la que mamá compraba  los míticos fascículos de la editorial Bruguera “Joyas literarias juveniles” ; Can Plats i Olles,  la vieja tienda cajón de sastre  de pueblo, superviviente de la globalización, donde  me dejaba  la pírrica  paga semanal para comprar cromos de fútbol, canicas y las chucherías de rigor. Y, cómo no, sobresaliendo y dando forma a ese particular  perfil urbano,  la torre de la iglesia, construida poco después de la Guerra Civil,  con un horripilante estilo art decò hormigonado,  fea  y gris, aspirante frustrada a pináculo gótico. 

Ayer, un día cualquiera de mayo, ubicado  en ese mismo lugar  pero  en la pendiente opuesta  del tiempo humano, me ocurrió algo  mágico. Me había sentado a tomar un café en la terraza de “La Oficina”,  junto a la  torre de la iglesia, el  bar en el que hace ya demasiados años  aprendí  que para tomar cerveza había que saber ir al baño. Saludé a José Luis, el camarero, quien a pesar del color blanco de mi pelo no tardó demasiado en reconocerme. Tras las preguntas y los tópicos de  rigor, me dispuse a dedicar un buen rato a leer en la calle que me vio crecer la fascinante biografía de Franz Kafka, escrita con primor por Reiner Stach.

Yo leo igual que comen las gallinas; inclino la cabeza para picotear frases  y de vez en cuando  la levanto  para deglutirlas y digerirlas. En uno de esos impases la vi salir de la panadería  que desde siempre está aneja  a “La Oficina”. Era la señorita Mª Carmen Carril, la maestra que me enseñó a leer y a escribir; aquella mujer joven,  hermosa y elegante que con delicadeza, sabiduría y mucha paciencia  me mostró  por vez primera vez  el misterioso poder que poseen las letras  para nombrar y dotar de realidad a las cosas; para producir acciones; para aprender y conocer, o  para imaginar aquello que no existe pero que nos gustaría que existiese; incluso para salvarnos del hundimiento, para exorcizar demonios y luchar contra lo que nos ocasiona dolor. 

Hacía ya casi medio siglo que transitaba  aquella misma  calle, a diario,  para llegar al colegio y  sentarme frente a la señorita Mª Carmen a garabatear con esfuerzo mis primeras letras y  titubear  las primeras palabras leídas. Durante años seguí  caminando el mismo  recorrido, aprendiendo de  otros maestros en las mismas  aulas de la misma escuela. Sin embargo,  ayer era el día señalado por el destino; ayer que leía en el mismo espacio en el que crecí; ayer que leía mientras pasaba frente a mí la persona que me enseñó a leer, tenía que  haber sido agradecido y justo . Tenía que haberme levantado de la silla, acercarme a ella y decirle. “Señorita Mª Carmen, usted ha sido una de las personas más importantes de mi vida. Quiero que lo sepa.”  

Sin embargo fui un necio. La dejé pasar sin decirle  nada. Se alejó calle Mayor abajo, con una barra de pan bajo el brazo,  caminando del mismo modo como yo la recordaba, erguida, mirando al frente, como si en esa prestancia digna,  ya encanecida,  mostrase a todo  con el que se cruzaba el orgullo de haberles enseñado las letras con las que nombrar las cosas del mundo, las palabras con las que intentamos  revelar las imágenes de nuestros recuerdos cuando ya nada es como era y los espacios que nos vieron crecer han dejado de pertenecernos.

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