jueves, 29 de mayo de 2014

Desnudos


No estoy muy seguro, porque no recuerdo prácticamente nada, ni siquiera  el título, pero creo que la protagonizaba Alfredo Landa y  Nadiuska, la inolvidable Nadiuska,  la mujer con  quien mantuve un apasionado,  lúbrico, e inagotable  idilio durante los primeros años de mi  adolescencia. Era  una de aquellas películas del destape de finales de los años 70  que veíamos por 30 pesetas  en sesión doble  junto a  ‘El Zorro’, ‘Godzilla’ o  a Bud Spencer y Terence Hill.  Aquellas sesiones eran de lo más rentables porque  en una sola tarde teníamos la oportunidad   de vivir  aventuras y   ver  tetas, o sea,  todo lo que necesitábamos  de la vida.
Alfredo Landa  interpretaba al típico españolito medio de la época, reprimido y obsesionado con el cuerpo  inalcanzable de las mujeres.  Ideaba toda clase de argucias por verlas parcial o completamente desnudas. Perforaba  pequeños agujeros en los tabiques de los lavabos, se parapetaba detrás de la ventana, frecuentaba el paseo marítimo con sus catalejos o se sentaba exageradamente retrepado en las terrazas de los bares  para poder mirar o llegar mínimamente a  intuir  el oscuro misterio  del nacimiento de las piernas bajo las faldas. Pobre. Tal era su obsesión que un buen día, al salir de casa,  como si un genio le hubiese concedido un deseo, se sorprende extraordinariamente al darse cuenta de que ha adquirido el asombroso poder de ver a todas las mujeres desnudas. Ha sido ungido, por así decirlo, con el poder de la transparencia. A priori las ve vestidas, pero en cuanto siente la necesidad de saber y conocer qué hay tras la blusa, qué esconde la falda, el contorno real de las piernas, o la aureola  de los pezones bajo el sujetador, inmediatamente se desvela  ante sus ojos el misterio  de la desnudez femenina, tantos y tantos años  vedado.
Ya  digo que no recuerdo casi prácticamente nada de la película, pero la cosa es que Alfredo Landa, días después del  goce  frenético que le provocan  sus extraños poderes, cae deprimido  en una extraña  crisis existencial, porque una cosa es ver y la otra muy distinta es tocar. Entonces  irrumpe  en escena  ese prodigio de la naturaleza llamado Nadiuska; Nadiuska, “luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Na-dius-ka ”.

Nadiuska me miraba a menudo desde las fotografías de la revista 'Interviu', o desde la más prometedora  oscuridad del cine con sus ojos de gata dañina, de animal salvaje, ofreciéndome esclavitud eterna tan solo  a cambio de mis sueños.  La desnudez de Nadiuska era la promesa de una patria, el paraíso perdido, una extraña mezcla de pureza y sexualidad indómita, una piel lejana, eslava, inalcanzable, que me provocaba estremecimiento, ansia, o quizá deseo,  y al mismo tiempo una dolorosa frustración, porque no hallaba nada de lo que de ella deseaba en los cuerpos todavía por hacer que yo tocaba, y sí una extraordinaria sensación de desvalimiento cuando, después de masturbarme frente a su mirada impresa, veía sobre mi vientre el rastro insignificante de la verdad.
Fue una casualidad de lo más exótica, porque esa película extraviada  en mis recuerdos  se asomó de nuevo  al presente  el domingo pasado, día de las elecciones al parlamento europeo. Debe ser el influjo que provoca Proust en mentes tan enfermas como la mía porque  el dichoso film me invadió mientras finalizaba la lectura de  “A la sombra de las muchachas en flor”. Sucedió justo al levantar la cabeza, después de leer  se notaba que no se vestía sólo para la comodidad o el adorno de su cuerpo; estaba envuelta en su vestimenta  como en el delicado aparato y la espiritualidad de una civilización”.
Sin embargo, la hermosa Nadiuska y el inefable Landa fueron los últimos en aparecer en el proceso de extravagantes conexiones que  la frase de Proust suscitó en mis pensamientos. Antes pensé en Mariano Rajoy. Le vi en pie, detrás de un atril, impecablemente trajeado, firme y decidido, como siempre, lanzando uno de sus discursos, con la seguridad de quien se sabe escuchado, disfrutando de  los parabienes de su auditorio, provocando  las ovaciones de sus seguidores, el interés  y la atención de sus contrincantes… Y en un instante lo estaba viendo desnudo, completamente desnudo, erguido muy dignamente detrás del atril, moviendo los brazos fofos, blancuzcos, tocados en los hombros de un oscuro vello homínido. A veces, en el fragor del discurso, se balanceaba levemente hacia los lados y entonces podía distinguir las lorzas inmisericordes, la extrema delgadez de sus tibias, endebles y huesudas en contraste con los muslos gruesos  y blandos, casi sin pelos , cerúleos e  inapetentes,  adornados por la marca fronteriza  que tatúa el sol en la piel de  quienes suelen vestir  coulottes de ciclista.
Es cierto, pude haber retirado el atril, pero ni se me pasó por la cabeza. Era suficiente con ver las arrugas en los costados del  pellejo de su pecho caído, las axilas grises cuando alzaba las manos en señal de victoria, y algunas verrugas negras  aquí y allá. Suficiente como para que en ese instante de desnudez humana que engendró mi imaginación patológica quedase al descubierto, también, la realidad del personaje, despojado de toda máscara, de la más elemental coraza con que se protegen quienes nos gobiernan para granjearse nuestros respetos,  nuestra confianza  y  para violar nuestra ingenuidad.
No solamente desnudé a Rajoy. Hice lo propio con Rubalcaba, y con algún otro, hombre o mujer de la política y  de la  delincuencia politicofinanciera,  pero me di cuenta de que visto uno, vistos  todos. Al fin y al cabo, tal y como afirma el narrador de Proust  el tipo de fraude que consiste en tener la audacia de proclamar la verdad, pero combinando con ella buena parte de mentiras que la falsifican, está más extendido de lo que parece”.
Así pues, el insólito e involuntario ensayo mental  que experimenté  había causado un efecto  revelador. Desde luego, mis intenciones y mi motivación era muy diferente a las del pobre españolito que interpreta Alfredo Landa , y en consecuencia los resultados también, quizá porque  no había espacio para alguien como Nadiuska, que nos convocaba por aquellos años  a  la hipnosis de la verdad, de los cuerpos sinceros;  la  desnudez hermosa, abierta, y redentora; la desnudez emancipadora   de la represión que nosotros mismos nos imponemos, empeñados en aceptar el engaño, la apariencia, el disfraz, las reglas morales del respeto, la admiración y la obediencia dictadas por quienes solamente merecen desprecio.  

jueves, 22 de mayo de 2014

El Cholo Guardiola


A pesar de que me voy a granjear la enemistad de los pocos amigos que me quedan, voy a ser claro. Admiro al Tata Martino. A mí tampoco me gusta trabajar. Si atendemos a uno de los libros fundamentales de nuestra cultura, el trabajo es un castigo cuyo origen se remonta a las veleidades hedonistas cometidas por nuestros primeros padres. Otras interpretaciones,  más proclives a la cosa intelectual que a los placeres de la carne,  establecen el origen del pan ganado con el sudor de la frente en el ansia humana de conocimiento, en el árbol de la ciencia, cuyos frutos otorgaban a quienes los comiese, tal sabiduría, que peligraba el trono de Dios. Sea como fuere,  que el trabajo es un castigo divino  es una realidad  incontestable, pues cuenta con la inefabilidad de la Santa Madre Iglesia y  la constatación de la Historia.  Ahora bien, la lógica y el sentido común nos dicta que  ante un castigo, lo propio es zafarse, librarse, emanciparse, escaquearse, establecer los medios efectivos  y  la estrategia más  adecuada para que  nos infrinja  el menor daño posible, y más si el castigo beneficia a un tercero, hecho que por otra parte suele ser habitual.
Estamos tan absolutamente convencidos de las bondades del trabajo que, cualquiera que proclame su abolición,  en el mejor de los casos es inmediatamente  tachado de vago, gandul o  parásito; en el peor, se le desea el pico y la pala, la cantera, la mina o  la hoz.  Sin embargo,  le pese a quien la pese, la sacralidad del trabajo remunerado  es una  idea ancestral, vieja,  que ha perdurado  y que hizo  fortuna, por los siglos de los siglos, gracias a la unión cómplice  del  discurso mitológico religioso  y la codicia humana (valga el pleonasmo), origen y causa al mismo tiempo de la miseria  y alienación de los hombres.  En España  tenemos buenos ejemplos. El mejor lugar para escuchar soflamas que  ensalzan los beneficios del trabajo son los despachos cardenalicios y los  campos de golf, donde los que no dan palo al agua -porque viven precisamente  de los efectos de ese discurso- se solazan y ríen elegantemente. En algunos casos, incluso se permiten el lujo de decirnos a través de los medios de persuasión que si queremos salir de la crisis hay que trabajar más y cobrar menos.
Curiosamente -y paradójicamente- hace poco más de dos siglos, los padres de la emancipación obrera abundaron en lo mismo porque con el fin de ganar la lucha de clases  no se les ocurrió otra cosa que convencernos  a los pobres sobre  la dignidad y la necesidad del trabajo, muy a pesar de lo que escribió, por ejemplo, Proudhom, quien afirmaba que “Con el trabajo nació la posesión privada”, fuente  principal de conflictos, dolor e injusticia.  El mismísimo Marx, más o menos en  los mismos años, por contradecir a sus exégetas y sus epígonos  escribió  que “en la sociedad comunista, en la que nadie tiene una esfera exclusiva de actividad, sino que cada uno puede realizarse en el campo que desee, la sociedad regula las producción general, haciendo a cada uno posible el hacer hoy una cosa y mañana otra distinta: cazar por la mañana, pescar después de comer, criar ganado al atardecer y criticar a la hora de la cena; todo según sus propios deseos y sin necesidad de convertirse nunca en cazador, ni en pescador, ni en pastor, ni en crítico”.
Marx murió en 1883 y no pudo conocer a Alekséi Grigórievich Stajánov , minero  soviético  convertido en el paradigma del trabajador volcado fervientemente a su  alienación por el bien del país. Stajánov  hizo carrera, ganó fama y honores porque extraía catorce veces más carbón que el resto de sus compañeros. Era capaz de sacar de las profundidades de la tierra más de cien toneladas de hulla en menos de seis horas.  Años después de sus hazañas le nombraron director de una mina y aplicó en las espaldas de  sus compañeros camaradas, con mano de hierro,  su vocación de topo extractor. Como premio a tan encomiable esfuerzo,  fue laureado por la URSS cuando era un anciano, poco antes de morir, y fue declarado héroe  del trabajo.
Las empresas japonesas, vanguardia del capitalismo, hacen algo parecido. Glorifican de tal manera la dedicación a la producción que los empleados no saben vivir en vacaciones porque no hay nadie que les pueda admirar debido a sus denuedos, porque no tienen la posibilidad, durante esa breve semana de asueto, de poder llegar  a ver su fotografía colgada como empleado del mes mientras el consejero delegado y los accionistas mayoritarios lo pasan  divinamente recogiendo los dividendos de su esfuerzo. La cuestión es que, como escribió Emile Zola, “el dinero que para uno ganan los demás es el que más engorda”. Paul Lafargue, yernísimo de Carlos Marx, podría apuntalar, como en una mina, las palabras del escritor francés: ”¡Trabajad, trabajad proletarios, para aumentar la riqueza social y vuestras miserias individuales!”.
Toda esta reflexión me lleva a una afirmación que me va costar una investigación en toda regla: la Iglesia, el capitalismo y una turbia y perversa interpretación de las teorías de la emancipación proletaria, son alguna de  las causas principales por las que el ínclito Tata Martino ha tenido que salir por piernas de Barcelona. Otra de las razones de su marcha -equivalente en importancia- es que sabe menos de fútbol que mi abuela. La pobre  veía los partidos por televisión mientras leía ‘El Caso’ porque le gustaba ver cómo se abrazaban los jugadores cuando metían un gol. De ese modo parece que  equilibraba sus emociones. Pero esa es otra historia. La cuestión es que el Tata Martino es perfectamente consciente de que él y sus jugadores,  y todos los que ganan dinero a espuertas con el fútbol, no ejercen trabajo alguno. Sencillamente practican un juego y para ese menester tampoco hace falta herniarse. Un rondó por aquí, un partidillo por allá, unos masajes, y ¡hala! salgan y disfruten, como decía Cruyff. Después, a recoger el fruto de tamaño sacrificio.
Por el contrario, el éxito sonríe ahora a Diego 'Cholo' Simeone, convertido este año en el líder al que admirar y seguir. Sin embargo, el Cholo no parece haberse dado cuenta de que los únicos que trabajan en un campo de fútbol son los encargados de mantener limpios los retretes, de lavar y planchar la ropa sudada, de servir bebidas y bocadillos en los bares de los vomitorios o de dejar las gradas como la patena. De no ser así deberíamos de asumir que esta Liga la ha ganado el Atlétic  gracias a esos operarios porque, ayer mismo, el Cholo decía sin ruborizarse que  “no hay más secreto que creer y trabajar”. Justo: creer y trabajar. Fe y sacrificio. La eterna canción que se tararea desde un lugar donde no conocen la forma que tiene  un cayo en las manos, cuyo estribillo cae como lluvia de mayo y cala en nuestras  seseras arcillosas para que asumamos desde la prescripción de nuestros héroes, que venga, que dale, que dobles el lomo, que si quieres algo, algo te cuesta, mientras el autor de la música y de la letra goza de placeres inimaginables a costa del gol sur.
Si nos levantamos temprano y trabajamos duro, este país es imparable”, decía en su discurso solemne  Josep Guardiola  al recoger la Medalla del Parlament de Catalunya. Dudo mucho que Pep se haya levantado algún día de su vida antes de la 9 mañana. Lo mismo Messi, Neymar  y todos los demás. Me pregunto a qué hora se levantaban los 250 mineros que han muerto en Turquía a causa del derrumbe de la mina de Soma. Me pregunto también si es que  no se esforzaban lo suficiente como para poder triunfar, para poder salir de esa realidad diaria que les golpea y les aliena y que muy probablemente deberán traspasar en herencia a sus hijos, agradecidos, por otra parte, de contar con un trabajo con el que poder subsistir.
Bertrand Russell decía que "la ociosidad de unos pocos resulta posible gracias a la laboriosidad de otros. Su deseo de cómoda ociosidad es la fuente histórica de todo evangelio del trabajo”. Por su puesto, solamente borracho me atrevería afirmar que el fútbol tenga algo que ver con la explotación del hombre por el hombre, con ese momento fatídico de la historia de la humanidad del que hablaba Max Weber, cuando “el gran adversario del primer capitalismo era el trabajador tradicional. Aquel hombre que no veía la razón de trabajar toda la semana si podía subsistir con lo que ganaba en un día”. Lo que digo es que a falta de líderes que nos saquen de la mierda, a falta del resurgimiento de ideas que se enfrenten con inteligencia, valentía y audacia al huracán de la injusticia,  se nos ofrece muy interesadamente  el discurso de siempre declamado  de modo solemne, desde las alturas,  por una serie de  tipos que se han pasado la vida dándole patadas a un balón y que vienen  a decirnos, sin el menor ápice de vergüenza,  que  estaremos mejor si  trabajamos duro –como mínimo, igual que ellos- y que si no mejoramos, o no triunfamos, es porque no nos esforzamos lo suficiente y porque no creemos.
Por eso admiro al Tata, porque aunque el pasado sábado dejó a Xavi sin jugar hasta el minuto 75, sabe lo que es, y sabe lo que hace. Porque no viene y me vomita sus monsergas de liderazgo, emprendimiento, e innovación bajo la marquesina abovedada de un  banquillo desde donde dirige un grupo de  personas cuya mayor habilidad consiste en  saber utilizar las piernas para golpear una esfera cosida por niños en talleres infames. Porque solamente es el entrenador de un equipo de fútbol, compuesto por jóvenes que nacieron de pie, tocados por la benevolencia del azar: lo más parecido al deseo  expresado por Tom en “Las uvas de la ira”: “Me gustaría quedarme aquí. No volver a tener hambre ni tristeza. Dentro del agua toda la vida, emperezado como las crías de cerda en el fango”. Cambio charco por sauna, y ya.  

jueves, 15 de mayo de 2014

Caballeros oficiales



Me cuesta tanto trabajo mentir que hasta ahora mismo no me he decidido a hacer pública esta historia. La primera vez que les vi fue un viernes, uno de esos viernes cualquiera, a la sombra del porche en el que me tomo el café y el whisky después de comer mientras garrapateo frases y ocurrencias. Desfilaban delante de mí, hacia la puerta del restaurant, uno detrás de otro, silenciosos, marciales, discretos, perfectamente uniformados, sin los cascos y las protecciones que les confieren en acción ese aspecto intimidatorio de robocops invencibles,  una treintena de agentes antidisturbios del cuerpo de los Mossos d’Esquadra de la Generalitat de Catalunya. Segundos antes se habían apeado de sus lecheras, aparcadas en cuidadosa formación de batería, que les transportan desde la base hasta la misión, desde la misión hasta el restaurante y desde el restaurante, nuevamente, hasta la base. 

Recuerdo un día, no hace mucho, en que la aparición frente a la puerta del establecimiento de semejante comitiva coincidió con la entrada de una familia entre la que se hallaba una señora de edad avanzada que caminaba con la ayuda de un andador. Uno de aquellos caballeros catalanes defensores de la ley y el orden se adelantó  raudo a sus compañeros y muy amablemente le abrió la puerta a la anciana para que pudiese acceder con más facilidad al interior. La mujer y los parientes que la acompañaban -un poco impresionados, no tanto por el detalle  sino por el gran estilo solícito con que franqueó la entrada- se prodigaron en agradecimientos de toda índole, a los que el agente -un armario ropero próximo a los dos metros- efectuó una educadísima e inolvidable semireverencia de modestia y servicio público. Después, ése día ya no volví a verles, porque los dueños del restaurante les reservan siempre un salón en la planta baja, donde pueden disfrutar de la comida del último día de la semana en íntima y exclusiva camaradería uniformada. 

Éste  viernes pasado, una tercera parte del grupo completo, el equivalente a lo que debe  ser una dotación completa de antidisturbios  transportados  en una lechera, desembarcó nuevamente en la masía, aunque de modo diferente. Eran una docena de ellos. Los reconocí al instante, todos fibrosos, atléticos y muy deportivos,  porque aunque llegaron allí  vestidos de  paisano en sus vehículos particulares,  entre ellos identifiqué al gigante caballeroso. Cuando entraron yo ya estaba comiendo. Esperaba a que me sirviesen el segundo plato ( pies de cerdo a la brasa, que los preparan como en ningún otro sitio, después de haber disfrutado de  un xató exquisito, aderezado con una salsa romesco como dios manda, espesa y encarnada igual que sangre sobre la frente.) 

El primero en irrumpir en la sala fue precisamente el armario ropero, que días antes le había abierto galantemente la puerta a la ancianita del andador. Entraba efectuando el gesto militar  con el que un sargento conmina avanzar al pelotón en el campo de batalla. Solo le faltó hacer sonar un silbato. Vestía camisa floreada remangada hasta los hombros y por eso se podían ver claramente  sus dos brazos completamente tatuados, desde el codo hasta el borde de la manga, con formas espinosas que se entrelazaban entre ellas como si fuese una hiedra dañina. Nada más llegar a su  mesa se hizo con una servilleta, la extendió, y acto seguido se la anudó  a la cabeza como si fuese un pañuelo pirata, porque como estaba decorada a cuadros y en sus dos orejas lucía sendos aretes, daba realmente la sensación de haber salido de una versión  cutre de una de las historias de Stevenson. Al ir entrando los demás, uno tras otro se afanaron  en imitar la gracia de su compañero entre grandes risotadas, gritos y onomatopeyas guturales, cada cual con su propio estilo. Algunos lograron parecerse más a un pintor de brocha gorda que a otra cosa; otros, con sus gafas de sol puestas, querían emular a un ángel del infierno y unos pocos, los más patriotas, se colocaban el pañuelo a la manera de un cachirulo maño.

Lógicamente no les costó mucho erigirse en los protagonistas absolutos del restaurante. Eran  el centro de atención de todos los comensales, quienes mirábamos de reojo, o de un modo ostensiblemente contrariado, las evoluciones de  semejante cuadrilla.  Ninguno de ellos hablaba catalán. Todos, la docena completa, utilizaba el castellano para expresarse y comunicarse. Mejor dicho, se gritaban entre ellos a través de una variante dialectal del castellano; ese dialecto arrabalero que se come ostentosamente algunas consonantes, que utiliza palabras calés, y que evita quien lo habla,  en la medida de lo posible, cualquier signo lingüístico que pueda denotar  cultura, sensibilidad, educación o una mínima alfabetización. Porque el objetivo final para  quienes dominan este idioma es  evitar dar a entender a los demás que uno ha perdido medio gramo de hombría, no arriesgarse a  parecer débil ante la tribu, ofrecer sospechas de  finolis o, lo que es peor, que uno es un pedazo de maricón.

Finalmente se sentaron y se inició la fase de fotográfías, que inmortalizarían en los respectivos facebooks la audacia colectiva en público y la diversión simpar que estaban experimentando. Los camareros soslayaban su presencia y no se atrevían a  detenerse allí. El jefe de sala les reunió dentro de la cocina. Yo les veía a través del ojo de buey de la puerta que la separaba del comedor y ellos miraban inquietos por la misma ventana hacia donde esperaban los caballeros oficiales. Por fin, tras unos minutos de deliberaciones, una camarera, valiente, sonriente, dispuesta al sacrificio,  salió del cónclave y se dirigió decidida hacia la fatídica mesa.  Inmediatamente, uno de ellos, el más bajito, quizá el mayor, aulló como un lobo y le espetó dos piropos soeces, que fueron jaleados por toda la manada como si nunca en su vida hubiesen visto una mujer, como si en lugar de una trabajadora, ante ellos se hubiese presentado una oveja. Satisfecho con el protagonismo que había adquirido, el lobo viejo continuó con su perorata machista y prodigó giros y requiebros de lo más vulgares, entre los que repitió un par de veces, por parecerle muy ingeniosas, uno referida al tamaño de la butifarra y otro a su preferencia por el conejo poco hecho. 

La camarera escuchaba estoicamente, armada de paciencia. Les miraba sonriendo, con una sonrisa de desprecio que aquellos energúmenos ni siquiera supieron interpretar. Tomó nota de la comanda y a partir de ese momento el grupo se olvidó de ella. Progresivamente la mesa se fue llenado de pan, vino, all i oli  y todo tipo de carnes, de manera que  las bestias concentraron toda su atención en la pitanza.  Yo, mientras tanto, ya había terminado con los pies de cerdo. Esperaba  la cuenta para poder salir al porche a tomar el café, entretenido en observar, uno a uno, a los seis componentes que se habían sentado frente a mí. Y entonces me llevé la penúltima sorpresa de la jornada. Uno de ellos en realidad no era uno, sino una. Una caballera antidisturbios, una defensora  de la ley y el orden, una mossa d’esquadra riendo, gritando, golpeando la mesa y participando del festín  del mismo modo que el resto de sus compañeros. En  el aspecto de aquella mujer no había nada que hiciese pensar que lo era. De hecho, ante las imprecaciones procaces del mosso veterano,  fue una de las que más le había reído la gracia. Lo supe porque en un lance con uno de sus camaradas en el que chocaban las manos al modo de pulso, la postura  de costado reveló la silueta de sus pechos. De ella- más que de ningún otro componente- me llamó la atención una expresión bobalicona, enmarcada en una frente prominente, neardental,  muy próxima a la frontera convexa de una inteligencia normal  que hubiese hecho las delicias de Cesare Lombroso. 

Finalmente me llegó el turno de pagar y pude salir. Afuera, bajo el porche, me sirvieron el café y mi copita de whisky. Un café espeso, corto, amargo, muy rico, que me gusta acompañar simultáneamente con breves traguitos de la copa. Debería llevar allí unos diez minutos sentado, dándole vueltas a lo que había presenciado y garabateando algunas ideas, hasta que apareció en el porche el lobo, el más viejo de la manada, teléfono en ristre, y con aspecto de contrariedad, preocupado, como si alguien le estuviese dando una mala noticia. No decía nada. Solamente escuchaba. De vez en cuando intentaba responder,  pero tan solo acertaba a balbucear afirmaciones lacónicas, lo que tú digas cariño, sí, sí, no tardaré, no te preocupes, llegaré a tiempo, yo iré a buscarles, no, no beberé mucho, sí, sí cariño, sí, sí, lo que digas… Al finalizar la conversación introdujo el teléfono en el bolsillo trasero del pantalón, miró al cielo, emitió un bufido y entró en el lavabo. Yo miré la hora. Eran más de las tres. Guardé la libreta en la cartera, le di un último sorbo al whisky y me fui satisfecho, con la sensación orgánica de calor interno que anuncia una buena siesta, en la que intentaría imaginar la figura y el rostro de la mujer que habló con aquel caballero oficial acostumbrado a recibir y ejecutar órdenes sin preguntar.

martes, 6 de mayo de 2014

Y un huevo

Esta entrada, como casi todas las que escribo, la he estado empollando durante unos cuantos días. Casi me siento como una gallina, que cacarea sentada mientras derrama su calor sobre el huevo y en ese impás, hasta que llega el tipo que mete la mano y se lleva lo que es mío, busco algún motivo para que al menos recuerde de dónde viene lo que vendió,  lo que cocinó o lo que se  comió .

Sin embargo, y a pesar de que esta idea que quería desarrollar para ilustrar  el tema sobre el que pretendía escribir es una de las que más me ha costado parir, he decidido romper la cáscara y manchar la paja; he decidio ejecutar un aborto aviar en toda regla, que para eso el huevo es mío y yo decido. De modo que hoy  solamente hay un huevo, un huevo caliente, sucio, mondo y lirondo, con alguna pajita enganchada  entre costras de gallinaza.

Y es que hoy escribo directamente encima del editor de bloguer, sin 'word 'de por medio, sin borrador, sin red, visceralmente, tal y como me dicta la voluntad. Me da igual si a alguien  le interesa o no  lo que voy a decir. 

Durante las 8.760 horas que corresponden a los 365 días que transcurrieron el pasado año 2013, los 135 diputados del Parlament de Catalunya -quienes cobran, cada uno de ellos, de media,  unos 70.000 euros anuales procedentes de mi bolsillo-  fueron capaces de producir una sola  ley; una sola ley; una sola ley;  la ley que aumenta un 2% el gravamen de transmisión de patrimonios.

Para que nos hagamos una idea, y por hacer un brindis a aquellos que siempre quieren equiparar la gestión pública con la empresarial, añadiré que yo he hecho mis cuentas. Contabilizando únicamente la nómina de nuestros 135 representantes y obviando los gastos de  luz, agua, gas, cuerpo técnico o taxis, la única ley aprobada por el Parlament Català durante el año 2013 arroja un coste  aproximado de  9.450.000 euros.

Entre estos 135 diputados, se encuentra, por supuesto, el famoso 75% de la trascendente y sacrosanta representación de la  soberanía popular que desea fervientemente la independencia, el 20% que no la desea, y el 5% que ni sí, ni no, sino todo lo contrario. Es decir,  visto lo visto, en cualquier caso, los catalanes disfrutaríamos de una independencia  a un ritmo legislativo prodigioso -con una sola ley al año- o una dependencia igualmente abrumadora con la misma y única  ley anual. Eso sí,  al precio lujoso propio de un país productor de petróleo.

Sin embargo, sus señorías catalanas durante la legislatura de 2013 fueron pródigos  en la producción y difusión  de declaraciones. Redactaron y aprobaron algo más de 40, cosa muy lógica y loable, porque en estos momentos dramáticos, de pobreza, paro y corrupción es lo que más  necesitamos.

Y un huevo.