He tenido una
pesadilla horrible. Soñaba que, gracias a la manipulación genética, una empresa había
conseguido eliminar el azufre de la
cebolla con un doble objetivo: que al cortarla no nos haga llorar y, peor todavía, que después de su ingestión no
produzca mal aliento. De manera que tendríamos en las verdulerías y en los
hipermercados cebollas con forma de
cebolla, color de cebolla pero sin el sabor de la cebolla.
Di un respingo en
la cama tan violento que desperté a mi mujer. Me dijo que estaba sudando, que
había empapado el pijama, que qué me
ocurría, que si llamábamos al médico. “No, a quien hay que llamar es a un
profesional, para que liquide a esos tipos”, gimoteé. “Venga, duerme otro poco,
que hoy es sábado. No sé por qué no me haces caso y dejas de beber vino en la
cena. Después sueñas tonterías y mira cómo acabas”, sentenció. Se dio media
vuelta bajo las sábanas y siguió durmiendo.
Yo decidí levantarme y rápidamente entré en el estudio, conecté el ordenador y
googleé ‘¿Por qué pica la cebolla?’ Después
escribí en el buscador “¿por qué la cebolla tiene ese sabor?’ Y todos mis
temores se confirmaron. Unos japoneses han hallado el enzima que provoca el
picor y el sabor peculiar de la cebolla.
Parece ser que el sulfóxido de tiopropanal es el responsable de nuestros lloros cuando la cortamos, y también de
su sabor extraordinario. Eliminando una enzima, de nombre sintasa y etiquetada como LF, la cebolla no lo produce.
Según informa la agencia France Press, la empresa House
Food Group ha invertido más de diez años en esta barbaridad
y ya está desarrollando cebollas que no
pican, ni hacen llorar, ni dejan mal aliento. De manera que, efectivamente, dentro de muy poco tendríamos en el plato de
la ensalada, junto a tomates que ya no
saben ni huelen a tomate, cebollas que no saben a cebolla, y todo con la única finalidad de no llorar en la cocina o de neutralizar un aliento demasiado rústico para
nosotros, finos y delicados bípedos aspirantes a una burguesía aséptica, cuya máxima ambición en la vida es la defecación inodora.
Por eso estoy
apesadumbrado. La pesadilla se ha convertido en premonición fundamentada y finalmente en
constatación empírica. Desde la mañana de autos he pasado del terror de los malos sueños a la
rabia criminal, para caer finalmente en
la desesperanza y la depresión. Porque nadie es capaz de imaginar ni hacerse
el cargo de lo que supondría para mi este último mazazo a mi plato favorito.
Y es que no hay
nada equiparable. Ni el mejor manjar cocinado para un jeque, ni la esferificación
más sofisticada, ni siquiera las elaboraciones
más sabrosas y exclusivas de los mejores restaurantes del mundo pueden igualarse
a un plato de tomate picadito con cariño
en múltiples gajos, acompañado de media cebolla
blanca, brillante, bien fresca, cortada
en tiras con forma de luna en cuarto
creciente, más unas aceitunas aliñadas y
un buen chorro de aceite de oliva virgen extra, y todo sazonado con su poco de
sal gorda y su pizca de pimienta.
Junto al plato,
no puede faltar una copa de vino tinto, cosechero (para qué más), pero de rioja.
Solo escribirlo
se me hace la boca agua.
A la hora de comer este plato, hay que
respetar cuatro fases. La primera
consiste en pinchar con el tenedor, y en este orden, una aceituna; después un trocito de tomate y finalmente
un cuarto de luna. (Y un traguito de vino).
La segunda fase consta
de pinchadas constantes, a discreción,
de cebolla y tomate, o tomate y cebolla y de vez en cuando una aceituna. A mí, aquí,
en esta fase, me gusta coger las aceitunas con los dedos, y después chupármelos.
( Y un traguito de vino).
La tercera fase
consiste en utilizar el tenedor en forma de cuchara, porque ya, lo que queda en
plato, son los últimos restos de los ingredientes. Entonces se lleva uno a la boca
pequeños hilos de cebolla junto al caviar del tomate como si se tratase de una
sopa, porque todo está bien
mojado con el aceite de oliva, que chorrea sobre el plato en gotas de oro deslumbrante.
Y finalmente
llega la última fase, el momento cumbre, el instante delicioso de cortar un
pedazo de pan recién sacado del horno, crujiente y todavía caliente, y mojarlo sobre ese caldo
rojigualdo que ya no es aceite, ni jugo
de tomate, sino un engarce natural de los sabores más puros y sencillos que
nadie en ningún lugar pueda llegar a disfrutar y que me elevan por encima de
todo lo acontecido durante el día procurándome un gran placer.
No sé si ahora se
entiende el estado de postración en que me hallo después de saber que, en poco
tiempo, me voy a quedar sin tomates de
verdad y sin cebollas de verdad.
Solamente pido, reclamo, y si es necesario suplico a los científicos y a los emprendedores
del sector alimentario que no se
acerquen a los olivos, que se alejen, que
no escuchen a los imbéciles que comprarían, si existiese, aceite que no mancha. Porque aceitunas sin hueso ya
tenemos. Muchas gracias.
10 comentarios:
Se me ha hecho la boca agua.
Y he llorado. Por la cebolla que te hace llorar. Por el tomate que tiene sabor a tomate. Por el huevo dorado frito en aceite de oliva encima de cebolla pochada que te hace llorar.
¡Diana! ¡Qué buen rollo!
¡¡Besos !!
Pero qué manía con enmendar la plana a la naturaleza, con lo buenas que son unas cebollas como los dioses mandan, que te ponen tierno hasta el llanto, y unos tomates que no parezcan de plástico, y no sepan a plástico. Qué cruz.
¿Aceite que no mancha? ¿Pero eso qué coño es?
Porque:
"Ni el mejor manjar cocinado para un jeque, ni la esferificación más sofisticada, ni siquiera las elaboraciones más sabrosas y exclusivas de los mejores restaurantes del mundo pueden igualarse a un plato de tomate picadito con cariño en múltiples gajos, acompañado de media cebolla blanca, brillante, bien fresca, cortada en tiras con forma de luna en cuarto creciente, más unas aceitunas aliñadas y un buen chorro de aceite de oliva virgen extra, y todo sazonado con su poco de sal gorda y su pizca de pimienta.
Junto al plato, no puede faltar una copa de vino tinto, cosechero (para qué más), pero de rioja."
Amén.
¿Depresión por una cebolla? No fastidies...
Con las de Figueres no lloras.
¡Cuánta razón tiene tu mujer!...
Un abrazo,
Ester
Pues sí, Juan, así están las cosas. Nada de lo que fue, será. Ya tenemos generaciones para las que el tomate de verdad, el que vale la pena, es el ketchup
¡Salud!
Ester, sí, estoy realmente deprimido. Hoy no siquiera he podido levantarme de la cama. El viernes fui al médico y me pronosticó depresión severa. De hecho, me dijo que a él le pasó lo mismo cuando se dio cuenta de que el tomate ya no sabía a tomate. Lo superó a base de Rioja, porque todavía mantiene el sabor. Así es que no hay mal que por bien no venga. A mi me ha recetado jamón del bueno y trago de vino cada ocho horas, antes de cada comida, durante un mes. Ya te contaré
¡Salud!
Ah! y le he dicho a mi mujer que el vino ni tocarlo, que no entra por la seguridad social, y que si tiene sed que beba agua, del grifo
Recuerda, querido Mariano, que para evitar estas "enmiendas a la naturaleza", quiza NO debieramos tener (ni coger) todos los días del año en las baldas del supermercado ni tomates, ni cebollas, ni... muchas más cosas, porque lo contrario no deja de ser " una paradoja agronómica"... con el precio a pagar que conlleva (y nuestra tontuna por determinados "caracteres organolépticos" no hace más que agravar la película!). Besos
¡Muy cierto! Pero... ¿cómo renunciar, si está ahí, tan blanca, tan sabrosa, cada día... ?
Abrazos
Solo con voluntad DECIDIDA (porque alternativas nutricionales y nutritivas, y ricas, hay a mogollón.... Hay que QUERER hacerlo. Besos.
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