miércoles, 30 de diciembre de 2009

Andreu y Jon

Para César, Manu, Miriam y Nuria, de todo corazón


No he podido cogerles en mis brazos. No me he atrevido. Solamente les miro, en silencio, absorto ante el milagro vulgar de la vida que se repite millones de veces, cada minuto en cualquier lugar del destino. Sólo me atrevo a mirarles. Les veo acurrucados en sus sueños, en la tozudez de la inconsciencia feliz, del recuerdo aún reciente, casi caliente del útero materno en el que la eternidad era cierta hasta que la vida -inexorable- empujó y les mostró el aire, un resplandor hiriente, el sonido de su propia voz gritando la denuncia del canje fraudulento de una existencia amniótica, plácida, por la piel tibia de las madres en donde encontrarán el alimento dulce que durante algunos meses atenuará la protesta de mis sobrinos recién nacidos.

No he podido cogerles. No me he atrevido. Solamente les miro en brazos de sus padres, felices, carne de su propia carne, inexpertos en la construcción del regazo que forman con los que ahora, y sólo a partir de ahora, empiezan a cumplir funciones inéditas como proteger la fragilidad de sus cuellos, acunar el hambre; calmar el dolor, la molestia de un estómago que se habitúa a la ausencia de ambrosías placenteras; calentar el frío, enfriar el calor, más hambre, el ruido, el silencio, la voz desconocida, el tacto extraño de una ropa, otra vez hambre y, por qué no, la protesta permanente, nunca escuchada, y jamás entendida, de la reivindicación de la vuelta al origen en donde todo era sensación porque no eran necesarios los sentidos.

Me muero de ganas de cogerles, pero no me atrevo. A esta distancia de la cuna, mientras percibo bajo la franela de la mantita la respiración acelerada, tan rápida como el paso de la vida, les dibujo futuros en segundos, de manera que en ese breve espacio de intimidad puede que les haya hecho vivir cinco vidas completas y plenas todas y cada una de ellas. Por eso me gusta pensar que en la calma de su sueño recogido, puro, de bebés felices, habrá algo en sus conciencias a punto de formarse que conectará con mis deseos, y en un tiempo próximo, cuando yo no sea más que piel avejentada y seca, Andreu y Jon creerán experimentar un déjà-vu sin saber, probablemente, que fui yo quien les soñó ese momento.

Vuelvo mañana

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Fantasía orteguiana


Un sencillo programa informático que no llega a ocupar más que unos pocos gramos de memoria -porque ahora la memoria se mide en gramos, o en kilos, o en medias libras, como cuando era crío y las mañanas de domingos madrileños mamá me daba unos maravedís con que comprar los churros del desayuno- un sencillo programa informático, decía, es capaz de hacer cosas asombrosas. Un buen amigo, hace pocos días, me mostró cómo con un poco de intuición o una mínima habilidad de usuario podemos llegar a ser capaces de unir tantas imágenes como queramos, de manera que el resultado sea una única imagen que las contenga a todas. Es decir, que podemos obtener con un par de leves movimientos índices la silueta, el aspecto, el retrato, la identidad de todo un grupo de individuos contenido en un único rostro. La fotografía que ilustra estas líneas es una muestra. Para obtenerla fueron necesarias 300 fotografías de universitarios que el perverso software emulsionó por orden mía, hasta dar lugar a un rostro amorfo, inexpresivo, y que visto a media noche, en el delirio del cuarto trago de absenta, podría provocar alucinaciones terroríficas, inquietantes visiones fantasmagóricas de súcubos no tan ingenuos como yo que detentan un poder extraordinario para manejar a quienes forman y no forman parte de la emulsión digital, para hacernos desaparecer o someternos a nuevas y desconocidas realidades que desde nuestra apacible tranquilidad navideño-burguesa ni siquiera somos incapaces de imaginar.

Mientras observaba detenidamente el resultado de mi experimento pensaba en el rostro real del estudiante universitario español, en sus inquietudes, en las expectativas con que se duerme cada noche; la ilusión de despertarse temprano; tomar café caliente mientras desea que llegue la primera clase, y la siguiente, y el disfrute del pequeño descanso en la cafetería, o entre pasillos, en el que compartir con los compañeros la excitación, la duda, el inicio de un debate que se interrumpirá con fastidio cuando llegue el siguiente profesor que será capaz de darle vuelta a las mentes y proponer un nuevo reto intelectual, un tema inesperado que compartirá con sus pupilos y que dará respuesta a la discusión anterior o abrirá nuevas dudas, más preguntas que hacerse cuando la clase termine. Entonces, en la soledad del estudio, cuando el estudiante universitario español repase la materia dada, se establecerán miles de contactos en la red, facebook no dará a basto y el fin de semana se originarán centenares de reuniones en casas particulares, en residencias, en pisos compartidos, en cafeterías, sobre la hierba de parques públicos, en bares cutres y humeantes... para discutir teorías termodinámicas, la ética de la tecnología, la autoría del Lazarillo o la vigencia de Marx y San Agustín. Y cuando el estudiante se acerque al final de su formación, con la valentía que proporciona la seguridad del conocimiento atesorado, en la ebullición de la fuerza emergente que sale a la vida, imaginará un mundo nuevo, diferente, y creerá firmemente en que él debe ser el protagonista y que tiene el deber y la facultad de actuar para transformar.

Pero la imagen es tozuda. Ahora mismo, quien pierde el tiempo leyendo estas cuatro líneas, no puede dejar de mirarla, porque es hipnótica. Porque a fuerza de buscar en ella una identidad individual no se obtiene más que el desesperante resultado de un espectro categórico que ha absorbido para cancelarlas, miradas lúcidas e inquietas, bocas ávidas de palabras, y pieles limpias de futuros. ¡Cómo hubiese disfrutado Don José Ortega y Gasset con la informática!

Vuelvo mañana

miércoles, 16 de diciembre de 2009

MI viejo par de botas


Probablemente este sea el último invierno en el que camine con mis viejas botas rojas, mis viejas botas coloradas, del color de las tejas, puntiagudas, con cremallera interior. Son un par de botas únicas que compré al darme cuenta de que para caminar nuevamente por este mundo sin llamar demasiado la atención tenía que deshacerme de las que calzaba en el momento de mi nueva carnalidad: me costó deshacerme de ellas, porque las llevaba puestas cuando me encontró mi criado estirado sobre el suelo, al poco de descerrajarme el cráneo, y sentía como si estuviese traicionando el recuerdo de mi muerte.

Muchos días las limpio y las mimo. Otros días me gustan sucias, llenas de polvo. Si llueve, disfruto pisando los charcos, y me las ingenio para pasar por donde no hay asfalto. Entonces, al llegar a casa, me gusta quitármelas y ver el barro pegado a los talones, la tierra seca alrededor de la suela, y la marca de humedad que deja el agua de lluvia en la piel. Ya están muy rozadas, sobre todo por la parte exterior del empeine y por el ángulo de la puntera, de manera que cuando les doy betún y las froto a conciencia, surgen reflejos, texturas y matices que no podía ver cuando las compré nuevas. Aquel día no podía pensar que podría llegar tan lejos. Recuerdo que al verlas las quise porque no se parecían a ningún otro par de botas, ni por el color ni por la forma.

Ayer, después de mil caminos, pensé en dejarlas, porque ya me hacen daño. Han perdido el suelo que sustenta el pie y se me clava el esqueleto de pequeñas vigas que se ensambla a la suela y al tacón, y ya no puedo andar con ellas. Me puse a limpiarlas como quien acaricia la crin a un caballo anciano, o como quien ofrece sobre el lomo del perro fiel, que vemos morir en paz sin aullar su lamento, el calor de la mano agradecida.

Lo que no pienso hacer de ninguna manera con mi viejo par de botas rojas es meterlas en una bolsa negra con cuerdas y lanzarla como si tal cosa al contenedor. Ni hablar. Sería tanto así como negar y borrar la huella que se habrá quedado fijada en alguna vereda, o eliminar todos los pasos que he dado en mi tercera vida, de los que no es posible encontrar marca alguna sobre la tierra, a no ser que invoque mis recuerdos y en los caminos de la memoria se hayan grabado para siempre, como el rastro fósil de un dinosaurio, las formas triangulares de mis pisadas, con una ligera hondonada hacia el interior que incrimina mi andar patizambo.

Creo que intentaré aguantar con ellas un invierno más. Aguantaré el dolor, o quizá las lleve de nuevo al zapatero, y le pediré un trasplante; buscaré entre el montón oscuro de calzado muerto que se pudre a su espalda y encontraré la pieza que se ajuste a mi horma, y entonces le exigiré que haga algo. Le mostraré, le probaré que todavía hay alguna posibilidad. Aunque no me voy a hacer muchas ilusiones. Mejor me hago a la idea, y las doy por perdidas. Mañana será el último día. Mañana todavía me calzaré mis viejas botas rojas, del color de las tejas, puntiagudas, con cremallera interior, y después será como caminar con zancos, a golpes, alzado torpemente sobre del camino, sin polvo que cubra la piel, hasta que encuentre otro par singular que honore su memoria y vuelvan a dejar la huella de mi paso.

Vuelvo mañana

domingo, 13 de diciembre de 2009

Antonio Machado y las masas


Nosotros no pretenderíamos nunca educar a las masas. A las masas que las parta un rayo. Nos dirigimos al hombre, que es lo único que nos interesa; al hombre en todos los sentidos de la palabra: al hombre in genere y al hombre individual, al hombre esencial y al hombre empíricamente dado en circunstancias de lugar y de tiempo, sin excluir al animal humano en sus relaciones con la naturaleza. Pero el hombre masa no existe para nosotros. Aunque el concepto de masa pueda explicarse adecuadamente a cuanto alcanza a volumen y materia, no sirve para ayudarnos a definir al hombre, porque esa noción físicomatemática no contiene un átomo de humanidad. Perdonad que os diga cosas de tan marcada perogrullez. En nuestros días hay que decirlo todo. Porque aquellos mismos que defienden a las aglomeraciones humanas frente a sus más abominables explotadores, han recogido el concepto de masa para convertirlo en categoría social, ética, y aún estética. Y esto es francamente absurdo. Imaginad lo que podría ser una pedagogía para las masas. ¡La educación del niño-masa! Ella sería, en verdad, la pedagogía del mismo Herodes, algo monstruoso.”

Antonio Machado: 'Juan de Mairena. Sentencias y donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo'. 1936

Antonio Machado y las masas


Nosotros no pretenderíamos nunca educar a las masas. A las masas que las parta un rayo. Nos dirigimos al hombre, que es lo único que nos interesa; al hombre en todos los sentidos de la palabra: al hombre in genere y al hombre individual, al hombre esencial y al hombre empíricamente dado en circunstancias de lugar y de tiempo, sin excluir al animal humano en sus relaciones con la naturaleza. Pero el hombre masa no existe para nosotros. Aunque el concepto de masa pueda explicarse adecuadamente a cuanto alcanza a volumen y materia, no sirve para ayudarnos a definir al hombre, porque esa noción físicomatemática no contiene un átomo de humanidad. Perdonad que os diga cosas de tan marcada perogrullez. En nuestros días hay que decirlo todo. Porque aquellos mismos que defienden a las aglomeraciones humanas frente a sus más abominables explotadores, han recogido el concepto de masa para convertirlo en categoría social, ética, y aún estética. Y esto es francamente absurdo. Imaginad lo que podría ser una pedagogía para las masas. ¡La educación del niño-masa! Ella sería, en verdad, la pedagogía del mismo Herodes, algo monstruoso.”

Antonio Machado: 'Juan de Mairena. Sentencias y donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo'. 1936

jueves, 10 de diciembre de 2009

Falta menos de 1 día


Falta menos de 1 día


El dia 13 de diciembre Antonio Machado recita y habla en la red.
Decenas de blogs españoles y latinoamericanos se han adherido.
Si te apetece, súmate a la iniciativa.


Copia en tu blog un poema o un texto de Antonio Machado, o escribe sobre él, el día 13 diciembre.
Consigamos una jornada machadiana masiva.


Porque sí, sin conmemoraciones, sin aniversarios, por la obra literaria y el legado ético de Antonio Machado


Falta menos de 1 día

viernes, 4 de diciembre de 2009

En el bar


Qué gustito tomar una copa en un bar lleno de humo, y de ruido, de gente que sale y que entra, que se busca, toma cerveza, se habla y, en un momento, por una palabra mal dicha, por una frase mal entendida ya nunca más se dirán nada y nunca entrarán ni se volverán a encontrar en el mismo bar a no ser que el destino les coincida nuevamente y entonces se mirarán de soslayo, se evitaran, simularan no haberse visto y mientras apuran los vasos y fuman -no porque les apetezca fumar, sino solamente para mirar por dónde se cuela o cómo se disuelve en niebla el humo que expiran y evitar así mirar hacia el lugar prohibido- rememoran el momento de la ruptura y entonces uno de los dos, o quizá los dos, se dan cuenta, en los rincones respectivos de sus memorias que, en realidad, todo fue una tontería porque apenas pueden cada uno de ellos recordar el contenido de la palabra dicha, maldita, la frase disparada con odio, irónica, cínica, a gritos o golpeando con el puño y la mano sobre la barra, aporreando la lanza del paraguas sobre el suelo al mismo tiempo que profirieron insultos hirientes, reproches guardados como cartas viejas que contienen debilidades, errores, cuentas pendientes depositadas a plazo fijo hasta que llega el momento de cobrar en metálico los intereses del rencor justo cuando el camarero vacía el cenicero, porque no dejaban de fumar en el mismo probable cenicero en el que ahora cae la ceniza como tiempo quemado, estéril, y aunque se saben cerca, casi mesa con mesa, siguen sin mirarse y sin recordar si en verdad aquella discusión tuvo razón de ser o hay un tercero, o tercera que nunca aparecerá por el bar, el cual, la cual, habló con ambos, en privado, por separado, y les explicó versiones diferentes y encontradas del mismo asunto para congraciarse, para sentirse el centro de algo en lo que ni siquiera intervino, para ser cómplice, cerciorarse de que su palabra vale algo, significa algo, genera consecuencias, para ser querido, o querida, y en el momento del gesto de dolor, de la expresión amarga, de la mirada baja, humedecida por la rabia y la tristeza, él o ella posaría la mano sobre el hombro y prometería afecto, compañía, ayuda, llámame cuando lo necesites, a la hora que quieras salgo y voy a verte, lo mismo, exactamente lo mismo que hizo con el otro o con la otra, aunque es probable que el tercero, que jamás entrará en el bar donde ahora me tomo tan a gustito el segundo whisky mientras leo, o leía, sencillamente el tercero es malo o mala, perverso, y disfruta en el juego efectivo de la cizaña y la difamación en el que hay perdedores perpetuos porque jamás recuperan la inocencia o el honor, los cuales, por mucho que digan tertulianos y sabihondos no son previos a nada y para defenderlos hacemos lo que sea, dar la razón, reconocer veracidad en palabras que nos brindan, agravios sin contrastar a los que damos pábulo porque -y sólo porque- tenemos unas ganas tremendas de creer, de confiar en terceros (Yagos eficaces, eficientes) de caer en el conflicto que les separó, que les mantiene meses después separados a tres metros de distancia en el mismo bar en el que rompieron, cada uno con su copa, jugando con el extremo ardiente del cigarrillo sobre el cenicero a la manera de un bolígrafo con el que trazan extraños polígonos, estrellas mágicas, signos esotéricos entre la ceniza, como grabados efímeros deshechos en el instante en el que un amago de lucidez les ha empujado a levantarse, caminar tres pasos e invitarle a la próxima copa, qué bebes, me siento, siéntate si quieres, cómo andas, bien, podría ser el inicio de la conversación, de la reconciliación, que acabaría con tres o cuatro botellas sobre la mesa, unas risotadas, quizá una cena rápida, o bien opípara, el camino de vuelta a casa, aliviados, ligeros, sin el peso del resentimiento y la certeza de que todo aquello seguramente fue una tontería, una soberana estupidez, aunque lo que hacen ambos es dar un trago, encender el décimo cigarrillo y grabar otro extraño signo en el cenicero justo cuando ya no quiero beber más, recojo los bártulos, le pago a la camarera y salgo con la congoja de su futuro a cuestas, que me empuja a volver después de haber caminado unos metros, suficientes como para darles tiempo a desaparecer y no saber nada más de ellos, porque ya no podré estar a gustito en ese bar, leyendo, escribiendo, bebiendo y fumando mientras la gente sale, y entra, se habla y en un momento, por una palabra mal dicha, por una frase mal entendida nunca más se dirán nada.

Vuelvo mañana

La imagen es un dibujo a tinta que se titula Var-paraiso. Procede de http://pescador72.blogspot.com propiedad de un artista chileno del cual, lo único que sé es la dirección de su blog. Con su permiso

viernes, 27 de noviembre de 2009

Noche en vela


Los días en los que mi criado libraba eran perfectos para escribir mi pieza semanal. Aprovechaba la noche y tenía por costumbre dejar todo el piso a oscuras, excepto la cámara de trabajo, en la que encendía tres velas. Una sobre el escritorio, que me ayudaba a ver; otra junto a la puerta, a modo de alarma, por temor a los intrusos, ladrones o maridos despechados, para que al abrir la puerta el golpe del aire sobre la llama me alertase de la invasión; y otra más junto a la ventana, por si a mi Dolores le deba por venir a verme, como señal de vía libre.

Disponía muy cuidadosamente sobre la mesa el tintero, la pluma, un vaso y una botella de vino y, después de los dos primeros tragos ya podía escribir la primera frase. Aquella noche concreta, noche de otoño en Madrid, le daba vueltas a unas palabras de Goethe que me bailaban en la cabeza desde hacía semanas; una sentencia tremenda que me dejó petrificado, porque nos define y nos condena: “Harto de la libertad, el caballo toleró que lo ensillaran y lo embridaran y, por su esmero, lo montaron hasta la muerte”.

“¡Estúpidos. Esta tierra nuestra la habitamos una ingente cantidad de estúpidos!”, pensaba un día sí y otro también, dale que dale a la frase de Goethe. Mojé la pluma y al poco volví a hacerlo, porque como no arrancaba a trazar la primera letra, la dejaba suspendida sobre el papel, casi rozándolo, y la tinta se secaba. De modo que me levanté, tan bruscamente y dando tales resoplidos, que la llama de la vela tembló hasta casi extinguirse. Cuando ya parecía que vislumbraba el inicio, volví a sentarme, nuevamente en vano. Entonces me incorporé otra vez, caminé dos pasos hasta la ventana y me entretuve viendo la sombra gigante de mi silueta sobre la tierra de la calle sucia. Por unos momentos me sentí Dios, el Dios de la calle en la noche, y creí percibir cómo la genialidad de Goethe se derretía fundida junto a la cera de las velas. Liberado y crecido -endiosado- retomé la tarea. Bebí un trago, mojé la pluma y en el momento de escribir la primera letra, el fuego del cirio que dejé ardiendo junto al dintel se agitó y me di cuenta entonces de lo inútil de la estratagema, porque me quedé en el sitio, paralizado, más que por el miedo, por la expectativa, por la intriga de conocer la identidad de quien se adentraba por el pasillo de mi casa en aquellas horas de ventolera oscura revuelta en hojas secas. La vela bailó al ritmo de los pasos firmes, que se acercaban inexorables. Distinguía un rumor familiar de tela pesada, quizá mojada, arrastrada con prisa y decisión. Súbitamente la vela se apagó. Entonces, en la penumbra de la estancia, como surgida de la imaginación, apareció la figura contundente, abrigada y bella de Dolores, mi Dolores, que al poco de atravesar el umbral se detuvo y, en pie, firme y hermosa como una columna corintia, me reclamó ansiosa con sus ojos negros. No lo dudé. Me levanté y en un instante la estaba abrazando, oliendo la humedad de la madrugada en su ropa gruesa, deshaciendo el pañuelo sobre la cabeza, revolviendo el pelo hasta dejar caer su larga melena sobre la espalda. A cada prenda que nos quitábamos, nos íbamos acercando al suelo. Primero de rodillas, como penitentes siameses, besándonos en el cuello, en el pecho, en la boca. Caímos tumbados definitivamente, y entonces la vela que iluminaba la hoja en blanco se apagó. Al abrigo de la luz de la última espelma nos amamos con urgencia cautiva en aquella noche de otoño. Yacimos unos minutos, abrazados, calentando los cuerpos con el aliento, hasta que Dolores se desprendió de mis brazos y sin mediar mirada dijo que se iba, que me había deseado toda la semana, y que no sabía si podría volver a verme. “Haré lo que quieras amor, lo que quieras, pero no me dejes, no puedo estar sin ti. Podemos irnos juntos, ahora mismo, dejar Madrid. Tengo buenos amigos en Francia. Podemos hacer lo que tú quieras que hagamos, pero no me digas que ya no podemos vernos. Lo que quieras, ¿me oyes? ¡Lo que quieras!”. Mientras se vestía me dijo que si me iba a quedar desnudo sobre el suelo todo lo quedaba de noche. Me calcé como pude los pantalones y la besé. Giró sobre si misma y, con el vuelo del vestido, la última vela dejó de arder. Sin decir más, como si tuviese desde siempre la facultad de ver en la oscuridad, caminó decidida por el pasillo, cerró de golpe la puerta y se fue.

Bebí todo el vino que quedaba. Ni siquiera miré por la ventana para ver cómo se alejaba. Encendí de nuevo la vela del escritorio, hundí la pluma en el tintero y empecé a escribir:“En la noche de hoy he encendido tres velas. Una para escribir, otra para amar y la tercera para huir. Ninguna de las tres ha cumplido su cometido […]”. Por supuesto, esa pieza jamás se publicó.

Vuelvo mañana

El cuadro es de Joseph-Benoît Suvée y se titula «Butades o el origen de la pintura» (1791). Según se escribe en el blog en el que lo he encontrado http://asailorosalia.blogspot.com/ representa a una joven mujer de Corinto, hija de un artesano llamado Butades, que, con un carboncillo y siguiendo la sombra proyectada a la luz de una vela, traza en una pared la silueta de la cabeza de su amante, que está a punto de marcharse, para así conservar su imagen, o como dicta la tradición primitiva, también su alma.

lunes, 23 de noviembre de 2009

La poesía de Paco Gómez


No soy lector asíduo de poesía. Además, mi mal tino con las rimas y mi nulo oído con la música es más que proverbial, archiconocido. Ahí quedaron para la infamia y vergüenza de la historia literaria del XIX mis versos, que todavía hay quien se empeña en rescatar. Así que vayan este par de frases por delante antes de hablar de un poeta y de su obra. Porque este que ahora escribe solo quiere rendirse ante él después de descubrir sus versos azarosamente en la red.

Paco Gómez rondará ahora los 42 ó los 43 años. No sé donde nació. Me lo presentó un amigo hace ya más de dos décadas y coincidimos los tres, un par de veces, en la vieja y sucia cafetería de la facultad de filología de la Universidad de Barcelona. Recuerdo que nos cantaba coplas por Antonio Molina, en falsete, callandito, para no escandalizar al respetable. Fumaba sin parar. A veces le daba un traguito al carajillo, encendía un pitillo y con él en la boca, entrecerraba los ojos, frotaba sus dos manos de poeta, muy abiertas, tensas, como invocando palmas, y se arrancaba con la 'Canción del Emigrante'. En invierno Paco vestía siempre gabardina. En realidad creo que era un guardapolvos como el que visten los espías de las películas de los años 50. Siempre llevaba un libro en las manos y algunos más dentro de su cartera de cuero marrón. Era un tipo simpático, abierto, extravertido, una buena persona. Se estaba a gusto en su compañía. Recuerdo que por aquel entonces, uno de sus sueños era vivir en comuna de poetas, en una masía semiderruida que alquiló junto a mi amigo y otros compañeros de curso, muy cerquita de Sau. La casa no tenía ni agua ni luz eléctrica y el frío y la niebla se colaban por todos los rincones, así es que, como era de imaginar, y muy a su pesar, el grupo, la incipiente comuna poética, desistió pronto del intento.


Mi amigo dejó la facultad y con su abandono yo dejé de ver también a Paco. Hasta hace aproximadamente un año cuando, gracias a la red, encontré sus poemas en el blog “Los Cuadernos del Mendigo”, título que contiene todo el significado, la misión, y el destino de la poesía, creada en la soledad de la disciplina más humilde; incomprendida, rechazada o ninguneada por la mayoría, y recordada por nadie o casi nadie. Pero parece que Paco Gómez lo tuvo siempre muy claro y cuando se trata de una necesidad vital, precoz, reconocida y asumida, de un deseo puro y constante de expresar lo que al hombre le pasa por el alma, entonces surge una fuerza poderosa, y el hombre se convierte en poeta, y ya no hay obstáculos para la expresión, para la creación sincera, valiente, aquella que requiere mirarse muy adentro, que exige ver también en derredor, y poner en diálogo lo que ocurre más allá de la ventana, “en una ciudad cercada por los sueños de otros”, frente a lo que ocurre en los rincones más íntimos del ser ”donde cada noche la noche deja en nuestros ojos su desafío”. Paco ofrece con generosidad a quien le quiera leer la esencia destilada de ese diálogo. Por eso un poeta es siempre, por definición, un ser bravo, porque se abre al mundo, se nos muestra en canal, con la herida abierta o la sonrisa gozosa. Y como en el proceso pierde a cada instante pedazos de sí mismo, amaga la fragilidad con el recurso del símbolo, de la metáfora, de la alegoría, todo abrigado, recogido, por la música de las palabras que debe fluir, espontánea, dentro de un ritmo natural. De modo que a veces el resultado del poema, o de la obra en su conjunto, se presenta como un enigma, en el que el lector que quiera compartir con el poeta su desdicha cantada, la incógnita lanzada al aire, o por qué no la alegría -compartir con él el contenido de ese diálogo que habla de dentro a fuera- deberá hacer un esfuerzo por desentrañarlas. Nada en arte es fácil, y menos para el creador.

Yo he quedado cautivado con la forma de escribir de Paco Gómez. Ya dije al inicio que no soy lector de poesía, pero no me considero insensible. Por eso creo ver en los poemas de Paco una espera permanente, constante. El poeta está siempre al abrigo de la naturaleza, en estado de continua expectación. Espera noticias, espera paciente y dolido, seguramente, al amor, convertirse de nuevo en el soñador que sueña junto a la añorada en una postura de nostalgia casi requerida, buscada, disfrutada, porque con ella retiene el recuerdo de la promesa que un día fue. Para aliviar la espera cuenta con la compañía del árbol, del río, del cielo, de la nieve, del frío, en una querencia animista, porque ahora Paco camina con su vida- intuyo- en tierras de campo, lejos de ruidos, refugiado quién sabe de qué, o de quién, en su “atalaya de los sueños/más alta que triste desengaño”.

En los versos de Paco Gómez, el poeta sufre de un dolor amargo en el que se hunde, pero con el que a veces parece disfrutar; un dolor necesario, quizá, para sobrellevar la ausencia, que utiliza como acicate, como motivo para expresarla. Un dolor natural, que discurre en las orillas, que palpita bajo la escarcha, que cae como las hojas de los árboles, o trepa como “hiedra de lamento”, porque “han llegado noticias del otoño/ a las encinas viejas del camino”.

Lo que el poeta espera viene desde fuera. En algún poema las noticias vienen de la ciudad cercada. En ese lugar lejano, cerrado, olvidado de la naturaleza, que ha renunciado a la oscuridad desnuda de la noche, los hombres han perdido el recuerdo de lo que fueron. Entonces el poeta solo puede confiar en el viento, que llevará hasta “la casa que me cubre” el sueño ansiado. Porque en definitiva, lo que el poeta espera es la conversión del sueño en palabra y, finalmente, la metamorfosis de la palabra en carne.

Así he leído los poemas de Paco Gómez. Los publica en http://www.pacogomez.blogspot.com/

Vuelvo mañana
Paco: mi admiración y mi respeto

jueves, 19 de noviembre de 2009

What I am now I owe to you


¡Por fin! Ya lo tengo. La dependienta me daba una bolsa y le he dicho que no. Quería llevarlo en las manos, percibir la tibieza del estucado blanco suave, nuevo, recien salido de la imprenta. Lo he llevado hasta el coche apoyado en el pecho; con la otra mano palpaba el lomo, la portada, el grosor y la textura del papel, y de vez en cuando lo ponía frente a mi y leía el nombre del autor en color rojo, y en negro el título, en Times New Roman, una tipografía clásica para un clásico. Ha habido un momento en que, al mirar la contrasolapa y leer las citas de las reseñas, casi embisto un puesto de quincallería, y al instante el dueño me ha increpado "¡Quiyo!, mira por donde andas, hombre, a ver si por leer vas a perder el norte"! Me he disculpado y después, mientras seguía caminando, me he estado riendo para mi mismo y por un momento creía que compartía la sonrisa con el escritor y que nos mirábamos cómplices repitiendo sin hablar la frase del quincallero.

Al llegar al coche no he podido resistirme y he abierto el libro. Me he sentido privilegiado por tener la primera edición y me he puesto a imaginar que dentro de unos siglos todavía tendré este ejemplar y que será como tener una joya. También he pensado que tengo que buscar como sea al autor, para que me lo dedique. He visto quién ha ilustrado la portada, y he sonreído de nuevo. He leído, una vez más, la trayectoria del novelista en la solapa: apabullante. Al ver su rostro alegre, sonriente, espontáneo sobre toda su obra resumida en medio folio, puede dar la sensación de que novelas como esta se hacen casi solas, casi sin escribir; que basta con ponerse a imaginar una buena historia y ya, y después a sonreir al fotógrafo. Pero el hecho de tener en las manos un objeto que contiene el trabajo en soledad de años, a veces doloroso, humilde, con momentos de gran desánimo, me conmueve, me produce cierta sensación irreal, como si me teletransportase en el espacio y en el tiempo y tuviese la convicción de estar en su estudio durante todo el tiempo en que escribió y pudiese observar, a un metro de él, su aspecto desaliñado, descuidado, machadiano, de buena persona que goza del arte, del conocimiento, de la cultura y de la creación honesta sin tiempo más que para la labor, como vió a sus mayores, del amanecer a la noche, en la huerta. Poder ver cómo se emociona, llora, desiste, de nuevo emerge y cómo, por fin, narra febril, día y noche, sin pausa, con la certeza de llegar al fin, tal y como quería. Y el último día, cuando ya clarea el cielo, ser testigo de cómo teclea la última letra y mira a través de la ventana el amanecer de Manhattan. Después se levantaría de la silla, desfallecido, entraría en la alcoba, sigiloso, en silencio y, con un beso de infinita ternura, la despertaría.

La dedicatoria es para Elvira Lindo, y dice así:

Para Elvira
What I am now I owe to you
(Ford Madox Ford. The Good Soldier)
He cerrado otra vez el libro, solo, en el coche, parado. He tardado en arrancar todavía unos minutos, fijos los ojos contra el cristal, y he decidido apropiarme de la cita. Para quién mejor que para Dolores. De quién mejor que de mi. ¡Qué hubiese sido de mi sin ella! ¡Qué del Romanticismo!

Vuelvo mañana
Con verdadera admiración y pasión por Antonio Muñoz Molina. ¡Salud, maestro!

domingo, 15 de noviembre de 2009

Cosas de hombres (o el hierro y la carne)


Jamás he vuelto a experimentar una sensación igual a la que viví hace una par de décadas cuando el Estado colocó en mi mano derecha una pistola Star 9 milímetros Parabellum. Al llegar a la armería el cabo furriel me miró con chulería paternal y, después de propinarme un golpecito en el hombro me dijo, “Aquí tienes polaco, cuídala con tu vida”. Y me entregó el arma con gran profesionalidad, cogiéndola él por el cañón y posando la empuñadura sobre la palma de mi mano, en un movimiento de quirófano, enérgico, marcial. Fui consciente de lo que estaba poniendo sobre mí en el mismo momento de la entrega, al sentir el impacto pesado y al escuchar el sonido de la carne chocando con el hierro. Ese ruido, más pedagógico que cualquiera de las órdenes que acatábamos sin rechistar, me acompañaría dentro del cuartel durante los 12 meses en los que transporté la pistola colgada en la cintura, desde la diana hasta la retreta. Recuerdo perfectamente los dos únicos días que disparé el arma. Caminamos 3 kilómetros hasta llegar al campo de tiro. Allí el sargento nos dispuso en fila frente a siluetas humanas. Nos mostró cómo desenfundar, cómo flexionar las piernas al tiempo que apuntábamos y sujetábamos la muñeca de la mano de disparo y, finalmente, cómo aguantar la respiración al tiempo que debíamos apretar el gatillo y disparar. Él lo hizo cuatro veces y acertó dos en el corazón y otras dos en el frontal de la cabeza. Detrás de las figuras muertas la tierra saltó como cuando estalla un petardo en el interior de un hormiguero. Ahora nos tocaba a nosotros. Pero antes, el sargento dijo “Bien joder, muy bien, aquí ya huela a pólvora. Anda, coge la bota y dale un trago al vino, coño!” Empiné el codo y estrujé bien el pellejo hasta casi ahogar el gaznate. Cuando el último de la fila dejó la bota ya vacía, el sargento se puso en la cara la seriedad de un obispo y engolando la voz, en actitud trascendente, gritó ” ¡Vírgenes, habéis llegado hasta aquí vírgenes. Hoy os voy hacer hombres!” y empezó a cantar uno a uno todos los tiempos de la acción hasta que llegó el momento de disparar. La pistola pesa tanto en la mano que cuesta mantener el brazo en posición horizontal. Es un peso especial, frió; un peso poderoso e hipnótico que reclama de la piel, del hueso, de la carne de la mano y hace que todo sea uno, arma y hombre sobre el mundo. Vacié el cargador y, aunque ya no quedaban balas, continué apretando el gatillo porque en el transcurso de aquella primera salva mantuve siempre los ojos cerrados, excepto en el primer disparo, que hice a conciencia, apuntando bien al centro del pecho. Vi como el tiro agujereaba la figura negra, cómo detrás de la herida la tierra saltaba y experimenté en su completa esencia la fuerza poderosa del ingenio, que se transmitió a todo el cuerpo levantando mi brazo hasta casi mirar al cielo. Me estremecí y quise no volver a hacerlo. El sargento me miró severo. Volví en mí. Flexioné las piernas, extendí los brazos y disparé hasta que se detuvo el estruendo y escuché las risas y las exclamaciones de mis compañeros de armas, y yo abrí los ojos y dejé de apretar el gatillo. En la fila éramos 20. Casi la mitad corrió espontáneamente hacia las siluetas desangradas para certificar la puntería.

Todo este episodio, con las sensaciones retenidas a través de los años, se me coló anteayer en la memoria , cuando disfrutaba de un almuerzo de sábado madrugador con un buen amigo. No hay nada como un opíparo almuerzo de buena mañana, mojado con vino del porrón, un sábado de otoño. A nuestro lado una cuadrilla de hombres hacía lo propio. Rondaban todos la cincuentena y alguno de ellos pasaba ya de los sesenta. Mantenían escrupulosamente en sus gestos y en sus manera de hablar, en su modo de relacionarse, las formas y el código de los hombres, hombres. Aunque todos se esforzaban por explicar el chascarrillo más ingenioso y la anécdota más asombrosa, ninguno osaba responder más allá de una ceja levantada, con una mueca torcida o en un asentimiento de cabeza, al tiempo que se cierran los ojos para decir sin palabras “qué me vas a mí a contar”. La cuadrilla conversaba a carrillos llenos sobre lo buena que era la carne en su región , el vino inigualable, o sobre grandes y míticos jabalíes cazados. Trago va y viene, la cosa se fue animando hasta que la camarera sirvió los carajillos, los puros y los whiskies. La charla derivó hacia el culo de la muchacha, de ahí al mejor culo gozado, a las noches de celebración laboral compartidas, hasta que llegado el momento, el intelectual del grupo introdujo un elemento étnico en la tertulia y empezó a pontificar sobre las mujeres del Este, y , aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, uno de ellos llegó a Somalia, al pesquero Alakrana y a ”los putos negros”. “Tres tiros a cada uno les daba yo y a tomar por el culo. Ni derechos ni hostias, si no tienen ni país. Y a estos que han cogido, lo que están aquí, ni 16 años ni pamplinas. Así, la pistola en la boca. ¡Pero qué cojones se han creído estos asquerosos!. Mira: llegas por la noche, abordas el barco y uno a uno te los vas cargando. A los primeros a cuchillo, en el cuello, para que no griten, y después a tiros. Ahí tienes a los franchutes. Los putos gabachos sí que saben. A esos no les joden no. Si es que el gobierno este son todos una pandilla de maricones. ¡Niña, lléname esto que ya no hay!. ¡Hay que joderse!.”

Y así siguió la tertulia matinal, entre tiros, whisky de malta, puros baratos y la alegría contenida de los hombres, hombres, cuando se encuentran y hablan de sus cosas.


Vuelvo mañana

domingo, 8 de noviembre de 2009

Fito


Los días en que pierdo identidad, en los que no sé bien quién soy ni qué diablos estoy haciendo otra vez aquí, entre mortales, me encasqueto sobre la cabeza una gorra o un sombrero. Entonces me veo otro, adquiero de nuevo carnalidad entre las gentes y paseo con seguridad por las calles sin dejar de mirarme a los cristales de los escaparates, para asegurarme de que, efectivamente, soy yo el dueño del reflejo que parece acompañar en su tortura a los maniquíes, seres más humanos de lo que yo nunca podré llegar a ser. Por eso guardo en el armario una docena de sombreros y de viseras que he ido acumulando desde mi resurrección. El sombrero que más me pongo ahora es negro, de piel, igual que el que lucían los músicos de Jazz y de Blues de los años setenta, y algún que otro escritor beat con ganas de figurar, del que no recuerdo el nombre. En cuanto a las viseras y a las gorras -más plebeyas- me gusta una especialmente, que suelo ponerme muy encajada hacia la frente y ligeramente ladeada hacia la izquierda, de manera que quien me mira recibe una incógnita, entre interesante y golfa, un tanto pretenciosa, o más bien fantasma, para qué nos vamos a engañar. Cuando me pongo esa visera de franela azul me siento Fito, el de los Fitipaldis, y redondeo mi aspecto calzando botas rojas puntiagudas, vistiendo vaqueros ajustados y chaqueta negra de pana; después cuelgo mi cartera vieja sobre el hombro y salgo a la calle a mirarme a los cristales de los escaparates, y me veo hecho todo un hombre.

Me gusta Fito. Su música me engancha. Es honesta: rock and roll sin complicaciones con letras que cuentan y resuelven de manera sencilla cuestiones que a menudo nos empeñamos en complicar, o en elevar a la trascendencia para voltearlas y voltearlas como una bola de carne seca en la boca que no hay quien pase. Por eso me gusta, porque además suena bien, muy bien, y acompaña, cuenta historias, mira el mundo, se nos ofrece a él mismo; el tipo es majo, muy majo, bajito, con pinta de golfete de Dickens, o de un Pablito de “Paracuelllos” crecido, quien después de los años y de la miseria del Auxilio Social, ha podido abrirse camino en la vida y ahora tiene su banda con la que recorre todo el país …“ si esto es como el mar, quién conoce alguna esquina”.

Fito tocará con los Fitipaldis en Barcelona los días 12 y 13 de diciembre. Por supuesto, yo ya tengo mi entrada. La compré en un Carrefour y me hicieron firmar un seguro obligatorio de entradas, que así se llama. Pensé que la empleada se había dado cuenta de que yo no era de este mundo y que por evitar algún mal desconocido me invitaba a firmar aquella extraña póliza por la que pagué 2,5 euros. Antes de firmar me dispuse a leer atentamente las condiciones. El estilo de este tipo de documentos me hace reír porque pretende credibilidad y provoca todo lo contrario, desconfianza. Así es que leí, palabra a palabra, el seguro de entradas del concierto ante el asombro de la empleada, que me miraba asustada, porque después de pasar la hoja principal veía que también leía la letra pequeña. “Condiciones generales de la póliza colectiva nº65527438 suscrita por viajes Carrefour S.L.U con CIF nº B82911207 y domiciliado en Ctra. de Burgos Km 14,5 Alcobendas-Madrid […] Este folleto informativo deberá ser entregado al asegurado en el momento de la adquisición de la entrada asegurada por la póliza colectivo nº65527438”. A continuación, la empresa que me obligada a asegurarme me informaba en el mismo documento de los límites de la cobertura, es decir, de aquellos casos en los que, me pusiese como pusiese, me quedaría descompuesto y sin concierto, a saber, por ejemplo, “los accidentes que sean la consecuencia de la desintegración del núcleo atómico (es textual) terremotos, erupciones volcánicas u otras calamidades”. En otro apartado la póliza refiere como causa de exclusión de los beneficios las “epidemias, contaminación, huelgas, catástrofes naturales motines y revueltas populares”. Véase cómo la huelga y la revuelta son equiparables a los peorcito de lo que la naturaleza a veces nos depara. (Le tienen miedo, sí le tienen mucho miedo). Y así una hermosa lista que no tiene desperdicio, sobre todo porque la aseguradora agrupa semánticamente los más dispares motivos en un inusitado alarde de sinceridad sistémica. De cualquier manera, de todos los grupos de exclusión que leí, este fue el que más me llamó la atención: “La guerra civil o extranjera, actos de terrorismo o amenaza de actos terroristas, cualquier efecto derivado de la radiactividad”. Me dio la risa triste, la risa trágica, la risa en la que a la carcajada le sigue el llanto. Firmé rápido y marché de allí como alma que se lleva el diablo. Mientras caminaba pensé en el abogado o en el equipo de profesionales que había escrito aquello. Pensé en los motivos que les había llevado a colocar la guerra civil como motivo de exclusión de una póliza de concierto. Recordé que durante los primeros meses de La Nuestra, los milicianos iban al frente a pegar tiros por la mañana y por la tarde, los que volvían, besaban a la esposa y después se iban a los toros.

De vuelta a casa conduje despacio obligado por el embotellamiento. Los conductores de los vehículos que pasaban lentamente a derecha e izquierda me miraban y yo les miraba a ellos, impertinente, detrás de mis gafas americanas de sol, tocado con mi visera azul ladeada y el cigarrillo humeante columpiándose en el último extremo de la boca. En un alto, una mujer me miró con insistencia. Yo también la miré. Toqué la visera con el pulgar y el índice, a modo de saludo, y sin dejar de mirarla expulsé el humo muy despacio, casi masticándolo. La mujer se azoró, e impacientada por perderme de vista, aceleró un poco, sin darse cuenta de que no podía avanzar.

Vuelvo mañana

domingo, 1 de noviembre de 2009

La campana


Los estudios de televisión y de radio son lugares cerrados a cal y canto. No hay ventanas por las que entre la luz, ni el aire, y ningún otro sonido que no sea el grito chillón del regidor, la voz modulada del presentador, del invitado de turno, o la sintonía del producto que costea el espacio. Desde esos bunkers se fabrica la realidad diaria; se decide que durante la semana caminemos sumidos en depresión colectiva, que riamos cada 30 minutos, medio hechizados, en carcajadas bobas, o que agradezcamos a personas que no saben nada de nosotros la gracia de permitirnos seguir con nuestras vidas: mentiras de carne y huesos comparadas con la insistente veracidad de los cuentos que se gestan entre las cuatro paredes anecoicas de la creación mendaz del verbo.

El otro día, escuchando la radio, oí como la presentadora del programa en cuestión le decía a un escritor al que entrevistaba y que se encontraba en otra ciudad. “Espera un minuto antes de seguir. Cierra la ventana por favor, no vaya a ser que entre el sonido de las campanas”. Ya no pude seguir escuchando el programa porque empecé a darle vueltas a la frase, en principio una frase intrascendente, que pronuncia una profesional celosa de que la emisión del programa transcurra en los estándares de calidad que se le suponen a la primera cadena del país. Por supuesto, el autor que hablaba al otro lado del micrófono no tomó a mal la indicación de la directora del programa y, obediente, se levantó y cerró la ventana. “Ya puedo hablar sin que interfiera nada”, dijo aliviado, y entonces se dispuso a explicar las claves de su última obra, que, ahora, la verdad, poco importan.

Me importa la campana, un misterio para los científicos que todavía no han sido capaces de desentrañar los secretos de su sonido característico, la fórmula de la vibración del aire al paso de sus ondas moduladas en frecuencias que solamente este instrumento puede generar y que llenan los cuatro vientos de noticias, sentimientos y estados de ánimo desde el interior de sus paredes onduladas de bronce cuando el badajo las golpea con ganas. Porque quienes hayan vivido en algunos de los miles de pueblecitos que salpican el país saben perfectamente qué supone la campana en sus vidas cotidianas. El aviso, por ejemplo, de que el pescadero, el frutero, el carnicero o el panadero venden su mercancía en la plaza mayor a todo el que lo necesite. El aviso, también, de que el alguacil, desde la torre, va a dictar un bando de parte del señor alcalde en el que se disponen una serie de normas para los días venideros de obligatorio cumplimiento. El paso de las horas, de los minutos, cada cuarto, en competencia con el sol, en sintonía con la noche en vela, al abrigo de la esquina oscura en donde los amantes se encuentran furtivos y se aman con el oído orientado a la torre mientras, dentro de las casas, los chiquillos se tapan los oídos bajo las mantas, en sus camas, en la media noche, cuando suenan doce campanadas doce, que auguran pesadillas de monstruos imposibles a quienes las escuchen. En la siesta holgazana del verano que despereza y levanta fastidiosa al riego del huerto; en los amaneceres escarchados en los que el día se niega a despuntar hasta que el badajo se mueve y repica en el bronce por orden del tiempo. .. Así discurren todavía los días en muchos lugares, en los que las campanas también concurren a las vicisitudes mayores de sus habitantes, a todos aquellos momentos trascendentes que les definen y dirigen los caminos de su historia particular, como el toque a bautizos, el toque a bodas, o el lánguido, espaciado y opaco ritmo terco de las campanadas a muerto. Y si hay que arrimar el hombro quien convoca es la campana, en momentos de alarma, fuego, desastre, enfermedad, nadie puede deshacerse de su responsabilidad para con la comunidad, porque la campana llama y nadie dirá jamás que no la oyó, y además se escucha más allá de las lindes del pueblo para que en lugares vecinos se sepa y si se quiere, o se puede, se apechugue. Lo mismo para la fiesta, la juerga y el desmadre, el vestido limpio, el traje planchado y el baile alegre, la campana repica entonces como nunca, en armonías imposibles volteada con inusitada energía, como si quisiese consumir las horas festivas que todavía quedan por disfrutar de un sólo trago del vino que se reserva para la ocasión.

Quizá por todo ello es por lo que nuestra querida periodista temía que el sonido de la campana se colase en su programa, porque era como si la realidad de la vida cotidiana de las gentes que habitan el pueblo entrase a raudales y de sopetón, dentro de la emisión y se produjese una especie de catarsis colectiva en la que súbitamente, toda la audiencia del país empezase a sospechar que algo se les escamotea cuando oyesen los dos toques de la media justo antes de que la cadena emitiese su pitido impertinente de la señal horaria. No es ninguna tontería; se trata ni más ni menos que del tiempo y del espacio, del lugar y del momento que suceden las cosas, las claves de toda verdad. El cómo depende de cada cual. Eso lo sabía bien el escritor que, obediente, aceptó sin rechistar la indicación de la directora del programa, porque preveía, probablemente, que si explicaba bien las virtudes de su última novela, tendría gran éxito de ventas y muchas de les gentes que discurrían sus vidas en aquel pueblo, bajo la torre, y por supuesto los oyentes del programa, se animarían a leer un historia que fundamenta otra realidad verosímil gracias al uso inteligente del tiempo y del espacio. De modo que, desde que la periodista pidió al autor que cerrase la ventana, las fuerzas de tres realidades pujaban en el mismo lugar y a la misma hora por hacerse verosímiles y permanecer más allá del final de la entrevista. Claro que, solamente en uno de esos tres mundos tocaban las campanas.

Vuelvo mañana

lunes, 26 de octubre de 2009

New York-Almería-Burgos


Respira sobre poemas de Federico García Lorca un pedazo desgajado de la pared del Cortijo de los Frailes, que sin mucho esfuerzo recogí este verano bajo su fachada ruinosa, agonizante sin que nadie lo remedie, en el corazón del páramo que se extiende entre Rodalquilar y Los Albaricoques, en la provincia de Almería; un infinito agreste, polvoriento, azotado por un viento cálido que humedece pitas, chumberas y esparto, y que lleva hasta la espadaña quebrada del campanario hueco lamentos de célebres invitados a bodas. Cada vez que veo ese trozo inerte de yeso blanco sobre la estantería de la librería casi oigo como me reclama las líneas que desde hace ya meses debería haber escrito. Pero no encuentro la manera de capturar y volcar todo el poder alegórico que para mí contiene.

En las noches del desierto almeriense uno llega a empequeñecer tanto que se siente a salvo de todo, porque bajo su oscuridad el mundo no existe, la realidad se difumina, y es en la conciencia de la nada cuando nada hay que temer, solamente al renacer en un nuevo amanecer de sol oriental que vuelve a llenar de luz el llano y de sombras ardientes las colinas cansadas. Durante ese espacio de fuego sin tregua, lo mejor es bajar hasta la costa y dejarse purificar por el mar amante, dormir, y al poco volver de nuevo la mirada hacia el Oeste para admirar una vez más el atardecer encarnado sobre línea recta, perfecta, vívida y nítida, tras la cual deben habitar mundos extraños de los que nadie sabe de su existencia. América, el continente perdido, tierra de encantos, leyendas, y tragedias; tierra de futuros perpetuos que se agostan en manos de bellacos, criminales y gañanes. América suena en mi cabeza con la música de Gershwin mientras espero, tumbado bajo una estera blanca, a que la noche vuelva y me fulmine. Vivo dentro de 'Rhapsody in Blue', dentro del clarinete de Gershwin que invoca, como el faquir a la cobra, un hechizo lunar que me conecta con New York, porque entonces, justo entonces sé que esa ciudad despierta a la promesa diaria de prosperidad que el poeta desmintió. Y pienso en Gershwin y Lorca y me lamento de que no llegasen a conocerse, de que Lorca ni tan siquiera conociese la pieza y no pudiese escuchar nunca el piano atrevido, nuevo, magistral que evoca el espejismo cosmopolita de la nueva metrópolis, la ilusión mendaz alimentada por un atrevimiento colectivo, sin complejos, que dio a luz el siglo XX. Y a la inversa. ¿Qué hubiese ocurrido si Gershwin hubiese leído los versos de Lorca antes de que el americano hubiese compuesto 'Rhapsody in Blue'? Gershwin en el Cortijo de los Frailes escuchando, de la voz del dramaturgo, la cruenta boda que narró Carmen de Burgos, mientras pasean los dos, George y Federico, bajo los arcos del claustro en los que se inmortalizó años después, cuando ya eran solo cascotes, el rostro inclemente y sucio de Clint Eastwood.

Se hubiese producido una fascinación mutua, recíproca. La sangre atávica, la tradición mísera frente a la vida que empuja y discurre y fluye entre notas nuevas en una forma desconocida que jamás ha mirado hacia atrás y que desprecia la convención. Por eso ‘Poeta en New York’ es un nuevo drama al otro lado del Atlántico. Parece un canto a la justicia, parece una denuncia, quizá un grito de alerta con visos surreales, pero en realidad es otra boda ensangrentada, otro útero yermo, una voz castrante, flagelo y escándalo en los ojos que no pudieron escuchar el encanto in Blue. (Leo 'Poeta en New York' escuchando a Gershwin y escucho a Gershwin leyendo Poeta en New York, en el atardecer del desierto, bajo el influjo de los fantasmas que todavía se desangran entre muros ruinosos)
Lorca también anduvo por tierras de Burgos, muy cerquita de donde, hace pocas semanas, yo he dado paseos inolvidables. Silos, Covarrubias, Carazo, Hacinas, Castrillo de la Reina… tierra serrana de pastos, de secanos familiares, frondosos robledales , huertos generosos, regios chopos en la riberas; la encina en la vereda, y el aire limpio, frío, que proviene del agua helada sin fondo, oscura, de la Laguna Negra, y de las blancas nubes gruesas que al atardecer se rasgan como puñales que hiriesen el viejo cielo azul inmaculado en sangre recordada todavía por algún espectro judío, o morisco, pretendientes de esta hermosa tierra. La luz aquí ciega hasta el vencejo, que vuela bajo en busca de alimento sin que yo pueda disfrutar de su canto, porque también hasta aquí he venido con Gershwin y llevo 'Rhapsody in Blue' en mi paseo. De esta tierra escribió Lorca “ Quedamos los viajeros en el corazón de Castilla, rodeados de sierras severas, en medio del abrumador y grandioso paisaje […] Ya en la calle había un perfume intenso de pan.[…] El río copiaba a un puente… Cabeceaban los álamos”. Pero es con Gershwin con quien camino, con el poder hipnótico de su 'Rhapsody', que escucho una y otra vez, una y otra vez, entre recuerdos de colores acres y el murmullo próximo del río que me llega a través de la vista, porque ahora el piano lo gobierna todo, ordena trompetas, saxos, clarinetes, le dicta al timbal su momento, le da al paso a la cuerda y entonces surge un nuevo clímax metálico, un ritmo nuevo en la Castilla vieja que Eduardo Chillida escogió para descansar, recopilar fuerzas, para hacerse quizá con las esencias perdidas de la materia, de la nada, como la que propicia la noche del desierto almeriense, en donde su amigo y cómplice, José Ángel Valente, vio los últimos atardeceres en el silencio con que buscó la raíz de la palabra...

Y yo sigo aquí, mirando desde mi ventana el gris de la calle que alumbra la farola pobre, contemplando mi frágil pedazo de yeso blanco que reposa sobre los versos de Lorca, desprendido un día sobre el suelo yermo de la tragedia. Vuelve a sonar, como súbita erección, el clarinete brillante de 'Rhapsody in Blue' y entonces intento convencerme a mí mismo de que todo empieza de nuevo.

Vuelvo mañana

miércoles, 21 de octubre de 2009

Baba de caracol


Los caracoles son seres indefensos pero prudentes. Tienen ellos tan alta conciencia de su vulnerabilidad que han desarrollado a través de los siglos un preciso y sofisticado sistema natural de control que les protege de sí mismos. Porque el caracol es en realidad una babosa a la que, gracias a las propiedades químicas de su baba, le ha crecido un caparazón construido pacientemente durante su proceso de crecimiento, y cuya composición contiene elementos altamente protectores, muy preciados por los laboratorios de cosmética. Sin embargo, si el caracol se excediese en tan sólo media micra a la hora de calcular el grosor, el volumen y la superficie total de su coraza, moriría aplastado por su propio peso. De ahí que el caracol sea un ser extremadamente prudente y meticuloso. De hecho, la espiral de la concha del caracol es una de las formas más complejas y trabajosamente elaboradas que existen. Una sola, una ínfima, milimétrica, insignificante vuelta más en la espiral, y el caracol moriría sin remedio. Así es que, desde que el otro día me lo explicaron, admiro más si cabe a estos pequeños gasterópodos cornudos, porque desde siempre he pensado que son la excepción que confirma la regla de la teoría de la evolución. Son seres tremendamente débiles, antonomasia de la lentitud, que no disponen de ningún tipo de defensa, y mucho menos de armas ofensivas, y sin embargo pueblan el planeta, de polo a polo, desde hace millones de años, por lo que, de momento, no parece que vayan a extinguirse, como así ocurre con otras especies que a simple vista son mucho más fuertes, más inteligentes, y con una gran experiencia, o amplio y valioso background (aprendo rápido), en el proceloso quehacer de la supervivencia, como por ejemplo rojos, izquierdistas, progresistas, socialistas, comunistas, anarquistas y alternativos.

Estas especies han aprendido a través de años de lucha que si quieren sobrevivir en este mundo global tienen que adaptarse a él. Pero como la acción de adaptación al medio contra el que luchan es en sí misma una contradicción con respecto a su naturaleza, el resultado les aboca a la extinción, entre otras razones porque han interpretado mal su función y han querido utilizar estrategias de supervivencia poco adecuadas para su fisiología y el medio en el que se mueven. Es más, se podría decir que han intentado copiar al eterno caracol. Se mueven lentos, sin reflejos. Antes de hacer el más mínimo movimiento parece que un cuerno le pregunte a otro, que los dos se enzarcen en un debate sin fin, cada cual mirando hacia un extremo, hasta que al final deciden ponerse en marcha, muchas veces sin mirar, a menudo en grupo, juntos, aunque para ser sinceros, da la sensación de que unos y otros siguen el camino que mejor les conviene. Pero sobre todo, en lo que más han copiado este biogrupo al caracol es en la construcción de su propia fisionomía, es decir, en la creación de su identidad, que es su caracola, su concha, su caparazón, su coraza. Ni una vuelta más de las convenientes en la espiral: mucha prudencia, nulo riesgo e inexistente imaginación, porque de lo que se trata es de sobrevivir, de perpetuar la presencia inamovible en el tiempo en un rastro de babas que brillan en la tierra como el recuerdo de unos pocos triunfos a lo largo de la historia, para finalmente servir de suculento alimento a quienes encuentran en el camino, gigantes de poder desmesurado que les desprecian como a hormigas de verano, que les chafan sin esfuerzo con gran gozo al escuchar el sonido de la concha despachurrarse bajo el pie. Pero ahí están, y estarán, por poco tiempo, aburridos, carentes de imaginación, resbalando en sus lamentos y ocupando rincones insignificantes, veredas, márgenes, cunetas, riberas, y arbusteras sin otra ambición que la de construir a la perfección la espiral de babas que les distingue de la valiente babosa.

Vuelvo mañana

martes, 13 de octubre de 2009

La Garrafa de los Beatles


El tiempo excava madrigueras donde almacena los víveres con los que alimenta el pasado. Se agazapa en sus guaridas bajo el suelo por donde paseamos, confiados, pensando en mañana, o viviendo, sin más, nuestro presente. El tiempo se agazapa en cubiles diseminados en una amplia y secreta red que le permite moverse con asombrosa rapidez sin que ni si quiera seamos capaces de olerlo, de percibir su presencia subterránea hasta que es demasiado tarde y entonces, súbitamente, nos asalta desde lo profundo, quizás en la penumbra de la noche, ocupados como estamos con nuestra cotidianidad. El tiempo se abriga en sus toperas, pero no hiberna, no duerme, se mantiene alerta, siempre a punto, preparado para la emboscada. Y cuando atrapa a una presa ya no hay vuelta atrás. O sí: quiero decir que es entonces cuando ya no hay manera de salir de sus dominios y ya por siempre, a la manera en la que actúan los vampiros, la presa se convierte en un nuevo agente a su servicio, de manera que los efectos se multiplican exponencialmente y los días y las horas se invierten, giran sobre sus pasos y caminan hacia el lugar de donde vinieron.

Toda esta teoría que he elaborado mientras pienso en qué me pondré mañana viene a cuento por culpa del recuerdo de una noche de juerga que me trajo ayer una noticia del periódico. La noticia venía ilustrada por una fotografía en la que se ven a los tres primeros hombres que viajaron a la luna tocados con montera torera y sujetando la chaquetilla de un traje de luces mientras, con sonrisa de asombro y franca incredulidad, saludaban a Francisco Franco. Aquella noche, después de cenar copiosamente, buscamos un lugar donde tomar unas copas y decidimos meternos en un local cuya entrada se abría casi oculta en un pequeño semisótano ubicado en el centro de la calle que une los barrios barceloneses de Sans y Les Corts. Era un bar musical que anunciaba su nombre con un letrero rotulado en discreto estilo kitch, iluminado por luces moradas intermitentes de esas que al apagarse y encenderse tan rápido parecen una nomás, ándele ándele, que como loca corre, sin descanso, en busca del final sin encontrarlo. “La Garrafa de los Beatles”, ese era el nombre del garito. Al entrar creía que me internaba en un submarino, porque el techo era muy bajo y el pasillo era tan estrecho que con los dos hombros rozaba ambas paredes, y tuve que caminar esos pocos metros con sumo cuidado para no tirar al suelo una decena de carteles originales de portadas de discos y conciertos de los cuatro de Liverpool. Cuando llegábamos al final del pasillo intuí que el techo se alzaría ligeramente y que por tanto la sensación claustrofóbica desaparecería y que podría respirar. Pero no fue así. La huronera en la que nos habíamos metido no contaba con más superficie de la que suman, unidas, una docena de cabinas de teléfono. Además, los colores rojos, verdes y anaranjados de la iluminación, mezclados con pequeños labios blancos que se reflejaban sobre la pared de fieltro morado desde una bola de cristal giratoria, acabaron por atraparme en el interior de un abrigadero irreal, en un tiempo extraño en el que lo único que parecía verdad era nuestro estupor. En pie, buscamos un lugar donde sentarnos y entonces distinguí, entre innumerables cuadros abigarrados sobre las paredes a Ringo, George, Paul y John descendiendo de un avión tocados con sendas monteras toreras sobre su diabólica melenita lacia. Al poco, llegó el dueño del local y nos obligó a sentarnos donde no queríamos, y pedimos una bebida que no queríamos beber, y dejamos los vasos donde no queríamos dejarlos. Mientras tanto, motoristas encuerados, groupís menopáusicas, rockabilies canosos, y todo tipo de nostálgicos agentes del tiempo apuraban sus tragos, carraspeaban, tosían y de vez en cuando reían mientras encendían el enésimo cigarrillo de la noche, esperando ver aparecer a los músicos que debían tocar sobre el pequeño escenario dispuesto como un minúsculo altar en la capilla de un mausoleo privado destinado al duelo familiar o un misterioso sacrificio ritual.

Cantaron para la concurrencia rendida Twist and Shout, Love me do, She love You, Please please me, Yesterday, y demás éxitos muy entonados, harmoniosos, con gesto amanerado y labios only you . Después de cada canción, aplausos entusiastas, silbidos epoquívicos, aullidos afónicos que obligaban al guitarra y al teclista a doblar el lomo con dolor en ademán de saludo agradecido. El bajista no saludaba, tocaba sentado. Era un heavy descolgado que debería estar pagando el alquiler de la habitación ritmando, dentro de aquella osera, harmonías compuestas antes de que ni siquiera sus padres se hubiesen conocido. Al finalizar cada tema, en lugar de saludar, se limitaba a levantar una ceja y a encender el porro que se le apagaba sin remedio en los labios. La mirada de aquel tipo no era normal. Fue entonces, al ver perdido al bajista, al ver la dejadez sonámbula con la que acometía cada uno de sus movimientos, cuando tomé conciencia de la naturaleza del lugar. Como un resorte me levanté, apremié a mis compañeras de juerga y salimos del zulo revival. Ya en la calle, tuve que aguantar una bronca monumental. "Pobrecitas ingenuas", pensaba mientras aguantaba estoico el chaparrón, "nunca me agradecerán lo que he hecho por ellas. "

Porque cada día que pasa desde aquella noche lo veo más claro. Nadie está a salvo. Cada calle de cada ciudad es un agujero idóneo para las gazaperas del tiempo. El número 13 de la calle Génova es un buen ejemplo. Lo que vemos es un edifico de varias plantas sobre el suelo, pero en realidad, donde se desarrolla la actividad que mantiene con vida a sus habitantes es en los sótanos: allí debajo, entre paredes estrechas, techos bajos, sin luz, y al olor de la humedad, se cortan trajes, se cuece colonia y se diseñan piadosos modales propios de otras épocas, contra las que nos creemos ingenuamente inmunizados, mientras en cada una de las oficinas que emergen de la superficie, por encima del sótano inmundo, alguien escribe democracia cada día.

Los cines son otras de las zorreras del tiempo. Aparentemente son locales que crecen desde la superficie, pero en realidad siempre hay que bajar por escaleras hacia lo hondo. Hace 12 horas que he visto “Agora”, la nueva película de Alejandro Amenábar. Esta película es ajo, crucifijo laico, estaca afilada, luz reveladora, sol de la razón, bala de plata. “Agora” es una historia muy pertinente, oportuna y necesaria para los días presentes. Gracias a ella, algunas de las madrigueras desparecerán como hormigueros fumigados con DDT. “Ágora” evidencia hechos históricos objetivos, incontestables, y planta nuestra esencia cultural -toda una tradición forjada a través de los siglos- contra la pared de la verdad. Lo dice un creyente, y que Dios me entienda.

Vuelvo mañana

viernes, 2 de octubre de 2009

Método contra el fracaso


Me gustaría ser obsesivo. Obsesionarme, por ejemplo, con finalizar la libreta en la que escribo y no comprar otra hasta agotar todas sus páginas y pasarlas después una a una y sentir en los dedos el tacto de las horas en la esquina del papel usado. Obsesionarme con utilizar siempre la misma pluma; que la tinta manase del mismo plumín y tener la firme voluntad de no garabatear ni un acento si no es con esa pluma. Entonces, si fuese obsesivo y cumpliese a rajatabla mis fijaciones, llegaría un día en que tendría acumuladas en una pila un buen número de libretas ahítas de palabras hermanadas por el color y la textura. Me convertiría en un obsesivo feliz al que dejaría de importarle el contenido de lo escrito. Escribiría sin parar, todos los días, alegre, sin preocuparme de sintaxis o redundancias, de la voz y del estilo, de todo ese tipo de cosas que me amargan la vida y que me impiden llegar hasta el último centímetro blanco de cualquier maldita libreta. Pasaría feliz las noches febriles a la luz de la lámpara y me sentiría un Balzac incansable, un Cortázar con su Rayuela, el negro de Stephen King o Marcial Lafuente Estefanía. De vez en cuando me sentaría ante mi montaña de libretas de letras minúsculas como hormigas en el mismo sillón en el que leo libros repletos de palabras con contenido. Pero antes miraría hacia las estanterías en donde los almaceno, y esbozaría -para que se enteren- una mueca fanfarrona de desquite, y finalmente contemplaría con gran gozo mi obra, sosegado, sereno, como si ese momento único fuese la recompensa a toda una noche de escritura. Para colmo, a medida que le cogiese el gusto, la agradable intimidad de ese instante se convertiría con el tiempo en una nueva obsesión. Por supuesto, jamás leería ninguno de los cuadernos. Al coger alguno al azar, sencillamente pasaría una tras otra las páginas a rebosar de palabras azules y por nada del mundo fijaría la mirada en un punto concreto, porque entonces sería el fin de mi obsesión y la historia recobraría todo el protagonismo, y se atenuaría el goce por la percepción de una gran maraña de signos encadenados, inclinados todos hacia delante, como abrazados en un Can Can grafológico, dirigidos de derecha a izquierda en asombrosa coreografía sincronizada, reposando por siempre sobre una página curtida de tinta estilográfica, libre de las ataduras de la lectura y de la creación, a salvo de críticas, envidias y frustraciones. Sería el fin del vértigo ante la página en blanco y el nacimiento de una nueva era en la que todo mortal mínimamente alfabetizado podría crear su propia obra, e imaginarla de su puño y letra. Si se piensa bien, la obsesión de la que hablo en realidad es un hallazgo, el principio del fin de una mentira que ya dura demasiado tiempo y que nos ha encarcelado a muchos en una resignada tristeza, arrastrando nuestra impotencia como una bola de presidiario por las papelerías de las ciudades del mundo.

Hace un par de años quise novelar una historia. Compré una libreta, hermosa libreta de lomo duro y páginas inmaculadas. Rotulé la portada con el título que debió tener la historia. Esperé semanas, la maduré, y cuando ya creí oír el timbre preciso con el que debería hablar la voz narradora, me dispuse a escribir. Pasaron los días, y las semanas, y veía que poco a poco la libreta dejaba de interesarme; ni siquiera fui capaz de anotar la primera frase. De modo que, tal y como ya me había ocurrido otras veces, la monotonía y el desengaño me empujaron a la calle, a las papelerías, y un buen día vi expuesto en un tentador escaparate un hermoso cuaderno negro forrado en piel. Así es que entré en la tienda, lo toqué y al instante entendí que era con él con el que debía empezar a escribir algo diferente. Claro que cuando entré en casa me sentí realmente mal, con la conciencia sucia, como si la otra necesitase de una explicación; como si el ángel bueno que nos habla a la oreja me estuviese recriminando el haber dejado en la estacada a toda una señora historia, dotada de su libreta, por un prometedor cuaderno negro todavía por hacer. No es broma, me sentí realmente mal. Y entonces, espontáneamente, sin ápice de ironía, con pena, tristeza y la más doliente sinceridad escribí sobre la primera página de la libreta abandonada: “Esta es una de tantas libretas fracasadas. En estas páginas vacías (ya por siempre) estuvo a punto de nacer un mundo, un desamor y un crimen de los que nunca se sabrá nada, aunque ese mundo exista en algún lugar y, dentro de él, dos amantes lloren y un muerto se pudra en el infierno. Esta historia permanecerá encerrada por siempre, en el blanco virgen, estéril, de este cuaderno. Es inútil frotar o practicar invocación alguna. Todo empieza y termina aquí.” 6 de julio de 2007.

Este texto existe, no es ficticio. Lo tengo ahora frente a mí. Lo sé y lo afirmo con esta rotundidad porque está escrito de mi puño y letra, con la tinta verde de un rotulador tipo roll pen marca 'Pilot'.

Vuelvo mañana

domingo, 27 de septiembre de 2009

Aquí te espero


Esta foto responde fidedignamente a la realidad. La lápida existe. No nombro el pueblo en donde se ubica el cementerio y he borrado las inscripciones de las otras lápidas por respeto a las familias que añoran y siguen queriendo a los que allí descansan en paz. La historia que se explica a continuación es pura ficción.

La cabra tira al monte. La tarde pasada visité nuevamente un cementerio, por pasear, por airearme, por estar al lado de los míos. El cementerio era pequeño. En él descansan enterrados los muertos de un acogedor pueblecito que respira a los pies de la Sierra de la Demanda. Al abrir la verja franca pensé, sin riesgo a equivocarme, que el censo de difuntos superaba con mucho al de los vivos del lugar. Y pensaba también que, pocas veces caemos en la cuenta de que, comparado con el número de vivos que morirán, son legión los muertos que vivieron. Por cierto, todas sus andanzas, día a día, minuto a minuto, deben estar recogidas en la fabulosa y célebre “Enciclopedia de los muertos”, de la que nos dio noticia, con mano magistral, el escritor serbio Danilo Kis. Si buscase bien entre sus interminables volúmenes, seguro que alcanzaría a conocer, a recordar con pasmosa precisión, la exacta cotidianidad en la vida de "El Pobrecito Hablador" en los no muy lejanos años del 1800. Me interesaría. Más que nada por fotocopiar algunas páginas con las que desmentir algunas imprecisiones de las que ha hecho gala un sobrino-tataranieto, quien al socaire de mi bicentenario ha publicado recientemente mi biografía.

Me disperso (me sucede a menudo. Por eso nunca haré nada de provecho), y no hablo sobre el tema del que en realidad quería hablar: Al entrar al pequeño cementerio burgalés uno se encuentra como en casa. El recinto es recogido. No crecen los cipreses, pero una frondosa chopera contigua atenua el silencio contenido y confiere una agradable tibieza el aire reverencial de respeto piadoso que parece exigir siempre el monopolista ciprés. Toda la superficie del camposanto está cubierta de lápidas y tumbas y no hay nichos en vertical. Se podría decir, sin miedo a exagerar, que aquel es un cementerio con calidad de vida. Un breve recorrido panorámico me dio una idea bastante precisa sobre el lugar, pero cuando me disponía a salir me vi obligado a detenerme frente a la primera lápida que el visitante encuentra al entrar. Se trata de una lápida que parece estar dispuesta justo ahí con el fin concreto de dar la bienvenida al difunto y al familiar, al amigo, al hijo doliente, a la santa esposa y al amante; al cura, al monaguillo, y al enterrador, y también al forastero. Es una lápida bajo la cual hay verídicos restos humanos. Sin embargo es una lápida sin nombre, sin recuerdo, en la que solamente se ven esculpidas tres palabras, a modo de declaración de intenciones, de manifiesto, o sencillamente a modo de cortesía, como un “bienvenido” tejido en la alfombra que se coloca sobre del suelo del portal dispuesta para que nos limpiemos los zapatos y no ensuciemos el parquet.

Aquí te espero”, se lee en la sepultura, esculpidas las letras bien grandes, sin que a nadie le quepa la menor duda al respecto del deseo que el muerto cobijó desde antes incluso de que le inhumasen; un deseo de amistad, de querencia, de disfrute próximo de nuestra previsible compañía. Aunque bien pensado, lo más probable es que ese deseo fuese únicamente dirigido a una persona, a alguien en particular al que el difunto procesase especial cariño, o bien un odio visceral, atávico, casi secular. Entonces, la esperanza de encontrarse ante ese alguien concreto en camposanto, mano a mano, en compañía de la muerte como notario infalible, quizá respondiese a una venganza frustrada en vida, a un ajuste de cuentas sin saldar; o también a su cobardía, que le impidió acumular el coraje suficiente en vida para enfrentarse a algún serio conflicto, porque ya tenía planeado resolver la afrenta una vez estuviese enterrado.

Todo podría haberse aclarado el día en que Padre agonizaba en el lecho en el que había estado durmiendo solo desde hacía ya los cinco años que Madre falleciese, sobre el mismo colchón, bajo el mismo techo, en donde a él se le aparecían ahora, como en una película de sombras alumbradas en temblores por la llama de la única vela, las imágenes más significativas de su vida. A Padre solamente le quedaban sus dos hijos. Se llevaban tres años, aunque en medio de sus dos respectivos nacimientos nació una hermana, muerta a los tres días de ser alumbrada y enterrada en el interior de un hoyo olvidado, bajo una sencilla cruz de hierro borde, en el mismo cementerio, dentro de una mísera caja de madera sin barnizar y envuelta, la pobrecita, en un sudario blanco tejido con sábanas viejas. Madre la lloró en silencio y soledad todas las noches insomnes de su propia vida, hasta el amanecer de su propia muerte, sin poder nombrarla nada más que en mudos suspiros de pena íntima.

No le estaba siendo muy difícil irse de este mundo. No parecía sufrir, y tampoco daba la impresión de temerle excesivamente a la muerte. Miraba a sus dos vástagos con una extraña lucidez, impropia de un viejo cuyo cerebro debía estar segregando esas extrañas sustancias químicas que, en los momentos previos al deceso, según nos quieren hacer creer los científicos, son las que nos provocan los delirios y las que nos facilitan la facultad de vislumbrar nítidamente los recuerdos secuestrados de nuestra vida, que se refugian en los más ignotos zulos de la memoria.

Aún así, a pesar de la serenidad consciente, algo parecía inquietarle y no era el miedo. Ambos hijos intentaban darle la mano para reconfortarle, pero cada vez que el mayor y el menor se la ofrecieron, él la despreció, incluso con desdén, como queriendo hacer gala ante su prole de una digna valentía de la que quizá careció en vida. A veces esa inquietud se expresaba a través de leves movimientos de cabeza, de pequeños mordiscos que él mismo se infligía en el labio inferior, o con un constante arañar la lana áspera del cubrecamas con las uñas callosas de sus manos gruesas que ya amarilleaban. El mayor de los hijos se percató de su estado e intuyó que Padre quería hablar, que Padre no se iba tranquilo de este mundo y que, como en vida, en el momento de la muerte la parquedad y la incapacidad innata para poder explicar nada le impedía decir aquello que finalmente le proporcionaría la paz.

“Padre ¿quiere decirnos algo?”. Y Padre atendió a la pregunta del hijo mirando desde la cueva de sus propios ojos, que se abrían exaltados por el esfuerzo que a cada bocanada de aire tenía que hacer para respirar. El hijo sabía que, sin haber pronunciado una sola palabra, quien agonizaba reclamaba un poco más de proximidad para poder susurrarle al oído las que serían, probablemente, sus últimas palabras. De manera que, inclinándose hacia lecho, el mayor dispuso el oído junto a los labios secos que bisbisearon en un ronco quejido la última orden que saldría de ellos.

“Padre sufría porque temía que nos olvidásemos”, le dijo el primogénito al hermano, casi en el mismo instante en que se incoporaba mientras ambos contemplaban el rostro afilado y boquiabierto del cadáver. “La cosa ya estaba resuelta. Yo mismo le di al marmolista las medidas de las letras, y él lo sabía.”
Después de proferir con todo respeto un fastidioso “¡Joder!”, el menor de los tres hijos que nacieron sobre aquella misma cama acercó la mano a los ojos del recién difunto y, sin demasiado esfuerzo, se los cerró.

Vuelvo mañana

domingo, 20 de septiembre de 2009

Autorretrato con criptonita


Estoy completamente borracho. Mientras leía me he bebido casi una botella de Whisky. Con hielo, el whisky llena la boca de un frío amargo que se abre paso hacia dentro sin demasiado esfuerzo. En este estado llega un punto en que no logro entender nada de lo que leo y me doy de cuenta de que en realidad lo que hago es sobreescribir mentalmente sobre las palabras impresas. O sea, que al leer escribo una obra diferente sobre la original, tal y como hacían los antiguos cuando creaban un palimpsesto, con la diferencia de que yo no borro, porque las dos historias, la que leo y la que dibujo sobre la inicial, conviven dentro de los mismos párrafos en un enrevesado ovillo de signos, letras y palabras superpuestas que solamente yo soy capaz de descifrar, de manera que durante unos instantes me siento un superhombre capaz de leer y entender un código lingüístico secreto con el que disfrutar de dos historias, y hasta de una tercera, que es la que surge misteriosamente de la cópula de las otras dos. Pero pronto me doy cuenta de que es el alcohol, que me proporciona una euforia falaz, y me da por pensar que es peligroso leer bebido y que el Ministerio (uno) debería tomar cartas en el asunto y legislar por decreto un carnet por puntos de lector con el que poder castigar infracciones al código de lectura, como por ejemplo leer en estado de embriaguez, por el serio peligro que supone para el autor y para el panorama crítico nacional el hallazgo de segundas, y hasta terceras historias, con sus consecuentes segundas y terceras interpretaciones.

Entonces, cuando se me ocurren esas ideas, un golpe de mareo acompañado de una arcada me vence y ya no puedo más y tengo que levantar la cabeza y al levantarla me veo reflejado sobre el cristal de la puerta que cierra la terraza. Y la visión de mi mismo me sorprende como si un fantasma, de repente, se encontrase con su propia cara a la que hace siglos que no ha visto porque, como todo el mundo sabe, los fantasmas carecen de rostro, piel y huesos (los fantasmas, en realidad, vivimos gracias al corazón y al alma). La sorpresa -o quizá debería decir el susto- provoca que casi se me caiga el libro de una mano, y de la otra, el vaso vacío que dejo sobre la mesa con la rapidez que permite mi estado, y levanto un brazo para atusarme el cabello hacia atrás como si en ese gesto pudiese quitarme de encima el plomo que me mantiene en estado mortal, que neutraliza la impunidad que me otorga mi inmortalidad y que me hace inmune a cualquier peligro físico que padecen los hombres. Cuando leo, únicamente cuando leo, el whisky es para mí lo que la criptonita para Klark Kent. “Claro", pienso de repente, como si en un instante se hubiese hecho la luz: “por eso puedo verme”.


Acopio todo el valor del que soy capaz y haciendo gala de una audacia inusitada mantengo fija la mirada sobre el rostro brumoso y fantasmagórico que se empeña en mirarme y sentarse frente a mí. “No hay más, se terminó”, le digo agarrando la botella y agitándola con el cuello hacia abajo. Aún así, ahí sigue, sin moverse. Ya no tiene la mano sujetando la cabeza sobre la nuca, aunque distingo una mirada vidriosa dentro de unos ojos pequeños, diminutos, desprotegidos, casi diría que vivos y muertos. Siempre he mirado a los ojos de la gente, pero ya no sirve para nada. Creo que gasta barba, no lo juraría. La distancia entre hombros es quilométrica; tras de ellos se adivina una buena espalda para echarse encima todo lo que le echen. Carnes flojas, que no acaban de caer, porque viven de rentas pasadas. Otra vez la mano a la botella. “Ya no hay más”, vuelvo a decir, y entonces intento levantarme, pero él no se mueve; permanece quieto dentro del reflejo nebuloso sobre el cristal, insolente como la conciencia, como mi criado cuando llegaba a mi casa de Santa Clara: se sentaba frente a mí, y justo en el momento en que mi estómago se vaciaba en un doloroso vómito, me soltaba una retahíla de acusaciones que me recuerdan mucho a los reproches que ahora creo descubrir detrás de esos ojillos de no haber roto nunca un plato que no dejan de insinuar una especie de burla por creerme algo que nadie ve y que yo me empeño con tozudez casi adolescente en difundir a los cuatro vientos cada vez que tengo oportunidad.


“Si no hay más, podríamos salir a tomar la última”, parece que me está diciendo. Acepto. Me visto y salimos y nos sentamos en el primer tugurio que encontramos y le digo al camarero que llene bien los vasos, que tenemos mucho de qué hablar.

Vuelvo mañana