miércoles, 26 de octubre de 2016

Infamia política comparada

La primera vez que hablar del PSOE y de Pablo Iglesias yo tenía 14 años. Fue por boca de  Víctor Crespo Hermoso, un ferroviario de raza nacido  el año 1906,  poco  después de que  el  fundador del socialismo español y de la Unión General de Trabajadores (UGT) ganase una concejalía en el Ayuntamiento Madrid, mientras Francia y España se repartían Marruecos en la conferencia de Algeciras y oficiales del ejército español incendiaban las imprentas de Barcelona.

Por circunstancias de la vida, Víctor Crespo vivió hasta el día de su muerte  conmigo y con  mi familia en el piso donde nací y me crié, frente a la estación de ferrocarril de un pueblo del cinturón industrial, al norte de Barcelona. Era tío carnal de mi padre. Enviudó precozmente en plena posguerra.

El tío Víctor era un vallisoletano alto y fuerte, de cara ancha, y extraordinariamente elegante. Vestía siempre  traje gris impecable, camisa blanca, chaleco y corbata. Antes de salir a la calle se cubría el poco cabello que le quedaba  con una txapela negra, que se calzaba un poco ladeada hacia la izquierda, lo justo para conferirle una singular elegancia republicana.

Guardo en mi memoria infantil y  adolescente  la imagen de mi tío Víctor antes de salir de casa,encajándose la boina con gesto castizo,  junto a los recuerdos de la  efervescencia política de finales de los 70 y principios de los  80.  Por aquellos años supe  que el tío Víctor militó, desde que tuvo uso de razón, en el PSOE y en la UGT y  que,  a causa de su compromiso político y sindical, sufrió cárcel en los años de la Guerra Civil. Se negó a trabajar para la industria  armamentista de los golpistas, de modo que,  una vez finalizada la guerra, le condenaron a destierro laboral, por lo cual  recaló en  Cataluña por imperativo legal.

Mientras veía “el parte” de la televisión de la transición,  en ocasiones el tío Víctor comentaba en voz alta las noticias y no podía contenerse en realizar  un sugerente ejercicio de política histórica comparada. Así, por ejemplo, decía que Largo Caballero era como Alfonso Guerra, o que Indalecio Prieto era igual que Felipe González, y que qué pintaba Manuel  Fraga ahí, en el parlamento,  porque era peor que Calvo Sotelo y que Franco.

Gracias a mi tío Víctor, antes de cumplir los 18 años yo ya  conocía nombres como Manuel Azaña, Niceto Alcalá  Zamora, Negrín, Durruti, Lerroux, La Pasionaria, Kindelán, Don Miguel de Unamuno (cuando le nombraba enfatizaba mucho el Don),  el General Sanjurjo,  Julián Besteiro, El noi del sucre, Ferrer i Guardia,  Primo de Rivera, Calvo Sotelo… O  términos como CEDA, Frente Popular, POUM,  Brigadas Internacionales,  Casas Viejas, Requetés, Revolución de Asturias, Sucesos de la Telefónica…

El  23 de Febrero de 1981 el tío Víctor no se despegó un solo minuto de la tele y no se lo oyó decir una palabra, hasta que a las tantas de la madrugada apareció el Rey en la pantalla. Entonces se levantó de la silla y exclamó, en un hilo de voz  “¡Bueno, a dormir, que es muy tarde!”.

Reaccionó de modo muy diferente la tarde de 28 de octubre de 1982. Estaba exultante. En sus ojos viejos  brillaba una ilusión retrospectiva, entre nostálgica y justiciera, como si le hirviese muy adentro  toda la rabia que fue  capaz de contener durante cuarenta años de represión y, en ese instante, el momento en que vio a su líder saludando a los militantes desde aquella icónica ventana de la madrileña calle Ferraz -con el puño alzado, ayudado por  Alfonso Guerra-   surgiese como el vapor de un geiser  toda esa energía de anhelos rotos,  acumulada y retenida  pacientemente a lo largo de los años oscuros.

El tío Víctor permaneció siempre fiel al PSOE. Los golpes de timón, las necesidades de la real politik, las traiciones a las promesas  y  a  la clase trabajadora no fueron óbice para que, durante toda su vida, acatase disciplinadamente las directrices de los líderes socialistas, de manera que cada convocatoria electoral, en cuanto llegaba por correo la papeleta de su partido, él  preparaba su sobre, que posaba como si fuese una reliquia de Pablo Iglesias  en la mesita de noche hasta el día en que, vestido de impecable terna gris y tocado con su boina negra ,  se llegaba hasta el colegio electoral  y  lo introducía en la urna.

Sin embargo, cuando mi tío Víctor hablaba de los socialistas contemporáneos, no les reconocía como tales, aunque les votaba. Quizás porque votarles era mantener un compromiso con la Historia, con la Historia de los trabajadores de nuestro  país y, sobre todo, con su propia Historia. Porque, probablemente,  no votarles significaba para él despreciarse a sí mismo; lanzar al cubo del desecho  el sacrificio que realizó en aras de las ideas representadas por unas siglas. Quién sabe. Nunca se lo pregunté.

Mi tío Víctor votó que a la OTAN, de entrada, Sí, aunque  era antimilitarista; votó una y otra vez al PSOE, a pesar de la reconversión industrial salvaje; a pesar de las dos huelgas generales que convocó su sindicato, la UGT; a pesar de la deriva liberal que criticaba en casa una y otra vez; a pesar de Filesa; a pesar de la guerra sucia del Estado contra ETA, en la que estuvo involucrado el hijo de un viejo compañero suyo, con una alta responsabilidad en la administración del Estado en Euskadi... Y ya no pudo ver más, porque mi tío Víctor murió en una cama del Hospital del Valle Hebrón en 1990. Tenía 84 años. Le acompañaba  mi hermano. Murió por la noche, mientras dormía.

Estos días de Octubre de 2016 buscaba información sobre la historia del Partido Socialista Obrero Español  para intentar entender lo que está ocurriendo. A pesar de todos los sapos de incoherencia ideológica y política que mi tío Víctor se tragó durante las dos legislaturas felipistas  que vivió, nunca me explicó un hecho que tuvo que vivir  con gran agitación en Septiembre de 1923, recien cumplidos los  17 años.  En esa fecha,  el General  Miguel Primo de Rivera, con el beneplácito de Alfonso XIII, se hizo con el poder e instauró en España la primera  dictadura militar del siglo XX.

El PSOE apoyó oficialmente al gobierno presidido por el General golpista.

Este hecho supuso la ruptura del partido, el nombramiento de Largo Caballero como miembro del Consejo de Estado y la subsiguiente dimisión de Indalecio  Prieto en la comisión ejecutiva. “Serenidad Trabajadores. Serenidad y reflexión pedimos a nuestros compañeros”, recomendaba la dirección del  PSOE.

En agradecimiento a la colaboración del PSOE y de la UGT con el gobierno dictador, el General Miguel Primo de Rivera mantuvo en la legalidad al PSOE;  fue  la única formación política permitida en España durante los siete años de dictadura militar.

Quizás mi tío Víctor era todavía demasiado joven como para retener en su memoria estos hechos; quizás   la infamia que supuso semejante apoyo  y  la traición a los ideales republicanos y a la clase trabajadora le avergonzaban tanto, que jamás se refirió a ellos.

De cualquier modo, estoy convencido de que, si hoy viviese, tal y como era su costumbre, el tío Víctor no habría podido resistir la tentación de realizar el preceptivo  análisis a través de su método infalible de historia política comparada. Puedo imaginármelo sentado  frente al televisor, chasqueando la lengua, balanceando la cabeza negativamente y exclamando, con vieja resignación y  profunda tristeza, “esto es igual que en 1923, cuando Primo de Rivera”.

jueves, 20 de octubre de 2016

El grillo en el jardín



La realidad nos pone a prueba cada día. La realidad nos examina. 

Los acontecimientos que conforman la  actualidad  analizan y comprueban  el grado  de resistencia con  que están fabricadas  las contradicciones que arrastramos  en  nuestra cotidianidad.Los hechos  y las opiniones que emitimos sobre ellos  a menudo  quiebran, como grietas en una columna,  las convicciones y los valores que nos  sostienen. 

Dice Amador Fernández-Savater que “las verdades éticas no son descripciones del mundo, sino afirmaciones a partir de las cuales lo habitamos y nos conducimos en él”.

Es decir, que podemos dibujar, relatar o explicar el mundo que nos rodea y los acontecimientos que en él se suceden. Podemos hacerlo de muchas maneras,  desde determinados ángulos o intereses, pero ninguna de los relatos que seamos capaces de construir  expresará objetivamente nuestra posición ante los hechos, la coherencia  entre lo que decimos y lo que hacemos, entre nuestros pensamientos y nuestras actuaciones, porque  la única manera de mostrar quienes somos es nuestra actitud  diaria, el modo como habitamos el mundo. 

La frase de Fernández-Savater  forma parte de un pequeño universo aforístico  que  puebla el tablero de corcho de una las paredes de mi lugar de trabajo. La leo cada mañana, cuando levanto los ojos del ordenador, cuando me los froto para aliviar el cansancio, cuando me quedo en blanco, cuando me harto de escribir banalidades, cuando, por enésima vez,  intento memorizarla sin conseguirlo. 

Hoy, ese pedazo de papel insignificante que la contiene me grita a cada instante, y su canto ocupa toda la jornada. Se ha transformado en el  “Grillo constante” de  Mario Benedetti, en la conciencia incómoda, persistente,  “inmóvil en su dulce anonimato, canta nuevas certidumbres/ mientras hago balance de mis yugos […] / canta el grillo durable y clandestino […] / mientras distingo en sueños los amores / y los odios proclamo ya despierto / implacable rompiente soberano / el grillo canta en nombre de los grillos / la ansiedad de saber o de ignorar / flamea en la penumbra y me concierne / pero no importa desde su centímetro / tenaz como un obrero canta el grillo ". 

No lo voy a nombrar. Para mí se ha convertido en el innombrable. Él es el ser sin nombre, el no persona. Él, para otros, sigue siendo un héroe, un semidios contemporáneo que nos rescató del atraso y colocó a España en el mundo. Para mí es un traidor; la persona cuyas decisiones desbarataron las ilusiones de tres generaciones: la que vivió la Guerra Civil, la de sus hijos y la de sus nietos.

Cuando todo estaba por hacer, Él pudo haber orientado su política hacia una sociedad justa, de hombres y mujeres libres, y hoy estaríamos viviendo otra realidad. Pero  optó por la amnesia histórica, por  ponernos en brazos  del dinero y convertirnos en una masa embrutecida que, gracias a la ignorancia sembrada durante esos años,  ha terminado por encumbrar al poder  a una cuadrilla de delincuentes. 

El periodista Carlos Carnicero decía ayer mismo en twitter que Él había sido el artífice del estado del bienestar en España, y que -poco más o menos-  solamente por eso le debíamos agradecimiento eterno y perdón prospectivo,  antes incluso de pecar. 

Lo decía al hilo de los hechos ocurridos a las puertas de la sala Francisco Tomás y Valiente de la Universidad Autónoma de Madrid, donde Él y su manijero Juan Luis Cebrián se disponían a  impartir sendas conferencias. Como es sabido, un grupo de jóvenes bloqueó la entrada increpando a los conferenciantes e impidieron con su acción que la conferencia tuviese lugar. 

Más allá de la reacción de los  grandes medios de comunicación, que actúan y dictan la realidad según su cuenta de resultados y las sugerencias del poder, el hecho es que han sido multitud quienes, al margen de sus filias partidistas, han censurado esta acción bajo el argumento de la sagrada libertad de expresión.

Es decir, estemos o no estemos de acuerdo con Él y su manijero, tienen todo el derecho a expresarse, porque si lo impedimos estamos cometiendo un acto tiránico, propio de fascistas. Más allá de lo noticiable, la cuestión se ha convertido para mí  en  un problema ético que probablemente no resolveré.

Por una parte defiendo que toda persona tiene derecho a expresar libremente su parecer. De hecho, sin ese derecho la  democracia y cualquier concepción de libertad no serían más que un engaño. Otra cosa es si en  la sociedades llamadas libres nos podemos permitir el lujo de ofrecer tribuna y libertad a quienes demuestran con sus hechos y sus opiniones que están dispuestos a hacer lo que sea necesario para que solamente se escuchen determinadas opiniones o ideas; para que las suyas se escuchen más altas y con más frecuencia que otras, porque manejan los resortes del poder; o para que las ideas y las  opiniones contrarias apenas se difundan, con el único  fin de secuestrar nuestra soberanía y mantener los privilegios de una minoría a la que la libertad de expresión y la libertad de los pueblos les importa un pimiento. 

Él y su manijero Cebrián son un buen ejemplo. Su diario y el grupo de comunicación que dirigen orienta, gracias a la sacrosanta libertad de expresión,  la opinión de las personas,  ofreciendo a sus lectores y a su audiencia una actualidad desviada e interesada, que responde a intereses económicos particulares, igual que hacen otras cabeceras o grupos mediáticos quienes, por otro lado, demonizan a diario regímenes de otras latitudes que practican la misma estrategia. 

Por eso, ante los hechos acaecidos ayer en Madrid, yo invoco el derecho a la defensa legítima y a la  rebeldía, recogido en el preámbulo de la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, frente al artículo 19 de la misma declaración, que recoge el derecho a la libertad de expresión. Porque cuando la libertad de expresión se utiliza con el objetivo de  neutralizar todos los derechos reflejados  por el resto de artículos de la Carta Magna Universal, entonces se convierte en una arma contra las mujeres y los hombres que pueblan el mundo. 

Con esto no resuelvo mi problema. Es más, se convierte en algo más complejo, porque ¿quién coño me creo que soy yo para enarbolar verdades éticas con tanta rotundidad? ¿Estaré yo equivocado? Si tuviese oportunidad ¿Me convertiría en un tirano censor? ¿ Él y su manijero actúan como actúan y dicen lo que dicen por nuestro bien? Y sobre todo ¿Tendrán Él y su manijero grillos en su jardín? Y si los tienen ¿Abren la ventana para escucharlos? ¿Les permiten cantar?

lunes, 17 de octubre de 2016

Homero, Suecia y el whisky de mi cuñado



Soy ese tipo de cuñado que se bebe el whisky bueno cuando va de visita. Sobre todo  cuando voy a casa de la hermana de mi esposa,  que  es, con diferencia, la casa que mejor bodega dispone de toda la familia. 

Acostumbrado como estoy al Dewar’s White Label,  cuando les visito bebo whisky de verdad, el whisky que beben los escoceses en lo más profundo de sus highlands. De ese modo, gracias a la generosidad de mi cuñado y a la sabiduría picta, recupero  mi fe en la especie  humana y en la familia, porque salgo de su casa redimido de todo pesimismo, aliviada de misantropía mi negra conciencia gracias al calor y al sabor ahumado de la turba y de la malta añeja. 

Mi cuñado, como buen ingeniero que es, se pirra por la tecnología. Una de sus pasiones son los coches. No hay visita a su casa en la que, copa va y copa viene,  dejemos de invertir unos minutos en hablar sobre ellos. A menudo, el tema  acaba con un debate recurrente entre nosotros; un debate en el que ambos conocemos de antemano los argumentos de cada cual y ambos sabemos que ninguno acabará convenciendo al otro. 

Hacia la  tercera copa de Macallan 18 años, y mientras me muestra la fotografía de un Aston Martin Vanquish 2015, me  suele decir. “mira,  esto sí que  es una auténtica obra de arte, lo que daría yo solamente por tocarlo”. Entonces le respondo. “No, escucha, estoy de acuerdo en que  el cochecito en cuestión es  una hermosa obra de ingeniería,  y que me gustaría conducirlo, pero, por mucho que sea el coche de Bond, James Bond,  no es una  obra de arte, porque  el arte es otra cosa”.

Y ahí es cuando se precipita al vaso  la cuarta copa y nos enzarzamos los dos cuñados en una disputa sin  fin, que solamente interrumpe  él, cuando finalizado el penúltimo trago,  me propone probar un poco de Talisker 18 años, con toques ahumados de turba y algas marinas. “Otra auténtica obra de arte”, me dice. En ese caso no discuto; cancelamos la controversia, muestro mi total acuerdo hacia  su  última aseveración  y nos bebemos con  sumo placer  la quinta. 

Creo que algo similar a una discusión entre cuñados bien pimplados le sucede a los miembros del jurado de la Academia Sueca a la hora de argumentar sus filias y sus fobias hacia los candidatos a premio Nobel,  que  llegan a su mesa  procedentes de los más insospechados centros de influencia internacionales.

Por lo  que se ve, en esta última edición iban bien servidos de whisky. No voy a entrar ahora en el anacronismo de estos premios, o en la dudosa  áurea universal de santidad infalible que imponen a quienes los obtienen, ni siquiera en la misoginia de que hacen gala, muy en consonancia con la homofobia que ostentaba  el último  Nobel español. Lo que quiero decirles a los miembros de la academia es lo mismo que le digo a mi cuñado, pero sobrio. 

Miren, una canción es una canción, por muy inspiradora, bella y reveladora que sea. Les diré más. Una canción puede ser  también una obra de arte, y Robert Allen  Zimmerman ha sido uno de los más prolijos maestros  en el arte de componer canciones. Quizá por eso tiene en su haber todo el reconocimiento global, no solamente a tenor de las ventas de sus discos, sino a la vista de los numerosos premios de la industria discográfica que ha recibido  a lo largo de su fructífera trayectoria musical.

El ascendente artístico, cultural e ideológico  y la influencia de  Bob Dylan  sobre sus contemporáneos y sobre futuras generaciones es indiscutible. Pero, atiendan ustedes, señores de la Academia Sueca: se pongan como se pongan, Bob Dylan no es el Homero contemporáneo, tal y como titulaba hace un par de días un periodista de La Vanguardia. Entre otras cosas porque  Homero es, desde hace ya muchos siglos, un gigante de estatura inalcanzable tanto para escritores como para músicos. Porque si a  Homero nunca le hubiesen dado un Grammy. ¿Por qué le dan un premio literario a un músico? 

Y es que da la sensación de que determinados productos o  actividades humanas necesitan del marbete de artísticas, poéticas o literarias para poder  prestigiarse, como si en su  ámbito  no pudiese hallar determinados atributos que son propios y exclusivos del arte y  que ayudarían a mudarse   a algunos  profesionales virtuosos  al mismísimo Olimpo donde residen los grandes pintores, poetas, escultores o músicos. En realidad, lo que ocurre es que estamos ante la expresión inconsciente de un complejo de inferioridad sin resolver  y, como todos los complejos, tiene difícil curación.

Una posible remedio  pasaría por la creación  de  premios en cada uno los ámbitos suficientemente prestigiados como para que no se produjesen estos ridículos carnavales, aunque  bastaría  con provocar la caricatura para delimitar  adjetivos, halagos y campos semánticos. 

Voy a proponer a Balón de Oro de esta temporada a Don Mariano Rajoy,  por todos los goles que nos ha metido sin bajarse del autocar  y su gran habilidad para burlar el fuera de juego. También propondré a los Grammy al portero Stegen, por su  gran cantada ante el Celta de Vigo.

Ya  más en serio, había pensado también que el próximo año podríamos darle el  premio  Cervantes  a  Joan Manuel Serrat; el Nacional de Poesía a Manolo García; el Princesa de Asturias de las letras a Juan José Benítez,  y  el Nacional de Narrativa a Albert Rivera, por su capacidad para mentir construir ficción.

También podríamos darle el Nobel de Física al escultor Jorge Oteiza, por su maestría a la hora de tratar la materia. El Nobel de Química podría ser para  Ferran Adrià, por la utilización de  elementos de la tabla periódica en los fogones, con resultados más que onerosos... 

Sin embargo, quizá no sea necesario hacer caricatura. Basta con echar un vistazo a la realidad. El pasado 20 de mayo, la Universidad de Granada  invistió doctor Honoris Causa al cantante Miguel Ríos “por su aportación a la cultura y a la historia de la música universal”. Yo me  sé de memoria su Rock &  Rios.  El día 6 de septiembre de 1983 llegó a Barcelona en la gira “El rock de una noche de verano”. Yo tenía entonces 19 años. Era mi primer concierto. Lo disfruté con mi hermano junto a más de 100.000 personas que abarrotamos la Avenida María Cristina. De vez en cuando todavía tarareo su ‘Santa Lucia’, o su ‘Blues del autobús’  y cuando me pongo nostálgico o protesto contra el tiempo implacable, lo escucho en casa a todo volumen.

Me pregunto cómo  se sintieron  ese extraño día de mayo los profesores sin plaza de la Universidad de Granada, o  los investigadores que  malviven y se humillan a diario  con poco más de  1.000 euros al mes para poder sacar adelante  su tesis doctoral y su carrera académica. 

A principios de este siglo, la Facultad de Náutica de Barcelona  decidió inaugurar el curso académico con una  lección del gaditano  Ismael Beiro,  el ganador de la primera edición de Gran Hermano,  más conocido como el Pisha. (Esto es absolutamente verídico). La sala noble de la facultad jamás vio tantas cámaras y tantos periodistas.

El decano de la facultad argumentó que, aprovechando que el ínclito Pisha era Técnico Especialista en la rama Marítima-Pesquera, Diplomado en Marina Civil  e Ingeniero Superior Marítimo por  la Universidad de Cádiz,  su calidad de campeón de la telebasura le confería  el honor de impartir la lectio prima, por encima de cualquier otro científico, ingeniero o intelectual, por muchos méritos que éstos pudiesen atesorar. Así, de ese modo, daba  a conocer a toda España  su facultad y las titulaciones que allí se estudian 

No sigo, porque los ejemplos se agolpan y porque temo que mi cuñado  advierta, por fin, de  que en realidad soy un peñazo, no vaya a ser  que me cierre el grifo y no pueda volver a probar esas obras de arte escocesas de 49º, de delicioso regusto ahumado  con reminiscencias marinas que guarda en el mueble-bar de su casa.

jueves, 13 de octubre de 2016

¡Viva España! ¡Visca Catalunya!



En “El hombre de las mil caras”, la excelente  película de Alberto Rodríguez sobre la rocambolesca y españolísima historia de la detención de Luis Roldán, hay un momento inolvidable, equivalente a esos míticos  diálogos  que uno puede disfrutar en  ‘El Padrino’ de Coppola.  

Entre las sombras  de una  penumbra admonitoria, charlan frente a frente Francisco Paesa (Eduard Fernández)  y Osorno (Emilio Gutiérrez Caba)  antiguo camarada de viejas misiones  al servicio de Ministerio del Interior y del  CNI. En esa conversación, repleta de tensión contenida, amenazas sobreentendidas, compañerismo cínico  y laconismo armado,  Francisco Paesa le invoca a su interlocutor nada más y nada menos que la patria.  Osorno le responde, con media sonrisa sardónica, que  su patria  es el dinero. 

Ayer, escuchando a según quién hablando  con pasión  lacrimógena de la fiesta nacional,  recordaba esta escena debido, probablemente,  a que todavía retengo la  imagen del banquillo de los acusados de la trama Gürtel,  en el que se sienta  lo bueno y más granado del PP, uno de los partidos políticos  más patrióticos con que cuenta España. (El PSOE y C’S  le van a la zaga).

 Según consta en el sumario, el PP viene distribuyendo desde el año 1999  un Power Point muy patriota en el que  informa y  forma a su alcaldes sobre cómo malversar  fondos públicos  y sobre las estrategias  más discretas y efectivas   para  estafar al fisco, o sea, la mejor manera de impedir que tengamos mejores colegios, mejores hospitales y pensiones para nuestros jubilados. 

El incendio  que podría haber provocado esta noticia - ilustrada por el diario El Mundo con las mismísimas diapositivas del crimen - ha sido convenientemente sofocado y  no ha trascendido más que en algún medio de comunicación.  La existencia probada de un método con que una organización política ha venido delinquiendo durante 20 años de manera sistemática  y perfectamente organizada,  debería ser motivo más que suficiente como para ilegalizar al PP o, en su defecto, para  imputar y condenar  a los más altos  dirigentes que la auspiciaron, promovieron y ejecutaron, con el único objetivo de enriquecerse a costa del erario público, del dinero del país, incurriendo, en definitiva, en un delito de alta traición. 

Algo parecido vivimos a diario en Cataluña, donde el heredero de la mafia Pujol- Ferrusola, el jefe del partido patriótico  que ha esquilmado a los catalanes durante décadas, después de la huida en helicóptero desde el mismísimo Parlament catalán entre un grupo de manifestantes que le increpaban, y ante el peligro de perder el poder,  decidió  disfrazarse de  Macià resucitado,  escondiendo  debajo de la estelada, de multitudinarios  11 de Septiembre  y en la axila de su brazo en alto,  toda su mierda y el grueso  del botín. 

Recuerdo especialmente un 12 de Octubre en el que el gobierno de PP  izó una descomunal bandera española en la madrileña Plaza de Colón,  candidata sin duda a formar parte del libro Guiness de los records. Por aquellas  fechas, las tarjetas Black  de Caja Madrid echaban humo y el PP y sus cómplices  engordaban a destajo sus bolsillos a cuenta de los españoles, votantes del partido incluídos.

Era la época dorada de la malversación y  la rapiña patriótica. Por aquellos días, dos conocidos patriotas,  José Mª Aznar y  Jordi Pujol, se reunían en el Hotel Majestic de Barcelona. Ninguno de los dos, ni sus herederos políticos,  pisarán la cárcel. Me los puedo imaginar negociando entre la penumbra de las sombras, esbozando los mismos gestos que Paesa y Osorno, susurrando  en complicidad íntima, “amigo mío, amic  meu, nuestra patria es el dinero.”