miércoles, 29 de marzo de 2017

Los pasos perdidos de Castrillo de la Reina ( y 2)


Viene de aquí

Los méritos del cura párroco Joseph de Langa para hacer fortuna en Castrillo de la Reina durante buena parte del siglo XVIII no fueron destacables. Solamente tenía que ejercer su ministerio con cierta autoridad, hacer valer la ley, dictada por la Santa Madre Iglesia, y rentabilizar económicamente los múltiples engaños con que los curas atemorizaban a los feligreses para  sojuzgarles y someterles.

Eso fue así en Castrillo y en toda la península ibérica durante la etapa objeto del estudio de Luis González. Casi cuatro siglos después, las cosas no han cambiado mucho, aunque ahora la Iglesia actúa de un modo más sofisticado, a través, por ejemplo, de las vergonzosas inmatriculaciones con las que los obispados de media España siguen aumentando su escandaloso patrimonio inmobiliario, robando literalmente edificios y terrenos al amparo de la ley, propiedad de otras personas o instituciones.

De hecho, hay una lectura de “Castrillo de la Reina en la Edad Moderna” que va más allá de la película de hechos y datos circunscritos estrictamente al territorio de este pequeño pueblo castellano, porque si abrimos el foco podemos hacernos una idea bastante aproximada de cómo era la vida en la mayor parte de pueblos de la España del Renacimiento tardío, del Barroco y de la Ilustración partiendo de las revelaciones de  Luis Miguel González.

Mezclo premeditadamente la terminología artística con la histórica, pues quien lea este libro verá que las gentes de Castrillo de la Reina y de la mayor parte de los pueblos españoles, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo pasado, dispusieron de  poco tiempo para las artes y para cultivar  otra cosa que no fuese cereal, forraje y hortalizas.  Los grandes acontecimientos históricos y las etiquetas que señalan grandes extensiones de tiempo pueden llegar a describirnos colectivamente, pero a menudo la historiografía se olvida o prescinde del estudio y de la descripción de lo cotidiano en épocas extensas en las que discurrieron las horas, los días y los años de nuestros antepasados.

Y es que a través de la historia de Castrillo escrita por Luis González podemos constatar que el campo y la sierra eran realmente duros y que las condiciones de vida de sus habitantes no podían ser más que de subsistencia. La falta de salubridad y de la más mínima higiene en los hogares y en las calles eran causa segura de grandes  mortandades. Las epidemias eran habituales. Mujeres y hombres trabajaban de sol a sol, o de hielo a hielo, en las circunstancias más adversas que podamos imaginar, y buena parte del fruto de su trabajo iba a parar a los grandes señores y a las autoridades eclesiásticas.

Aun así, tal y como atestiguan los documentos que aporta Luis en su libro, las gentes de Castrillo supieron buscar alternativas al trabajo estrictamente agrícola y muchos salieron a los caminos con sus carretas para transportar todo tipo de enseres de ciudad en ciudad. Malos carreteros no debieron ser porque gracias a su buen hacer y al número de vecinos que llevaban a cabo esa actividad, la corona ordenó la exención de levas en épocas de guerra para los varones castrillenses debido a su importancia estratégica en la intendencia.

Otra de las joyas de este libro que vale la pena destacar es el gusto de su autor por el léxico no ya moribundo, sino muerto y enterrado. Luis  rescata por puro placer -quizás para leerlas despacio, nombrarlas y escuchar cómo suenan- un sinfín de vocablos pertenecientes a la cotidianidad de sus antepasados; palabras que se perdieron en el tiempo junto con los objetos o las acciones que señalaban, definían y a los que dotaban de significado. Luis se las ha  robado a la oscuridad  para extenderlas con mimo bajo la luz de nuestro siglo y dejar que brillen, igual que  extraños diamantes formados en épocas pasadas. Titos, guijas, rangos, arcaceles y bretones; cojudada; igüedos e igüedas; dispunte, muesca, mena, ramisaco, hendía y aguzo; yantar, urción, martiniega y honsadera…Pronunciar en nuestro Siglo XXI palabras como estas, rescatadas del olvido por Luis González, me produce una sensación extraña, muy sugerente, entre nostálgica y esotérica,  porque no puedo olvidar  que se utilizaban espontáneamente con mucha frecuencia sobre el mismo suelo que pisamos ahora, mucho tiempo antes de que naciesen nuestros abuelos, y mucho tiempo antes de que viniesen al mundo los abuelos de nuestros abuelos.

De algún modo, decir, hablar, brotar de la garganta esos fonemas que ya no nombran nada, es invocar la época y los lugares donde fueron pronunciados y transportar sobre el aire hasta un presente tecnificado animales, ropajes, instrumentos, herramientas, frutos de la tierra y todo tipo  de objetos dotados de un primitivismo secular, en una especie de práctica metafísica inútil, pero extraordinariamente placentera.

Luis también  nos regala en su libro un buen puñado de anécdotas liberadas de los archivos; anécdotas que tienen que ver con las relaciones humanas, con el devenir diario y común de los habitantes de Castrillo que defendían con uñas y dientes las pocas posesiones que tenían; que se traicionaban y se querían; que caían en desgracia ante una ley inclemente e injusta; que eran solidarios, que festejaban, que bebían y amaban, que cometían errores y pagaban por ellos con el exilio… Vidas, en definitiva, sometidas, con escaso margen para el goce, porque la necesidad siempre acuciaba y los privilegios de unos pocos subyugaban. Nada nuevo bajo el sol.

Y así llegamos a uno de los momentos culminantes, aquello por lo que un autor da por buenos el trabajo, el esfuerzo y el tiempo invertidos. Luis revela en el corazón de su libro la fuerza y el orgullo de un pueblo; la defensa a ultranza de sus derechos ante los poderosos; la unión de los vecinos para rebelarse contra a la injusticia; la solidez de su conciencia en la verdad de su causa y la constancia organizada a través de generaciones en la defensa  de unos derechos adquiridos, incluso a riesgo de perder la vida.

Al llegar a esos capítulos, muchos lectores entenderán, por ejemplo el origen de esa rivalidad histórica entre Salas de los Infantes ( el pueblo vecino) y Castrillo de la Reina, afortunadamente ya relegada a mera anécdota recurrente, reducida a motivo de bromas y chanzas en el bar.

Sin embargo, en mi opinión, lo más valioso de esta obra no lo encontramos en los innumerables documentos que el autor aporta, a través de los cuales reconstruye tres siglos de vida en Castrillo de la Reina. Tampoco es la ventana que Luis abre al lector a través de la cual puede vislumbrar la vida en la mayor parte de los pueblos de España durante la Edad Moderna. En mi opinión, lo más valioso se halla en una humilde y breve nota integrada en la relación de fuentes documentales que el autor ha consultado, ubicada en un apartado humilde, a las afueras del libro, que muy pocos leen. Humilde no significa inofensivo. Humilde puede ser al mismo tiempo  valiente, audaz y comprometido.

No fue premeditado. Probablemente actuó de oficio el azar. Al finalizar la lectura de la obra de Luis empecé a leer “Los pasos perdidos” de Alejo Carpentier, una novela excepcionalmente bella en la que el narrador en primera persona nos lleva de la mano en un viaje inolvidable hacia las profundidades del tiempo. Al cerrar la última página de la novela entendí, por ejemplo, que sumergirnos en el pasado hasta llegar a olvidar el presente puede cambiarnos la vida, porque el enfoque de todo lo que uno vive junto a sus contemporáneos se ve forzosamente condicionado por hechos anteriores, protagonizados por personas que en absoluto nos son ajenas.  Al mismo tiempo, esa vivencia intensa de la Historia nos proyecta hacia el futuro porque, efectivamente, nos ha cambiado, y ya nada será como estaba previsto que fuese.

Por tanto, si no respetamos el pasado, si no viajamos de vez en cuando a visitar a nuestros ancestros, si no contamos con el material y la voluntad necesarias con las que poder realizar ese viaje, nuestro futuro está hipotecado y nuestro presente se anuncia mudo, insustancial, ausente de forma y de sentido.

La nota escrita en las afueras del libro de Luis dice así:

El Ayuntamiento de Castrillo de la Reina fue pasto de las llamas en el año de 1976, como consecuencia del incendio que sufrió en la madrugada del día de San Blas, cebándose la fatalidad con la villa, aún más si cabe, durante los días siguientes al siniestro, cuando después del vaciado del edificio se depositaron en “La lindera” los restos de bienes muebles y la documentación del archivo municipal, solo dañada parcialmente, para proceder a su destrucción total en una hoguera – como si la otra no hubiese sido ya suficiente-. La tímida reivindicación de algún vecino no impidió el expurgo total. La Historia de un pueblo quedaba reducida a cenizas.

Lo dicho: humilde, valiente y comprometido, como aquellos castrillenses de la Edad Moderna, que defendieron con su vida los derechos adquiridos en el pasado.


"Castrillo de la Reina en la Edad Moderna"
Luis Miguel González González
Editorial DoSSoles
Burgos, 2016


 

martes, 21 de marzo de 2017

Diez años



Durante el velatorio de doña Leonor Acevedo -fallecida el 8 de julio de 1975 a la edad de 99 años- una señorona bonaerense se acercó al recién huérfano Jorge Luis Borges para presentarle sus condolencias. Después de expresarle lo mucho que lo sentía, añadió, ostensiblemente acongojada “¡Qué lástima, la pobre Leonor, por muy poquitito no cumplió los 100”, a lo que escritor respondió. ¡”Vaya, señora! ¡Mami nunca me dijo que usted era tan amante del sistema  decimal!” 

Esta anécdota -no sé si apócrifa o cierta- es muy útil para ilustrar el gusto o la fijación que tenemos por la redondez de los números, o por la conmemoración de toda índole cuando algo o alguien cumple una determinada cantidad de tiempo en su historia, siempre, claro está, que esa cantidad de tiempo sea equivalente a una cifra múltiplo de diez.  

También sucede con el número 5. De hecho el 5 es un número que confiere, más si cabe, una categoría superior a la celebración de aniversarios y acontecimientos. Así, por ejemplo, las efemérides relacionadas con el periodo que da cuenta de la permanente unión  a una persona en matrimonio, ostentan siempre el número 5. Plata, oro y platino. Ese es el orden equivalente a los veinticinco, cincuenta o setenta y cinco años de consorcio. 

Lo mismo ocurre con los aniversarios institucionales, patrios o históricos; empresariales, deportivos o artísticos… El cinco, su curva, esa forma barriguda y cardenalicia, jactanciosa y petulante, le asigna una función de significado pomposo y les otorga la grandilocuencia y el mérito justo  de la conmemoración por todo lo alto. Recuerdo los fastos del quinto centenario del descubrimiento, momento en el que el 5 expresó hasta el paroxismo su preminencia conmemorativa. 

Y esto es así; nadie lo cuestiona, a pesar de que  ni ese gusto por lo decimal ni la preponderancia del cinco  en los hábitos celebratorios hablen de la cualidad de los años que han trascurrido hasta la fecha señalada. Porque uno puede conmemorar 25 años casado  junto a un ser despreciable y haber vivido en ellos las peores experiencias imaginables. Una empresa puede haber cumplido 75 años de actividad, dejando tras de sí un rastro trágico de explotación humana y degradación medioambiental. Un país puede celebrar cinco siglos de existencia, pero no camuflar la iniquidad, el genocidio y la esclavitud con la que sometió a millones de hombres y mujeres por el bien del imperio a lo largo de esos quinientos años. 

Quizás nuestra fijación por el diez provenga del conocimiento pitagórico, para quien esa cifra  era la totalidad, lo completo, un número nuevo surgido de la unión del cero  y de la unidad, capaz de reproducirse infinitamente.Yo  he conocido estos detalles numerológicos hoy, después de recordar que el próximo día 26 de Marzo este blog cumple sus primeros diez años y, después de decidir si valía la pena pregonarlo y celebrarlo, aunque mi primera intención era escribir sobre ello sin conocer las causas de nuestra fijación por el sistema decimal. En este sentido, quizá, aquella señorona bonaerense conocía el insondable  secreto pitagórico de la multiplicación infinita que encierra el número diez, de ahí que se sintiese apenada porque su amiga Doña Leonor no hubiese cumplido los cien ya que, de ese modo, en virtud de los superpoderes decimales, podría haber seguido visitándola en su apartamento de la Calle Maipú durante otro buen puñado de años. 

Por mi parte se me antoja que, tratándose de celebraciones, es más sugerente acudir a los números bíblicos, como el seis o el humilde siete, ya olvidados por las multitudes. O a los números de la Cábala, los llamados arcanos mayores, que van del 1 al 22 y  que nos pueden regalar  un significado diferente en cualquier momento de nuestra existencia.

Así,  por ejemplo, según la sabiduría hebrea, el 4 es la materia, la tierra, el fuego;  el 13 es la muerte, la transmutación; el 19 el sexo y la potencia y el 22 es mi número, el regreso. Porque ahí empezó todo, con el regreso de una voz que volvía de los muertos, para vivir las vidas que quise vivir, pero que no existían. 

Sin embargo, a pesar de mi identificación con el número 22, no me puedo permitir la desvergüenza de  esperar doce años más para agradecer la paciencia que todos vosotros tenéis conmigo; para agradeceros a todos los que de vez en cuando pasáis por aquí, a los que seguís  fielmente  mis obsesiones, mis inquietudes, mis frustraciones,  mis filias y mis fobias, y sobre todo, a los que soportáis estoicamente las vanidades de mi insoportable pedantería.

Por todo ello, solamente aspiro a ofreceros alguna frase y alguna historia con la que poder justificar las 469 entradas que he redactado durante  estos últimos diez años de mi tercera vida, para que al menos, en todo ese espacio de tiempo, halléis un rastro insignificante de honestidad y una pizca de humilde literatura.

¡Un abrazo fuerte a todos!

lunes, 13 de marzo de 2017

La patria va al chino



La capacidad del capitalismo para asimilar todo tipo de tendencias, objetos o ideas en beneficio del negocio  es ilimitada. El capitalismo incluso ha sido capaz de reconvertir las figuras icónicas de su sistema  enemigo  en una interesante  fuente  de  ingresos. 

Mao, el Che, la hoz y el martillo, la estrella  roja, las siglas que nombraban el país de los soviets, la A mayúscula rodeada de un círculo, y hasta la ínclita papada del mismísimo Brezhnev han funcionado y funcionan durante la postmodernidad como reclamos publicitarios, libres de propiedad intelectual, y por tanto son de uso discrecional.  

Los iconos y símbolos del socialismo y del ideal libertario  se han transformado, desde hace ya un par de décadas, en signos  cuyo significante es el contrario  a su propia naturaleza. Han cambiado de campo semántico. Se han vaciado de toda su esencia ideológica. La rebeldía que pregonan tiene que ver con una insurrección de libremercado, con la moda y el consumo. Sirven para dar cobertura a pretendidas  identidades rebeldes, auspiciadas por un simple y llano afán de lucro. 

El valor de la mirada del Ernesto 'Che' Guevara hacia la utopía que captó el fotógrafo Alberto Korda ya ni siquiera es político,  sociológico o ideológico, sino el  de las ventas que propician.  Debido a  no se sabe bien qué tipo de extraños vínculos, El Che y el recuerdo de su rostro  ha pasado de simbolizar la esperanza  en un ideal de justicia, a ser  compañera de José Monge, Camarón de la Isla, en colgantes de oro macizo; a decorar el parachoques trasero de los coches a modo de pegatina, o formando parte del estampado de unas zapatillas deportivas. 

Esas imágenes  cargadas de valor  histórico -años antes de su vaciado semántico, anteriormente a su banalización y posterior transformación comercial- desempeñaban de algún modo,  en su contexto  original, el cometido de  una bandera, pero con una salvedad: no representaban ni expresaban la pertenencia o el amor hacia esa organización tramposa de la Historia que conocemos como nación. Reflejaban la idea contraria, la idea de la emancipación de los pueblos, la idea de la unión universal de los hombres y mujeres del mundo en pos de la libertad y de la justicia social. 

En estos tiempos de ínfulas identitarias y de pasión desaforada  por los símbolos colectivos más emocionales,  uno se siente apabullado ante la estupidez y la  irracionalidad de las  demostraciones colectivas e individuales  de  amor  irredento  que propician las banderas a uno  y otro lado. 

Parece como si durante la mayor parte del pasado siglo, en  España no hubiésemos  ingerido suficientes  dosis  de  bandera, como para que ahora tengamos que  transformar los balcones en mástiles permanentes de nuestro sentido patrio, señal inequívoca de nuestra voluntad identitaria y de nuestro apoyo a la causa. ( ¡Cuánta nostalgia de balcones con sábanas al viento secándose bajo la luz del sol! )

Después de la peor de las dictaduras nacionalistas que se vivieron en Europa,  ahora  mantenemos  izada la bandera nacional más grande del continente en la plaza que lleva otro  nombre  icónico, símbolo ya eterno de nuestra capacidad para la invasión de territorios ajenos. Por no hablar de la relación de la religión católica con las banderas. Nadie parece darse cuenta, y si lo perciben, les debe parecer bien:  estamos viviendo un nuevo auge nacionalcatólico  con el apoyo entusiasta de muchos millones de españoles y catalanes. 

No hay iglesia que se  precie de serlo que no  engalane  sus torres, sus  altares y sus santos con rutilantes banderas rojas y gualdas, (con ocho o con tres barras, tanto da ). La bandera es la protagonista en las procesiones de  Semana Santa. En las iglesias se cantan himnos a las banderas. No hay obispado que  no oficie puntualmente la misa solemne en honor a la patria y su santo patrón  ¡Pero cuánto y de qué manera  les ha  gustado siempre a los próceres de la Iglesia enarbolar banderas y apropiarse o promover  los sentimientos  de identidad  nacional de la gente! ¡Ah, la Iglesia! ¡Qué tíos más listos! ¡Siempre junto a la patria! ¡Nunca con la gente!

Las banderas  protagonizan  también los deportes. ¡Pobre del deportista que no enarbole la preceptiva bandera cuando obtiene un triunfo, o  pobre de aquel que dé la vuelta de honor con la enseña equivocada!.  Al fútbol, por supuesto, es necesario llevar  la bandera, aunque el ochenta por ciento de  las plantillas  sea originario de otros países... 

Las  flores  hay que atarlas  con cinta de bandera. Las etiquetas de los regalos tienen  que lucir una bandera.  Las mesas de cualquier acto público hay que cubrirlas con la bandera. El balcón de la presidencia de una corrida de toros tiene que estar bien ataviado de su correspondiente bandera.  Las calles de cualquier pueblo en  fiesta mayor deben estar obligadamente ornamentadas con cientos de pequeñas banderas. A los conciertos de rock hay que llevar la bandera. El cantante del momento no tiene más que blandir  una  bandera en sus actuaciones para meterse al público en el bolsillo. La bandera es la protagonista en Sant Jordi, el día del libro y del amor.  

Como diría el bueno de  Rubianes,  estoy hasta los huevos de la banderas, me cago en las banderas, en  las putas banderas; que se metan las banderas por el culo, que se limpien los mocos con las banderas, que se limpien las ladillas de los  cojones con las banderas y que tiren la de una puta vez las banderas a tomar por el culo. ¡Joder, ya, con las banderas! 

Sin embargo, a pesar de todo este resurgimiento del estandarte, del sentimiento nacional y del camino de necedad  compartida que hace ya tiempo que transitamos, todavía albergo alguna esperanza para que algo cambie. Porque del mismo modo que el capitalismo  ha asimilado y  ha neutralizado globalmente  la simbología  revolucionaria, lo mismo ha hecho con algunas banderas que no son sospechosas ni de radicalismos anticapitalistas ni de vínculos libertarios. Más bien todo lo contrario. Y no  podría ser de otro modo.

Porque ¿Quién no ha lucido en el  calor del verano unas auténticas chanclas brasileras? ¿Quién de los que les gusta navegar no luce la bandera noruega en su ropa de marca?¿Quién no ha ido alguna vez a IKEA y ha salido con una bandera sueca como regalo promocional?  ¿Quién  no ha presumido alguna vez en su vida, con  la celebérrima Union Jack integrada en  alguna prenda de ropa, en la funda de su teléfono móvil, o una carpeta de apuntes? ¿Y la vieja bandera confederada,   que ostentan con orgullo  los moteros y roqueros  de medio planeta, reclamo también de hamburgueserías y restaurantes , sin que les importe a clientes o motoristas sus orígenes racista y kukluxkanesko? 

En este sentido, si hay  que poner un ejemplo, en justicia, habría  que colocar en  primer lugar la bandera de los Estados Unidos de América. Posiblemente  no haya  país con un sentido  patriótico más acentuado  entre sus ciudadanos. Al mismo tiempo,  posiblemente  no  exista  bandera que más usos comerciales pueda haber generado. Cualquier objeto susceptible de venta puede lucir  la popularísima Stars and Stripes.  Es decir:  todo. Y cualquier objeto que la incorpore adquiere,  por sí mismo,  los valores más atractivos de la cultura estadounidense. Es  el paradigma de la estrategia  de colonialismo  cultural más eficaz jamás conocido.

El más español entre los españoles o el más catalán entre los catalanes lucen o  han lucido  ufanos, en algún momento de sus vidas, sin  reparo alguno, esa bandera , obviando  que ese hecho les convierte y constata su pertenencia al imperio y les hace menos españoles y menos catalanes de lo que ellos creen ser. 

Quizá, por eso, al advertir el poder patriótico que contiene la funcionalidad comercial de las banderas, aquí , en Cataluña y en España, no nos hemos  parado en barras, y hemos hecho nuestros pinitos.  Los periódicos regalan banderas; los coches lucen banderas; hay  zapatillas, albornoces, camisetas, gorros, tazas, cazos, sartenes, calcetines, bragas, calzoncillos, suéteres, camisas, corbatas, pijamas, abrelatas con las banderas patrias  amarillas y rojas.  

Sacacorchos, pañuelos y preservativos; juegos del parchís y de la oca; botiquines de primeros auxilios a los que se les han borrado  la cruz creyendo que era la bandera suiza y han sido  repintados  con las preceptivas bandas rojigualdas... Tanto es así que los bazares orientales que proliferan por toda nuestra geografía han hecho el agosto vendiendo banderas de nuestras patrias  fabricadas en China, lo cual debería figurar en algún nuevo  libro de los records de la estupidez colectiva. 

Mucho me temo, sin embargo,  que estamos todavía  muy lejos de  normalizar la ostentación de  nuestras banderas de tal manera que permita a quien las luzca  obviar todo significado patriótico o de pertenencia al espacio geopolítico que representan, y que  esa  liposucción  de grasa identitaria  ayude a  transformarlas en mero capricho comercial o de consumo.

En nuestro mundo del pensamiento único y del capital ese  sería el mejor uso al que debería aspirar una bandera. La prueba sociológica irrefutable para comprobar esa normalización,  consistiría en fabricar y poner a la venta escobillas para el limpiar el retrete y rollos de  papel higiénico seductoramente  ilustrados con los colores de nuestras banderas.  Soy consciente de que todavía estamos lejos de conseguirlo, porque los norteamericanos todavía no se han atrevido. El día en que eso suceda, el mundo será un poco mejor. Mientras tanto, seguiré  mirando hacia el horizonte que vislumbró el Che.

viernes, 10 de marzo de 2017

Erótica del poder





Esta fotografía es piel y  aliento,  tacto y aroma. 

Esta foto es todo mirada.

Esta foto es gesto húmedo, recuerdo o promesa de erección prospectiva, una condensación hormonal de fragancias prohibitivas  que rezuman,  se expanden  y elevan hacia  el olfato mutuo  por entre las pequeñas  oquedades de la ropa, a través de la cuales podríamos llegar a los más íntimos recovecos del hombre y de   la mujer. 

Ella y él concentran esencialmente en esta imagen, al unísono, en un espacio compartido  de  instantes cómplices, expectativas de pasión  o el recuerdo reciente de una noche inolvidable.

Ella y él se saben aislados, ajenos a las miradas de los hombres, ajenos al mundo, despreocupados, indiferentes ante la hora que marca la esfera blanca, porque para ellos el tiempo, en ese momento, no existe.

Bajo la mano de él, la piel del brazo se eriza, y en un diálogo privado, exclusivamente  sensual, el tacto recibe del roce  la respuesta epidérmica que es  resolución y oferta, asentimiento y adjudicación. 

Los soslayos son centrales. Manifiestan cierta voluntad de coloquio y apuntan su condición soberana. Sin embargo, ese instante congelado revela que  la conversación  se desvincula de los asuntos del  poder,  porque lo que se dicen las miradas entreabiertas trasciende la voluntad humana y se circunscribe al ámbito atávico del instinto primario.

La disposición de las manos blancas sobre los hombros azules augura  el avance inminente hacia las espaldas del hombre  y  vaticinan  un  abrazo incontenible. 

Solo media un suspiro para que la mano de él,  que  acaricia el brazo con reservada delicadeza, descienda y aprehenda primero, suavemente, el costado de la presidenta, para después resbalar rápido hacia el límite de la falda, alzarla súbitamente e introducir sin remilgos toda la mano impaciente, que palpará apasionadamente el centro acuoso de su más inabarcable dominio.

Sin embargo, posiblemente no nos encontremos ante la escena de un presagio, sino ante la evocación de un reciente triunfo; ante la memoria todavía perfumada de una ofrenda inusitadamente  consistente.

Porque es probable que, a la luz de los gestos y de las miradas, a la luz de la proximidad de estos cuerpos preponderantemente  enjalbegados, lo que estemos viendo no sea más que la expresión capturada de un recuerdo reciente; un segundo en sus vidas apresado para siempre  que  pretendió contener, sin éxito, la confesión cómplice  de una  nostalgia voluptuosa.