lunes, 28 de noviembre de 2016

Todavía hay clases




No hay día en el que la muerte no trabaje. Sin embargo, solamente reconocemos su labor cuando la sufrimos de cerca; en su versión más trágica, cuando se lleva multitudes por delante; cuando  el finado es relevante o cuando se produce luctuosamente y  es noticia en la sección de sucesos.

(Suceso, curiosa palabra, sinónima de acontecimiento, episodio, asunto,  hecho, evento o circunstancia… con la que los periódicos etiquetan la sección en la que informan de los asesinatos cometidos; parece como si de ese modo  se nos quisiese dar a entender -o quién sabe si advertir- que las demás noticias son ficciones, que  no han sucedido, que son una invención de la vida, que en realidad, el suceso, aquello que es,  que de verdad acontece, pertenece en exclusiva a la faceta cainita de la muerte.

Quién sabe. Quizás sea  a la inversa; quizá un suceso, al fin y al cabo, es algo que no tiene la más mínima importancia. ¿Qué es un suceso comparado con  la política nacional e internacional?. ¿Y qué comparado con el procès, o con  la investidura de un presidente? Solamente un ser humano muerto a manos de otro. )

Uno de los  hombres que con más acierto y belleza reflexionó sobre la muerte fue el poeta guerrero Jorge Manrique. De uno u otro modo, el ser humano siempre ha sabido que la muerte nos iguala. Desde que nos atribula la razón sabemos que tanto da el linaje y la riqueza, tanto los metros cuadrados del mausoleo en el que nos entierren, o la blancura del mármol que selle nuestra tumba, porque una vez dentro nadie puede testimoniar el silencio, el  frío y  la oscuridad. Efectivamente, todo eso lo sabíamos, pero fue Manrique quien  mejor nos lo dijo. 

Sin embargo,  durante esta última semana, poco a poco  se me ha ido gestando por dentro, como la lombriz solitaria,  la refutación al poeta jienense, o lo que es lo mismo, la impugnación sumaria sobre la igualdad del ser humano ante la muerte, una de las pocas consideraciones que concita el acuerdo universal. 

Porque ante la muerte, todavía hay clases. No me refiero al modo de morir. En la cama, en la trinchera, asesinado, de repente, amando, durmiendo, comiendo, hablando, cantando o sufriendo. Desnudo o vestido. Limpio o sucio. Hambriento o saciado. Solo o acompañado. Ni siquiera hablo del estado de la conciencia de cada cual,  cuando nos llega el momento y  los demonios de nuestras miserias se nos aparecen para relatarnos nuestras propias vidas.

Quiero decir, de una vez por todas -la de vueltas que estoy dando para decirlo. Ni que le tuviese miedo a la muerte- que no son lo mismo las muertes de Rita Barberà,  de Fidel Castro o de Marcos Ana.  Mejor dicho. Que Rita Barberà,  Fidel Castro y Marcos Ana no son iguales ante la muerte.  Es más. Por motivos más que obvios, no fueron nunca iguales y  la muerte tampoco  conseguirá uniformar su figura y su memoria, en su eternidad de muertos.

Ya sé que a partir de ahora los pocos lectores de este blog se van a dividir entre los que van a seguir leyendo y los que van a volver a Google, en busca de otros aires más políticamente correctos.  Y es que, durante estos últimos días, las redes sociales, las televisiones, las emisoras de radio y los periódicos han dado buena cuenta de las filias y de las fobias ideológicas de cada cual,  enfrentadas a cuenta de las tres defunciones que el destino ha reunido en un puño de tiempo, de tal manera que la semana nos ha dejado exhaustos  de tanto  practicar analógica y digitalmente el lanzamiento de muerto a la cara.

Yo, personalmente, aporté mi humilde grano de arena, porque pronto comprendí que la muerte no nos equipara; porque lo que construimos en vida y el recuerdo que dejamos con nuestro proceder nos caracteriza y nos diferencia.

Por eso escribí  que, a pesar de que Rita Barberà era católica, apostólica romana y  Marcos Ana un  ateo comunista, tengo muy claro quién de los dos se ha ganado el cielo.

Por eso escribí que la Muerte, Rita Barberà y Marcos Ana nos ayudan a entender que no todos somos iguales.

Por eso recordaba a Rita Barberà cuando se mofaba públicamente de la muerte ajena, desde el balcón podrido de su poder.

Por eso escribí que la muerte no nos hace buenos. La muerte no tiene porqué provocarnos un sentimiento de  respeto hacia el difunto. La Muerte no nos dignifica gratuitamente. Nos dignifica ante los demás como premio a lo que uno ha sido en vida, es decir, el recuerdo, que es lo único propio que dejamos tres nuestra existencia. Maquiavelo lo decía mejor: “
A unos la muerte los volverá gloriosos; a otros los dejará en sempiterna infàmia”.


Por eso la muerte nos hace diferentes.
Por eso la muerte es la única justa justícia.

Lo declaró Fidel. La Historia nos absuelve o nos condena. Es decir,  los hechos y nuestro legado son la única prueba admitida para el dictado de nuestra sentencia. Lo demás es carne podrida para tertulianos bien pagados.

martes, 22 de noviembre de 2016

Populismo acústico




Para Andreu, que disfruta conmigo poniendo discos.

Nos la han metido doblada. Nos la han dado con queso. Nos han tangado. ¡Qué se yo! Nos han engañado como los chinos engañan a los europeos, que hasta en eso tenemos que cambiar el dicho. Nos dijeron, mira, oye, sonido limpio, sonido a prueba de frituras, sonido original, de una calidad inigualable, jamás imaginada. Nos dijeron, la música en CD es lo más. Nos dijeron que se acabaron las ralladas, se acabó cambiar la aguja, se acabó  levantarse  del sofá para cambiar  de cara el disco. El sonido digitalizado es lo que mola. 

Después llegó la grabación con el programa Nero y aquello era un no  parar. Venga y venga almacenar música. De los Rolling  ¡lo tengo todo!. De Supertarmp ¡lo tengo todo! De Beethoven ¡Lo tengo todo!. De la Pantoja, ¡hijo, grábame a la Pantoja con eso que han inventado!.  Y cada semana todos corriendo  al bazar chino, a comprar rulos de 50; ¡todos a planchar! ¡ día y noche  planchando!… 

Y en poco tiempo, ¿para qué el CD?. Hay que deshacerse de  todos, igual que en aquellos años ya lejanos, cuando éramos jóvenes  y sin pudor, ni compasión, sin  ningún tipo de respeto hacia nuestros mayores, lanzamos a los contenedores centenares de  cintas de cassete, sin piedad, horas y horas de nuestra primera música a  la basura que arderían en vertederos malolientes junto a nuestros primeros balbuceos.

Pero  valió la pena, porque ahora tengo un universo de música en mi Iphone, en mi Ipod, en un reproductor portátil de MP3, o, mejor que mejor, en el móvi,  tirando de Spotyfy, o en la tele, con Youtube, pinchando la tele al ampli, y menudo sonido,’¡ no veas como peta!.

No te lo crees ni tú. Quienes conservan los vinilos lo saben, aunque no lo reconozcan. Haz la prueba. Abre el armario, rescata un disco, el que quieras,  a ciegas. ¿Recuerdas como había que proceder? Primero observa con detenimiento la carátula. Invierte unos segundos en disfrutar de sus colores, de su diseño. Comprueba si es doble, si se abre como un libro y regodéate en su contenido. Después, extrae el disco de su funda de papel de seda. Sostenlo con el pulgar bajo el orificio y el índice sujetando el borde. Límpialo con delicadeza. Como seguramente habrás extraviado el cepillo limpiador de discos, puedes utilizar un pedacito de fieltro. Ahora dirígete al giradiscos. Levanta la tapa protectora. Dispón el disco sobre el plato con la cara que te interese escuchar hacia arriba, encajando el orificio central con el pequeño pivote metálico, que encontrarás  justo en el centro. 

Llega el momento crucial. Presta mucha atención. A la derecha del plato verás una especie de palanca en forma de ángulo,  en cuyo extremo hay una pestaña estrechita. Es el brazo. En el extremo libre del brazo reside la cápsula, que a su vez contiene una finísima aguja de diamante. Todo ese conjunto es el que va transmitir el contenido sonoro del disco al amplificador, y el amplificador a los altavoces. Si el brazo está embridado, quítale el seguro.  Levanta el brazo son sumo cuidado utilizando el borde de tu dedo pulgar o la yema de tu dedo índice. Desplaza ligeramente el brazo hacia dentro. ¡Magia! El disco está girando. Coloca muy suavemente la aguja sobre los primeros surcos. Sobre todo, no la dejes caer. Déjala que repose sobre el surco como si dejases un bebé recién nacido sobre la cuna ¡Qué momento! Acabas de escuchar el sonido acolchado de  un beso, el aviso dulce y tenue del inicio inminente de la primera canción que, al sonar, levita sobre un eco casi imperceptible, algo así como olas que se escuchan desde más allá de una cumbre, como el gemido marino que emite en lo hondo de su concha la reverberación de las caracolas. 

A partir de entonces ya solamente queda disfrutar de cada una de las canciones y gozar de la infinidad de matices que nos proporcionan; las maderas, los metales, las voces, las cuerdas; todos y cada uno de los instrumentos en su justa proporción, tal y como el autor o los músicos quisieron que se registrasen; y  todos esos  elementos  resonando en el interior de una de una gran cúpula algodonada que acolcha la  sonoridad  regalándonos   un  nivel de  graves sorprendente,  inusitado, que ya no recordábamos,  porque durante los últimos años, bajo la tiranía  del reino digital nos hemos alimentado de lata y de  chapa y hemos renunciado a la ecualización en aras de la comodidad y de la cantidad; en aras de la posesión  compulsiva, para lo cual hemos sacrificado la calidad.  En realidad no nos hemos dado cuenta de que somos víctima del más devastador  populismo acústico. 

Ayer escuchaba Fool’s Overture, de Supertramp -una de los éxitos del  álbum “Even in the quietest moments”,  el del piano nevado, - y mientras giraba el disco y sonaban la ventolera, las campanas del Big Ben y la voz de Winston Churchill, me   detuve a observar las barras luminosas que indican los  distintos niveles sonoros que reproduce el amplificador. Me quedé absorto, como cuando uno se sienta ante el fuego y no puede apartar su vista de la danza de la lumbre.  La traducción visual en la pantalla de la  ecualización deja en los extremos de cada fase el rastro del nivel más alto, como las centellas que surgen desde el extremo de las llamas,  como copos de nieve incandescentes que se difuminan y relevan unos a otros.

Al contrario, ese mismo disco escuchado en CD no reproduce más que un ritmo uniforme en todas las barras. Es el sonido único. Siempre suena igual. Resulta indiferente escuchar a Supertramp o a María Jimenez.  No hay matices. Graves, medios y agudos laten compulsiva y uniformemente de arriba abajo, como un corazón desquiciado, y el resultado es pura lata, la taquicardia  afilada de una serie de sonidos carentes de luz y de color que  llegan al oído igual que  tachuelas de cabeza brillante. 

Sin embargo, así y todo, insistimos en confiar en el sonido digital, porque  parece que nos da lo que queremos; porque nos brinda la ilusión de la posesión infinita; porque es ubicuo; porque nos ofrece un espejismo democrático en el que nos vemos a nosotros mismos la mar de   generosos, compartiendo con amigos y seres queridos de un modo sencillo aquello que creemos que nos gusta; porque seguimos creyendo que es gratis, a pesar de que el precio que pagamos por escuchar música somos nosotros mismos y, sobre todo,  porque hemos asumido de un modo acrítico que la música digital no da  problemas. ¡Bendito sean los problemas y bendita la diversidad de su resolución! ¡Yo abjuro de los salvadores del sonido! ¡Viva la contrarrevolución analógica! ¡A las armas!

martes, 15 de noviembre de 2016

Ramiro Pinilla, la llama oculta (2)





Viene de aquí

Una de las mejores entrevistas que le hicieron a Ramiro Pinilla  fue la que firmó el periodista Enric González hace cuatro años en la revista cultural  Jot Down. En ella, el autor vasco ofrece alguna pista sobre su  proceso creativo. Pinilla confiesa, por ejemplo, su deuda con autores como Mark Twain, Charles Dickens o Herman Melville, y por supuesto con William Faulkner y Gabriel García Márquez.

De hecho, no hay entrevista a Pinilla en la que mencione al autor de “El ruido y la furia”, un escritor fundamental en su carrera al que no podía dejar de leer en los instantes previos a la escritura, porque  la música de su prosa le proporcionaba los primeros compases con los que iniciar su tarea creativa. 

Y es que la elaboración de voces internas a lo largo de toda su novelística  o la creación de un universo literario y geográfico propio, en el que nacen, viven y mueren sus personajes, son huellas claras que señalan y constatan el ascendente del autor norteamericano sobre el quehacer literario de Pinilla.

La  influencia de García Márquez es igualmente constatable en parte de su obra. No es difícil  percibir los ecos de un realismo mágico propio y singular, seguramente utilizado con distintos objetivos a los que estimularon  al autor colombiano. En mi opinión,  el realismo mágico en la obra de Ramiro Pinilla es muy evidente en “Seno”, la novela por la que  ganó el premio Planeta en 1972 (aunque en el último instante el todopoderoso Lara decidiese dárselo a José Mª Gironella), claramente influida en su cercanía cronológica por “Cien años de soledad”. 

Sin embargo, en “Verdes valles, colinas rojas” el realismo mágico está presente de otro modo.  Pinilla lo utiliza primorosamente como herramienta simbólica y alegórica, pero también  como recurso con el que enfrentar los  mitos nacionalistas frente a un espejo que no deforma la realidad al modo de un esperpento (porque difícilmente puede reflejarse en un espejo algo que no es real), pero que en su exageración creativa, caricaturiza la mitología y las fuentes legendarias con las que se ha alimentando una historia falseada, desde que el padre fundador de la patria vasca -Sabino Arana- se ungiese como su fundador y salvador. 

A pesar de esos elementos mágicos, la obra de Pinilla es también realista en el sentido más literario, porque lo que ocurre en sus libros no es, en absoluto, ajeno al lector; porque el novelista no solo planta situaciones vividas en periodos y en lugares perfectamente reconocibles, sino que  nos convoca a no escurrir el bulto de las realidades sociales que refleja y de las manipulaciones políticas de la historia; nos convoca a tomar partido, a definirnos ética y moralmente ante una serie de acontecimientos de los que formamos parte de manera colectiva. 

De algún modo, Ramiro Pinilla apela a la conciencia de sus lectores como si  solicitase de ellos la solidaridad y la empatía para con sus personajes más desafortunados.  Es más. Igual que en la mejor tradición naturalista, Pinilla deja a sus criaturas que se desarrollen por sí mismas en entornos absolutamente condicionados, en los que el resultado de  la lucha de clases bascula siempre hacia el lado de los poderosos y niega a los desheredados  la más mínima oportunidad  de redención social; en los que la tiranía del nacimiento se impone ante la más mínima posibilidad de vivir una existencia y un destino diferente, benévolo. Eso sí, con una sola  excepción: Ella, una creación brillante a caballo entre la encarnación de la maldad, el rencor enfermizo y obsesivo, y la pura supervivencia; un hallazgo de resonancias darwinianas solamente accesible a maestros de la talla de Pinilla. 

Todavía me veo a mí mismo, como lector, un primero de Mayo de finales del XIX formando junto a centenares de mineros  un gran corro de obreros en huelga en las calles de La Arboleda, asistiendo atónitos y protegiendo  de la intemperie con la unión de nuestros cuerpos esclavos el parto de la gran Isidora sobre la silla del ya mítico Roque Altube. El nacimiento de un nuevo siervo entre siervos: una premonición sin otro camino que el destino ineludible, equivalente al que viven, por ejemplo, personajes de las grandes tragedias realistas como los de “Germinal”, de Emile Zola,  “Servidumbre humana”, de Somerset Maugham,  o “Las uvas de la ira”, de John Steimbeck.

El realismo en la obra de Ramiro Pinilla se observa  también en “Las ciegas hormigas” o en “Antonio B. el Ruso”, dos novelas que, bajo mi punto de vista, suponen  muestras de una intención artística muy clara, como es la de invitar  al lector a conocer las causas y las consecuencias de una realidad histórica y social despiadada, sin rendirse ante ningún tipo de  concesión, ni al estilo ni a la compasión, con la finalidad de  ofrecernos  la verdad descarnada que les tocó en suerte a los desposeídos, en momentos muy concretos de nuestro siglo XX.

En la entrevista que mantiene Enric González con el autor vasco, éste confiesa también su deuda con el cine, ante todo el cine estadounidense, por el que sentía verdadera admiración. Le dice Pinilla al periodista que “El cine me ha formado literariamente, estoy seguro […] y el cine estadounidense no digamos, cómo cuenta las cosas. Aquellos guiones… Ahora con la tele se ven perfectamente todas aquellas películas que yo veía hace sesenta o setenta años. Todavía se pueden ver, no estábamos equivocados, eran buenas. Como ya te he dicho, siento que literariamente he sido formado por el cine, sobre todo el estadounidense.

Leyendo y leyendo, disfrutando con gula, sumergido en las profundidades de la historia humana  y colectiva de “Verdes valles, colinas rojas”, al lector que conecta con la voz de Pinilla no le cuesta dotar de carnalidad y de mirada a sus criaturas. Tampoco cuesta verlas  moverse igual a como se mueven los vivos,  como nos movemos tú y yo,  porque son seres reales navegando sobre una corriente de vicisitudes que tienen lugar en momentos muy determinados de la historia, dentro de  espacios perfectamente reconocibles. 

Además, el marco urbano, arquitectónico y geográfico donde se dirimen los destinos de los hombres y mujeres que los habitan se construye  nítidamente en nuestra imaginación, aunque, como yo, el lector no haya pisado nunca la playa de Arrigunaga,   los acantilados próximos a Getxo…  o ni siquiera el suelo de un caserío.

Y es que el planteamiento de muchas escenas de la novela y el hilván sobre el que cose los acontecimientos son, a menudo, cinematográficos. ¡Cuántas veces no me habré detenido en la lectura y habré imaginado cómo se enfrentaría  el mismo Pinilla a la adaptación cinematográfica de su obra!. ¿Qué escena iniciaría la película? ¿Plantearía un flashback a partir de la muerte de alguno de los personajes más importantes? ¿Dispondría de un solo narrador? O, por el contario, ¿Respetaría todos los puntos de vista del libro? ¿Y una serie? ¿Habría algún productor o director lo suficientemente valiente y con el talento bien calibrado capaz de asumir el reto? ¿Le gustaría a Pinilla que eso sucediese? ¿Y a los lectores?


miércoles, 9 de noviembre de 2016

Ramiro Pinilla, la llama oculta (1)



Después de leer por segunda vez “La tierra convulsa” y “Los cuerpos desnudos”, ayer finalicé la relectura de  “Las cenizas de hierro”, el tercer volumen de la novela “Verdes valles, colinas rojas” publicados por la Editorial Tusquets.
 

He releído esta epopeya por dos razones. Porque echaba de menos a Roque y Asier Altube, a Manuel Goneaga, a los Baskardo de Sugarkea y a la pérfida Ella; porque los recuerdos del universo creado por Ramiro Pinilla me asaltan y me convocan,  y porque a los dos años de su muerte he querido rendirle homenaje. 

Ramiro Pinilla es el gran escritor vasco de todos los tiempos (sin permiso de Baroja o de Unamuno ) y uno de los grandes escritores en lengua española del último medio siglo. En mi opinión, los miembros del jurado convocados recientemente por El País para escoger los veinte mejores libros en lengua española de los últimos veinticinco años han cometido un error imperdonable al no incluir en esa lista de libros privilegiados “Verdes valles, colinas rojas”. 

La novela de Pinilla ni siquiera está dentro de los setenta y cinco libros restantes. Es decir, que entre cincuenta expertos lectores, a  un lado y otro del Atlántico no hay ninguno que reconozca la obra maestra de la literatura vasca contemporánea como uno los  cien mejores libros publicados en el último cuarto de siglo, entre los que se encuentra, por ejemplo,  la penúltima novela de Arturo Pérez Reverte. 

Rafael Conte murió ya hace siete años. Fue el único crítico que siguió de cerca las evoluciones del autor vasco, aunque la trayectoria novelística de Pinilla se iniciase de un modo tan  prometedor como para hacerse acreedor de los dos premios editoriales más prestigiosos del país, y finalizase con el reconocimiento de la oficialidad de la cultura y de la crítica, tanto españolas como vascas.

Sin embargo, y a pesar de la contrastada calidad y de la singularidad de su obra, Ramiro Pinilla no ha sido ni en vida, ni a título póstumo, uno de esos autores que nombren los frecuentadores del mundillo cultural, aunque sea de vez en cuando. No ha sido, ni muchísimo menos,  un novelista al que se recuerda vagamente, o al que se menciona por mera curiosidad, o por  vano afán de aparentar  estar al tanto de todo lo que se cuece  en tertulias, revistas, programas de radio y televisión, suplementos culturales, etc.. Y por supuesto, tampoco ha sido un autor que se cite, o se recuerde o se referencie con el fin de ilustrar con el ejemplo de sus textos, y a través de  su figura, algunos de los atributos del arte de narrar. 

El mundo universitario le ha dedicado cierto interés. Universidades españolas, vascas y americanas han publicado una decena de  estudios relacionados con su obra, de los que el blog “Getxo, Territorio Pinilla”,  da buena cuenta. (Un afectuoso y solidario saludo a los administradores de este blog) 

Con todo, lo más sorprendente es que ni siquiera se le ha tenido en cuenta a la hora de citar obras de referencia que explican a través de la ficción novelada  la idiosincrasia de una sociedad; eso que en términos literarios se ha venido en llamar el hallazgo de los ríos subterráneos por los que fluyen las claves del sentido de la existencia, a los que acceden contados artistas. Y más teniendo en cuenta que nuestro país ha vivido desde las guerras carlistas  el fenómeno nacionalista, tanto en la periferia como en el resto de la geografía ibérica. 

Porque si alguien ha sabido explicar qué es, cómo surge, de qué se alimenta, cómo opera y qué consecuencias históricas, sociales, culturales, políticas y económicas generan los nacionalismos de uno y otro signo,  ese ha sido Ramiro Pinilla. Fue tan certero y tan fino;  lo deconstruyó y reveló sus contradicciones, sus trampas y sus imposturas tan magistralmente que, aun siendo conocida y pública su simpatía hacia el  comunismo libertario, el local donde elaboraba la revista quincenal “Galea” sufrió un atentado con cócteles molotov y quedó calcinado . Años después del atentado, el ínclito Iñaki Anasagasti, a la sazón senador por el PNV, se despachó a gusto en su blog arrojando  las siguientes palabras: 

En el mundo de la cultura vasca hay gentes que, independientemente de su valía cultural o artística son unos auténticos petardos. Gentes que con su antipatía afilada siempre logran lo contrario de lo que buscan. Entre ellos se encuentran Ibarrola y Ramiro Pinilla”. 

Después de algunos comentarios biliares escritos con el  mismo tufo grosero -muy propios de un senador educado y culto-  sobre cómo se ganó la vida Pinilla en los inicios de su carrera literaria, Anasagasti continua diciendo “Sus libros son auténticos rollazos imposibles de leer”. 

Esa animadversión ignorante y mameluca del entorno nacionalista  hacia Ramiro Pinilla quizá explique, en parte, lo poco o nada que conocen su obra, ya no digo los españoles, sino sus paisanos vascos. Porque Ramiro Pinilla García nació en Bilbao, en 1923, hijo de padre  Riojano y madre aragonesa. No voy ahora a glosar su vida, ni siquiera a esbozarla. En los días inmediatamente posteriores a su desapatición, los medios de comunicación difundieron una serie de lugares comunes que, por lo demás, poblaron de un modo repetitivo -sin aportar nada que alumbrase el sentido de su obra- las páginas de los principales periódicos nacionales. 

La verdad es que, tan solo después de que Rafel Conte  reseñase elogiosamente la inconmensurable “Verdes valles, colinas rojas”,  Pinilla gozaría durantes unos pocos años del  reconocimiento oficial. 

Y es que, efectivamente, Ramiro Pinilla es uno de los grandes, no solamente por  el rigor, la honestidad, la coherencia ética y estética, la capacidad de narrar, la singularidad del estilo, la verdad carnal que palpita en sus personajes… todas una serie de virtudes  que yo personalmente valoro en un artista, presentes en toda su obra y que desembocan y brillan especialmente en “Verdes valles, colinas rojas”. Ramiro Pinilla es uno de los grandes  por la profundidad literaria presente en toda su obra, pero también  por el compromiso hacia los perdedores, fuesen de donde fuesen, ajeno a vanidades consustanciales del oficio, al tabernáculo de los divos, a los cenáculos habituales de la profesión y del mundillo editorial. 

Esa personalidad tan singular,  su coherencia vital y  los valores en los que creía, no solo era capaz de trasladarlos a sus creaciones de manera sublime, sino que los vivía en la intimidad de su cotidianidad, de modo  que, tras sufrir en propia carne el sistema editorial convencional, se embarcó en una aventura ruinosa llamada Editorial Libropueblo, fundada en 1979 junto a su amigo escritor J. J. Rapha Bilbao, con la que editaría algunas de sus novelas a precio de coste.  En Libropueblo los autores publicados pagaban  de su bolsillo la edición de su obra, y se la llevaban a casa, comprometiéndose a venderla en la calle en mesas conjuntas. 

En palabras de sus fundadores “Libropueblo no es la respuesta ideal al problema de la socialización del libro. No es más que un intento de denuncia. Sin dinero, sin medios, sin organización, tratamos de demostrar que los libros no tienen por qué ser tan caros. Todos sabemos que si el libro, en imprenta, cuesta cien pesetas, cuando llega al público ya se ha puesto en cuatrocientas. Con el valor de las trescientas pesetas de diferencia no se ha producido nada, pues en nada se ha mejorado el libro. Quisiéramos dejar bien claro que no estamos denunciando a editores, distribuidores o libreros, sino denunciando un sistema social de mercado que permite una mercantilización tan abusiva de un producto cultural”.