jueves, 18 de diciembre de 2008

Christmas greetings


En pocos días todo habrá finalizado y recordaremos las luces quincalleras con desdén de viejos.

Al ver las cosas cotidianas con la luz natural, todo nos parecerá, en el recuerdo reciente, muy, muy antiguo. Lejano. Tan lejano que ni siquiera creeremos haberlo vivido.

Y al pensar en las próximas, experimentaremos un vértigo de tiempo que borraremos rápido para sobrevivir a los deseos y a las ambiciones que nos alentarán y nos guiarán de nuevo hacia el armario en donde aguarda paciente el espumillón, la pandereta y el buey.

Para entonces habrá pasado un año y, posiblemente, hayamos aprendido todos a ser un poco más justos

Justicia* a partir de 2009

* "Paz" tiene tres letras y es palabra monosílaba; es fácil de escribir y de decir. Unida a las palabras "en el mundo" forma la frase que mejor pronuncian las candidatas a Miss Universo.

"Amor" tiene cuatro. Es tan fácil de pronunciar y de escribir que la utiliza mucho el Vaticano y los guionistas de cine porno.

"Felicidad" es lo que sienten los banqueros y los grandes promotores inmobiliarios en estos tiempos que corren

Vuelvo mañana


lunes, 15 de diciembre de 2008

Quitameriendas

Hace pocos días, un buen amigo me explicaba que en las praderas frías de la sierra castellana, en un pueblecito ubicado bajo las montañas que unen (o separan) las provincias de Burgos, Soria y Logroño, crece una hermosa flor de pétalos independientes y morados que, unidos, forman el tallo colectivo que la sujeta precariamente a la tierra. Me explicaba mi amigo que la flor empieza a salpicar los prados cuando el verano va tocando a su fin, cuando el otoño asoma por las montañas silbando el viento del Norte espantando definitivamente a las cigüeñas que han anidado sobre la torre de la Iglesia desde mediada la primavera.

Quienes mejor conocían esta flor eran los críos del pueblo, o mejor dicho, quienes más la odiaban, porque su aparición era la señal inequívoca, el aviso, de que en pocos días dejarían de disfrutar de los juegos y de las correrías y de las largas tardes del verano al aire libre, que acompañaban de un trozo de pan de hogaza mojado en vino tinto y endulzado de azúcar. Por eso, la flor tiene el nombre de 'Quitameriendas', porque al verla se iniciaba la ineludible cuenta atrás y pronto, antes de lo que los niños se diesen cuenta, se encontraban comiéndose el pan con vino y azúcar al abrigo del fuego de la gloria, viendo como madre desplumaba una gallina en la pica de la fregadera o escuchando toser a padre mientras liaba un cigarrillo.

‘Quitameriendas’ avisaba a los niños de que la mañana se iba a unir a la noche sin tránsito alguno, y de que, más allá de la escuela y de las labores obligadas en el huerto, o con los animales del corral, tan solo les quedaba compartir un mínimo espacio familiar en el silencio del crepitar del fuego, al olor de roble quemado y, al final del día, después de la leche caliente, la cama fría e inhóspita, preludio de un nuevo día exactamente igual al anterior.

‘Quitameriendas’, le decía yo a mi amigo, era, al fin y al cabo, una herramienta pedagógica de primer orden que la naturaleza brindaba, con rigor, a los niños que crecían bajo las montañas de la Sierra de la Demanda.

Vuelvo mañana

sábado, 6 de diciembre de 2008

El tercer día


Mi agente, mi representante en el siglo XXI, JLM, se ha puesto pesado. Me dan ganas de despedirle y de empezar a ir por libre, pero -tengo que confesarlo- le he cogido cariño y, además, el mercado está fatal. JLM ha ganado un premio por escribir cuatro lineas mal puestas y está inaguantable; ya se cree que es como yo, inmortal. Lleva toda la semana pidiéndome, día y noche, que publique su cuento, que publique su cuento, que si viene de mi le harán caso, que quiere que sea su padrino literario... y no sé qué majaderías más. Así es que, con tal de que me deje en paz, he decidido colocar hoy, y sin que sirva de precedente, el cuento de mi agente, mi representante en el siglo XXI. Ahí queda.

Vuelvo mañana

El tercer día
¿Qué tal Ann? Cómo han ido estos días de fiesta. Estupendo. Me alegro. ¿Yo? Yo acabo el turno mañana. Sí, New York. Estoy en el hotel. Ya sabes, me cambié del puente aéreo hace unos años y ahora me arrepiento. Qué le vamos a hacer. No, pocas novedades, lo de siempre. Pero escucha, te llamo a ver si tú averiguas algo. Encontré el otro día un papel, como una carta, sí, antes de despegar. No, no sé de quién es. Por eso te llamo, porque estoy intrigada. Le estuve dando vueltas al tema durante todo el vuelo y ahora no puedo ni dormir. Sí, chica. ¡Claro! quizá no sea nada, quién sabe, pero quería leértela para que juzgues tu misma. No, no será más que un momento. Mira, oye, oye:

Aprovecho ahora que volamos a velocidad de crucero para escribirte, para decirte lo que hace mucho tiempo debí decirte. El ayudante de vuelo duerme a mi lado y el piloto automático se ocupa de todo. Allí adentro las azafatas reparten la comida. Dentro de pocas horas no se oirá más que el zumbido de los motores. Como cada día que llega esa hora, la hora del sueño, me da la sensación de que transporto almas sin cuerpo, vidas entre paréntesis. Es ahora cuando encuentro el momento, porque nos han pasado los años y se ha hecho absolutamente necesario que alguno de los dos sea sincero. O mejor, ya es hora de que yo sea sincero. Me paso la vida a bordo y, sin embargo, me da la sensación de que, excepto la mía, dirijo las del mundo entero.

“Hago despegar este aparato gigantesco una y otra vez, semana a semana, y cada vez que inclino el morro hacia el cielo siento un vértigo que va más allá de la inercia. No sé como explicártelo. ¿Recuerdas el día en que naciste? Si lo recuerdas, entenderás de qué te hablo. Escondo el tren de aterrizaje y poco después estabilizo y sé que me espera por delante la vida entera, un formidable espacio que nunca acaba. Y así siempre, un círculo de muerte y resurrección. Es como si a cada travesía renaciese. ¿Cómo decírtelo? Despegas y naces, vuelas y vives y al aterrizar mueres. Piénsalo bien. Es justo como te lo digo. Es perfecto.

“Vuelo a 30.000 pies. Pronto cambiaré de zona de franja horaria. Está resultando un vuelo plácido. El agua brilla allá abajo y dentro de algunos minutos todo se teñirá de rojo y veré el sol en toda su dimensión, fabuloso, gigante, dorado, y como siempre que no hay nubes, se burlará de mí en el horizonte porque jamás seré tan rápido como él.

“El océano es inmenso. Parece que nunca vaya a cruzarlo. Podría explicarte cada una de las horas, completas, minuto a minuto. Se hace corto. Perdona, me explico muy mal. No puede ser que se haga corto y que al mismo tiempo me parezca imposible cruzarlo. Puede que sea las dos cosas a la vez, porque en cuanto veo tierra me gustaría volver hacia atrás, y empezar de nuevo, pero en el momento de despegar lo que quiero es devorar millas y millas. ¿Lo entiendes ahora? Deberías probar.

“Dentro de poco, en cuanto vislumbre el primer trozo de tierra, deberé decir ‘señores pasajeros, les habla el comandante, abróchense los cinturones porque en breve aterrizaremos. La temperatura en New York es fría’ (como la misma muerte).Y tomaré tierra y pisaré con el pie suelo americano y entonces deberé llamarte y decirte que ya llegué, una vez más, y que te añoro, sí, yo también mi amor, claro, en tres días estoy otra vez contigo. Y al tercer día despegaré de nuevo de vuelta, veré brillar el mar, viviré una nueva vida, hasta que entre en pérdida y aterrice y se hagan eternas las noches que duermo junto a ti ,esperando, ansioso, poder transitar el cielo, al tercer día.

“Amor, te juro que lo intenté, pero mi vida está aquí arriba. Quiero decir toda mi vida, la que he pasado y la que me queda por vivir. Cuando el niño crezca y pregunte por mí dile que estoy en el mismísimo cielo. Él lo entenderá, seguro. Os voy a añorar. No sé"

Y aquí se termina. ¿Cómo? Sí, sí, es una cosa entre triste y loca, como si quien escribe esté un poco ido. La última letra está, no sé cómo explicarte, como temblona. Pues quizá sea eso que dices, como si quisiese escribir más. Sí, exacto, y en un último momento se arrepintiese. ¿Cómo? Estaba en el suelo, arrugada y sucia, bajo el carro de las bebidas de popa. Claro, no limpiaron bien y ahí quedó. Pues chica, quién sabe, igual hace meses, el papel está ya amarillo. ¿Quién podrá ser? ¿Tú también? Es lo que yo pensé. Seguro. No puede ser otro. Vale, vale, te dejo. No te preocupes mujer, lo primero es lo primero chao, chao. ¡Oye! Que tengas buen servicio. Venga, un besote. Hablamos.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Deconstrucción


La paloma es el símbolo de la paz desde que supimos que Noé se encontró a una mordiendo con el pico una rama de olivo. Al comunicar Noé el hallazgo, todo el pasaje del Arca respiró aliviado porque en ese preciso instante se tuvo la certeza de que se podría refundar la civilización. Pablo Picasso la hizo famosa en el siglo XX. Y ahora la paloma es, definitivamente, el logotipo universal de la Paz. No hay inauguración de evento deportivo global en la que no vuelen centenares de palomas. No hay nadie que, al ver una paloma espachurrada por un coche en medio de la calle, no sienta como se espachurra un pedazo de paz, o un ángel, o la esperanza, o sencillamente, siente lástima de ver muerto, sin que nadie haya hecho algo para evitarlo, un pobre animalito que no se mete con nadie.

La rata es la alimaña por excelencia. Nadie ha podido hacer, todavía, un logotipo de ella pero se utiliza a menudo para insultar, para vejar, incluso para torturar. Los nazis comparaban muchas veces a los judíos con ella. Con unos promotores así, quién quiere utilizar una rata para nada que sea bueno. Roberto Bolaño es el único escritor que se atrevió dignificar a las ratas cuando escribió el cuento “Pepe el Rata”. El cine las ha transformado en personajes simpáticos para crear historias infantiles. Micky Mouse o el reciente Ratatouille son buenos ejemplos. Por lo visto, cuando uno es niño, las ratas caen simpáticas. Un misterio más de la semiótica al que Umberto Eco podría meterle mano.

El otro día - y esto que cuento es absolutamente real - fui testigo de una escena estremecedora. El parque de al lado de mi casa, a la salida de la hora del colegio, se llena de mamás y niños que desfogan las horas de encierro. La calle circunda el parque y es fácil ver lo que ocurre, tanto desde un lado como de otro. Algo alarmó a cuatro madres que se acercaron corriendo al asfalto de la calle. Y es que allí mismo yacían, a pocos metros una de otra, una paloma espachurrada y una rata. Una de las madres, la más valiente, se apresuró decidida a propinar una patada al cadáver de la rata, y luego otra patada más, y otra, hasta que la rata muerta quedó escondida bajo el contenedor de basuras ubicado en un chaflán próximo. Las otras tres madres recogieron con sumo cuidado, con un pañuelo, su pañuelo, el cuerpo sin vida de la paloma. La imagen resultaba, en verdad, estremecedora porque el cuello descoyuntado de la paloma colgaba en péndulo mortal hacia la tierra formando una curva frágil y misteriosa. Las tres mamás dispusieron el cuerpo de la paloma bajo una encina del parque y la cubrieron con cuidado con unos papeles de periódico.

Y yo que vi aquello sentí un fuerte sentimiento solidario hacia la rata, aunque la imagen última de la paloma muerta me dejase medio noqueado. Sin embargo paloma y rata son animales muy parecidos. Les diferencia las alas, las patitas, los dientes… o sea la forma, les diferencia cómo se presentan ante el mundo. Por lo demás, ambas se mueven por el mundo repletas de bichos desagradables, son invasivas, se ultra reproducen, y ocasionan en las ciudades un sinfín de problemas sanitarios y de toda índole. Aún así, los papás y las mamás acuden a las plazas provistos de gramíneas variadas, acompañando a sus hijitos, para que pasen unos minutos dando de comer a palomas. Nos parecería totalmente inaudito hacer lo mismo con ratas. Aunque hay quien tiene otro tipo de ratas en casita, pero estas son muy blancas, más burguesitas, no tienen el aspecto lumpen ni la fama de las de cloaca.

A mí me da la sensación de que la diferencia de percepción entre una alimaña y otra estriba en las alas. Una viene del cielo, la otra de las cloacas. Una caga desde el cielo, y te mancha y te enfadas y luego lo explicas divertido. La otra se caga en la tierra, y la odias por ello. Una destroza una catedral gótica con sus excrementos, pero como forma parte de la imagen que tenemos de las catedrales, pues nos parece perfecto. La otra muerde los cables de la luz, y te monta un cortocircuito y te deja sin partido un domingo. La rata contagia la peste y la paloma, tan alada, tan indefensa, tan inocente, transmite peligrosas enfermedades. Una bandada de palomas, cruzando el cielo de la ciudad, nos fascina y nos asombra. Una recua de ratas retozando en cualquier plaza sería motivo de dimisión del alcalde de turno. El cielo marca la diferencia. Las alas son el valor, nos ofrecen la imagen de libertad. Las alas crean el símbolo y las alas son la potencia de la marca, el elemento fuerte a destacar. En realidad estamos ante la dialéctica cielo versus tierra. O mejor, cielo versus infierno. Por eso también nos quedamos embobados con las gaviotas, que al fin al cabo son ratas, pero marineras, mejor dotadas físicamente, más grandes, para poder aguantar los embates del mar. La gaviota arrastra una pesada carga: es para algunos poetas metáfora , símbolo y alegoría de la muerte, pero eso la gran mayoría no lo sabe, y si lo sabe lo obvia, porque prevalece en ella la belleza del vuelo, la silueta blanca de alas angulosas sosteniéndose entre los siete vientos marinos ante el cielo azul.

Son como son, así se muestran, según les dicta y les ha creado la naturaleza, la evolución. Y nosotros las cargamos de significado. Y preferimos a unas y despreciamos a otras en función de abstracciones que se han ido metiendo en nuestras cabezas a lo largo de la Historia. Por eso Bono no me engaña, porque es rata, y qué. Y tampoco Esperanza Aguirre, rata que abandona el barco, y qué. O Jorge Fernández Díaz, rata, y qué. O Aznar, Acebes, Zaplana, reyes de las ratas, y qué (¡Cuánto les añora ZP!). Gallardón va con alas, y no me fío, no sé a qué atenerme. No sé si va de paloma, o de rata que se camufla de paloma, o de paloma que se viste de gaviota . Lo mismo me pasa con la niña de Rajoy, o con la Cospedal o, en estos últimos tiempos, con el mismísimo Rajoy, que se deja morder por el rey de las ratas sin decir este pico es mío. O con los otros nacionalistas, los del PNV y de CiU, que odian que les llamen conservadores pero votan a favor de colgar la plaquita de las Maravillas. Palomas, que son ratas, que son palomas. Las alas, todo el secreto está en las alas, imprescindibles en este siglo para mentir con garantías.

Vuelvo mañana

domingo, 23 de noviembre de 2008

Kohélet

Hace ya más de siete años, unos tipos de aspecto y mentalidad medievales, que interpretan de manera inquisitorial un texto considerado sagrado, escrito por hombres, destruyeron a misilazos dos esculturas monumentales que representaban a Buda. Las esculturas fueron esculpidas entre los siglos III y V, cuando el budismo era la religión imperante en la zona, en una gran roca ubicada en la región de Barmyan, en el centro de Afganistán. El mundo entero se rasgó las vestiduras y fue una prueba más, quizá la excusa definitiva, para que Occidente invadiese, sin demora, el país. Si hoy mismo me plantase en la sala del Louvre en la que se exhibe La Gioconda y, armado de un lanzallamas, disparase al cuadro unas cuantas ráfagas de fuego a la obra de da Vinci, estoy convencido de que restaurarían en Europa la pena de muerte para ajusticiarme y lavar así tan salvaje afrenta a la cultura occidental. Y más: si se me ocurriese organizar una performance libre en la plaza mayor de Madrid en la que, a la manera de los caganers catalanes, defecase en medio de la plaza y después me limpiase el culo con unas cuantas hojas del irrepetible Quijote de Cervantes, estoy seguro de que de la prisión no me libraba nadie. De hecho, ahora mismo, en España, hay 50 inmigrantes encarcelados (¡encarcelados!) por vender copias de películas y discos en una manta sobre el suelo, películas y discos que, en su mayor parte, son bodrios insoportables.

Le daba vueltas estos días a que nos hemos gastado 20 millones de euros pertenecientes a los fondos para el desarrollo y, antes, a nuestros impuestos, en pintar de colores la cúpula de la sede de la ONU en Ginebra. Se los hemos dado a Miquel Barceló, hacia al que también profeso admiración. Barceló se ha convertido, así, en el Miguel Ángel del nuevo siglo, la ONU en la Capilla Sixtina laica, y el ministro Moratinos y los contribuyentes españoles en los Sixto IV del siglo XXI. Por fin la ONU servirá para algo, aunque su utilidad tenga que ver solo con el goce estético.

Al hilo de este lamento, recuerdo (ventajas de vivir 3 vidas) que el solidario y generoso Pablo Picasso cobró de una República desarmada, en 1937, la nada despreciable suma de 250.000 francos por pintar su Guernica, (un dinerillo que hubiese ido muy bien para comprar unas cuantas balas con las que liquidar a algún generalote de Franco). Subrayo “su”, porque decir Guernica y, a continuación, decir de Picasso es nombrar una marca con sentido completo: “El Guernica de Picasso”, cuando lo que en realidad debería decirse es "El Guernica de España", o mejor, "El Guernica de la República española", que al fin y al cabo es quien lo pagó. Por la misma regla de tres hay que suponer que la cúpula de la ONU, a partir de ahora, ya no será tal porque se bautizará popularmente como la Cúpula de Barceló. Al Vaticano le salió mejor (al Vaticano siempre le sale todo mejor) porque a la celebérrima capilla se la conoce como Sixtina. Y es que un Papa es un Papa, ahora y siempre, por los siglos de los siglos, el enviado de dios a la tierra. Quizá por eso se llevaba a matar con Miguel Ángel, quien se creía otro dios, más o menos inmortal.

A mí me parece que la especie humana anda desorientada sobre cual es , o debería ser, su dimensión real. Fue estupendo que descubriésemos, hace unos cuantos siglos, que dios no podía ser el centro de todo y que nosotros teníamos algo que decir. Pero de repente (de repente son 500 años: un pedo cósmico) nos hemos creí do los dioses y señores de todo porque hemos sido capaces de desarrollar ciertas habilidades plásticas e intelectuales; porque también hemos ido desarrollando, en paralelo y al unísono, nuestra disposición a la alabanza paleta, y porque, hay que decirlo, hay algunos ejemplos inigualables e irrepetibles en los que toda la especie se siente representada. Todo es, en conjunto, una especie de comunión de la vanidad, en la que, como Prometeo, le hemos birlado el puesto a dios y nos hemos sentado en su lugar, y nos lo hemos creído hasta tal punto que somos capaces de llevar a cabo, precisamente, disparates propios de dioses, estupideces que aumentan y multiplican nuestro ego colectivo reflejándonos en un puñado de genios a los que pagamos su habilidad de manera desproporcionada, ya sea con dinero o con la hiperbòlica y desmesurada admiración a través del tiempo. Música, pintura, escultura, cine, poemas, novelas… o cualquier otra actividad humana. Seguimos a los artistas como si fuesen sumos sacerdotes; recordamos a los matestros de la historia como a héroes clásicos, inmortales; entramos en museos como quien entra en el templo y protegemos obras de arte históricas de una manera casi ridícula, para su adoración, en medio de loas casi místicas y a costa de medidas de seguridad que nos cuestan a todos un potosí. Recordemos, si no, el terremoto mediático y la alarma mundial que se generó al rededor de los robos de “El Grito” de Munch o del Beato de Liébana; y la frustración general al saber que el Coloso no fue pintado por Goya. De ahí que un gobierno socialista y obrero - o socialdemócrata, como les gusta llamarse - no se ruborice cuando se gasta la friolera de 20 millones de euros en el encargo de una obra de arte que, por otra parte, pocos de nosotros- los que, en definitiva, la hemos pagado- vamos a poder contemplar en vivo. Este gobierno además, no solo no se ruboriza por ello, sino que se regocija y se reafirma en su decisión y llama analfabetos, insensibles y mamelucos a quienes la critican.

“Vanidad de vanidades, vanidad de vanidades, todo es vanidad” . Esta máxima se escribió por primera vez en otra creación humana, considerada texto sagrado: El Libro del Eclesiastés. La frase la suelta un tal Kohélet, el primer nihilista de la historia avant la letre. Yo ando ahora por esos derroteros nihilistas, harto de que nos demos tanta importancia, porque es el planeta quien nos sufre. Para alguien como yo, un romántico presumido que llegó a sucididarse delante del espejo y que vivió y gozó la época de la definitiva elevación del artista a los altares, no está nada mal. Paso a paso voy avanzando. Este siglo XXI está obrando milagros en mi.

CODA: Una de las dos veces que he ido al Gran Teatro del Liceo de Barcelona, unos jóvenes del conservatorio interpretaban un cuarteto de cuerda de Dvorak. Era una mañana estupenda, primaveral, alegre y, para aquellos muchachos, aquella era la mañana de su vida. Pero allí no se respiraba a fiesta; la atmósfera era, más bien, de examen oral dentro de un casino de provincias. Quien me acompañaba padecía de estornudos alérgicos producidos por el polen suspendido en el aire de la ciudad. Al tercer estornudo, un señor que se sentaba detrás de nosotros me tocó el hombro y me dijo, con un suspiro aristocrático de palabras indignadas, que invitase a mi acompañante a salir de la sala porque molestaba con sus toses. “Váyase a la mierda” le contesté, y entonces decidí aplaudir después de cada pausa, cuando se supone que no toca. Y cada vez que aplaudía, una parte del público me seguía, y éramos unas decenas aplaudiendo cuando no tocaba, y yo miraba hacia atrás y aquel tipo que amaba la cultura, la música y el arte me miraba con odio relamido, casi versallesco, mientras yo aplaudía a rabiar, y hasta silbaba y, de vez en cuando aullaba, entre movimiento y movimiento.

Vuelvo mañana
La versión libre de Monna Lisa que ilustra esta entrada la he encontrado en http://deihadarrak.blogcindario.com/2006/12/00521-pink-da-vinci.html

domingo, 16 de noviembre de 2008

Clase breve de filosofia obrera, y viceversa

A veces resulta tremendamente difícil cumplir con el compromiso que he adquirido conmigo mismo de escribir una entrada por semana en este blog (dichosa palabra). Me va la vida en ello porque está en juego mi existencia. Aunque he sido siempre mediocre con la pluma. Ni poeta, ni dramaturgo ni novelista. Sólo fui capaz de escribir un puñado de artículos de los que se salvan media docena. Así es que hay momentos en los que me apetece clausurar esta tercera vida mía, suicidarme por segunda vez, con armas electrónicas. Ocurre que no salen los temas, que no hay manera de ligar un par de conceptos de forma medianamente digna, y ya no digo atractiva. Y pensaba que quizá, a menudo, todo consiste en agudizar el oído, como un cazador. Que sencillamente se trata de estar al acecho para cazar al vuelo frases lanzadas al viento, inconscientemente, por alguien que, al pronunciarlas, no sabe que acaba de salvarle la vida a un triste romántico. De repente, esa frase se convierte en un cabo del que puedo estirar para desmadejar el ovillo y, así, tirando del hilo, complico un poco más las cosas, las deshago y las organizo de nuevo, tal y como yo las veo.

Como ya tengo mis años, el médico me ha recomendado hacer ejercicio ligero, caminar una horita todos los días, a mi ritmo, sin forzar la hernia. Y para amenizar la marcha, nada mejor que una radio conectada a la oreja. Oigo la voz de una mujer que explica sus viajes alrededor del mundo y su fantástica vida cosmopolita. En mitad de su relato suelta la siguiente frase: “Quien no es testigo de su tiempo es que no existe”. Detuve mi marcha súbitamente. Caminaba entonces por las calles de un polígono industrial y allí me quedé quieto, boquiabierto, con los ojos idos, mirando hacia ninguna parte. Reaccioné al oír el claxon impaciente de un camión que necesitaba maniobrar y al que estaba impidiendo el paso. Al poco retomé, paso a paso, el ritmo del paseo terapéutico. Ahora caminaba con la frasecita bailándome en la cabeza de lado a lado de las paredes del cerebro, mientras la señora cosmopolita continuaba hablando por la radio. Pero yo ya no oía nada porque seguía escuchando una y otra vez “Quien no es testigo de su tiempo es que no existe”.

Una pausa para la publicidad me libró del ensimismamiento y mi atención se centró de nuevo en el relato de lo que en la emisora se decía: uno de los bancos a los que el gobierno de un país europeo ha ayudado con 10.000 millones de euros (prestados por los contribuyentes a un interés del 0%) dice, a través de una preciosa voz, que son lo mejor de lo mejor y que vayas a guardar tus ahorros en su entidad, que te unas a ellos porque va a ser la juerga padre. Después de tan creible mensaje, un coro de voces jóvenes canta y grita de felicidad la sintonía corporativa del banco y me da por caminar más deprisa, al ritmo desenfadadamente joven y alegre del mejor banco del mundo. A los pocos metros, y todavía no sé por qué, me acordé de “La Naranja Mecánica” de Stanley Kubrik.

Finalizada la cuña publicitaria volvió la señora viajera, que se explayaba ahora en sus días y sus noches de New York, en las conexiones con la Gauche Divine barcelonesa y en los viajes tan divertidos que realizaba, en avioneta, a Roma, en compañía de los luchadores antifranquistas de Bocaccio. Aquellos, como todo el mundo recuerda, eran tiempos para la dolce vita. Entre ida y vuelta, la señora soltó esta otra frase: “En realidad, todos somos fruto de nuestro tiempo”. Y esta vez no pude permanecer en pie. Me senté, me deshice de los auriculares y desconecté la radio. Y apoyado contra la persiana sucia de un taller metalúrgico, entre el ruido de herramientas que golpeaban el acero y el olor a viruta de hierro, sentí la profunda sensación de haber dado con una de las clave de la existencia. Y empecé a preguntarme ¿Qué diablos significaba ser testigo? ¿Un testigo es aquel que mira, que está presente, o aquel que ejerce como tal, es decir, que cuenta y participa de lo que ve? ¿Existo por el solo hecho de mirar a nuestro alrededor?. ¿Es una obligación existir? ¿O sencillamente es la consecuencia lógica de nacer?. Naces y existes, y entonces ¿la existencia es algo parecido a un premio, que se gana por dar testimonio? ¿O uno es, sin más, aunque sea mudo y ciego y sordo, y así ya vale.?

Un obrero vestido de azul, manchado su traje por colores indefinibles, casi extraterrestres, levantó de repente la persiana y salió a fumar un cigarrillo. Los ojos de aquel trabajador estaban quemados y ni pestañas ni cejas los protegían, seguramente, a causa de la miles de horas que había pasado en su vida tras la soldadura electrógena. Al verme sentado allí, me ofreció un pitillo, sin demasiado interés, como en un gesto de buena educación o quizá por comprobar si yo era una presencia real. Le dije que no con la cabeza y, como todavía me encontraba en estado de postración reflexiva, el trabajador debió de pensar que buscaba comida o amparo en el polígono. Introdujo la mano en el bolsillo y me alargó un euro y me dijo que me tomase un café en la máquina del taller. Le dije que no se preocupase y, sin mediar una palabra más, a bocajarro, le solté

-¿Usted cree que es fruto de su tiempo?

El obrero, calmosamente, como el pistolero bueno de un western, le dio dos fuertes chupadas al cigarrillo y expiró el humo por la boca y por la nariz. Después, con gesto certero y gran destreza, lanzó la colilla por entre el enrejado de la alcantarilla y, mirándome muy fijamente a los ojos, con sus ojos achicharrados, sin cejas ni pestañas, me respondió.

-No hay más que verme.

Recibí la respuesta como quien recibe un disparo. Fui incapaz de seguir con la conversación. Permanecí callado mientras aquel tipo me miraba algunos segundos, entre extrañado, lastimoso y con desprecio, como quien se mira a alguien que merece indiferencia. Creo que permanecí allí sentado algunas horas hasta que, ya de noche, muerto de frío, decidí volver a casa.
En la soledad del camino, bajo la luna helada, pensaba en la ausencia de testigos del tiempo real.

Vuelvo mañana.
La obra que ilustra esta entrada es del pintor argentino Ricardo Carpani. Está en el diario electrónico "El Popular" http://www.diarioelpopular.com.ar/diario/2007/12/04/index. El diario presenta a este pintor como "comprometido con su tiempo".

lunes, 10 de noviembre de 2008

Chismorreos


Creo que ha llegado el momento de confesar ciertas verdades. Hechos conocidísimos, por otra parte, pero de necesario relato, sobre todo en estos tiempos de chismorreo electrónico en los que a la wikipedia se le da el mismo crédito que a las porteras de los portales que habité.

Conocí a Josefina una tarde otoñal en el café El Parnasillo de Madrid. Corría el año 1826, más o menos. Le acompañaba su papá. Yo, a la sazón, empezaba a frecuentar algunos garitos de la noche madrileña y a hablar con artistas, escritores, intelectuales y políticos con los que podía desahogar mi inquietud poética y social. Podía hacerlo porque ya me ganaba mi sustento. Poco antes había dejado la casa de mis padres. Salí en desbandada de Valladolid, desmoralizado y hundido, después de saber que la mujer a la que amaba era la amante de mi padre.

Así es que, ya emancipado, roto el cordón umbilical, sin oficio conocido ni sueldo que llevarme a la boca, solicité el ingreso en el cuerpo de Inspección de Voluntarios Realistas. Todavía hay quien me lo echa en cara. Aquel era un antro de la peor ralea, nunca mejor dicho. En él, tras una mesa y enfundados mis brazos por sendos manguitos de charol, atendía, los lunes los miércoles y los sábados, de nueve a dos, a los asociados, miembros del cuerpo de vanguardia de los absolutistas más reaccionarios,redomados y radicales. Yo, todo un liberal romántico en ciernes. Pero había que comer, esa era la prioridad.

Josefina era una niña mona cuya principal gracia y cualidad a primera vista estribaba en un inusitado movimiento de caderas. Al caminar, balanceaba primorosamente, de un lado a otro, como no lo sabía hacer ninguna otra mujer, el aro del miriñaque. Josefina Wetoret y Velasco - Pepita - era, además, la mujer que mejor escondía los ojos tras las plumas de la pamela en los paseos de la Villa y Corte de Madrid. Pepita hacía gala de todo tipo de habilidades: en el palco del teatro, manejaba el abanico como nadie, y en la mesa del café ofrecía, generosamente, y a quien estuviese dispuesto a admirarlo, un escote blanco y voluptuoso, señalado en su teta izquierda por un precioso y estratégico lunar carmesí. Pepita era una joya; el mejor consuelo para un joven decepcionado por el amor, atravesado por Cupido, herido de muerte en el alma, que necesitaba, más que nunca y más que nadie, del cariño y del savoir faire de la hembra más deseada, en aquella década ominosa de infausto recuerdo que asoló España.

Durante semanas siempre encontré un hueco para presentar mis respetos a Pepita. En cuanto la veía asomar por la puerta, dejaba la política, la mesa, el chinchón y el cigarro, y corría a buscar una mesa en donde sentarnos a parte, en algún rincón tranquilo, al abrigo de miradas y chafarderos. Si no era en El Parnasillo, era en las cafeterías de los teatros madrileños, siempre en compañía de su padre. Porque, sinceramente, Pepita era una moza que volvía loco al más pintado y yo fui el afortunado que se ganó la confianza del progenitor, quien, nada más soltarla del brazo, corría a jugar su partida dejándonos a solas.
Aquella niña de su papá me sorbió por completo el sentido, y cuando digo el sentido sé lo que digo. Por ejemplo, su perfume. No sé dónde lo conseguía, quién se lo vendía, ni el nombre del maestro que lo destilaba. El caso es que durante decenas de noches, al dejarla de nuevo con su padre, el señor Wetoret, y ya en la miseria gris de mi habitación, me veía obligado a someterme a mi mismo, sin freno ni descanso, al peor de los pecados en la soledad de mi mano habilidosa, porque cometía la imprudencia, cada noche, de oler de nuevo su aroma en un pañuelo rosado que dejó una tarde, presuntamente olvidado, sobre el asiento que en una de nuestras citas ocupó. Era entonces cuando, dentro de mi imaginación libidinosa, se agolpaban a una vez, en torrente tortuoso, el escote y su lunar, los ojos pintados de negro, al estilo de París; la suavidad de la piel de los brazos que, fugazmente, a veces, me dejaba acariciar; los labios carnosos, rojos, pronunciados, de dibujo perfecto, incapaces de pronunciar una frase medianamente inteligente, por entre los cuales se deslizaban los quejidos más eróticos y sugerentes que ninguna dama fuese capaz de emitir. Ya fuese para pedir otra copa, ya fuese para quejarse del calor, para alabar la frondosidad de mis patillas, o ya fuese para anunciar que ya era hora de irse a casa, Pepita Wetoret siempre gemía y gemía como nadie gemía en España, y esa promesa de suspiro carnal me la llevaba puesta en la memoria, y la rememoraba a solas en las largas, frías y húmedas noches anteriores a nuestra boda.

Porque la boda llegó. Ya han pasado la friolera de 179 años. 3 vidas enteras. (El año próximo debería celebrar las bodas de algo). Si he de ser sincero, y por qué no iba a serlo, maldita sea la hora en que se celebró aquella boda. Más allá de tres buenos revolcones – estoy convencido de que no había en toda la capital del reino, bajo las sábanas, una mujer más sabia - en los que despaché el deseo de un año de promesas perfumadas, y más allá de los tres hijos que me dio, y que crecieron huérfanos de padre, nada de todo aquello valió la pena. Yo no era hombre para Pepita Wetoret. Yo era un hombre para el mundo, un hombre enfrentado al destino. Un hombre que quería dejar huella. ¡Y una gran mierda!. Fui, al final y en definitva, un hombre patético que terminó patéticamente sus patéticos días, contemplándose ante el espejo en el único acto que me haría realmente inmortal, un estúpido y estéril disparo en la sien!. Segundos antes, Dolores, mi Dolores, me tiró a la cara todas sus cartas y cerró el portazo que propició mi estúpida venganza. No lo recuerdo bien, pero creo que al oír el disparo no volvió. Oiría también el estruendo de mi cuerpo al caer, pero no volvió. Dolores no volvió a entrar, no subió las escaleras, no vio las cartas que me devolvió, esparcidas por el suelo, ni el reguero de mi sangre serpenteando entre ellas. Si alguno de los chismosos que corrían en aquellos días, por Vergara y aledaños , o alguna portera de la Calle Santa Clara, o alguna puta del Campo del Moro ha vuelto a la vida (no tengo por qué ser el único) y sabe algo, por favor, que me informe. Ya no sé dónde buscar y necesito saber.

Vuelvo Mañana

lunes, 3 de noviembre de 2008

Flor de invierno


En el reino de España se agotan las reservas de papel, de tinta y de ancho de banda con informaciones, opiniones, chistes y ocurrencias al respecto de las obviedades regias que la reina del reino ha explicado a una periodista del Opus. ¿Qué pensaban?¿Que era una roja inédita pero contenida por el cargo?¿Que alguno de sus nietos juega con la tricotosa de la señorita Pepis y sus nietas con balones? ¿O acaso creyeron que alguna de las infantas es proabortista?...

En Somalia, desde hace una semana, descansa en paz, por fin, el cuerpo sin vida de Aisha Ibrahim Duhulow. Aisha, era una niña de 13 años que encontró el infierno en la tierra. 50 salvajes lapidaron, apedrearon su cabeza hasta la muerte. Para ello, Aisha fue previamente enterrada hasta el cuello. El delito de la niña Aisha fue haber sido violada por 3 energúmenos. La niña Aisha decidió denunciar la violación y acabó siendo sentenciada por adúltera. Pienso en los ojos de la niña Aisha en el momento de ser violada, una vez, más otra vez, más otra vez. Pienso en la niña Aisha , en la expresión de la mirada momentos antes del asesinato; me escalofría ver con sus ojos a los tres energúmenos que la violaron y que, seguro, estuvieron en primera línea, lanzando proyectiles con más fuerza, y más cerca que ninguno de los otros 47 asesinos . Más de 1.000 personas contemplaron el espectáculo y vieron como machacaron la cabeza de la niña Aisha y como quedaba sepultada por las piedras, como una flor de invierno. El infierno en la tierra.

Asha se levantaba cada mañana al amanecer con el sol rojo emergiendo del horizonte mísero, como anuncio de una nueva jornada de supervivencia. Sin llevarse nada a la boca recorría diariamente 30 kilómetros para abastecer de agua a los suyos. Si volvía sola caminaba más deprisa, por el miedo a ser asaltada por cualquier hombre del poblado. Era algo habitual. Casi formaba parte de su existencia. Lo vivió su madre, lo vivirá ella y lo vivirán las hijas de sus hermanas. Por eso siempre busca la compañía de otras mujeres. Aquel día volvía sola. Al correr había perdido casi la totalidad del agua que era capaz de transportar sobre la cabeza. Eran tres hombres, sucios, delgados, casi viejos. Primero le pidieron agua. Aisha les dio de beber. Después le pidieron que dejase el cántaro a un lado. Aisha obedeció. Uno de ellos la cogió por el cuello y la tumbó en el suelo terroso. Otro le separó las piernas. Mientras, el tercero se levantaba la túnica y, después de masturbarse unos minutos, la penetró con fuerza hasta eyacular. Pero quiso más, era el más viejo y tenía derechos. También la penetró por el ano. Aisha gritó y el hombre que la tenía cogida por el cuello le propinó un fuerte puñetazo en las costillas. Aisha volvió a gritar y los tres hombres la insultaron a gritos, muy cerca de la oreja, casi aplastando contra su cara las barbas negras, sudadas. Al poco, los tres hombres, sucios, malolientes, casi viejos, intercambiaron la posición. El que la cogió del cuello le sujetó las piernas y el que le sujetó las piernas se masturbó y, de la misma manera que el otro, la penetró hasta eyacular. La niña Aisha ya no gritaba, la niña Aisha quedó tendida sobre la tierra amarga. El hombre que faltaba por penetrarla lo hizo, eyaculó y después, con calma, restregó su pene flácido, todavía húmedo, en la cara inerte de la niña Aisha. El último hombre se colocó bien la túnica y, acto seguido, cada uno de los tres hombres bebió un buen trago de agua del cántaro de la niña Aisha, hasta dejarlo seco. Se enjuagaron las bocas con la bocamanga de la túnica y se dirigieron al poblado charlando amigablemente. Cuando la niña Aisha llegó al poblado, exhausta, herida, sin agua y sin cántaro, su marido le propinó una paliza. La niña Aisha pensó que aquella vida no era justa y que aquellos tres hombres tenían que ser castigados, así es que se fue al consejo de ancianos a denunciar lo que le había pasado. El consejo de ancianos la escuchó y le dijo que se fuese tranquila, que se haría justicia. Uno de los integrantes del consejo de ancianos era gran amigo de uno de los violadores. Éste le mandó llamar y entre los dos acordaron, a su vez, mandar llamar al marido de Aisha. El marido de Aisha escuchó de boca del anciano lo sucedido; el amigo añadió los detalles y entre risas, comentarios jocosos y alguna blasfemia, decidieron acusar a Aisha de adulterio. La pena: muerte por lapidación, como manda la tradición.

Un día antes de la ejecución, dos jóvenes del pueblo habían excavado un hoyo tan profundo como midiese la niña, desde los pies hasta el cuello. A estos jóvenes también les fue encargado al aprovisionamiento de más de un centenar de piedras de las más pesadas y afiladas, pero no tanto como para no poder manejarlas con una sola mano. El consejo de ancianos pagó al pregonero con varias raciones de mijo para que anunciase por toda la región de Kismayu la lapidación de una adúltera. Igualmente, se establecieron las prioridades y los privilegios para formar parte del pelotón de ejecución: Serían 50 hombres, entre los que se encontraban los tres violadores y toda la parentela del esposo agraviado. Aquella mañana Aisha vio el último amanecer. La ataron las manos a la espalda y la ataviaron con una sábana blanca hasta la cabeza, a modo de sudario. Después la introdujeron dentro del hoyo. Las más de 1.000 personas que allí se habían congregado se disputaban el mejor sitio. El primer golpe de piedra le abrió la ceja en dos partes. El segundo golpe de piedra le aplastó la nariz y le produjo a la niña Aisha un dolor infinito. La tercera pedrada se la propinó su propio marido, que le hizo saltar cinco piezas dentales. A continuación se lanzaron piedras a discreción, con gran alborozo de los que allí se encontraban. La cabeza de la niña Aisha quedó sepultada. El alguacil fue el encargado de retirar algunas piedras y de cerciorarse de que realmente Aisha había muerto. Al hacerlo se irguió y gritó: ¡Se ha hecho justicia! Y la multitud se disolvió. Nadie sabe donde está enterrada la niña Aisha. Fue una vergüenza para la familia. Bajo las piedras, en la desolación de una tierra agrietada, en algún lugar mísero de África, a expensas de la hiena, yace sepultada una flor de invierno.

Así podría haber sido. Ahora mismo estoy escuchando en la radio progre del país la siguiente frase: “La reina es una persona a la que, las personas que tiene cerca, tienen que proteger. La reina lo está pasando mal. La reina está desolada. La reina no puede continuar así porque caerá enferma. ”

Aisha y Sofia son dos nombres de mujer que se escriben con cinco letras. Aisha y Sofia nombran dos vidas vividas, dos realidades, dos presencias en la tierra. Estos dos nombres han generado dos noticias basadas en dos hechos: un asesinato salvaje que atañe a toda la especie humana y cuatro opiniones regias que no sorprenden a nadie. De las dos mujeres, una ha sido violada y después lapidada. A tenor de lo oido, visto y leido en los medios de comunicación españoles, Sofia es la lapidada. Digan que es demagogia.

Vuelvo mañana

lunes, 27 de octubre de 2008

Estoy de moda


Estoy de moda. Lo veo venir. En unos pocos días una multitud de internautas bloqueará la red intentando entrar en este blog en busca de este viejo inmortal romántico, borracho, adúltero y amoral para que ilumine sus vidas con la mirada decimonónica de perdedor suicida. La modernidad de todo un siglo XXI, flamante, nuevecito, casi por estrenar, está basada en las viejas ideas, en las vidas viejas. Ahora resulta que, en estos tiempos de crisis, huérfanos de alternativas, desde que Karl Marx publicó El Capital, vende más libros en Alemania que en toda sus vidas, la física y la intelectual. A ver si los editores de aquí se enteran, se animan un poco y sacan, aunque sea, un comic. Para más inri, los rusos rehabilitan a los zares, los popes cenan con Putin y Rasputin no tardará mucho en hacer como yo, resucitar. Así que estamos de enhorabuena porque esto quiere decir que la señora Putin tendrá quien le caliente cama y, lo más importante, que Dostoviesky, Turgueniev, Gogol, Chejov, Pushkin, Tolstoi y Gorki volverán a escribir.

A Esperanza Aguirre, la antorcha de la política y de la cultura occidental, se la ha ocurrido también viajar en el tiempo hasta el 2 de Mayo de mi siglo, y se ha gastado, en compañía de mi admirado Garci (Me gusta, qué le vamos a hacer. Cada cual que lleve su cruz como pueda) se ha gastado, decía, 2.500 millones de las antiguas en promover, con dos cojones, cual vulgar nacionalista, el ”Vivan las caenas” y el mito de la resistencia popular contra los ideales de la razón. ¡Que se pudran los heterodoxos, y viva España, coño, empapada en sangre, ardiendo en hogueras, independiente e inquisitorial! Esperanza es, en realidad, una liberal de las de antes, una progre incomprendida. Ella cree en los autodidactas, por eso está desmontando, puerta a puerta, pupitre a pupitre, la educación en Madrid, para que el pueblo se eduque a su bola, a su royo, ¡sin ataduras hombre! En eso también vuelve a lo de antes, a mis tiempos: quien quiera cole que se vaya a los curas.

Tampoco ahora nos fiamos de los bancos y guardamos los ahorrillos en un calcetín, o debajo de la baldosa. Y quien más quien menos se ha montado un rinconcito en las Caimán con el que ir tirando por si el apretón próximo viene más claro, menos duro, más agüilla. De esto ya hablé hace una semanas aquí
http://elpobrecitohabladordelsigloxxi.blogspot.com/2008/06/papeles-del-banco.html

Más cosas viejas que sirven: Fraga. Es bueno que hable, para poner las cosas en su sitio. Para poder discriminar entre unos y otros. Fraga es una fosa abierta colosal. Fraga es el último vestigio del franquismo clásico. Fraga es más efectivo que 100 autos del juez Garzón. Fraga es pura memoria histórica.

Otras cosas viejas: los reyes y sus hijos, y los hijos de sus hijos.

Antigüedades recauchutadas: Carmen Sevilla, Sara Montiel, la Duquesa de Alba (¡Si Goya levantase la cabeza!), y Santiago Carrillo, que ahora es Don.

Y Keynes, que nació pocos años después de mi muerte. Un ejército de sesudos economistas anda estos días tras sus ideas para que les saque las castañas del fuego. O Malthus, que es más de mi época. Su muerte está muy cerquita de la mía, y ahí seguimos, cabezones, empeñados en darle la razón, creciendo geométricamente mientras que el sustento crece aritméticamente, hasta que lleguemos a la catástrofe malthusiana, exactamente lo mismo que andan teorizando los estudiosos de la sostenibilidad.

O yo mismo, inventor avant la letre del blog wifi, hace ya 150 años. Aquí sigo, hablando y hablando, haciendo perder el tiempo al respetable, con la que está cayendo. Tengo que decirlo: me siento un poco timado. Resucitar para encontrar lo mismo de siempre, pero con luz eléctrica.

Todo habrá valido la pena si, finalmente, veo de nuevo a Dolores

Vuelvo mañana

El retrato de Marx está sacado de la página web http://www.chilepress.com/blog/2008/10/13/

domingo, 19 de octubre de 2008

El campo de Belchite (y 4). El estanquero que dejó de fumar


“La memoria es dolor y el olvido es placebo . La memoria está en el debe. El olvido es rentable. La memoria es futuro , el olvido: miedo. La memoria es valiente. El olvido es… el olvido”

Así pensaba al caminar por las primeras calles de Belchite nuevo. Arcos en portales blancos de casitas blancas unifamiliares alineadas en cuadrículas rodeando la iglesia del pueblo y la plaza mayor. Viviendas muy al estilo de las colonias mineras de principios de siglo XX, pero con un aspecto más confortable y habitable. Vi banderitas españolas colgadas de las farolas. Algunas calles estaban cerradas con portalones de hierro con los que se cierra el paso a los toros del encierro. Todavía olía a boñiga y a pólvora de traca. Habían sido fiestas mayores, en pasado, porque al caminar solo oía el “eco de mis pasos huecos en la soledad”, como diría Espronceda. Nadie, hasta llegar a la Plaza Mayor. Allí, por fin, algo de humanidad: cinco bares acogían decenas de parroquianos que empezaban a calentar motores y combatían los restos de la resaca de la noche anterior con las primeras cervezas de la tarde. Efectivamente, ¡Belchite estaba de fiesta! Lo cual me alegró, sobre todo después de mi visita al pueblo viejo. Fue algo así como creer, por un momento, que el presente de este pueblo vive por fin la paz, la tranquilidad, la alegría y las ganas de festejar.

Decidí, yo también, tomar una cerveza, así es que me senté en la barra del bar que me pareció más animado. No sé si fue por mi sombrero, o por el abrigo, o por el bolso colgado, en fin, por mi aspecto, que a mi lado se sentó un joven solitario, completamente borracho quien, después de mirarme de arriba abajo, me preguntó. ¿Y tú de dónde vienes? No le hice caso con la esperanza de que desistiese en su intención por darme conversación. Le pedí al camarero una caña bien echada, con dos dedos de espuma. El joven beodo insistió ¿Que de dónde vienes? Después de mojarme el bigote con la espuma fresca de la cerveza le contesté por fin: De lejos, de muy lejos. ¿Y a qué? Volvió a preguntar el muchacho, mirando bizco, muy fijamente mi sombrero. He venido a recordar, a ver el pueblo viejo. El chico escuchó atento mi respuesta, encendió con grandes dificultades un cigarrillo y, después de echarme a la cara el humo y el aliento insoportable, me espetó: Están vivos, todos vivos, por la calle, andando por la calle, hasta en casa de la Domi. Mi incomodidad se tornó en enfado. Después de las horas que había vivido, solamente me faltaba, para rematar la faena, un borracho imbécil. Le pedí al camarero que me cobrase y cuando me dio el cambio (los camareros están siempre con la antena puesta) me dijo: Aquí tiene el señor; su amigo se refiere al libro. Yo no tengo aquí ningún amigo, respondí muy digno y, lo reconozco, un tanto borde. Perdone, el muchacho intentaba decirle que han publicado un libro sobre Belchite viejo en donde aparecen las gentes del pueblo de antes de la guerra, caminando por las ruinas de ahora; es un montaje muy bueno que han hecho unos historiadores de Zaragoza; por eso dice que están vivos. Me sentí culpable por haber despreciado a aquel joven por el solo hecho de estar borracho. Yo, uno de los más conocidos borrachos del país, que ha ahogado siempre sus contradicciones y su miseria moral en alcohol, no era el más indicado para juzgar a aquel muchacho. Saqué el monedero, puse un billete de cinco euros sobre la barra y le invité a lo que quisiera. Me echó el brazo al hombro y me dio las gracias con gran alborozo. ¡Coñá!, pidió casi cantando, y de un trago se bebió la copa. Mientras mi nueva amistad miraba la copa vacía buscando en su interior el momento del big bang, le pregunté por el lugar donde podría comprar aquel libro. ¡Tabaco! Dijo. Pero si ya estás fumando. ¡Tabaco, coño! ,gritó, mirando al suelo y levantando la mano. El estanco, se refiere al estanco; allí es donde puede usted comprar el libro, terció de nuevo el camarero quien, muy amablemente, me dio señas sobre donde se encontraba. Después de ser abrazado y zarandeado tres veces por mi amigo, salí del bar. El estanco estaba a pocos metros, así es que, antes de entrar, quise conocer un poco mejor el pueblo.

Caminé unos minutos hasta dar con el Ayuntamiento y, justo enfrente, en pleno centro de la Villa, vi, como en una pesadilla, como si el borracho fuese yo en el clímax de un delirium tremens, el yugo y las flechas falangistas en hierro colado, de unos 3 metros de largo por 1,5 de ancho, rampantes, descarados, hirientes, colgados de una de las fachadas principales del pueblo. Creo que estuve parado, totalmente quieto, ante aquel enorme símbolo, un par de minutos. Alrededor de mí cantaban canciones obscenas los mozos de las peñas. Un tiovivo daba la lata. El charlatán de la tómbola regalaba a una señora un despertador matamosquitos y lo proclamaba a los cuatro vientos. Unos niños corrían carreras de sacos. Me dispuse, en medio de aquel barullo, a fotografiar aquella afrenta a la memoria y a la dignidad. Pero me di cuenta en seguida de que no todo era algarabía y fiesta porque, justo a mi izquierda, unos tipos fumaban tranquilos, sentados sobre un poyete, sin decir ni pío y sin otra cosa que hacer que observar al forastero del sombrero: me vigilaban. Tuve miedo, guardé la cámara y volví tras mis pasos en busca del libro, para poder desaparecer cuanto antes de aquellas tierras.

Al entrar en el estanco no vi a nadie. Esperé unos segundos y me pareció escuchar un leve siseo. Provenía de un mostrador desconchado que se encontraba a la derecha del que había frente a la puerta de entrada. Detrás del mostrador, parapetadas, las cabezas amoñadas de dos viejas muy viejas cotilleaban, seguramente, sobre el pasado y sobre sus muertos. Al poco, fumado un caliqueño retorcido y maloliente, apareció el estanquero. Sería el hijo de una de aquellas viejas. Un tipo calvo, sesentón, con bigote de morsa empajado de nicotina en la raíz, bajito y muy delgado. Llamaba la atención la falta de cejas sobre los ojillos de hurón. Fumaba insistentemente, con ansia pausada, estudiada, experimentada. No tardó ni un segundo en mirarme fijamente por encima de las gafitas que se sostenían milagrosamente en la punta de la nariz y en preguntarme qué deseaba, sin dejar de chupar el puro, sin hablar, sólo moviendo la cabeza hacia arriba, como quien saluda por compromiso a un viejo enemigo. Le pregunté por el libro y, antes de pedirle si podía echarle un vistazo, introdujo la mano bajo el mostrador. Sin mediar palabra golpeó con el libro la madera carcomida del mostrador. A continuación, con otro gesto de su cabeza y mordiendo el caliqueño me invitó a hojearlo. Así lo hice. Solamente tuve que pasar algunas páginas para darme cuenta de que valía la pena comprarlo. Le pregunté el precio. La vocecilla aguda y rasposa del tipo me contestó: 15. Después mordió intensamente el puro retorcido, como si se lo fuesen a quitar de la boca. Me lo llevo, le dije. Pagué con un billete de 20 euros y cuando me dio los 5 del cambio me atreví a decirle: Menos mal que alguien ha tenido el valor de hacer algo; tiene muy buena pinta este libro. El estanquero, que en ningún momento dejó de mirarme, sin decir ni pío, escupió el humo de la última calada y estrujó sobre un cenicero el medio puro retorcido que todavía le quedaba por fumar. Parecía que le hubiese mentado a la bicha. Entonces caí en la cuenta de que aquel tipo tan desagradable debería ser el heredero del afortunado al que le concedieron el estanco, allá por los años 40. Cogí el libro y, al salir, noté los ojillos de hurón sobre mis espaldas, como bayonetas de máuser.

Enfilé, triste, camino hacia Zaragoza. Mi viaje por las tierras ásperas del Campo de Belchite me había tocado en el alma. Necesitaba esparcirme. La noche en que llegué a Zaragoza se representaba “Hamlet “en el teatro de la ciudad. Compré una entrada. Siempre he visto al príncipe Hamlet como el primer romántico de la Historia. Cuando el joven Hamlet escucha desde ultratumba la voz grave del espectro de su padre asesinado, siempre me da por pensar en la justicia que reclaman los muertos olvidados. El destino nunca nos falla. El destino siempre provee. Como en el drama de Shakespeare, siempre habrá un Horacio que explique al mundo lo que ocurrió.


Vuelvo mañana.
La foto no es mía, pero es real. Yo he visto exactamente la misma imagen, en persona, el pasado septiembre del año 2008. Corresponde exactamente al mismo edificio que vi y que no me atreví a fotografiar.

jueves, 9 de octubre de 2008

El Campo de Belchite (3) Pueblo viejo de Belchite

Casi le pedí permiso al cielo para salir a visitar el pueblo viejo de Belchite. Estaba oscuro como boca de lobo y los relámpagos caían, como disparos, uno tras otro, a discreción. La tormenta era inminente. Sin embargo, fui capaz de pensar en que Goya creó su Coloso, el Golem hispánico, porque conocía el poder de la guerra y la crueldad de la tormenta en estas tierras.

Finalmente me decidí y salí, como un francotirador camuflado. Nadie dijo nunca que el diablo habita en el cielo. Si no es así, habita en el pueblo viejo de Belchite, donde marea el olor a azufre quemado y a pólvora retestinada. Todo, en ese rincón muerto del mundo, huele a madera podrida y excremento de perro; a ropa ajada y trapo sucio; a sangre cocida y viento de tormenta, a tierra embarrada antes de que le toque, ni si quiera, una gota de agua.

Muchas de las calles del viejo Belchite, no hace más de 40 años, todavía escuchaban la charla de sus gentes. De algunas chimeneas fluía el humo y los arcos recordaban al forastero la condición de Villa. Hay fotografías, datadas en 1962, que dan testimonio de que las casas integradas en el llamado Arco de de la Villa, la del padre de los Juanicos, la de Teodoro el Serranico, la de los Marines, la de Mariano Castillón y la de Trinchán, todavía estaban habitadas. Gracias al estupendo trabajo realizado por Jaime Cinca, Guillermo Allanegui y Ángel Archilla, publicado en el libro “El Viejo Belchite, la agonía de un pueblo” podemos ver hoy un ilustrativo conjunto de fotografías que demuestran que, en realidad, a Belchite le hirió la guerra y fue rematado por la rapiña, la dejadez y la voluntad aparcada de las autoridades de uno y otro bando.

Según los tres autores del libro, al finalizar la Guerra Civil, la mitad de los edificios del viejo Belchite quedó dañada y el 30% completamente destruidos. Aún así, después de 1939, los edificios que quedaron en pie continuaron acogiendo a algunos belchitanos. Durante mucho tiempo lo que se destruyó, en buena parte, se rehabilitó para acomodar mejor a los paisanos que poco a poco volvían a dar vida al pueblo. Hasta 1954, año en que Franco, el tirano, inauguró el nuevo Belchite, construido por Dragados y Construcciones con las vidas de más de 1200 prisioneros políticos. Durante 10 años más, hasta 1964, vivieron algunos belchitanos en el pueblo viejo. A partir de entonces nadie se hizo cargo de su conservación y quedó huérfano, a merced de chatarreros y gentes que se ganaban unos duros con la venta de tubos, verjas, pasamanería, cables eléctricos y todo lo que tuviese algún valor. Ni siquiera se apuntalaron los edificios. Ni entonces, ni hace 30 años ni ahora.

En democracia nadie ha movido un dedo. Algunos políticos han intentado un par de veces la declaración de patrimonio de la Humanidad (parace ser que sin la eficaz testarudez maña con la que se ha conseguido la Expo). Se han redactado ambiciosos y prometedores proyectos en papel mojado y se ha llevado a cabo alguna restauración puntual, como la que ahora se está dando en el arco de la Villa. Nada. Así es que Belchite viejo es ahora una escombrera, el hábitat de fantasmas indigentes que se mueven a sus anchas entre montoncitos de cascotes acumulados en las calles, producidos en el derrumbe paulatino y mortecino, sordo, de las paredes de las casas. Ni un triste letrero, ni un triste plano, ni una propuesta, ni una explicación, ni una placa con tres palabras que llame la atención de centenares de visitantes que cada año se acercan a la Iglesia de San Agustín y, al poco, salen corriendo en estampida, tristes, avergonzados. Porque para pasear por el viejo Belchite hace falta valor.

Llegué por la parte norte, dejando a un lado el Arco de la Villa y con el corazón en la garganta. Había ansiado durante mucho tiempo aquel momento. Había idealizado aquel lugar. Lo coloqué en el alma hace años, como un monumento a la memoria, a la dignidad de todos los hombres y de todas las mujeres que hacemos la historia muriendo. Y matando.

Pero ocurrió que al entrar, imprudente, en el espacio que perteneció a la Iglesia de San Agustín; ocurrió que al seguir camino por la Calle de Sagasta y cruzar la Calle Mayor , y divisar desde allí, de pié, sobre un montón de ladrillo, yeso y piedra, la Torre del Reloj y la famosa torre de San Martín de Tours; ocurrió que, al detenerme durante un par de minutos en aquella cima del desperdicio, lo que sentí fue una larga y desagradable arcada y un miedo intenso. Ante mí se presentaba un panorama desolador, el paisaje del exterminio. La bóveda de la Iglesia: el esqueleto pelado de una ballena varada; las vigas caídas en las calles: huesos secos, huecos, restos de un festín pantagruélico. El alacrán resbalando entre las tejas caídas; la pintada anarquista en color azul y la frase insolente, como el vómito de un borracho; el pasquín fascista, amarillo, de orín antiguo; el ladrillo rojo partido; hierbajos a los lados del camino; la culebra serpentea entre los hierbajos; la rata huye de la culebra; montañas y más montañas de cascotes al pie del recuerdo de las fachadas; el graznar del cuervo negro y el vuelo del buitre en la tormenta. Ni un alma. Mis pasos, miedo, rabia; olvidar cómo se hace una lágrima.

Ni los pueblos hundidos en pantanos, al emerger gracias a las sequías, presentan un aspecto tan lamentable. No. Aquel no era lugar para homenajes, ni para la emoción, ni para el recuerdo. Aquel era un lugar para el apareamiento de perros, para la heroína en vena, para el refugio criminal. Aquel era un lugar del que se huye. En tiempos de paz. ¡Pueblo viejo de Belchite!.

Vuelvo mañana

miércoles, 1 de octubre de 2008

El Campo de Belchite (2) Lécera lacerante


La carretera, infinita y recta como una cicatriz de sable, parte en dos las tierras del Campo de Belchite. Al circular por ella uno se siente como Moisés cruzando el mar Rojo, aunque en el mediodía cegador del Campo de Belchite ningún profeta hubiese hecho carrera, porque este no es país para milagros. Y sin embargo, uno sentía la tentación de parar el coche en la cuneta y seguir el camino a pie, como si entre el viento y el sol del mediodía surgiese una llamada misteriosa, anónima, quizá colectiva, que reclamase una presencia humana en la inmensidad del paisaje vacío de vida y a rebosar de recuerdos, repleto de memoria en barbecho.

Mi primer destino era Lécera. Antes de llegar a esta pequeña población de la comarca, se cruza el término municipal de Belchite y ya se puede contemplar, a orillas de la carretera, el seminario menor totalmente derrumbado y la conocida torre de la Iglesia de San Martin de Tours, una de las ruinas más fotografiadas de nuestra historia bélica. Aun así, no bajé del coche y continué unos 10 kilómetros más, hasta Lécera, en donde me alojaría en un pequeño hotel rural, muy acogedor, especialmente pensado para ornitólogos y amantes de los pájaros. Y es que aquella es una zona en la que abundan especies que en ningún otro lugar se pueden ver. Se me ocurrió que algunas civilizaciones creen en las almas transmigradas en aves, y que éstas vuelan eternamente dejando a su paso el canto de su pasado.

Después de alojarme decidí que estaría bien pasear tranquilamente por las calles de Lécera y entrar en algún bar para preguntar, hablar, conocer algún paisano con el que aprender un poco de la historia de estas tierras. A día de hoy, todavía no sé si en verdad Lécera es un pueblo vivo; quiero decir que no sé si Lécera está realmente habitada por sus gentes, por las travesuras de sus niños, por el bastón pausado de sus viejos, o por la tertulia amena de sus bares, porque, aunque sus calles y sus casas estén cuidadas y en nada parezca un pueblo mísero o abandonado, al pasearlas, el silencio y la quietud, algo, vigilaba mis pasos sin que yo fuese capaz de adivinar quién era ni dónde se escondía quien me acechaba. Todo eran portales cerrados a cal y canto, protegidos con esteras de tela recia y pesada que apenas podía mover el viento. Me parecía estar en tierra ajena. Me dio la sensación de que estaba haciendo algo no permitido dentro de una propiedad privada; parecía como si hubiese violentado la privacidad del dueño de aquellas calles o de que hubiese franqueado sin darme cuenta un letrero de prohibido el paso. Así es que mis pasos se sucedieron uno tras otro con sigilo, o con miedo, por entre las calles de Lécera, en busca del centro del pueblo, hasta que llegué a la plaza de la Iglesia, en donde me senté en un banco al cobijo de la sombra de la alargada torre barroca y mudéjar. Allí sentado se acentuó, todavía más, la sensación de miedo y de incomodidad que me acompañaba durante el paseo: me levanté y me dispuse a volver al hostal.
En el paseo de vuelta al hostal creí que lo que había hecho era viajar en el tiempo. Llegué a sospechar que alguien que sabía de mi viaje me estaba gastando una broma y que una serie de cámaras ocultas gravaban mis reacciones, porque al salir de plaza y coger la primera de las calles, me encontré de sopetón con la placa que la nombraba. “Calle del General Franco”. A su lado, una virgen iluminada por sendos cirios aparecía cobijada dentro de una hornacina excavada en la pared a manera de cueva, como escoltando al tirano, quien, como de todos es sabido, gustó rodearse de vírgenes. Justo al lado de la hornacina, en el ángulo superior izquierdo, dos altavoces colgaban de la misma pared que contenía, en un par de metros cuadrados, la metáfora de una infamia que este país sufrió durante décadas: el dictador, el ejército, la iglesia y la propaganda. Fotografié la estampa una vez, y otra, y otra y hubo un momento, cuando quise hacer la enésima foto, que me asusté. En el silencio tremendo de aquellas calles imaginé que el señor alcalde de Lécera, Don José Chavarría Poy (Del Partido Aragonés PAR, con quien gobierna el PSOE en Aragón), me estaba vigilando, taimado, entreabriendo levemente la estera del portal de su casa, y que había advertido a su guardia personal de que un forastero con sombrero y aspecto sospechoso, fotografiaba- vete a saber tu con qué intenciones-la placa con el nombre de su excelencia. Miré hacia un lado y hacia otro y seguí mi camino temeroso, con rabia, cabizbajo. Y al cruzar de calle y cambiar de dirección vi otra placa con el nombre de Calle de José Antonio Primo de Rivera, y después otra con el nombre de Avenida del Ejército, y otra más con el nombre de Calle de Calvo Sotelo…

Lécera lacerante. ¿No hay entre tus vecinos alguien que levante la voz en pos de la dignidad de la memoria? Lécera lacerante. ¿Tanto fue el miedo, el horror y el sufrimiento que tuviste que pasar, que prefieres mirar hacia otro lado cuando paseas cada día, cuando convives en las noches de frío cierzo, con nombres que evocan perfidia, ignominia, asesinato y traición? Lécera lacerante. ¿En cuántos pueblos de España se homenajea con calles y monumentos a personajes de esta calaña? Lécera lacerante ¿Somos incapaces de eliminar, para siempre, de la calles de nuestros pueblos estos nombres? Lécera lacerante ¿Realmente somos tan cobardes? ¿Qué pasaría si volviesen con sus sables? ¿Podremos defender nuestras libertades si somos incapaces de descolgar una absurda e insultante placa? ¡Lécera lacerante!.

Al llegar al hostal me tumbé en la cama. El vino recio de esta tierra insana me ayudó a dormir. Poco más tarde, ya despierto, y en medio de una terrible migraña y del tronar de la primera tormenta de otoño, empecé a cuestionarme seriamente si sería buena idea continuar el viaje y pasear al día siguiente por Belchite.

Vuelvo mañana

miércoles, 24 de septiembre de 2008

La nevera oscura


Hacía meses que la luz de la nevera no alumbraba. El frío oscuro confería a lo que allí se guardaba una apariencia tenebrosa, como si lo hubiese pintado el mismísimo Greco, a quien le fascinaba la carne humana en penumbras. Frutas, verduras, bebidas y todo tipo de alimentos se conservaban allí dentro en un invierno perpetuo. Aun así, a pesar del poder casi frigorífico de la nevera, sin luz y casi bajo cero, algún tomate rojo lucía a los pocos días unas desagradables y sospechosas manchitas de color negro. Si transcurría unos días más, sin disfrutar del privilegio de ver la luz de la cocina antes de ser estrujado en el pan, el tomate se arrugaba irremediablemente y se echaba a perder, moría o, peor aún, su muerte podía ser ignorada por los propietarios de la nevera, quienes haciendo gala de gran insensibilidad llegaron a olvidarlo en el fondo del estante casi helado, arrinconado sin remisión por la mantequilla, media docena de huevos o, incluso, por una "pack" de seis botellas de cerveza. Aunque, si bien es cierto, y en descargo de los propietarios, la falta de luz sería, con mucho, la gran causa del olvido del tomate arrugado, muerto y frío al fondo de la nevera.

Mantener en una casa una nevera sin luz puede acarrear serias consecuencias. El caso del tomate frío, arrugado y finalmente muerto al fondo de la nevera no es más que un pequeño ejemplo sin demasiada entidad como para que alguien se alarme. Sin embargo, se han llegado a producir casos verdaderamente dramáticos a causa de la falta de mantenimiento en el alumbrado de las alacenas frías (¿qué son, si no, las neveras?). Es conocido, por ejemplo, el caso de la podredumbre de la lechuga de hojas de roble. Al vender la lechuga de hojas de roble, oscura y apetitosa como ningún otro vegetal, la verdulera la introduce con gran cariño comercial en una bolsa translúcida, que después anuda con una sonrisa e inusitada pericia. El cariño comercial y la habilidad con los nudos plásticos, a los pocos días, y dentro de una nevera sin luz, se convierten en el mayor de los desastres que se pueden producir dentro del electrodoméstico. Porque si la lechuga de hojas de roble no se consume pronto y no goza de la suerte de ver la luz de la cocina, vive uno de los estreses del mundo vegetal más terribles que existen: suda. Suda como un luchador de sumo. Suda como un obispo vicioso. Suda un sudor verdoso, salpicado de las tonalidades pardas propias de las lechugas de roble. Es un sudor espeso que se va depositando en los dos pequeños piquillos inferiores que forman las bolsas de verdulería translúcidas anudadas. Y tras el sudor, sobreviene el óbito, lento y agónico (clorofílico, se podría decir), y decenas de gusanos, surgidos del frío oscuro de la muerte, empezarán a merodear por los intersticios que el nudo no es capaz de cerrar. A partir de aquí sobreviene el colapso. Todo se infecta. La nevera se convierte en un espacio de destrucción biológica masiva. El tomate -nuestro tomate rojo- arrugado muerto y olvidado, será entonces un privilegiado porque no habrá sufrido la pesadilla, el horror casi irreal, de las dentelladas viscosas de centenares de gusanos que nunca llegarán a mariposa, porque, finalmente, éstos tampoco verán la luz. A no ser que los descuidados habitantes de la casa, en donde se ubica la nevera, cambien la bombilla en un día de extremada y extraña lucidez doméstica, o bien adquieran una nueva.

Es cierto: mucho nos tememos que para entonces será demasiado tarde, tanto para la inocente lechuga de hoja de roble como para el -otrora lozano- tomate rojo.

Vuelvo mañana
El bodegón es de Miquel Barceló.

lunes, 22 de septiembre de 2008

El Campo de Belchite (1)


Hay vivencias que parece organizar el destino de tal manera que, si uno está lo suficientemente atento, se puede percibir su mano en cada uno de los sucesos que nos acontecen. Qué le vamos a hacer, soy un romántico y ando todavía a vueltas con el sino y el fátum.

Hace unos días anduve de viaje por el Campo de Belchite, en la provincia de Zaragoza, una comarca inabarcable en donde el horizonte se confunde con la tierra, el cierzo sopla con fuerza y el hombre engaña al suelo para sacar de él el agua que le mantiene vivo. En el Campo de Belchite la tierra se confunde con la hierba, que sobrevive en cada pequeño tallo a fuerza de exprimir el frío de la noche al amanecer. Tierra y hierba manipulan los sentidos de quien atraviesa estos campos porque ofrecen al viajero, a primera vista, la hospitalidad de un lecho inmenso donde descansar, o la mansedumbre del agua parda en donde reposar en el que podría ser un inmenso mar sin tempestades.

Pero la historia es tozuda y desmiente y descubre a esta tierra manipuladora. Porque la verdad, la realidad, es bien distinta. Esta ha sido una tierra mártir en la que la hierba no medra verde porque la tierra está empapada de sangre; estas son una tierras propicias para la Muerte, que ha cabalgado por ellas, durante siglos, a su antojo. Hombres de diferentes épocas la han escogido para dirimir sus diferencias y sus traiciones a golpe de lanza, bayoneta, cañonazo y puñal. Mujeres , niños y ancianos inocentes han padecido a través de los años, en los pueblos que la habitan, la crueldad de que hace gala la especie humana en sus formas más aberrantes.

No es este lugar para hacer Historia pero en un par de líneas sí que se puede decir que desde los Cartagineses, los Romanos, hasta la llamada Guerra de la Independencia, pasando por la que me tocó vivir a mi -la Carlista- y, finalmente, la Guerra Civil, han sido miles y miles de vidas las que aquí han caído. Todavía hoy, toda la vileza de la muerte sopla en los atardeceres rojos de los Campos de Belchite a lomos del cierzo inclemente. Y para que conste, ahí quedan las ruinas del pueblo viejo de Belchite, monumento a nuestro lado más oscuro, en donde el cierzo silba, entre los hierros oxidados y retorcidos de las balconadas ruinosas, un canto a la vergüenza.

Esta son las primeras palabras de una serie en la que, este triste romántico, pretende poner toda la víscera de que sea capaz, porque hay cosas que en esta año 2008, año de mi tercera vida, no acabo de digerir; cosas que he visto en estos lugares y que, por mucha distancia que me otorgue el don de la inmortalidad, no acabo de entender con la razón. Si soy capaz, lo haré con el corazón…

Vuelvo mañana
Hice la foto entre un cierzo endiablado, relámpagos como serpientes, tronar a lo lejos y amenaza de tormenta. Parecía como si los muertos de la Historia se aprersurasen a rendir testimonio en un clamor de siglos.

martes, 9 de septiembre de 2008

La primera redacción de vacaciones


Según me explican, hace ya unos cuantos años, cuando empezaba el nuevo curso en cualquier colegio de España, el maestro o la maestra pedía a sus alumnos que redactasen en unas cuantas líneas lo que habían hecho en vacaciones. Era la redacción del verano, que tal y como me han contado, iba más allá del puro ejercicio lingüístico y gramatical, o del viejo recurso con el que romper el hielo los primeros días de clase para empezar a conectar con los niños. Y es que la redacción de las vacaciones era, en realidad, un valioso estudio sociológico, un mosaico fotográfico escrito en el que se podía adivinar el nivel económico, la clase social y, sobre todo, cuan felices o desgraciados podían llegar a ser los niños que tenían que llenar, de sol a sol, más de 90 días sin colegio. Las redacciones podían ser del estilo: "...y me bañé en la alberca de la tía Pilar con Juan el del Pinto, Perico el del tio Jaime y con un niño pera que vino de Madrid. A este le hicimos unas buenas aguadillas porque era un pardillo..." O esta otra: "Fui al pueblo de mis abuelos y me bañaba en la alberca que estaba cerca de la casa que era de una señora que siempre vestía de negro con unos chicos del pueblo que eran un poco brutos y que a veces querían ahogarme...". O también: "...el mar es azul y grande y hay olas que es cuando es divertido bañarse pero papá se enfada si me meto muy adentro" y, por qué no, esta otra "...cada día iba a por agua, regaba el huerto, ayudaba a padre acarrear la hierba, trillar la cebada, limpiar la cuadra, y una noche parió un becerro y mamá hizo calostros, y en el baile del día de la virgen una niña con lazos en el pelo me miraba todo el rato..." o, por acabar "nos hicimos una cabaña debajo de las obras de los pisos nuevos, donde antes estaba el prado de Benito y Santi se cayó por el andamio y se lo llevaron al médico y aluego nos dijeron que se había roto un brazo y a los dos días le vimos y le pintamos nuestros nombres en la yeso que le pusieron pero también nos dijo Santi que su padre después le hinchó a hostias..."

Detrás de cada historia había un lugar en el qué vivir, un modo de vida, un descubrimiento, la confesión clara y sincera de la procedencia social y geográfica del niño que se esmeraba en escribir sus andanzas o sus obligaciones de los cálidos días del verano; y quedaba también al descubierto, al trasluz de sus palabras, cómo se ganaba la vida la familia, si emigró, si emigró y además prosperó, si tenían posibles, si la prosperidad los desarraigó por completo y la familia cambió una alberca por la playa, si no les quedó otro remedio que quedarse en el pueblo , si las raices todavía latían aguardando una vuelta ansiada...

Yo nunca escribí una redacción de vacaciones. Si me la hubiesen mandado habría escrito sobre una mocita que me tuvo loco en Corella, o sobre las correrías a caballo que tuve la oportunidad de disfrutar, junto a una francesita, por los campos verdes de La Provenza, cuando mis papás se exiliaron. Aunque por entonces escribía mejor en francés que en español, con lo cual, el padre Avalos (escolapio de San Antón) no se hubiese enterado de nada y, quizá, hubiese interpretado mi ejercicio como una afrenta contra él, España y su graciosa Majestad Don Fernando.

Ignoro si todavía se escribe la redacción de las vacaciones. Mucho me temo que no. No debe entrar dentro de los nuevos métodos pedagógicos. Para aprender a redactar de manera innovadora los niños ya cuentan con el teléfono móvil. De cualquier modo, a mi me apetecía desquitarme, me apetecía escribir mi primera redaccción de las vacaciones.

Vuelvo mañana
La ilustración es de Antoni Garcés. La realizó para los "Quaderns UPCF" de ciencia ficción. Su blog es http://624c35.blogspot.com/

viernes, 1 de agosto de 2008

Arriba y abajo


Estoy totalmente agotado. He caminado durante 30 minutos bajo un sol inclemente entre humos de tubo de escape y espectros de ciudadanos que, pacientes, milagrosamente, disponen una pierna detrás de la otra para llegar a su destino. Sinceramente, no recuerdo en ninguna de mis otras vidas un calor como este. ¡Cómo añoro el fresquito de esta mañana, bajo los arcos de la plaza, todavía mojada por la brigada del ayuntamiento, leyendo tan tranquilo y tan agustito el periódico recién salido de la rotativa!. Hasta ahora pocas veces había hablado de la actualidad, y menos basándome en noticias de los periódicos importantes, porque las noticias de actualidad de cualquier diario importante no son más que productos diseñados para el consumo inmediato, realidades discutibles de consumo masivo. Creo que un periódico es el nacimiento diario de una determinada e interesada realidad diaria.

El caso es que casi providencialmente, cuando más apretaba el calor, me encontré en medio de la ciudad con un parque fantástico, un oasis urbano que surgió como un espejismo entre la polución, y el bochorno. Era una gran extensión verde de césped fresco salpicado de plátanos, sauces, chopos, y alguna que otra encina desorientada de sombras generosas bajo las que retozaban parejas de adolescentes desmelanados, familias sorbiendo mate y media docena de jubilados que respiraban los últimos litros de oxígeno caniculoso de su vida. Algún que otro solitario disfrutaba de una siesta espatarrada y tres o cuatro críos desfogaban energía correteando y molestando al personal, seguramente como venganza inútil hacia sus padres por haberles castigado sin la
play. (Son los castigos del siglo XXI: ¡"por portarte mal te quedas sin play y te vas al parque!": Prometo escribir al respecto). Allí es donde dí con mis huesos. Allí me tumbé axhausto. En ese momento sentí que cada uno de mis ciento setentaytantos años se tomaba un descanso. Suspiré y bostecé tan fuerte que la pareja que se besaba con fruicción, sudorosa, a unos metros de mí, detuvo el morreo para mirarme primero a mi y después entre ellos y reir como rien los pavos en Enero.

Y me quedé profundamente dormido. Y mientras dormía soñé que un débil terremoto constante y sostenido movía el parque. El suelo de aquel oasis artificial, en forma de suave colina sobre el que descansaba, transmitía un gozoso masaje a todo mi cuerpo. Mi otro yo ( al soñar, entra en mi vida mi tercer yo. En cuanto a perspectivas voy bien servido) mi otro yo, decía, gozaba sin pestañear de las ondas vibradoras que desentumecían mi cuerpo dormido, como si estuviese sobre uno de esos cínicos sillones de relax que los centros comerciales ponen a disposición del consumidor estresado. Pero cuando más disfrutaba de aquel extraño fenómeno, los críos que sufrían el castigo de jugar en el parque saltaron sobre mí gritando igual que guerreros banzai en pie de guerra, danzando la famosa danza jodesiestas, y me despertaron del sueño y del descanso y, al levantarme, fastidiado, fue cuando di con el secreto, con el origen del placentero cosquilleo telúrico que me había mecido en el breve descanso. Y es que al mirar más allá del límite de la colina vi una hilera de coches circulando ordenadamente; me dio la sensació de que los coches salían del mismo vientre del parque, como si la montañita acogiese en su interior toda una batería de vehículos. Efectivamente, así era, porque para desentrañar la duda de si seguía soñando o ya estaba viviendo de nuevo la realidad, me dirigí al lugar por donde salían y entraban, sin cesar, decenas de coches de todas las marcas y colores. Había estado durmiendo sobre la hierba, a la sombra de un sauce, pero en realidad lo que había hecho era descansar sobre un parquing, sobre las mismísimas entrañas de un infierno ardiente, cerrado, asfixiante, que despedía un insoportable olor a gasolina y aceite mal quemado. No sé por qué, entoces me acordé de Dante, de la pija discoteca Barcelonesa Up&Down, de la famosa serie de la BBC Arriba y Abajo y de una noticia que esa misma mañana había leido en El Pais: la noticia titulaba"Los rayos X descubren un Van Gogh oculto en un cuadro" y el periodista cuenta que " un equipo de científicos belgas y holandeses ha redescubierto una pintura del maestro holandés Vincent van Gogh (1853-1890) oculta bajo otro cuadro durante 121 años." la noticia sigue diciendo que "los investigadores han reconstruido el retrato de una campesina, pintado hacia 1885 por el autor de
Los girasoles y tapado bajo la pintura Parche de hierba. La imagen muestra un sorprendente parecido con una serie de sombríos retratos que realizó el artista en la ciudad holandesa de Nuenen, donde compuso Los comedores de patatas, terminada en 1885 y considerada como su primera gran obra."

Bajo la hierba de colores se escondía la imagen terrible de una campesina muerta de hambre. Esto es lo que me ocurre cuando me pongo a hablar de la actualidad, que la realidad me pide paso y todo queda al descubierto, y descubro mentiras hasta durmiendo bajo un sauce.


Vuelvo mañana