viernes, 29 de mayo de 2009

Nueva estrategia para el fin de la Historia


En la vida como en la muerte todavía hay clases. Y si no, que se lo pregunten a los que duermen plácidamente el sueño de los justos lejos de aquellos para quienes trabajaron, cuyos huesos tiritan de frío eterno al abrigo del mármol suntuoso, en el interior de sus magníficos mausoleos. A éstos les acompaña el apellido labrado en la lápida colosal, o el esposo y la mujer al que engañaron en vida, y el papá y la mamá y quizá el abuelo de quienes pudieron heredar fortuna. Toda la estirpe, en familia, dentro de una capilla abovedada repleta de ecos hipócritas. Por el contrario, aquéllos continúan haciéndose compañía, hacinados en un mínimo espacio, al calor de sus huesos, de su aliento hueco, unos junto a otros, ejerciendo la muerte tal y como vivieron la vida, en el chafardeo cotidiano, la risa fácil, la envidia insana, el favor desinteresado y una fotografía en medio de la ventanita como único salvoconducto individual para distinguirse una pizca de la masa mortuoria, en el más puro sentido orteguiano.

Las noches de los cementerios se llenan de voces vulgares, de llantos de niños, gemidos de amantes, riñas repetidas, toses crónicas y hasta alirones póstumos, que llegan como el runrún de un alboroto lejano a las paredes de las heladas capillas blancas, flanqueadas en vano por ángeles alados que miran con desgana al jardinero a sueldo del último heredero vivo. Todos ellos volverían a hacer exactamente lo mismo que hicieron en vida, y también lo que ahora hacen después de muertos, por mucho que les hubiese aleccionado la experiencia recíproca de ida y vuelta sobre uno y otro lado de la existencia. Yo soy un buen ejemplo.

En ambos extremos sociales la muerte ofrece sus ventajas. Es poco probable que algo peor pueda suceder, así es que cada cual vive sus virtudes y sus defectos como mejor le place, sin límites. El muerto ya no le teme a nada. Lo digo por experiencia. El muerto sufre de nostalgia, y muchos sufrimos de ausencias. Sufre de ver a sus vivos y no poder avisar, como al ver una película de Hitchkock y saber cómo y cuándo va a ocurrir la desgracia. Todos lo saben, menos la víctima, que no oye el griterío unánimemente contenido de la platea por muy angustioso que este sea. Por eso, cuando un muerto sabe que va a tener visita, se ausenta discretamente y acampa durante algunas horas a la sombra de algún ciprés, para así ahorrarse la impotencia angustiosa de no poder ofrecer al amigo, viudo, viuda o huérfano los consejos más convenientes que cambiarían su destino. Después, cuando ha pasado un tiempo prudencial, vuelve a su nicho y agradece eternamente, aunque en silencio íntimo, un cambio de flores, el olor a limpiacristales, una pluma desprendida del plumero y las piedrecitas húmedas del suelo que mojó alguna lágrima desconsolada.

Jorge Manrique cantó como nadie a la muerte y escribió ingenuamente bellos versos como estos.

Allí los ríos caudales
allí los otros medianos
e mas chicos;
allegados son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos

Manrique era un visionario, pero cuando escribió lo hizo desde de la tesis, sin experimentar, sin praxis, sin elementos empíricos. Porque como todo el mundo sabe, predicó con sus “Coplas…” el fin de las clases, el final de la Historia avant Fukuyama, aunque de otro color . Pero yo doy fe de que en camposanto se vive la muerte de igual manera que la vida al otro lado de la tapia. De modo que para acabar con las clases de una vez por todas, lo que está por hacer es la revolución de los muertos; si no es por nosotros, que sea por no dejar en mal lugar al gran Manrique quien, seis siglos después de escribir su obra, se convertiría en nuestro materialista dialéctico y sus “Coplas” serían elevadas a la categoría de manifiesto. No hay ninguna otra posibilidad, porque aquí, entre las gentes que respiran todavía oxígeno, no se ven ganas. Ya lo escribí hace siglo y medio. “El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo”. Si la revolución triunfa entre los muertos, quizá serviría de ejemplo y así nos seguirían los vivos. Es una buena estrategia, absolutamente eficaz, con un margen para el fracaso muy cercano a cero.

Vuelvo mañana

lunes, 25 de mayo de 2009

Seraphine y la huida



Ayer, ya de madrugada, volvía del cine hacia mi casa. Conducía tranquilamente, casi dejándome llevar, como si las ruedas del coche estuviesen encajadas en dos raíles providenciales. De hecho, discurría sobre la carretera más preocupado por la película que acababa de ver que por manejar el vehículo. Había visto ‘Seraphine’, la conmovedora historia de la pintora autodidacta Seraphine de Senlis. No voy a contar ni a reseñar la película: pobre de mí. Aunque no me resisto a decir que tiene escenas verdaderamente bellas; que la historia en su totalidad es hermosa, dramática y aleccionadora y que hubo momentos en que estuve a punto de gritar en la sala de pura indignación por el poco cuidado que el productor ha tenido en esconder la tramoya con la que se convierte en magia, y a veces en arte, todo el montaje industrial, casi ingenieril, que es en realidad una película. Y es que, por cuatro veces, el micrófono se ve asomar, impertinente, por el lado superior de la pantalla, como queriendo decir, casi vocear: ¡“no hagan ustedes caso, todo esto es mentira”!. Aún así, la historia y la misteriosa obra de Seraphine de Senlis es tan verdad, tan auténtica, como el lugar de donde emergió, un espacio más allá de la consciencia humana a donde, por fortuna, tuvo acceso, pues allí se curaba de humillaciones provincianas y se evadía, se salvaba, de los horrores de la primera gran guerra, porque la mayor parte de su obra la realizó durante aquel tiempo atroz, en el interior de su ruinosa habitación en la que apenas cabía el camastro.

Así como ahora escribo, pensaba mientras conducía en la primera hora de la madrugada del domingo. A esa hora primaveral es agradable bajar la ventanilla y dejar que el frescor y los olores de la noche ericen la piel y provoquen una sensación que sólo se percibe al conducir: es un frío entre molesto y placentero; como un azote y una caricia en la cara, hielo y alivio entre los pliegues de la camisa y el cuerpo. Después de circular durante unos metros, uno es consciente de que puede llegar a enfermar, pero se asume el riesgo. El hechizo del aire fresco de las noches primaverales es más fuerte que el sentido común. Quizá sea un aire que provenga del tiempo, del origen, y es posible que sople en la oscuridad, aprovechando el silencio de los hombres, y es entonces cuando recuerdo de nuevo a Seraphine,sentada bajo la encina donde respiraba el aire limpio, frío y proverbial de su Senlis natal.

No necesité leer ningún indicador para saber que me estaba acercando al centro del pueblo, porque el mismo aire de la madrugada me había empezado a traer olores diferentes. Quiero decir, que si hubiese sido capaz de conducir a ciegas y la providencia me hubiese dispuesto de los dos raíles hasta mi casa, hubiese adivinado, sin ningún lugar a dudas, que me adentraba en un espacio urbano. Ya no olía a heno, amapola y arbusto. Ya no se oía la espiga, ni el búho, y la oscuridad daba paso al color, al amarillo pálido de las farolas, al rojo y verde de cruz y semáforo, y al tenue blanco, de fluorescente enfermo, que ilumina la marquesina de la parada de autobús. Fue justo ahí, donde confluyen todos los colores de la noche urbana, que vi, como en un holograma fantasmagórico, una mujer y un hombre de avanzada edad que parecían esperar, junto a cuatro enormes maletas, el paso de un autobús, de pie, muy tiesos, como si en ese firmes de la espera, casi marcial, hubiese un gesto de autoafirmación de una dignidad quizá ofendida. Por lo abultado del equipaje, no era un viaje de placer lo que se disponían a hacer y, definitivamente, debían estar solos. Seguramente la soledad era premeditada y seguramente habían planeado con todo detalle el como y el cuando salir. Nadie se va de casa, pasada la medianoche, cargando cuatro grandes maletas si no es con un plan preestablecido y con un destino concreto. O todo lo contrario. Precisamente esa es la hora y el momento en que se toma la decisión drástica de la huida repentina; una salida precipitada en la que se arrambla con todo lo que se tiene y se sale, al amparo de la noche, con la casa a cuestas, sin dejar más que una breve nota escrita con alguna explicación, por si todavía hay alguien al que le preocupe, o le interese, el motivo de la huida y donde uno va a estar. En la historia de Seraphine, el marchante alemán Wilehelm Uhde, descubridor de Picasso y de la obra de la pintora francesa, tiene que huir de Senlis porque estalla la Primera Guerra Mundial. Huye conduciendo a través de la noche, en un primitivo vehículo, acompañado de su hermana, y dejando tras de sí el fragor de los primeros bombardeos, el cielo en llamas y el olor a muerte que el aire estival de la noche francesa hacía llegar a todos los rincones de Europa.

El azar me ha escogido como testigo único de dos huidas separadas por planos, tiempos y realidades que se impugnan entre sí por razones obvias. Jamás podrán tener relación recíproca alguna en un futuro remoto. Pero en mi presente y en el rincón más privado de mi memoria, van a permanecer siempre unidos gracias a su misma dramática motivación. Porque cuando se huye, uno escapa del hastío o del miedo, como los hermanos Uhde, o como los dos ancianos de la pasada madrugada. Seraphine, en cierto modo, fue afortunada, porque huyó hacia donde nadie podía llegar, donde nadie la podía dañar. Su huida era diaria, sin moverse de la pequeña habitación, junto al gran árbol totémico, a la orilla del río, atenta al viento portavoz de las voces celestiales que le inspiraron colores y formas, una naturaleza proveniente de otros mundos, una obra excitante rebosante de misterio; de un misticismo singular, primigenio, que transportaba a la genial artista a otra dimensión a la que tienen acceso solamente un puñado de escogidos.

Vuelvo mañana

lunes, 18 de mayo de 2009

Sueños


Nunca había soñado que leo. Tampoco he soñado que escribo. Sin embargo muchas veces he soñado que me escribían, quiero decir, que escribían sobre mí. Soñar que me leen es algo sobre lo que ni siquiera sueño.

Este inicio promete una galimatías del que, probablemente no pueda salir, así es que, por intentar una solución medianamente digna, podría explicar los sueños que todo el mundo tiene. Uno de los más socorridos es el del precipicio. Habría que redactar un estudio en profundidad para averiguar su origen, sin la ayuda de Freud, vírgenes. Yo intuyo que el origen debe ser romántico, que fue un romántico el primero que soñó la sensación de caer eternamente al vacío sin llegar nunca a reventar sobre el suelo, o sobre los arrecifes del mar bravo. Los motivos poco importan porque para un romántico lo que importa es la acción, tirarse sin más. Con poco tenemos suficiente. Un desengaño, la ruina, la conciencia sucia del alma, el divorcio con el creador, la inabarcable e indómita naturaleza de todo lo que nos rodea. En fin , lo de siempre.

Otro de los sueños socorridos es el de aparecer desnudo en medio de la calle ante la mirada de todo el mundo. Dicen los que entienden que este es un sueño adolescente, propio de personas sin madurar, inseguras, acomplejadas. En tal caso, su origen debe ser también romántico.

El tercero de los sueños habituales es el de las monedas de oro. Es archiconocido. Uno pasea por la calle y, sin más, sin explicación, topa con una moneda de oro abandonada en el suelo que nadie, excepto el protagonista del sueño, que es quien sueña, se apercibe de ella. A los dos pasos hay una segunda moneda. Poco después otra más. Y así hasta despertar. Nadie ha podido dar todavía una explicación razonable y razonada sobre este sueño. Su origen se debe perder en el despertar de los tiempos. Yo me atrevo a datar este primer soñar en la era en la que la mujer decidió por primera vez que aquel hombre era para ella y en la que el hombre dijo que esa mujer es mía.

Pero sigo sin encontrar la razón por la cual jamás había soñado que leo. Me he visto cabalgando, como el jinete polaco, sobre un corcel blanco, rompiendo la bruma , sin más riendas que la crin; he protagonizado Hamlet en el teatro de la vida, quiero decir, sin escenario, viviendo su misma tragedia. Bizet me ha escogido para revolcarme con Carmen en el interior de una profunda cueva alumbrada por una hoguera. Me he batido y me han herido en duelo. He resuelto con digna audacia emboscadas embozadas financiadas por grandes señores sin valor. También he disparado arcabuces en trincheras contra carlistas sanguinarios; o socorrido a camaradas bajo caballería enemiga y, como no, he ondeado en vanguardia la bandera de la libertad en un cuadro de Delacroix. Por soñar, he pintado un San Jerónimo, y he escrito la obra de mi vida bajo su misma apariencia. Le he gritado al pueblo, subido a una caja de madera '¡Abajo la tiranía! ¡Viva la revolución!'. He toreado sin muleta, y he matado por amor, y me he emborrachado con Shelley, y he viajado a los Polos, y he muerto en el desierto bajo el cielo protector… pero nunca he soñado que leía.

Hasta el otro día. Y es este un sueño que me ha dejado preocupado, o al menos intrigado: Salgo a comer a un restaurante de menú diario y después de pedir el plato del día, el vino y la gasesosa, el camarero se dispone a preparar el servicio. Mientras tanto, observo en la televisión que cuelga de un rincón el movimiento de los labios del presentador de un formativo y me entretengo en espiar a los comensales del restaurante que, atentos, también miran embobados hacia la pantalla sin oír nada. Al poco, el camarero vuelve a mi mesa y deja sobre ella un mantel rectangular de papel decorado con publicidad variada, y también los cubiertos, el cestito con el pan, el vaso, y la servilleta. Miro hacia el mantel esperando que el plato emerja y se materialice como por arte de magia y, en ese instante en el que dejamos descansar la cabeza hacia abajo, como si la ofreciésemos dócilmente a un verdugo para que nos la separe de la cabeza, vi en el ángulo superior derecho del mantel un texto firmado por mí. Abrí un poco más los ojos y sí, era cierto, un párrafo entero, de mi puño y letra, ocupaba el espacio en el que habitualmente hay un crucigrama, un sudoku o las sopas de letras que entretienen a los comensales solitarios de los restaurantes de menú diario. Era la primera vez que soñaba que leía, y el subconsciente me había reservado mis propias palabras para hacerlo. Desperté tranquilo, ni mucho menos exaltado, como cualquier otro día. Me refresqué la cara en el baño y al verme en el espejo adormilado se me antojó que acababa de protagonizar una especie de tragicomedia borgiana en la que encontraba en el mantel de papel de un restaurante onírico las letras de mis desvelos mezcladas con hojas de lechuga aceitosas, teñidas con el círculo morado de una gota de vino gaseado y rostidas con la ceniza caliente y compacta de una Faria gallega.

Reflexionando en la baño, caí también en la cuenta que, dentro de ese espaciotiempo de irrealidad, centenares de personas como yo estarían comiendo sobre un mantel igual al mío, y que muchos dejarían, después de tomar café, el palillo astillado sobre la subordinada final que tanto esfuerzo me costó montar. Al dejar la toalla en el colgador sonreí levemente o, mejor dicho, ensayé en una mueca incierta una sonrisa, al confirmar que, en una única noche, había conseguido soñar que leo y que me leen.

Vuelvo mañana

martes, 12 de mayo de 2009

Otro atardecer en la plaza


La paloma perseguía al gorrión que perseguía la trayectoria de la miga de pan que la abuela había lanzado sentada en el poyete de la plaza cuando la tarde apuntaba al caer y los chiquillos alborotaban en un griterío prometedor, corriendo de aquí para allá, sorteando carretas, animales, señoritas con sombrilla, aprendices de vuelta del taller, reclutas, dos ciegos, barquilleros y carteristas, escabulléndose del alguacil que parecía seguir la lógica del juego de los críos cuando alguna de las señoritingas se molestaba porque las manos sucias de alguno de ellos le habían pringado las blondas sedosas del vestido y se veía obligado a perseguirlos, torpe, empujando su barriga, porra en ristre y vociferando los juramentos que el resuello de la carrera y el volumen de su buche le permitían.

Aunque por su tamaño la paloma era más rápida, el gorrión supo aprovechar la ventaja de haber sido el primero en ver a la vieja vestida de negro disponer la mano derecha en forma de pala con la que al poco lanzaría al aire el trocito de pan. El gorrión sabía que el bocado no era para él porque a los gorriones, unos y otras, gorriones y palomas, saben que nadie les ofrece nada. Todo cuanto se llevan al pico se lo ganan a base de astucia, y sabiduría de salto, vuelo y ojo avizor.

Finalmente la cortecita de pan cayó al suelo en un ligerísimo doble rebote al borde de uno de los innumerables charcos que no se secaban hasta bien entrado el verano. Evidentemente, nadie en la plaza reparaba en la escena. Solamente yo y la vieja que la había propiciado observábamos atentos las evoluciones de la lucha por el sustento. Sin embargo, la abuela enlutada no podía consentir que un despreciable gorrión le pudiese birlar a la paloma de sus desvelos el pan que ella misma se quitaba de su boca. Así es que, confiada en que el más grande de los dos pájaros ganaría la carrera, se limitó a esperar a ver como la paloma adelantaría al gorrión en un último suspiro, por patitas, con la certeza de que antes de que éste diese el último saltito, la rata alada se haría con el botín. Pero no fue así. La ligereza del gorrión acabó por ser más eficaz que el tamaño de la paloma, quien en décimas de segundo vio delante de los alfileres de sus ojos como el pequeño pajarillo clavaba el pico en el pan y en dos saltos y un corto vuelo se hacía con él.

A la vieja aquello no le gustó nada. Contrariada, se levantó como pudo, lenta, parsimoniosa y, acompañada de un leve quejido reumático, encorvada sobre el mundo, levantó el cayado que le permitía sostenerse en pié y de un mandoble certero mandó a la paloma al otro barrio. Allí quedó muerta la paloma, medio cuerpo sobre el agua y medio sobre el barro, con las alas abiertas en cruz y el pico abierto. La vieja embicada, cubierta de negro la cabeza, dio media vuelta y, despacio, arrastrando la pierna derecha, se dirigió a casa dejando tras de sí una larga y sinuosa huella sobre la tierra. Unos críos vieron el cadáver, lo clavaron en un palo y anduvieron mostrándoselo a las señoritas que paseaban, como si fuese el trofeo presente de guerreros futuros, hasta que, en un descuido, el alguacil prendió a uno de ellos y se acabó la fiesta, y ya pronto, en unos minutos, la luz del día se apagó y la plaza quedó desierta a la espera de algún duelo por amor.

Todo esto lo vi mientras esperaba a Dolores en la plaza de Oriente, muy cerquita de donde yo vivía, un viernes de primavera del año 1836. Lo recuerdo muy bien porque aquella tarde tampoco nos vimos

Vuelvo mañana
El cuadro que ilustra esta entrada es del artista Hermenegildo Sosa y lleva por título "La Espera". Lo he encontrado en la página http://www.promoarte.com.mx/artists/hermenegildo-sosa/hermenegildo-sosa.htm

jueves, 7 de mayo de 2009

Romanticismo universal


Decidí volver en este siglo XXI para poder vivir las vidas que no viví, y para encontrar a Dolores, por si no se ha olvidado de mí. Así reza la cabecera de este blog (dichosa palabra). El siglo XXI va a ser el de la conquista definitiva del espacio. En relación a esto, lo que el hombre ha hecho hasta ahora no va más allá de una solitaria huella en tierra lunar (¿); la bandera acartonada del imperio clavada en un ondear de Bolllywood; un embotellamiento fabuloso de cachivaches espías, telecomunicadores y sofisticadas máquinas voladoras de matar; héroes vivos y muertos y el recuerdo de la infeliz Laika.

Cuando estas letras no sean más que restos epigráficos de difícil hallazgo e imposible traducción, la especie humana habrá colonizado otros mundos y paseará entre estrellas lo mejor y lo peor de que es capaz. Convertirá la enorme paz silenciosa del universo en un ruidoso tráfago de amores desesperados, ambiciones, vanidades, muerte y vida de los hombres. ¿Cómo será amarse en Marte, matar en la Luna, robar en Zebra 5, nacer en Centaurix , escribir un poema en el cuarto anillo de Saturno y recitarlo en Andrómeda? ¿Cómo imaginar, describir, la cotidianidad del espacio, el día a día universal, el costumbrismo estelar, cósmico, sideral? ¿Repetiremos, calcado, allá donde pongamos la nave, los sucesivos momentos de la historia conocida? ¿Habrá alguien que escriba de nuevo “Noches Lúgubres” en algún oscuro rincón? ¿Encontraré de nuevo a Dolores y viviré y moriré por ella para que se cumpla la profecía y el romanticismo se instale más allá de la última luna de Plutón?

¡Tantas preguntas! Aunque si hay algo que me produce ansiedad (dejémoslo en curiosidad) es saber cómo cambiaran las palabras, las maneras de hablar, de decir, de escribir. Surgirán nuevos verbos, lexemas, palabras que darán a luz nuevas realidades. Nos inventaremos una nueva sintaxis en la que los órdenes y las funciones, las jerarquías, los paradigmas y las relaciones se transmutaran para poder vislumbrar en el cerebro semas insólitos, imágenes hasta ahora inimaginables. El lenguaje cambiará cada uno de los mundos que encontremos. De hecho, el uso de la palabra “mundo” se circunscribirá exclusivamente a la función de nombrar nuestra pequeña y exhausta esfera azul. Y como en todo en la vida, gozaremos de esos nuevos alumbramientos, pero también sufriremos la muerte y el olvido de nuestro lenguaje, que sucumbirá aplastado bajo el peso de lo infinito. A medida que surjan nuevos idiomas universales, los miles de millones de palabras que nacieron de Babel serán engullidas por los agujeros negros superenergéticos, reducidos a menos que polvo o ceniza, desintegradas, sin rastro de materia significante que mostrar. ¡Morirá el lenguaje! ¡Nacerá el lenguaje!

He realizado un ejercicio. Me he puesto en el lugar y en el momento en que todo esto suceda y he imaginado nueva frases galácticas. Por no ir demasiado lejos, con prudencia (estamos empezando) me sitúo en la Luna, en el centro del llamado Cráter de la Calma, y me veo completamente subyugado por la grandiosidad de los riscos que me rodean, asombrado por la uniformidad del color sin matices de su tierra (¿tierra?) gozando de la soledad en la inmensidad del llano. Es entonces cuando alzo los ojos y diviso en el horizonte la presencia de nuestro planeta recortado en el espacio negro (¿cielo?) salpicado de pequeños puntos luminosos que tililan. Inmediatamente, en un arrebato de inspiración, escribo con mi pluma espacial de tinta antigravitatoria “ …y la luz terrestre iluminó mi alma, y el llano infinito. Y me pareció que de las rocas lunares emergía, entre el aire sin vida y la oscuridad latente , una rosa del desierto…”.

Así podría ser. Aunque sería poco probable. Nadie lo creería. Nadie se dejaría llevar; nadie que llevase viviendo allí los años suficientes, porque despreciaría palabras que describen sensaciones de otro lugar y al instante la trampa sería desvelada. Sólo el alma permanecerá inalterable.

Nos espera una titánica tarea digna de nuestra especie, porque allá donde posemos la mirada futura deberemos crear nuevos sistemas creadores que nombraran lo que veamos, lo que imaginemos y lo que seremos. Allá donde pongamos las manos deberemos luchar a muerte contra desconocidas naturalezas y, bajo mil cielos, hacia los que alzaremos las miradas, nos resignaremos mil veces a perder la pelea con cada dios.

Vuelvo mañana