martes, 30 de agosto de 2011

Primer desmentido



No hace muchas horas, en una noche oscura de este nuevo siglo, bebía un whisky con dos hielos en vaso de plástico en inmejorable compañía a cinco metros medidos del mar mientras escuchábamos como las olas trillaban la arena y a lo lejos, en el horizonte negro, estallaba una fabulosa tormenta de relámpagos que iluminaba el límite oceánico de tal manera que, durante el instante de luz provocada por el rayo, millas de mar adentro se tornaba la noche en día.

En ese momento, cualquiera podría haber despreciado hogueras célebres, mártires de la ciencia, primigenios viajes de Estado, la pura verdad empírica y toda ley natural, porque contemplando aquel espectáculo yo juro, libre de conciencia, en pleno uso de mis facultades y sin necesidad alguna de tormentos, que tras los destellos lejanos que surgían de aquella magia sobrehumana, seguramente divina, ninguna criatura nacida en este mundo que tuviese las agallas- o la suficiente insensatez- de aproximarse hasta aquel punto fundamental de la existencia humana, podría encontrar más que un vertiginoso abismo de aguas refulgentes estrellándose en cascada formidable contra el averno desconocido en donde hallaría el dramático final de sus días sin poder dar a conocer a la humanidad que, efectivamente, la tierra es plana y que allí en donde finaliza sus dominios, en el fragor de la caída que sigue al precipicio de aguas y espumas saladas, se halla la forma más extraordinaria de belleza que nadie nunca ha podido ni podrá cantar.

jueves, 25 de agosto de 2011

Alta traición

Hubo un tiempo en el que a los ciudadanos a los que se les descubría trapicheando con información sensible de las naciones -ya fuese de la suya propia, de otra, o de las dos hacia una tercera... qué más daba si la bolsa era abultada- el susodicho o susodicha acababa ante un juez acusado de alta traición y posteriormente colgado de una soga, fusilado, o con un nudo de corbata, bien ajustado al cuello, al estilo Guillotine.

En el mundo de la empresa privada sucede tres cuartos de lo mismo. Las grandes multinacionales reservan una jugosa parte de sus presupuestos para hacerse con los secretos tecnológicos de la competencia, con su fuente de materia prima o sencillamente, con su próxima tarifa de precios. También se destina pasta gansa, por supuesto, para costear su servicio de contraespionaje, porque si lo hago yo, el otro no es manco. De manera que es fácil imaginar que en este negociete de confidencias al detalle y al por mayor no hay más reglas que las del mercado y a quien enganchan con las manos en la masa está jodido, bien jodido. Aquí no hay juicios que valgan: un buen accidente y a otra cosa, mariposa.

En lo que respecta a cuestiones empresariales, todo sigue igual. Ya se sabe: no es nada personal, solamente son negocios, y a las empresas mejor las dejamos tranquilitas, que ellas solas se regulan y saben lo que se hacen. Sin embargo, en lo que toca a las cuestiones de Estado, aunque cueste creerlo, las cosas cambian, y La Historia evoluciona. Hemos aprendido la hostia y ahora resolvemos los problemas de un modo mucho más efectivo, sin traumas nacionales, ni juicios sumarísimos y por supuesto, sin penas capitales, estaríamos buenos.

Kim Philbi, Mata Hari, Virginia Oldini, Burges, Hiss, Fuchs, Romeo, o hasta el mismísimo Galíndez ya forman parte de la historia de los dos últimos siglos. Hoy día estos audaces personajes habrían trabajado en el mismo sector pero con casco y arneses, es decir, con seguridad. O lo que es lo mismo, estarían al servicio de las grandes corporaciones financieras, que es donde siempre se ha cocido La Historia. Los llamados cabilderos americanos, los agentes de las agencias de rating, los brokes de bolsa, los directores de bancos, banquitos, cajas y cajitas; los secretarios de estado de economía, los directores de los bancos nacionales y continentales, los catedráticos de economía de las universidades ‘top ten’, los directores de agencias de seguros… o sea, todo el entramado global económico financiero no productivo que gana los millones de dólares cada día igual que si fuesen al río de noche a pescar cangrejos a mano, basa su negocio en la compra y venta de información, en la compra y venta de confianzas y voluntades, en colar mentiras o hacerse con soplos de la más alta sensibilidad para las economías de los países y, por extensión para los hombres y mujeres que los habitan.

Pero como nuestras democracias occidentales son muy racionales, reflexivas, civilizadas y la mar de listas, hemos pensado que en lugar de legislar y tipificar estas prácticas en el código penal como ‘alta traición’, con penas que acojonen un poquito al personal, lo mejor es que seamos responsables, maduros, que actuemos con serenidad y así, en cumplimiento del mandato de los españoles, reformemos La Constitución a golpe de decreto canicular con el fin patriótico de que a cualquier político español le sea del todo imposible cometer la tropelía de gastarse más de lo que ingresamos, aunque sean necesarios médicos, hospitales, maestros, colegios, universidades, investigadores, carreteras, subvenciones y todo tipo de ayudas.

Eso sí, habrá que redactar una disposición en alguno de los puntos del nuevo artículo en el que se especifique que, en el caso de quiebra o agujero del copón de alguna/as entidad/des financiera/as, el Estado proveerá de la liquidez necesaria, sea cual fuere el motivo, esté como esté la caja del tesoro e independientemente del nivel de déficit que en esos momentos sufra el país. Más que nada para no llevar a nadie a engaño y hacer las cosas con la máxima transparencia posible, como es el deseo de esta cámara y por ende, de la soberanía popular. Es más: los españoles y las españolas pueden estar absolutamente convencidos de que el cumplimiento de esta nueva norma de nuestra Carta Magna será imperativo, de que caerá todo el peso de la ley sobre quienes la incumplan, lo cual -que a nadie le quepa ninguna duda- llevará a la nación a la codiciada meta del cumplimiento de casi todo lo que hasta hoy no se ha cumplido jamás, como por ejemplo, el derecho al trabajo y el derecho a la vivienda.

Well done, boys!.

sábado, 20 de agosto de 2011

El diario del Santo Padre, en exclusiva




Leyendo al gran Antonio di Benedetto esta semana le daba vueltas a la cosa de la eternidad. Su Silenciero dice que la eternidad es la sucesión infinita de instantes. O sea, que de algún modo, todos somos eternos si, primero, somos capaces de considerar lo eterno como un espacio inmensamente inmenso de tiempo y, segundo, considerar que, por muy cortita que sea nuestra vida, vivimos tantos instantes como para sumar con todos ellos algo equivalente a un infinito particular y doméstico en el que no han dejado de ocurrirnos cosas. Quien no se consuela es porque no quiere. Pobre Silenciero.


Tiraba de este hilo cuando se me coló el Pastor Alemán Benedicto XVI, que ya parece Belen Esteban en sus mejores tiempos, porque no hay dios que se pueda abstraer de su acampada junto a la legión global de jóvenes alegres y combativos. (Por cierto, eso es una acampada indignada, y lo demás son hostias). Y como en lo que andaba pensando era en la idea de la eternidad, pues no me fue muy difícil llegar a mourinhizar al respecto de la imagen de un Dios eterno como un venerable anciano, entradito en años. ¿Por qué todo Papa que se precie- el recuerdo, el símbolo carnal y humano de la existencia de la vida eterna- debe ser un anciano renqueante, de movimientos lentos y torpes, voz débil, y mirada glauca? ¿Por qué nunca levanta la cabeza por encima de sus hombros?¿Por qué no camina erguido?¿Por qué se esfuerza en parecer más senil de lo que es? Nada de todos estos atributos nos lleva a dibujar la eternidad. Todo lo contrario. Enseguida pensamos “¡qué pocos instantes por sumar le quedan a este!” Y eso es lo que le debe pasar por la cabeza a alguno de los centenares de miles de jóvenes que estos días se corren de gusto al verle, al masturbarse por las noches pensando en la belleza con la que duerme al lado sin poder tocarla, al concluir que si hay algo eterno en la explanada madrileña del gran concierto católico-apostólico-romano ese es su propio futuro y su propia vida porque al que habla, la viva imagen (o la imagen viva) de la eternidad, le quedan tres telediarios muy bien cronometrados.

Después de esta diarrea mental, más ligero de intestinos que Escrivá de Balaguer en Cuaresma, me dio por intentar entender a este hombre, o estos hombres, que a lo largo de la Historia pontifican creyéndose a salvo de yerro, equivocación o pecado. A este hombre que dice, sin que en la cara le aparezca el más mínimo reflejo del color de sus zapatos, que no está bien que nos creamos dioses, porque la exclusiva la tiene él. Pensé en escribir su propio diario, como si yo fuese el mismísimo representante de Dios a la tierra, en primera persona. Lo escribiría on line, es decir, como si a cada momento vivido de la visita a Madrid el Santo Padre tuviese en las manos una bendita Blackberri en la que, al empezar su baño de multitudes a través de las calles, dentro de su papamovil, escribiese, por ejemplo



"No es porque yo lo quiera. Es todo voluntad de Dios. Ahí los tengo, postrados a mis pies. Desde aquí ni siquiera me parecen hombres, o mujeres. Todo es una larga procesión de colores a derecha e izquierda; una larga cadena de voluntades que me pertenecen, que se extasía a mi paso solamente con levantar una mano y hacer con ella la señal de la cruz, y después sonrío tras este cristal con que Dios me protege, con mi sonrisa de anticristo. (Cuando era Obispo, Inquisidor general y profesor en la facultad de teología, creía que mi incapacidad para sonreír amablemente me imposibilitaría llegar a lo más alto y tener más cerca que nadie a mi Señor. Pero el tiempo y la experiencia me hicieron ver que no hay nada que se interponga entre yo, Dios y las voluntades de ambos. Nadie escribió nunca en ningún libro de leyes, humanas o divinas, que a un hombre con dientes de perro y risa de sádico hay que negarle el trono de Pedro.). Míralos. Con cada cruz que trazo en el aire abochornado de este camino, esa masa coloreada, esas dos hileras interminables de luces que flanquean mi desfile entra en éxtasis. Ahora mismo podría pedirles cualquier cosa. En verdad os digo que cómo no voy acabar creyendo, después de años experimentando el cumplimiento de todos mis deseos, como si el mismísimo Dios hubiese escogido este cuerpo para reencarnarse. Me besan reyes y reinas, gobernantes, banqueros, militares de los más altos rangos, y niños, muchos niños, que nunca me falten los besos de los niños.


“Ya falta poco para que finalice el paseo. En unos minutos estaré sentado de nuevo bajo el palio y desde allí, durante unos breves instantes, haré como si les viese a todos mirando a lo lejos, hacia la línea más lejana que encuentre, y yo pensaré que el mundo entero me observa, y me sentiré bien, en paz con Dios, y dibujaré con el índice la enésima cruz del día, y después de que se haga el silencio entonaré con mi mejor voz de anciano conmiserado, pastor sabio, abuelo universal, la bendición urbi et orbi, y para entonces seré un poco más Dios y todos los demás un poco más hombres. Esta es mi eternidad. Lo demás un cuento chino. 'Vamos', le digo al guardaespaldas.

domingo, 14 de agosto de 2011

El voyeur



Era tan hermosa la visión de los dos puntitos morados, uno al lado del otro, sobre la espalda desnuda, bronceada, limpia de toda erupción, delimitada por los tirantes del vestido floreado, que decidí no decir ni hacer nada. No quise avisar a la mujer que tomaba, despreocupada, una bebida refrescante sentada a la orilla del mar, mientras la brisa del atardecer de agosto le despeinaba ligeramente los cabellos lo justo para proporcionarle el alivio de la canícula y descubrirme, a mí, a quien no veía, a mí, en quien jamás repararía, el cuello frágil, la tentación del crepúsculo, el pecado propiciatorio de virtuosos y malditos.

No le dije nada. De hecho, ni siquiera hice por verla el rostro. Me daba por satisfecho con poder observar, sin que ella se diese cuenta, la piel del torso salpicada casi imperceptiblemente por las dos pequeñas marcas circulares cuyo origen yo conocía perfectamente, separadas pocos centímetros una de otra, como si de dos lunares se tratase.


Tampoco di aviso a la autoridad competente, aunque desde el primer instante en que las vi supe cual era su procedencia y hasta el modo en que aquellos dos estigmas se habían producido.


Probablemente, en pocas horas, aquella doncella que aliviaba, despreocupada, la sed y el bochorno a orillas del mar, recibiría poco después de la medianoche, la visita de una criatura fascinante, superviviente de la historia, transformado en elegante caballero que doblaría las rodillas ante el lecho descuidado del apartamento de verano como un guerrero de la antigüedad, como un amante dolido, para saciar el hambre y ahuyentar la soledad con la sangre dulce de aquella bella dama de agosto.


Y yo iba a seguir a la mujer durante la noche, y me colaría en su alcoba, y en un rincón oscuro, a salvo de los indiscretos neones y de la impertinencia de la luz municipal, esperaría ansioso a que se produjese la invasión sigilosa del cuarto y la libación precisa ejecutada con extraordinaria delicadeza por el más triste amante de todos los tiempos, como si aquella enésima víctima, consecuencia de su existencia eterna, fuese todavía aquella primera mujer lejana en la que derramó el primer deseo.


Yo iba a estar allí para deleitarme con la visión de la pasión del beso afilado, con la destreza del amante experimentado y con el sonido del aire musicado a través de los labios encarnados de la bella desconocida que poco a poco perderían el color mientras a través de ellos se escucharía, probablemente por última vez, algo parecido al acorde quejumbroso de una viola libidinosa, en una trampa onírica de dolor y placer.

viernes, 5 de agosto de 2011

El callejón de los vivos

El ’carreró dels vius’ (el callejón de los vivos) no tiene nada de particular, excepto su nombre. Es una calleja estrecha que une dos vías principales del centro turístico de Torredembarra, una ciudad de la Costa Dorada catalana.


Yo lo he transitado alguna vez, solo, y no he tardado más de 20 segundos en completar el trayecto de su longitud. Al hacerlo he caminado despacio, casi casi arrastrando los pasos, como si en la calma consciente del paseo brevísimo aspirase a experimentar algún tipo de revelación exotérica en la que una presencia espectral me ungiese con facultades sobrehumanas, disfraz y nombre anglosajón de sufijo MAN, para que en el instante del brillo del rayo, el monótono funcionario cuarentón que veranea en la costa se convierta en el superhéroe de moda del litoral Mediterráneo, dispuesto a partirse el pecho por sus, otrora, semejantes: seres débiles de espíritu, inmaduros, incapaces de defender lo suyo ante la maldad sofisticada del perverso mercado.


Sin embargo, como se podrá suponer, todo esto no es más que el fruto de la fantasía; el efecto semántico que puede llegar a producir la fortuna del nombre de una placa que cuelga en lo más alto de una esquina, que bautiza un vulgar pasaje de apenas 30 metros de largo, metro y medio de ancho y que huele a orín mamífero, cuya única función, además de separar dos edificios y unir dos calles, es la de mingitorio postetílico o lienzo obra vista para artistas en ciernes que dejan su firma gravada en la pared antes de aprender a dibujar, siquiera, una O con un canuto.


Sea como fuere, mientras decenas de miles de turistas pasean con semblante agobiado el disgusto de su descanso a través de un entramado de calles sofocadas en el color del dinero, el callejón de los vivos derrama desde sus paredes una sombra fría que nadie -a penas dos perros, tres muchachos y un borracho- tiene intención de atravesar. A ver si va a resultar que estamos todos muertos, y que la vida es para quien levanta la pata y se mea en ella, para quien discurre los días de su existencia con la voluntad de dejar huella.