Nací en Montcada
i Reixac, junto a las vías del tren, y crecí en los primeros doscientos metros de la calle
Mayor, andando cada día los pasos del
camino que separan la desembocadura del río Ripoll del Ayuntamiento, un recorrido que realizaba cuatro veces al día para ir y venir de casa al colegio y
del colegio a casa.
Si pudiese hacer una
fotografía diacrónica de mi paso a través de ese trayecto se parecería mucho a esa célebre ilustración
en la que se pueden distinguir en un sencillo golpe de vista las fases
de la evolución humana.
En mi particular progresión hasta convertirme en homo erectus, habría que colocar un telón detrás
de mis siluetas ascendentes en el que se
pudiesen distinguir medio centenar de comercios, la mayoría ya extintos; una peluquería de caballeros
señalada con su preceptivo cilindro
giratorio de colores; la plaza con su quiosco de prensa y su entrañable
quiosquera, a la que mamá compraba los
míticos fascículos de la editorial Bruguera “Joyas literarias juveniles” ; Can Plats i Olles,
la vieja tienda cajón de sastre de pueblo, superviviente de la globalización, donde me
dejaba la pírrica paga semanal para comprar cromos de fútbol,
canicas y las chucherías de rigor. Y, cómo no, sobresaliendo y dando forma a
ese particular perfil urbano, la torre de la iglesia, construida poco
después de la Guerra Civil, con un
horripilante estilo art decò hormigonado, fea y gris, aspirante frustrada a pináculo gótico.
Ayer, un día cualquiera
de mayo, ubicado en ese mismo lugar pero en
la pendiente opuesta del tiempo humano,
me ocurrió algo mágico. Me había sentado
a tomar un café en la terraza de “La Oficina”, junto a la torre de la iglesia, el bar en el que hace ya demasiados años aprendí que para tomar cerveza había que saber ir al
baño. Saludé a José Luis, el camarero, quien a pesar del color blanco de mi
pelo no tardó demasiado en reconocerme. Tras las preguntas y los tópicos
de rigor, me dispuse a dedicar un buen
rato a leer en la calle que me vio crecer la fascinante biografía
de Franz Kafka, escrita con primor por Reiner Stach.
Yo leo igual que
comen las gallinas; inclino la cabeza para picotear frases y de vez en cuando la levanto para deglutirlas y digerirlas. En uno de esos
impases la vi salir de la panadería que
desde siempre está aneja a “La Oficina”. Era la señorita Mª Carmen Carril, la
maestra que me enseñó a leer y a escribir; aquella mujer joven, hermosa y elegante que con delicadeza, sabiduría
y mucha paciencia me mostró por vez primera vez el misterioso poder que poseen las letras para nombrar y dotar de realidad a las cosas; para
producir acciones; para aprender y conocer, o para imaginar aquello que no existe pero que
nos gustaría que existiese; incluso para salvarnos del hundimiento, para
exorcizar demonios y luchar contra lo que nos ocasiona dolor.
Hacía ya casi
medio siglo que transitaba aquella misma
calle, a diario, para llegar al colegio y sentarme frente a la señorita Mª Carmen a
garabatear con esfuerzo mis primeras letras y titubear las primeras palabras leídas. Durante años seguí
caminando el mismo recorrido, aprendiendo de otros maestros en las mismas aulas de la misma escuela. Sin embargo, ayer era el día señalado por el destino; ayer
que leía en el mismo espacio en el que crecí; ayer que leía mientras pasaba
frente a mí la persona que me enseñó a leer, tenía que haber sido agradecido y justo . Tenía que
haberme levantado de la silla, acercarme a ella y decirle. “Señorita Mª Carmen,
usted ha sido una de las personas más importantes de mi vida. Quiero que lo
sepa.”
Sin embargo fui
un necio. La dejé pasar sin decirle nada.
Se alejó calle Mayor abajo, con una barra de pan bajo el brazo, caminando del mismo modo como yo la recordaba,
erguida, mirando al frente, como si en esa prestancia digna, ya encanecida, mostrase a todo con el que se cruzaba el orgullo de haberles enseñado las letras con las que nombrar las cosas del mundo, las palabras con las que
intentamos revelar las imágenes de
nuestros recuerdos cuando ya nada es
como era y los espacios que nos vieron crecer han dejado de pertenecernos.
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