martes, 12 de mayo de 2009

Otro atardecer en la plaza


La paloma perseguía al gorrión que perseguía la trayectoria de la miga de pan que la abuela había lanzado sentada en el poyete de la plaza cuando la tarde apuntaba al caer y los chiquillos alborotaban en un griterío prometedor, corriendo de aquí para allá, sorteando carretas, animales, señoritas con sombrilla, aprendices de vuelta del taller, reclutas, dos ciegos, barquilleros y carteristas, escabulléndose del alguacil que parecía seguir la lógica del juego de los críos cuando alguna de las señoritingas se molestaba porque las manos sucias de alguno de ellos le habían pringado las blondas sedosas del vestido y se veía obligado a perseguirlos, torpe, empujando su barriga, porra en ristre y vociferando los juramentos que el resuello de la carrera y el volumen de su buche le permitían.

Aunque por su tamaño la paloma era más rápida, el gorrión supo aprovechar la ventaja de haber sido el primero en ver a la vieja vestida de negro disponer la mano derecha en forma de pala con la que al poco lanzaría al aire el trocito de pan. El gorrión sabía que el bocado no era para él porque a los gorriones, unos y otras, gorriones y palomas, saben que nadie les ofrece nada. Todo cuanto se llevan al pico se lo ganan a base de astucia, y sabiduría de salto, vuelo y ojo avizor.

Finalmente la cortecita de pan cayó al suelo en un ligerísimo doble rebote al borde de uno de los innumerables charcos que no se secaban hasta bien entrado el verano. Evidentemente, nadie en la plaza reparaba en la escena. Solamente yo y la vieja que la había propiciado observábamos atentos las evoluciones de la lucha por el sustento. Sin embargo, la abuela enlutada no podía consentir que un despreciable gorrión le pudiese birlar a la paloma de sus desvelos el pan que ella misma se quitaba de su boca. Así es que, confiada en que el más grande de los dos pájaros ganaría la carrera, se limitó a esperar a ver como la paloma adelantaría al gorrión en un último suspiro, por patitas, con la certeza de que antes de que éste diese el último saltito, la rata alada se haría con el botín. Pero no fue así. La ligereza del gorrión acabó por ser más eficaz que el tamaño de la paloma, quien en décimas de segundo vio delante de los alfileres de sus ojos como el pequeño pajarillo clavaba el pico en el pan y en dos saltos y un corto vuelo se hacía con él.

A la vieja aquello no le gustó nada. Contrariada, se levantó como pudo, lenta, parsimoniosa y, acompañada de un leve quejido reumático, encorvada sobre el mundo, levantó el cayado que le permitía sostenerse en pié y de un mandoble certero mandó a la paloma al otro barrio. Allí quedó muerta la paloma, medio cuerpo sobre el agua y medio sobre el barro, con las alas abiertas en cruz y el pico abierto. La vieja embicada, cubierta de negro la cabeza, dio media vuelta y, despacio, arrastrando la pierna derecha, se dirigió a casa dejando tras de sí una larga y sinuosa huella sobre la tierra. Unos críos vieron el cadáver, lo clavaron en un palo y anduvieron mostrándoselo a las señoritas que paseaban, como si fuese el trofeo presente de guerreros futuros, hasta que, en un descuido, el alguacil prendió a uno de ellos y se acabó la fiesta, y ya pronto, en unos minutos, la luz del día se apagó y la plaza quedó desierta a la espera de algún duelo por amor.

Todo esto lo vi mientras esperaba a Dolores en la plaza de Oriente, muy cerquita de donde yo vivía, un viernes de primavera del año 1836. Lo recuerdo muy bien porque aquella tarde tampoco nos vimos

Vuelvo mañana
El cuadro que ilustra esta entrada es del artista Hermenegildo Sosa y lleva por título "La Espera". Lo he encontrado en la página http://www.promoarte.com.mx/artists/hermenegildo-sosa/hermenegildo-sosa.htm

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