sábado, 28 de febrero de 2009

Las dos Españas del siglo XXI


Un grupo de intelectuales del siglo XX me hizo célebre gracias a un puñado de artículos que escribí inspirado por la absenta, la pasión, la melancolía y, a menudo, el desengaño. Por culpa de uno de esos artículos, los críticos del siglo pasado han escrito páginas y páginas sobre mí, sobre lo que yo pensaba y sobre lo que yo creía. Algunos de esos críticos han tendido puentes ideológicos entre mis escritos y la obra y el pensamiento de otros autores posteriores: grandes poetas, artistas que florecieron un siglo después de mi primera muerte, en los años gloriosos de la segunda República. Incluso me han incluido en los manuales de literatura, en los programas universitarios, tratándome unas veces como un estúpido romántico suicida y otras como agudo observador de la realidad. Por ambas versiones de mi yo, soy de obligada memoria para los estudiantes de las facultades de letras. Me consta, entro para examen. ¡Cuánto honor!

Uno de esos celebérrimos artículos es el que el diario “El Español” me publicó el día 2 de noviembre de 1836 y que titulé “El día de difuntos de 1836”. En él, entre otras cosas, escribí: “Aquí yace media España, murió de la otra media”. A raíz de esta frase, los sesudos catedráticos universitarios de las letras patrias establecen el inicio conceptual histórico del conflicto de las dos Españas que, un siglo más tarde, Antonio Machado, desarrollaría con bastante más fortuna que yo, y con no poco acierto prospectivo, desgraciadamente.

Hoy firmaría de nuevo, en los inicios del siglo XXI, esa frase y ese artículo, sin cambiar una coma. Pero lo haría para decir cosas muy diferentes. Son los misterios de las letras. La misma frase y el mismo autor; el mismo libro, el mismo artículo, punto a punto, coma a coma, adquiere un sentido y significado diferentes, gracias al tiempo, miserable, mágico y tirano. El país no es el mismo, ni las gentes que lo viven, o que lo sufren, así es que lo que escribí hace un siglo sirve para explicar cosas diferentes. Porque aunque es verdad que todavía andamos dándonos mamporros ideológicos a derecha y a izquierda y media España sigue siendo conservadora (incluidos nacionalistas) y la otra media no (o no tanto), ya no se resuelven las diferencias a base de guerras civiles o de asonadas militares en granjas o en bares, que hasta para zurcir golpes de estado hemos sido cutres.

Aun así, hay dos Españas, hijas ilegítimas de aquellas. Un indigente entra en una panadería porque tiene hambre y como el hambre no entiende de educación, porque para eso es hambre, le roba a la panadera, por la fuerza, una barra de cuarto, con tan mala fortuna que, en el forcejeo, la barra se parte por la mitad y el hambriento ladrón del siglo XXI europeo -aunque la escena parezca sacada del 'Lazarillo-' se queda en la mano, solamente, con la mitad de tan valioso botín: media barra de pan de cuarto de kilo. La policía le detuvo. Meses después se dicta sentencia y le cae al pobre hombre un año de prisión sin fianza, por el peligro social que supone (La panadera se debió de quedar a gusto con la denuncia. Podría enviar currículos a empresas de seguridad. Se la iban a rifar para darle un puesto en Caja Madrid). Trabajadores de una empresa de neumáticos, con las legañas todavía en la cara, oyen como un par de guardias de seguridad, grandes como armarios, les piden el nombre y apellidos a la puerta de la fábrica. “¡Fulano de tal! Vale, para casa. ¡Mengana de cual! , venga para casa, vayan circulando que aquí no hacen nada” Así es como se despide a la española en el siglo XXI europeo. En medio de la crisis y del aumento alarmante del paro, trabajadores de todo el país andan recogiendo firmas, azuzados por un par de cadenas de televisión, para conseguir que se restaure la cadena perpetua a raíz del asesinato de una pobre muchacha a manos de su ex novio, ambos, muerta y asesino, carne de reality show, arte y parte de la audiencia de los mismos programas que ahora se han convertido en promotores de una campaña por una nueva legislación criminal, los mismos programas que ganan dinero fresco con la carne morbosa de la ignorancia, la incultura y la inocencia de la miseria ajena. A raíz de la campaña, hasta el presidente del gobierno ha recibido a los padres de la muchacha, a sabiendas de que para restaurar la cadena perpetua es necesario reformar la Constitución… Y así transcurre la vida de media España europea del siglo XXI, entre productos del Dia, tirones de pan, despidos, ejecuciones de hipotecas, y asesinatos de género emitidos por TDT.

En la otra media, los ministros de izquierdas se van de montería a 6.000 euros el puesto y 3.000 euros la pieza, y los jueces también. Los diputados de un partido espían a diputados de su mismo partido y, después, filtran a los medios de comunicación dosieres y grabaciones sobre sus corruptelas y mangoneos. Representantes del pueblo en Madrid y Valencia trafican con el dinero del pueblo, y aunque les han pillado con las manos en la masa y el armario repleto de trajes, lo niegan, y amenazan al juez que lo ha descubierto, casi con la horca, si no deja de investigar. Y sus oponentes, que también son representantes del pueblo, se jalean a si mismos en el parlamento español, por lo cojonudos que son, al grito de torero torero. Un político gallego le llama maricón a otro político gallego. Un nacionalista del norte, que lleva años con el raca raca de la independencia, ahora dice que, sobre todo, es un buen gestor. El alcalde de Madrid, tan liberal y centrista, acaba de regalarle a Rouco Varela -el jefe de la emisora de radio que le difama sin descanso- 25.000 metros cuadrados de suelo de todos los madrileños para que construya un minivaticano, o la Ciudad de la Iglesia, como ya se le llama a este proyecto que andaba persiguiendo el santo Rouco desde hacía 20 años. Un tipo de aspecto pinochetesco, que usa gafas negras y que dirige la diputación provincial de Castellón, está imputado en 9 causas por corrupción. Es Carlos Fabra, quien lejos de dimitir o de ser condenado por los delitos que va gritando a voces, porque ni siquiera se molesta en ocultar las pruebas, anda meando su bilirrubina en las piernas de los rojos y se vanagloria públicamente de los centenares de funcionarios que ha enchufado aquí y allá… Y así.

Por eso me acordaba ahora, en los inicios del siglo XXI, de aquel día de difuntos de 1836 en el que paseaba por Madrid, y del epitafio que se me ocurrió escribir sobre nuestra lápida social “Aquí yace media España, murió de la otra media”.

Vuelvo mañana

lunes, 23 de febrero de 2009

El último verso


“Estos días azules y este sol de la infancia” son palabras esenciales que contienen la memoria y los recuerdos del poeta que las escribió y, también, toda nuestra andadura, la colectiva y la particular. Cuando las leo (las últimas palabras escritas antes de morir de pena, del corazón, en la derrota del ideal, en la mísera soledad del exilio doliente) pienso en las muertes de todos los seres queridos que he tenido que vivir. Todos ellos vieron, en sus últimos momentos, en el destello de un instante trascendente, el mundo tal y como lo vieron en su infancia, inocente, claro, diáfano, luminoso, abierto, libre de amenazas, dispuesto a ser descubierto. Me gusta pensar que recurrieron a su niñez no sólo para dar el último paso misterioso, incierto, hacia la nada, o hacia una nueva existencia; cada uno de ellos leyó y declamó para sí, a su modo, con palabras diferentes “Estos días azules y este sol de la infancia” como una invocación al primer y esencial recuerdo que les definía como humanos y que les reservaba su lugar en la historia y en el tiempo: el deseo último de volver sobre los pasos de la vida, de experimentar, una vez más, la claridad del día, de gozar del calor protector del sol, y de la visión postrera del mundo acogedor en el momento del suspiro final. Por eso “Estos días azules y este sol de la infancia”, el último verso que Antonio Machado escribió ahora hace 70 años, libera de la muerte a todos los hombres buenos y a todas las buenas mujeres que en el mundo han sido.

Vuelvo mañana

viernes, 13 de febrero de 2009

Everybody Hurts


“Me dolía. Sentía dolor. Cada día. A veces se aliviaba. Dormía poco, mal, siempre sobresaltada. En cuanto entraba en REM, algo, alguien, unos pasos, cualquier ruido, un respiro, un murmullo, me despertaba. Y la luz, siempre había luz, pesada, más tenue o más fuerte, pero siempre luz. Añoraba la oscuridad, al menos durante algunas horas. Nunca pude escuchar el silencio oscuro para dormir como hace años, a pierna suelta. Me acostaba y hasta la mañana siguiente. Ya podía pasar un tren por encima de mí. Ni me enteraba. Lo de REM lo sé por el grupo de rock. Me gustaban sus letras, la forma de moverse de Michael Stipe, y lo guapo que era. Me compré “Out of time” y “Automatic for the People”. Descubrí que REM corresponde a las siglas de Rapid Eye Movement, tres palabras que definen el momento en que al dormir ya no somos nosotros mismos y pasamos a formar parte del mismo sueño, profundo, hondo, ajeno, fuera del mundo. Cuando alguien está en fase REM mueve los ojos de manera compulsiva, muy rápido, sin que se vea, porque están cerrados; movemos los ojos igual que Stipe mueve los brazos en los conciertos, de un lado a otro, como si al dormir, al soñar, no quisiésemos perdernos detalle de lo que nos está ocurriendo más allá de nuestra conciencia. Es la expresión de la voluntad, en el sueño, de abarcarlo todo y de saberlo todo. “Losing my religion”, esa era mi canción favorita. No sé si sacaron algún disco más porque no les volví a escuchar.

Me dolía. Algunos días me encontraba tremendamente incómoda. De repente percibía un extraño olor asociado a una voz grave, una voz domesticada, entrenada para hablar siempre en la misma tonalidad peculiar. Olor y voz siempre aparecían juntos. Además, también podía escuchar como aquella presencia frotaba constante sus manos. No sé por qué, pero las intuía blancas, vírgenes, manos de pez restregándose una contra la otra, frías, sin que nunca llegasen a entrar de calor. El olor me obsesionaba. Me era familiar. Me recordaba a un día de excursión con el cole. Eso era. Fuimos a Pisa. Visitamos la basílica. Mientras el profe nos explicaba las características del románico italiano, un tipo vestido de morado se tumbó frente al altar. Ya nadie hizo caso al profe. Todos nos pusimos a mirar a aquel tipo gordo que se estiró todo lo que era de largo, boca abajo, y que dispuso sus manos en cruz sobre el suelo frío. Desde un quemador de incienso emanaba un fuerte olor a humo viejo, a desinfectante. Recuerdo que un amiguete mío me dijo que olía así porque allí ardían los pecados. Me pareció algo muy sugerente. Aquel amiguete mío siempre suspendía pero tenía puntos que no se le ocurrían a nadie. Muchos de los días en los que volví a oler a pecado quemado, escuchaba llorar a mamá, y papá se exaltaba, perdía los nervios y sacaba todo su ingenio y todo su genio para insultar a aquella presencia desagradable. Yo entonces me sentía orgullosa, no sabía lo que estaba pasando, pero me sentía orgullosa, aunque enseguida desconectaba y me refugiaba en los recuerdos, en Giorgio. Era guapo. Lo que más me gustaba era su sonrisa blanca. La dejaba ver cuando soltaba alguno de sus puntos y los demás reían. Conseguía retener la imagen de la sonrisa blanca de Giorgio durante muchos minutos. Sobre todo cuando me dolía más, o cuando notaba tensión en el ambiente. El tiempo y las circunstancias te ayudan a sacar lo mejor de ti, te adaptas, y de repente te das cuenta de que puedes desarrollar habilidades que jamás hubieses imaginado.

Hubo un día en que pasó algo extraño. Algo cambió. Aquella presencia maloliente perdió el ritmo sosegado de su voz entrenada y empezó a gritar descontrolado. Me lo imaginaba gordinflón, cebado, seboso, vestido de púrpura y moviéndose como Michael Stipe, compulsivo, casi epiléptico. Cada vez gritaba más y papá no decía nada. Sólo a veces, cuando el otro tomaba aliento para seguir con el vociferio, papá susurraba algo, muy tranquilo. Papá siempre fue un luchador. Me decía 'Eluara, sé libre, sé lo que quieras ser, pero siempre sé libre'. Después de aquel extraño día continuó el dolor. Al poco, sin que llegase a pasar mucho tiempo, el dolor fue remitiendo. Los sonidos electrónicos, el ruido de mi respiración atravesando un tubo rugoso, y la luz pesada que traspasó mis párpados cerrados durante 17 años, se fueron apagando. Por primera vez en la última mitad de mi vida iba a gozar del silencio y de la oscuridad, en paz, libre, como siempre soñó papá. Les echo de menos. Y a Giorgio. Me gustaría bailar con él “Everybody Hurts” de REM. Muy apretaditos.

El otro día Eluara Englaro llegó al mundo de los inmortales libres. Salí a recibirla. He transcrito lo que me contó.

Vuelvo mañana

domingo, 8 de febrero de 2009

La noche


La pantalla con la que trabajo está al lado de la ventana. La luz entra desde la derecha. Tecleo y las letras van apareciendo en la hoja virtual en blanco, pasito a pasito, como en una procesión, hasta que la página se llena y se convierte en una incontenible revuelta. Ese es un momento de euforia, de esperanza, porque entonces me veo capaz de completar otra, y otra, y otra más, una multitud de letras con sentido dispuestas a cambiar el mundo, a chillar, a declarar la revolución si es necesario, a abolir el daño, a morir. Eso es, me veo capaz de escribir letras dispuestas a morir.

Pero cuando el sol se pone a brillar casi no puedo ver la hoja en la pantalla y las letras se camuflan y desaparecen y entonces la realidad que he creado se difumina, se convierte en una realidad translúcida que reaparece solo cuando alguna nube se despista, o cuando cae la tarde y el cielo enrojece y transita hacia la noche. Tengo que esperar a la noche para rescatar la realidad que había creado. En la oscuridad, como un Golem de barro, las letras vuelven a tomar forma en la cuartilla de cristal líquido y se disponen al sacrificio por un bien superior, colectivo, futuro. La nocturnidad es más útil para la conspiración alevosa, se ve más claro.

A penas distingo desde la ventana la sombra del árbol seco contra la luz mortecina de la farola. Un coche deambula sonámbulo, buscando rumbo; se detiene y vuelve a circular. Del conductor solo acierto a ver la silueta. El coche circula sin luces. Un insomne que fuma pasea al perro. Debe ser un perro muy bien adiestrado, bien domesticado, porque no ladra. Un perro que no le ladra a la noche es un perro que no tiene de qué temer. En otros tiempos las noches se poblaban de ladridos, aullidos, toques de queda, avisos, señales del miedo para quien osase o tan sólo pensase en atravesar el quicio y respirar el aire y aprendiese a ver en la oscuridad, o a aprovecharse de ella para amar y conspirar, que al fin y al cabo es lo mismo.

Así es que ahora que a este lado del mundo todo ha muerto, ahora que la noche detiene la vida, ahora que hasta los árboles expiran veneno, es el momento de que nazca la revolución en cada letra que escribo. Una tras otra, formando palabras, espacios, silencios, verdades, cosas que nunca dirán. Letras dispuestas para el sacrificio. Las que mueren son las que siempre están, aunque no se lean, ni se digan, ni se escriban. Porque lo que cuenta es lo que no se dice, el ladrido que no ladra, la verdad detrás de la sombra, la noche, larga, que perecerá y se iluminará en un nuevo día claro y mendaz.

Vuelvo mañana

domingo, 1 de febrero de 2009

El día que conocí a Julio Cortázar


Conocí a Julio Cortázar en el año 1980. Me lo presentó un tipo al que le tengo mucho agradecido en los inicios de mi segunda vida y al que, en algunos momentos, odié con enfermiza obsesión. Lo conocí una mañana en la que el frío húmedo se calaba hasta los huesos. No había manera de entrar en calor. La niebla cubría la ciudad como la capa de un mago. A mí aquellos días densos, apagados, sin luz, me gustaban. Me sentía protegido. (Eran tiempos de ruidos de sables y creía, ingenuamente, que ningún maldito tirano podría encontrar la ciudad en donde vivía, de manera que nada ni nadie podría hacernos daño). Es extraño como hasta los detalles más pequeños de aquel día opaco aparecen en mi memoria de una manera tan diáfana.

El tipo que me presentó a Julio Cortázar se llamaba P, un gallego bajito, delgado, de mediana edad, que miraba el mundo con ojos pequeños de Lazarillo golfo a través de unas grandes gafas cuadradas de pasta que le cubrían por completo todos los ángulos visuales. Sin embargo, P siempre miraba por encima de ellas, como si observase la vida con sorna escéptica, casi cínica, de hombre descreído que lo ha visto todo y que está de vuelta de todo. P leía siempre, constantemente, a todas horas, en todo momento y en cualquier lugar. Cuando lo hacía, y sin darse cuenta, se rizaba con los dedos los rizos negros del pelo desordenado, mientras mordía con insistencia el filtro de los cigarrillos mentolados que fumaba constantemente, cuyo humo había acabado por teñir de color castaño un gran bigote de morsa que lucía con orgullo y que mojaba de cerveza, café o lo que fuera que bebiese, al llevarse el vaso a la boca.

Había tres cosas que a P le gustaban más que nada en el mundo: por este orden, ganar al dominó, las mujeres y la literatura. Hubiese dado su vida por las tres aunque siempre perdía por la mano, estaba casado y jamás escribió un libro. Pero era un lector voraz, inteligente, agudo, apasionado y, como Pierre Menard, escribió de nuevo cada libro que leyó. Por eso le admiraba, pero también le odiaba. Le daba a leer páginas que escribía y, con muy buen criterio, las despreciaba con un hiriente desdén macarra, chulesco. Por dos razones. Porque lo que escribía era realmente malo y porque no era uno de los suyos, amigos bebedores de Voll Dam, fumadores de hachís, golfos de la noche canalla. Aquel gallego exseminarista se desquitaba de sus años de sotanas en compañía de lo más florido los ochenta, y pasaba las horas de la mano de los habitantes de la noche hepática, cirrótica, lisérgica, pioneros de la mítica movida. A mi, todo aquel mundo de bohemia posmoderna, flipada y hueca no me hacía la menor gracia. Yo ya tenía mucha noche vivida a la luz del gasógeno en mi primera vida y quería darme una segunda oportunidad. Por eso a P yo le parecía un aprendiz de monaguillo y nunca logré de él un mínimo gesto de complicidad. (¡Si él hubiese sabido!)

Esa mañana sin sol entré en un bar de parroquianos a comprar tabaco. Allí, cada día, P tomaba café, acodado en la barra, sentado siempre en el mismo taburete. En aquel tugurio corría, desde un poco antes del amanecer, el anís, el coñac y las palomicas, que bebían con sed madrugadora taxistas, albañiles, camioneros, cajeros de bancos y guardias urbanos de servicio. Todas las mañanas P leía el periódico, rizaba el rizo y masticaba con gula el filtro del cigarrillo, pero aquel día algo no era igual a los otros porque no era la prensa lo que leía. Estaba acompañado. Me di cuenta nada más entrar, aunque no pude ver de quien se trataba porque estaba de espaldas a la puerta. Me dirigí a la máquina expendedora de tabaco, al otro extremo de la barra, y no le saludé. Nunca lo hacía por miedo a sufrir su indiferencia, a no ser que fuese él el primero en hacerlo. Pero en el preciso instante en que pasé a su lado me miró con sus ojos diminutos, nombró mi nombre y me invitó a acompañarle. Entonces lo vi de cerca, frente a mi, como una aparición surgida entre el humo espeso que flotaba igual que una nube sobre la clientela del bar: otra niebla acogedora y tóxica que al respirar se introduce en los cuerpos e inocula un veneno que ya para siempre fluirá por las venas sin posibilidad alguna de cura, de depuración, sin oportunidad ni chance para evacuar, eliminar, con efectos crónicos, permanentes, de consecuencias eternas, de placer infinito.

Lo recuerdo muy bien. Cada vez que paso por la puerta del bar veo la escena, me veo a mí mismo a través del cristal sucio y empañado, con mi cara de asombro, mirando a Julio directamente a los ojos cansados, ya viejos. Me veo estremecerme cuando posó levemente una de sus manos largas, ligeras, sobre mi hombro en gesto afectuoso y pausado de saludo sincero. Puedo recordar también como pronunció las primeras palabras que escuché de su boca, arrastrando la erre francesa y voseando su acento porteño, y cómo me dijo al fin, sin dejarme tiempo, si quiera, para confesarle lo mucho que P me había hablado de él: ”mirà, nuestra verdad posible tiene que ser invención”. No supe qué decir y ,como Julio me vio aturdido, casi en estado de shock, continuó diciéndome: ”un encuentro casual es lo menos casual en nuestra vida y la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o aprieta desde abajo el tubo de dentífrico”. Poco a poco fui cogiendo confianza; no me resultó difícil. La conversación se fue alargando y hubo un momento en el que ya no sabía si continuábamos entre parroquianos sedientos o habíamos trascendido el lugar y, Julio y yo, sin nadie más que nos pudiese molestar, ni siquiera P, conversábamos hasta que la noche le confirió a la niebla un estado de cortina en papel cebolla, de tejido vaporoso, como de gasa tamizada que nos protegía de un mundo irreal, porque la realidad éramos Julio y yo, y todo lo que acontecía afuera era mentira.

La víspera de san Valentín del año 1984, cuatro años después de mi primer encuentro con él, todos los periódicos, y las televisiones y las radios del mundo dieron la noticia de la muerte de Julio Cortázar. Justo ahora va a hacer 25 años. Una niebla muy diferente a la que cobija mis recuerdos se posó entonces sobre los ojos pícaros de P y lo mantuvo taciturno, triste, malhumorado y deprimido durante meses, hasta que entendió que, con tipos como Julio Cortázar, la muerte tiene poco que hacer. Julio Cortázar me redime de mi romanticismo mediocre porque cada vez que le leo estoy escribiendo de nuevo su obra.

Y así fue como conocí a Julio Cortázar. Eran tiempos en los que todavía había niebla para recordar.

Vuelvo mañana
La imagen que ilustra esta entrada se encuentra en el blog http://librosg.blogspot.com/2007/05/entrevista-julio-cortzar-realizada-por.html