Para Andreu, que disfruta conmigo poniendo discos.
Nos la han metido
doblada. Nos la han dado con queso. Nos han tangado. ¡Qué se yo! Nos han
engañado como los chinos engañan a los europeos, que hasta en eso tenemos que
cambiar el dicho. Nos dijeron, mira, oye, sonido limpio, sonido a prueba de
frituras, sonido original, de una calidad inigualable, jamás imaginada. Nos
dijeron, la música en CD es lo más. Nos dijeron que se acabaron las ralladas,
se acabó cambiar la aguja, se acabó
levantarse del sofá para cambiar de cara el disco. El sonido digitalizado es lo
que mola.
Después llegó la
grabación con el programa Nero y aquello era un no
parar. Venga y venga almacenar música. De los Rolling ¡lo tengo todo!. De Supertarmp ¡lo tengo
todo! De Beethoven ¡Lo tengo todo!. De la Pantoja, ¡hijo, grábame a la Pantoja
con eso que han inventado!. Y cada semana
todos corriendo al bazar chino, a
comprar rulos de 50; ¡todos a planchar! ¡ día y noche planchando!…
Y en poco tiempo,
¿para qué el CD?. Hay que deshacerse de
todos, igual que en aquellos años ya lejanos, cuando éramos jóvenes y sin pudor, ni compasión, sin ningún tipo de respeto hacia nuestros
mayores, lanzamos a los contenedores centenares de cintas de cassete, sin piedad, horas y horas
de nuestra primera música a la basura
que arderían en vertederos malolientes junto a nuestros primeros balbuceos.
Pero valió la pena, porque ahora tengo un universo
de música en mi Iphone, en mi Ipod, en un reproductor portátil de MP3, o, mejor
que mejor, en el móvi, tirando de Spotyfy,
o en la tele, con Youtube, pinchando la tele al ampli, y menudo sonido,’¡ no
veas como peta!.
No te lo crees ni
tú. Quienes conservan los vinilos lo saben, aunque no lo reconozcan. Haz la
prueba. Abre el armario, rescata un disco, el que quieras, a ciegas. ¿Recuerdas como había que proceder?
Primero observa con detenimiento la carátula. Invierte unos segundos en
disfrutar de sus colores, de su diseño. Comprueba si es doble, si se abre como
un libro y regodéate en su contenido. Después, extrae el disco de su funda de
papel de seda. Sostenlo con el pulgar bajo el orificio y el índice sujetando el
borde. Límpialo con delicadeza. Como seguramente habrás extraviado el cepillo
limpiador de discos, puedes utilizar un pedacito de fieltro. Ahora dirígete al
giradiscos. Levanta la tapa protectora. Dispón el disco sobre el plato con la cara que
te interese escuchar hacia arriba, encajando el orificio central con el pequeño pivote
metálico, que encontrarás justo en el
centro.
Llega el momento
crucial. Presta mucha atención. A la derecha del plato verás una especie de
palanca en forma de ángulo, en cuyo
extremo hay una pestaña estrechita. Es el brazo. En el extremo libre del brazo
reside la cápsula, que a su vez contiene una finísima aguja de diamante. Todo
ese conjunto es el que va transmitir el contenido sonoro del disco al amplificador,
y el amplificador a los altavoces. Si el brazo está embridado, quítale el
seguro. Levanta el brazo son sumo
cuidado utilizando el borde de tu dedo pulgar o la yema de tu dedo índice. Desplaza
ligeramente el brazo hacia dentro. ¡Magia! El disco está girando. Coloca muy
suavemente la aguja sobre los primeros surcos. Sobre todo, no la dejes caer. Déjala
que repose sobre el surco como si dejases un bebé recién nacido sobre la cuna
¡Qué momento! Acabas de escuchar el sonido acolchado de un beso, el aviso dulce y tenue del
inicio inminente de la primera canción que, al sonar, levita sobre un eco casi
imperceptible, algo así como olas que se escuchan desde más allá de una cumbre,
como el gemido marino que emite en lo hondo de su concha la reverberación de
las caracolas.
A partir de
entonces ya solamente queda disfrutar de cada una de las canciones y gozar de
la infinidad de matices que nos proporcionan; las maderas, los metales, las
voces, las cuerdas; todos y cada uno de los instrumentos en su justa proporción,
tal y como el autor o los músicos quisieron que se registrasen; y todos esos
elementos resonando en el
interior de una de una gran cúpula algodonada que acolcha la sonoridad
regalándonos un nivel de
graves sorprendente, inusitado,
que ya no recordábamos, porque durante
los últimos años, bajo la tiranía del
reino digital nos hemos alimentado de
lata y de chapa y hemos renunciado a la
ecualización en aras de la comodidad y de la cantidad; en aras de la
posesión compulsiva, para lo cual hemos
sacrificado la calidad. En realidad no
nos hemos dado cuenta de que somos víctima del más devastador populismo acústico.
Ayer escuchaba
Fool’s Overture, de Supertramp -una de los éxitos del álbum “Even in the quietest moments”, el del piano nevado, - y mientras giraba el
disco y sonaban la ventolera, las campanas del Big Ben y la voz de Winston
Churchill, me detuve a observar las barras luminosas que
indican los distintos niveles sonoros
que reproduce el amplificador. Me quedé absorto, como cuando uno se sienta ante
el fuego y no puede apartar su vista de la danza de la lumbre. La traducción visual en la pantalla de la ecualización deja en los extremos de cada fase
el rastro del nivel más alto, como las centellas que surgen desde el extremo de
las llamas, como copos de nieve
incandescentes que se difuminan y relevan unos a otros.
Al contrario, ese
mismo disco escuchado en CD no reproduce más que un ritmo uniforme en todas
las barras. Es el sonido único. Siempre suena igual. Resulta indiferente escuchar
a Supertramp o a María Jimenez. No hay matices. Graves, medios y agudos laten
compulsiva y uniformemente de arriba abajo, como un corazón desquiciado, y el
resultado es pura lata, la taquicardia afilada de una serie de sonidos carentes de
luz y de color que llegan al oído igual
que tachuelas de cabeza brillante.
Sin embargo, así
y todo, insistimos en confiar en el sonido digital, porque parece que nos da lo que queremos; porque nos
brinda la ilusión de la posesión infinita; porque es ubicuo; porque nos ofrece
un espejismo democrático en el que nos vemos a nosotros mismos la mar de generosos, compartiendo con amigos y seres
queridos de un modo sencillo aquello que creemos que nos gusta; porque seguimos
creyendo que es gratis, a pesar de que el precio que pagamos por escuchar
música somos nosotros mismos y, sobre todo, porque hemos asumido de un modo acrítico que
la música digital no da problemas.
¡Bendito sean los problemas y bendita la diversidad de su resolución! ¡Yo
abjuro de los salvadores del sonido! ¡Viva la contrarrevolución analógica! ¡A las armas!
3 comentarios:
Jamás madaré a la basura los Lp's, cintas e incluso CD's que tengo en casa por cientos.
Lo que sí mandaría a la basura ya son los iPod, iPhones, iPad (que tengo y no utilizo para nada, ¿para qué? - Para nada), y en general todo lo que empiece por "i" minúscula.
¿Menudo sonido? Exacto, menudo.
Un saludo.
Lo dicho, Juan, 'A las armas!
Eso, eso, que se vayan preparando.
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