jueves, 27 de octubre de 2011

El corresponsal



La actualidad, más que un concepto temporal, es un deber. Pocas cosas pueden marginarnos tanto, separarnos tanto de nuestros semejantes, señalarnos tan violentamente con el dedo como no estar al tanto de ella, desconocer las noticias del día, vivir a contrapelo de las últimas tendencias o decir lo contrario de lo que dicen los líderes de opinión. Sin embargo, a pesar de las obligaciones que nos impone , o quizás precisamente por eso, vivirla plenamente provoca, a menudo, paradojas divertidas, un tanto surreales y a veces hasta un pelín perturbadoras. Por ejemplo, ahora que se acercan elecciones vamos a comprobar de nuevo que por mucho que miremos de buena mañana una y mil veces el calendario, y nos cercioremos del día, del mes y del año en el que hemos despertado, la actualidad está compuesta , hasta el día 20 de noviembre, por un pasado de errores ajenos, de meteduras de pata y de corrupciones que otros han perpetrado; y también por un futuro esplendoroso, un devenir halagüeño; una época próxima, todavía por hacer, en la que vamos a ver, por fin, en cuanto se cierre el escrutinio electoral, a los perros caminando por los parques atados con longanizas. Es decir, que durante estas semanas despertaremos a diario a una actualidad fabricada con algo que ya pasó y al mismo tiempo con algo que está por suceder.

Otrosí. A menudo una efemérides ha ocupado súbitamente nuestro presente; ha surgido potente, magnífica, arrogante, desde un pretérito lejano, a veces camuflada con falsos aires de nostalgia, de tristeza o dolor colectivo, invadiendo todos y cada uno de los rincones de la cotidianidad gracias a la voluntad de los amos de la actualidad -aquellos que dictan qué día es hoy- sin los cuales ésta quizá no existiría, o existiría otra, la nuestra, la que nos ocupa, la que nos ve a diario trabajar, amar, luchar, tomar café, hacer la cama, saludar al vecino, depilarnos o mirar el cielo antes de abrir el paraguas, sin más.

Explico esto porque algo parecido fue lo que ocurrió el pasado 11 de septiembre de este año; una fecha que se vivió universalmente como si fuese de nuevo la de 10 años atrás, y no la que en justicia le correspondía. Es más, no es que se vivió “como si fuese”: se vivió, con todas las consecuencias, el mismísimo 11 de septiembre de 2001, de manera que, paradójicamente, la actualidad volvía a instalarse en el pasado y todas las horas de aquellas 24 se llenaron de saltos al vacío, de fuego, de pavor, estupor, destrucción y dolor.

Ese mismo día yo veía y escuchaba el informativo de la tarde de Televisión Española. La presentadora, después de introducir el sumario, dio paso al corresponsal en Nueva York para que ofreciese a los telespectadores la crónica pertinente. El corresponsal, entonando una voz decorosa en razón a las tristes circunstancias de la coyuntura, empezó a hablar y dijo lo siguiente: “Nueva York, la ciudad que nunca duerme, despertó aquel día a una pesadilla”.

"¡Qué gran inicio!", pensé, y a continuación siguió narrando los sucesos por todos conocidos. Yo permanecí atento al relato emotivo, ilustrado por imágenes de ciudadanos colocando flores en la zona cero, o de personalidades públicas acercándose al monumento memorial con rostro muy pero que muy adecuado. Hasta que al cabo de unos instantes, debido a uno de esos misteriosos procesos mentales, la oración inicial volvió a mí, una y otra vez, como el eco de un disco rayado, igual que el pasado travestido de actualidad, y me di cuenta de que lo que en apariencia era un logro profesional, un hallazgo feliz, una frase extraordinariamente eficaz y sugerente para introducir al espectador en la crónica, en realidad era el grupo de palabras más descacharrantemente contradictorias que nadie podía escribir. Esa unión de sintagmas, en apariencia sólidamente relacionados por un significado inequívoco, propiciado por los tópicos y la potencia semántica de la efemérides era, en realidad, una extraordinaria paradoja temporal, una construcción propia de la arquitectura de lo imposible, en donde hay escaleras que no llevan a ningún sitio, arcos de medio punto que sustentan suelos, y suelos ajedrezados con ventanas al mar.

Porque podemos acordar que Nueva York, en verdad, nunca duerme, para dar a entender que la actividad en la ciudad es frenética, pero si a continuación se escribe que ha despertado, algo empieza a no tener demasiada lógica y el insomnio cosmopolita deja de ser creíble, ya que nada despierta si previamente no ha estado durmiendo. El equívoco, el contrasentido o la juerga gramatical no finaliza aquí. No sólo la ciudad que nunca duerme se despierta sin haber dormido, sino que lo hace hacia una pesadilla. Es decir, que a media proposición sabemos definitivamente que Nueva York no ha despertado, y por lo tanto debemos concluir que no es cierto que nunca duerma, y que en el seguir de sus sueños el objeto, el argumento o el motivo es tan absolutamente terrorífico que el redactor dice que es, efectivamente, una pesadilla. Ahora bien. ¿Alguien ha despertado alguna vez a una? No, nadie, porque nadie despierta a un sueño; nos despertamos a la realidad. Quizá, en algún momento de éxtasis creativo, alguien tocado con la gracia de los superpoderes, como por ejemplo, Mario Levrero, o Edgar Alan Poe, pero el resto de mortales, habitualmente, nos sentimos muy aliviados cuando despertamos de ellas.

Y todo ello se lo debemos al trasiego al que sometemos a la actualidad. Trastear con la genética del tiempo acarrea sus consecuencias. Experimentar con las líneas esenciales de nuestra existencia nos está pasando factura. Sin ir muy lejos, todo el mundo anda soliviantado con las prácticas más que dudosas de los bancos, y se habla y se imprimen y se escriben y se gravan millones de palabras al respecto, para convencernos de que esos hábitos son rabiosamente coetáneos. Sin embargo la verdad de ese hecho está fabricada y empaquetada con la misma metodología con la que se construyó la frase del corresponsal. Por eso cuela.

jueves, 20 de octubre de 2011

Dolce far niente



El domingo viví una erupción de pereza que me dejó tirado en el butacón lector durante toda la tarde. El acceso de vagancia llegó a tal extremo que las gafas de cerca, que siempre me cuelgo al cuello, se acomodaron por si solas en el costado derecho mientras todo mi cuerpo permanecía yaciente del costado izquierdo, apoyado casi en su totalidad por la cadera, de manera que era el cuello y no la espalda la que se apoyaba contra el respaldo y todo lo largo de mi existencia se asentaba sobre el lugar donde debería estar apoyado el culo. En ese estado leía ‘Bomarzo’, del argentino Manuel Mujica Láinez, una historia extraordinaria de ponzoñas, sortilegios, asesinatos, concubinas, parricidios, y noblezas renacentistas italianas narrada de la mano de un duque giboso, inmortal, con rostro de púber virgen y una maldad refinada propia del mismísimo diablo. Un libro que hay que leer, escrito primorosamente, con prosa exuberante y florida: una especie de avalancha léxica enredada en subordinaciones frondosas que nos muestra todas y cada una de las ambiciones e inquietudes que mueven a cualquier ser humano desde la perspectiva del incipiente siglo XVI, una época en la que la creatividad artística e intelectual surgió como río de lava deslizándose sobre una absoluta amoralidad social.

Decidí abandonar la lectura de ‘Bomarzo’ justo en el momento en que el narrador asesina a su hermano. En el estado de semi catatonia dominguera en el que me encontraba no me pareció de recibo pasar más páginas, de manera que, por respeto a la obra, dejé el libro abierto sobre la alfombra, en tendido prono, y opté por dar un respiro a los Orsini, a los Farnesse, a los Médici, a los Colonna y a sus luctuosas relaciones. Imbuido de apellidos italianos y sufriendo como estaba mi conciencia debido a mi estado de desidia casi paranormal , opté por destinar un poco de tiempo a encontrar la manera de descargarme de unos gramos de culpa y no tardé demasiado en hallar la expresión que le conferiría algo de clase a la galbana más indecente que nunca haya padecido. Dolce far niente, eso era, dolce far niente, el placer de no hacer nada; la sensación que se experimenta a cada segundo que pasa, tirado en un sillón, un domingo por la tarde. La certeza de que ése es el estado en el que uno quiere estar, si no de por vida, sí en esos instantes, bostezando; y a cada bostezo, oscuro, largo, y sonoro, una lágrima perezosa que no se decide a emanciparse del lacrimal, a deslizarse sobre la mejilla casi descoyuntada por el esfuerzo, como una excreción erótica surgida del acto justo de no hacer nada. Dolce far niente, la coartada léxica perfecta que convierte a un holgazán en un sabio, en alguien que sabe de verdad cómo disfrutar de las cosas buenas que nos ofrece la vida; tres palabras que transforman a un gandul en un sibarita, al haragán en filósofo hedonista … "Estos italianos -me decía a mi mismo en el momento culminante de mi ya dulce desidia- saben de verdad vender el valor del diseño, ya sea en la moda o en el lenguaje."

En esta coyuntura vital se produce el encefalograma plano, un dolor de cuello insufrible por el que no tenía la más mínima intención de hacer algo y cierto resquemor en las vértebras superiores y medias. El dibujo de un despojo de carne inerte era toda mi presencia en el mundo, a cuyos pies, igual que el viejo perro fiel, descansaba un libro que encerraba una historia a medio hacer porque yo había detenido el devenir de sus criaturas. Pasaron unos cuantos minutos, muchos minutos. Creo que hacía ya horas que el atardecer había dado paso a la noche, y entonces una señal débil, pero real, me sobresaltó el cerebro. Debió ser el bombardeo de noticias de toda la semana, o que de verdad el tema me interesaba. La cuestión es que vino a mí, como un eco arrinconado, la hipótesis difundida a través de todos los medios de comunicación de que la erupción volcánica que tenía lugar a poca distancia de la Isla de Hierro podría dar lugar a una nueva isla. Que la lava, si surgía con fuerza y en la suficientemente cantidad podría acabar formando un atolón, un islote o un arrecife en medio del océano; un parto telúrico que daría a luz a una nueva presencia terrenal, susceptible de cobijar bajo su superficie corales multicolores, multitud de peces devorándose los unos a los otros, como príncipes florentinos, entre grietas y cavidades submarinas. En la superficie de la nueva isla, sobre sus poco más de un centenar de metros cuadrados emergidos de lava fosilizada, también habría lugar para unas cuantas cabras nacionales que marcarían la propiedad del nuevo espacio territorial patrio.

Pero parece ser que las esperanzas de vulcanólogos y de periodistas se han abortado, porque el volcán canario submarino no está por labor. Bosteza, se mueve, prorrumpe en quejidos de placer y expresa su dolce far niente al mundo de la manera que sabe. De ahí a formar una isla va un abismo, porque se necesita una voluntad y un impulso titánico, colosal, propio de los días remotos, perdidos ya en el tiempo, en que se formaron los Montes Albanos sobre los que se construyó Roma. O la Toba Volcánica, sobre la que siglos y siglos después surgirían las creaciones humanas más rutilantes y bellas que haya podido contemplar el hombre en las ciudades renacentistas de la campiña Toscana, en donde los Orsini, los Pitigliano, los Farnesse, los Médici y los Colonna que dirimen sus vidas y ambiciones en ‘Bomarzo’ verterían la sangre de sus castas, el veneno en sus copas doradas y el semen corruptor sobre decenas de vientres y espaldas inocentes.

Y ya, hasta aquí mi dulce y sosegado domingo, mis horas perdidas de vida; pensamientos que surgen igual que el aire de un bostezo, o que el vapor de un volcán desganado: toda una potencia transformadora que se queda en una mancha en el océano, en falsas perspectivas mediáticas, en memoria de hemeroteca.

Curiosamente, todo esto me recuerda a algo, pero me da pereza empezar de nuevo.

jueves, 13 de octubre de 2011

Los siete desmentidos capitales


Asmodeo, Belcebú, Mammon, Belfegor, Amon, Leviatan y Lucífer están en guardia y protegen a los científicos contra escépticos, herejes, supersticiosos y heterodoxos. Los científicos no lo saben, pero las sábanas de sus lechos se hacen y se deshacen a diario sobre una estrella de cinco puntas encerrada en un círculo que esconde la cama en donde reposan sus ideas. Para las mujeres de ciencia, además, hay premio, porque de su seguridad se encargan los íncubos, entes muy bien dotados que asaltan las alcobas femeninas para debatir en lo más profundo de la noche y de sus húmedas inconsciencias aspectos oscuros y siempre turbios relacionados con sus teorías. Los hombres tendrán que conformarse con la soledad del microscopio, con melancólicas manipulaciones o con la archiexperimentada ecuación de Onán, porque, como todo el mundo sabe, el diablo siempre ha presumido de ser muy pero que muy macho.

De ese modo, poco a poco, El Maligno se ha apoderado del mundo. Antes, estos demonios eran los encargados de velar, urbi et orbi, por la expansión y consolidación de los Siete Pecados Capitales. Pero desde que El Vaticano los transformó en faltas medioambientales, financieras, genéticas y de equivalente índole moral, el infierno perdió el norte y ante tal ofuscación decidió ofrecer su cobertura a la ciencia. Y así fue como como la historia de la humanidad ha ido evolucionando en estas últimas décadas a base de teoremas, leyes y nombres ilustres que, consciente o inconscientemente, han puesto sus vidas y su talento en el regazo de toda la cohorte infernal para poder pastorear a sus semejantes, a su antojo, a través del pretendido sendero de la verdad, por el camino de baldosas amarillas, por la cañada real que nos ha de llevar al último abismo en el que, entonces sí, de repente, sin pretenderlo, hallaremos las certezas que andamos buscando de bruces frente a nuestra propia naturaleza, tal y como corresponde a insignificantes criaturas desorientadas.

Por concretar el sentido de estas palabras de una manera franca: mi intención era desvelar 10 falacias científicas y promulgar a partir de entonces las nuevas Tablas de la Ley, el nuevo contrato entre Dios y los hombres que facilitase la comunión
espiritual universal y la convivencia social. De hecho, tenía la intención próxima de desarrollar un octavo desmentido, pero esos seres bermejos, verdosos y cartilaginosos son tremendamente eficaces y su labor -no me cabe la menor duda- me ha impedido acceder a los secretos, a la bases, a las fuentes del conocimiento gracias a las cuales la teoría, un buen día, se convirtió en ley indiscutible, santo y seña de la humanidad, guía de todo ser vivo, expresión racional de la naturaleza dibujada, como siempre, a través de signos de incomprensible lectura e interpretación. De modo y manera que he tenido que renunciar a desmentir la famosa Ley del Mercado, aquella que dicta que todo en nuestro mundo dependió, depende y dependerá (para eso es una ley) de la cantidad de cosas que se ofrecen y de la cantidad de personas que desean poseerlas.

Y así ha sido como he podido llegar a la conclusión de que, por muchos
riesgos que asuma, por más que ponga en juego la salud de mi alma, la integridad de mis carnes, el honor y la credibilidad ante mis semejantes; por más denuedos, noches sin dormir, viajes, libros y reflexiones a la luz de las velas, jamás podré vencer a la milicia de Satán, entrenada y concebida para la eficacia absoluta. En consecuencia, no me queda otra alternativa que renunciar al octavo, así como a los dos últimos.

Porque, sinceramente: no doy para más. Ya solamente auspicio la vana esperanza de que al leer el titulo de esta serie ('Los siete desmentidos capitales') las huestes del averno recuerden tiempos mejores y en honor a esa memoria o en agradecimiento al autor exhausto que esto escribe, decidan cambiar de bando, acogerme en su seno, protegerme, promocionarme, difundir al fin mi verdad y, si es posible, negociar para refutar y cantar de una vez por todas a la cuatros vientos el enredo en el que nos han metido unos cuantos sabios con sus explicaciones académicas y científicas sobre el origen, causas, consecuencias y azares de la riqueza y de la pobreza. Que nadie lo espere, aunque templos más grandes (y más sagrados) han caído.

viernes, 7 de octubre de 2011

Y séptimo desmentido


Siempre aire, mucho aire, a todas horas, en cualquier rincón, enmarañando el polvo de las encrucijadas, agitando las aguas en los océanos. Y también aire en nuestras casas, aire en los pulmones, aires de lavanda y aires estancados, pútridos y angelicales, a viejo, a sábana añeja y amor cuajado.

Cada día nos ponemos en pie y, con el primer bostezo, respiramos nuestras propias horas de sueño aspirando el aire que nos protege de la noche en la inconsciencia del ensayo diario de la muerte. Después abrimos la puerta del cuarto y un poco antes de que haya salido el sol respiramos el aire del día de ayer, que todavía flota entre las paredes del pasillo, como si fuese la memoria de momentos inmediatos que ya no vemos y que en unos años emergerá en forma de manchas aplazadas en la ropa, igual que aceite transparente a la deriva flotando sobre el mar. A continuación, a unos pasos de tiempo, el espejo se empaña de aire, del calor del vaho con que se impregna el velo que pretende salvarnos así de la verdad de un nuevo día. Y ya, desayunados y limpios, finalmente salimos a la calle. Entonces, cada cual se conforma con respirar el aire que merece.

Todo el mundo lo cree. El aire, su presencia y sus diferencias de presión mantienen a flote un buque o alienta y permite el vuelo de un avión. Máquinas extraordinarias ingeniadas con el fin de transportar personas, bombas, animales y cosas de un lugar a otro del mundo se elevan hasta que casi se pierden de vista en las cimas frías del cielo. Desde aquí, en tierra, nos parecen el recuerdo de una pluma leve, diminuta y desafiante, que alguien sopló. Gigantescos buques construidos a base de millares de kilos de acero y hormigón flotan deslizándose a través de los océanos del mundo y , triunfantes contra cien galernas, arriban a puertos remotos, cercanos, en donde reposan sus dimensiones colosales, apaciblemente, sobre el agua amansada, entre diques y más barcos que esperan el cepillo y el cuidado, la descarga y la carga, igual que fabulosos cetáceos ciclópeos varados sin más ocupación que la de flotar mientras reposan su tonelaje de acero.

Y si es así, si Newton, Bernoulli y Arquímedes dijeron la verdad; si todo aquello que se mueve a través del aire bajo el principio de la acción y reacción se mantiene en él como un pajarillo, si todo recipiente que contiene aire flota; si en todo lo que hacemos está presente el aire; si los lugares por donde nos movemos están repletos de aire; si nosotros mismos no somos más que aire, ¿por qué nos estamos hundiendo? ¿ por qué caemos en picado?.

Alguien nos está mintiendo