lunes, 27 de julio de 2009

Tesis al atardecer de un verano


Hay uniones extrañas entre dos elementos que resultan fructíferas. Recuerdo a una gran dama de la excelencia esencial de los valores patrios decir, ante millones de telespectadores, que las peras con peras y las manzanas con las manzanas. Esto lo decía para defender el matrimonio heterosexual de toda la vida, cuando en realidad lo que hacía era argumentar con un ejemplo contrario la tesis que pretendía defender. Es decir, que inteligencia y facherío son dos estados antagónicos de la mente que, unidos adecuadamente dan como resultado sofismas de lo más entretenidos.

Si hablo de alguien, lo mejor es seguir con uno mismo, y sin piedad, por aquello del agravio comparativo. Pepita y yo, yo y Pepita no teníamos ningún futuro. Me atrajo su lunar en el pecho, y el perfume embriagador que me dejaba lelo cuando aprovechava sus descuidos fingidos y la besaba en el cuello, entre las sombras del "Príncipe" y del "dela Cruz". Pero como pareja, como unión de dos elementos, como matrimonio, nadie daba un maravedí. Aún así dimos al mundo tres hijas. La más pequeña, Baldomera, a la que no conocí, fue una alhaja: contribuyó de una manera notable a los inicios precarios, pero prometedores, de la ingeniería financiera, porque inventó, avant la letre, la famosa estafa piramidal.

A la Wetoret la dejé por mi Dolores y, a día de hoy todavía ando en su busca .Yo quería amor eterno. Todavía no sé lo que ella quería. Yo le escribí versos lamentables. Ella ni los leía. Yo le esperé en la esquina de cada noche. Ella no aparecía. Una unión imposible, de besos apasionados y carne viva, sentenciada por el tiempo y el destino que nos había reservado la vana misión de dar a luz, en España, al Romanticismo a través de mi muerte y pagando el precio de nuestro amor. Ese fue el fruto de nuestra unión. Así es que, cumplidos con el destino, ahora reclamo la recompensa. ("-¡Ja!"...) Otra vez el imbécil de mi criado.

Hay uniones mucho más raras, fértiles e interesantes para la vida de este principio de siglo. Pude comprobarlo hace unos días, en uno de mis paseos estivales. El atardecer junto al mar permite ver el instante en que el cielo y el agua se sueldan en el horizonte como dos piezas de materia desconocida que se funden al rojo vivo. El resultado de esa unión es efímero y quizá por eso se repite eterno en el tiempo. Así pensaba al inicio del trayecto que decidí encaminar hacia las callejuelas estrechas y empinadas del hermoso pueblo marinero que corona un imponente castillo cubierto de hiedra espesa. El lugar donde se ubica el castillo es un privilegiado mirador que encara el mar y allí todavía pude maravillarme de la ilusión del agua y el cielo en plena licuación, o colicuación, o sencillamente cópula, y entonces tuve que rectificar y entendí que el fruto de ese instante trasciende los pocos minutos que tiene lugar. Es la misma oscura y larga noche de los tiempos la hija legítima del ocaso.

Los muros del castillo eran otro buen ejemplo de matrimonio entre dos contrarios porque nadie hubiese dicho que, antes de que la hiedra creciese y se apropiase de las paredes, allí trabajaron albañiles y maestros artesanos día a día, durante meses, colocando sillar sobre sillar, hasta formar aquel majestuoso edificio, porque la hierba se abrazaba tan apasionadamente a la piedra que si en algún momento se secase, desparaciese o alguien la cortase, quedaría tan desnudo el castillo que pasaría a ser un vulgar y pesado mamotreto al final de una loma.

Rebasé el castillo y continué camino a través de un agradable sendero con el que dejaba el pueblo a mi espalda. A un lado y a otro no hacía más que comprobar y certificar mi teoría recien estrenada. Chumberas nacidas del tronco de los pinos, que ofrecían higos chumbos y piñas piñoneras; zarzas moreras enredadas en las ramas de algarrobos, de las que caían moras jugosas y maduras algarrobas; cardos amigables entre rastrojos afilados; huellas pacientes de caminantes entre marcas impacientes de neumático; pequeños cañaverales junto a vallas amachambradas a base de somieres oxidados; siempreviva y genista; roca y polvo; restos de ladrillo en el camino, ortigas, lindes centenarias, espiga borde, barbechos a la espera, olivo y ciprés, y más ciprés...

Entre muros blancos inmaculados, hacían notar su soberbia presencia una docena de cipreses inhiestos. Después de unos minutos de paseo, de contemplación y casi de paroxismo mediterráneo, había llegado al cementerio. Me detuve solamente un momento para admirar y disfrutar del silencio que de allí provenía, ni siquiera roto por la brisa marina que soplaba en los minutos finales del día. Anduve unos metros más y me di cuenta de que aquella escandalosa mudez no provenía del cementerio, porque justo frente a él, tan sólo separado por el espacio destinado al aparcamiento, aparecía flamante el colegio nuevo de enseñanza primaria del pueblo. Los cipreses lo ocultaban, como quien protege a su prole, como quien marca el territorio de sus dominios. Camposanto y colegio conviven allí en un mismo espacio ; las familias aparcan el vehículo en el mismo lugar en donde, o bien despiden con tristeza desconsolada, a sus seres queridos, o los reciben con alborozo y expectación, viéndoles correr alborotados con el primer garabato arrugado en las manecitas, que sin pretenderlo, apuntan ya con sus deditos hacia el ciprés que custodia la verja de enfrente. Aquella era la prueba definitva con la que rubricaba mi tesis.

Al marchar de vuelta al mar, ya con la noche a cuestas, pensaba en la suerte inmensa que disfrutan los niños de aquella villa, por la calidad de la educación exclusiva que desde bien pequeños reciben.


Vuelvo mañana

domingo, 19 de julio de 2009

Homenaje a Federico García Almodóvar


Las sillas eran verdes, las mesas rojas. Verdes y rojas eran las sombrillas ensartadas como banderillas aparaguadas en el centro del círculo de las mesas. Los bañistas se sentaban a ellas junto al chiringuito de playa, una cabaña prefabricada de madera que anuciaba en una pizarra con letras anaranjadas mojitos, caipiriñas y cerveza internacional. Ya atardecía. El cielo y el mar purpureaban y la luna transparentaba. El muchacho que atendía el chiringuito aprovechaba que la clientela empezaba a desfilar para proveer las neveras. De vez en cuando asomaba la cabeza por encima de la barra y echaba así un visatazo a las dos parejas que desde hacía horas habían estado bebiendo cerveza sin parar. Los dos hombres rondaban la cuarentena. Sin ser gitanos, su piel era cobriza, salpicada por una amalgama de todos los estilos existentes en el arte del tatuaje: letras ninja, cristos legionarios, corazones maternos, triglifos y metopas decoraban los antebrazos, los gemelos, los cuellos y los pechos floridos de aquellos dos ejemplares ibéricos de la raza en plenas vacaciones playeras. Las dos mujeres con las que compartían mesa parecían de la misma edad que sus machos. Lucían biquini florido de colores bastante más definidos que los de sus cabellos, de los que, seguro, ya no tendrían memoria. En un hombre, el vientre un tanto excesivo y unos centíemetros de lorza no sólo se perdona sino que a veces resulta hasta atractivo, señal de virilidad, incluso de carácter. En una mujer es imperdonable, pero a aquellas dos hembras mediterráneas parecía importarles un bledo las conveniencias estéticas y mostraban con todo descaro sus centímetros de grasa cobijados bajo la piel fofa entre dos pares de enormes tetas que ya habrían amamantado a un par de vástagos. La más delgada manejaba un abanico amarillo al que daba aire, cerraba y abría con un virtuosismo pasmoso. También se había hecho gravar sobre la piel dos tatuajes. Uno de ellos sobre el omoplato derecho: un delfín en pleno salto sobre una linea curva que conceptualizaba el mar. El otro, bajo el párpado izquierdo: una pequeña lágrima negra.

Los cuatro permanecían sentados a la única mesa ocupada a esa hora transitoria en la que la playa se vacía de bañistas y la costa en pleno se prepara para la noche. Del sol ya no había rastro, solamente restos morados en el horizonte. Alta se alzaba la luna, blanca de gasa, reclamando luz. Todavía se distinguía azul en el cielo, el instante antes en que se funde en el telón negro y verde contra el que se representan las noches de España.

Poca gente hubiese entendido la conversación que la cuadrilla se traía, más debido al extraño dialecto con el que hablaban que a los efectos del alcohol; una variante del habla que consiste en intentar ser anadaluz sin serlo, con deje castizo, y en la que se utiliza en momentos estratégicos algunas palabras calés y de germanías. Así es que entre chistes, sies y noes, finalmente el hombre más corpulento se levantó empujado como por un resorte del diablo y alzó el vaso de plástico que contenía todavía un par de dedos de la enésima cerveza. Con el impulso, parte del líquido salpicó al compañero, quien profirió dos o tres blasfemias propias de un hereje convicto. Las dos mujeres rieron escandalosamente. La más gruesa se dirigió al que se había levantado y, entre carcajadas, le dijo que como se le ocurriese otra vez mojar con birra a su hombre se iba a acordar para siempre de cómo se las gasta una mujer, mujer. El hombre de bronce, vaso en mano, pelo al cero, cristo palpitante, abrió los ojos, cerró los dientes y en medio de un berrido ancestral, parecido al que pronuncia el torero en el envite, se cagó en todo lo del mundo y empezó a levantar arena con los pies, y a lanzarla contra su compadre, quien no tardó en levantarse y lanzar todo el contenido de su vaso sobre él. La más delgada seguía la escena sentada, sin dejar de reir al ritmo del abanico. Y justo cuando éste se cerró en un ruido de persiana, el que estaba de pie soltó el vaso y utilizó la mano que tenía ocupada en aprisionar el cuello de la mujer, mujer, mientras con la otra la cogía por el moño tirando de su cabeza hacia atrás para estrangularla. Entonces el otro machote continuó riendo y entre gritos y risas retó a su compinche diciéndole que ho había huevos. La mujer del delfín y de la lágrima negra dejó la silla y, con calma parsimoniosa, se fue para el tipo que tenía a la otra mujer por el cuello y le dijo.

-Como no la sueltes ahora mismo, te clavo el abanico en el corazón.

El grandullón la miró, sintió el extremo del abanico presionar su pecho y sin dejar de sonreir dejó libre a la mujer, mujer. El otro, inmediatamente, empujó su silla hacia atrás, hozó la arena y entre resoplidos y risotadas gritó:

-¡Maricón el último!

Y los dos corrieron hacia el agua, zambulléndose con gran escándalo, como dos morsas beodas

Vuelvo mañana

miércoles, 8 de julio de 2009

Entre paréntesis


Cuando llega el verano ocurre como cuando hacemos un viaje, que nuestras vidas se trasladan a otro plano, independientemente de que gocemos de unas vacaciones, de que sigamos trabajando, o de que se nos pasen los días bochornosos en casa, sudando la nómina canicular del paro sobre la polipiel del sofá. Con el verano la realidad se transforma, o quizá desaparece. Un demiurgo desconocido, travieso, ubica nuestra vida cotidiana entre dos paréntesis y nos secuestra en el centro del espacio que delimitan a derecha e izquierda sus dos párpados cerrados. Como no puede ver lo que de verdad somos, lo que hace es soñarnos de Junio a Septiembre, que es cuando despierta. En ese momento, al abrir los ojos y vernos quietecitos, débiles, acurrucados en nuestro espacio de tránsito, nos devuelve a las vicisitudes de cada cual que quedaron en suspenso durante esos meses. Nos ocurre que, a pesar de tener que jugar por fuerza el papel de criaturas soñadas, llevamos a rebalaje todo nuestro currículo y por mucho que nos desplacemos y vivamos durante unos días fuera de nuestro entorno habitual, el extraño ser que nos sueña nos ve exactamente igual a como somos dentro de sus dos párpados cerrados. De manera que, en realidad, lo que queda entre paréntesis es la ciudad vacía y es otro el que sueña nuestra ausencia; un sueño, por otro lado, menos edificante, más aburrido porque, en este caso, el paréntesis solamente alberga olores aprisionados, humedades, muebles catatónicos, macetas con flores muertas, cortinas calientes, suciedad de mascota, un periódico que amarillea junto a la ventana, y el ruido persistente de una gota, la misma gota, al caer al fregadero. Así es que hay alguien por ahí cuya existencia es un fabuloso engaño, porque cree que nos sueña, pero su función, realmente, es mucho más importante, de ahí que casi nunca entendamos lo que hace, porque actúa sin conciencia de ser lo que es.

Creo que leer a Mario Levrero me ha afectado más de lo que se advierte en la cubierta de su "Trilogía involuntaria". Lo que quería explicar es que el sábado pasado, a la sombra de una obra abandonada de un pueblecito de la costa, disfrutaba de una cerveza muy, muy fría, con sus dos preceptivos dedos de espuma coronando la copa, acompañada por unas deliciosas aceitunas arbequinas. Saboreaba el doble de malta y a mi lado dos señoras hablaban. Una de ellas era muy mayor y la otra no tanto. Eran, sin duda, madre e hija, porque la que estaba alrededor de los sesenta finalizaba cada frase con “¿sabes mamá?”, como intentando, a través de la interrogación retórica, no romper el hilo de la conversación y provocar la proactividad de la madre. Mamá vestía impecable, sin la ostentación lacada típica de las mujeres de pretendido abolengo, pero con una gran dignidad de blusa blanca inmaculada y elegancia gris en el traje; los labios, finos labios, discretamente pintados con carmín rojo; sobre las uñas viejas se distinguía un leve brillo rosado; peinaba su pelo lacio, blanco y corto, con una sencilla raya al lado, lo cual destacaba su carita arrugada y ya en exceso angulosa. Pensé en las dos horas largas que, seguro, la hija había estado con su mamá, antes de salir, para acicalarla, vistiéndola prenda a prenda, con paciencia. Calzándola después los zapatos planos, para poder andar más cómoda, y al final, los últimos retoques amantísimos de la pintura en los labios, el discreto esmalte en las uñas y unas gotitas de colonia, de su propia colonia que ha dejado siempre, por todos los rincones de la casa, un aroma inconfundible de hogar. “Bebe un poquito, mamá” le animaba la mujer más joven, y mamá, después de dar un sorbo a su aperitivo decía, con voz casi inaudible “Está muy rico, niña, este vermouth” . La hija entonces se disponía de nuevo a sacar tema de conversación, pero antes de que pudiese abrir la boca, mamá, por una vez, tomó la iniciativa y preguntó por Celia, su amiga Celia, y le propuso a la hija ir a visitarla. “No está en casa mamá, Celia ya no vive aquí”. Mamá esbozó un gesto de contrariedad, como de no entender lo que la hija le había dicho y cuando intentó de nuevo volver sobre el tema, la hija inmediatamente distrajo su atención señalándo a dos niños que montaban en bicicleta por la misma calle. “Mira, así de guapos están tus nietos, hoy les vas a ver”. Luego ya no pude escuchar más, porque llegaron unos amigos y ya la conversación giró hacia la crisis y el estallido de la burbuja inmobiliaria. Todo esto ocurrió entre paréntesis, en un pueblo costero, vacacional, en donde la principal actividad consiste en engañar a la verdad. Lo dicho, hay alguien que ronda por ahí un tanto desorientado sobre su cometido cósmico.

Vuelvo mañana

jueves, 2 de julio de 2009

Kazmierczac, Moosbrugger y Chantal Maillard


Steve Kazmierczac no publicó una sola letra en su vida. Tampoco pasó a la historia por su filmografía, ni por su obra pictórica. Por no pintar, ni siquiera decoró paredes con grafitis. No diseñó ningún edificio emblemático en ninguna gran ciudad del mundo y no compuso pieza musical alguna. Sin embargo, Steve Kazmierczac dejó para siempre su legado en la postmodernidad norteamericana, es decir, en la postmodernidad global. El pasado 15 de febrero se cumplió un año de la muerte de Steve Kazmierczac. El día en que murió el cielo no tenía nada de especial y, como es habitual en el invierno de Illinois, hacía frío. Ese día nadie le vio salir de casa. Poco antes de su muerte los que le conocían se extrañaron por cambios en su comportamiento. Steve Kazcmierczac se suicidó, se pegó un tiro en la cabeza después de matar a cinco personas y de herir a otras 24. Disparó 30 veces. Vestido completamente de negro, y parapetado tras una cortina, disparó a discreción un rifle y un revólver sobre los alumnos de geología de la universidad de Illinois. Al suceso se le llamó la matanza de San Valentín. Según cuentan las crónicas, Steve Kazmierczac tenía por delante una prometedora carrera como sociólogo y fue elegido, en la misma universidad en donde murió, vicepresidente de la Asociación Académica de justicia criminal.

Antes de cometer el asesinato, Steve Kazmierczac escribió en su blog: “Cada jodido día estoy más jodidamente aburrido, aunque no tengo tiempo para nada. Mierda”. Si la policía no hubiese rastreado en sus cosas, el asesinato y el suicidio de Steve hubiese pasado a los anales de la historia criminológica americana y universal como un suceso más, protagonizado por un loco en el país de las armas libres. Durante semanas todos hubiésemos seguido con nuestro camino diario mirando de una lado a otro y desconfiando de todo, con la salvaguarda de la integridad física como principal inquietud, pero con nuestra conciencia y nuestra racionalidad a salvo, sin necesidad de reflexión alguna, más allá del lugar común que nos obliga a recordar el polvo que amagamos debajo de alfombra, y que aceptamos como mal menor: el precio que tenemos que pagar por ser tan civilizadamente civilizados. Y así es como en realidad fue, porque los días inmediatos que siguieron al suceso, todo el debate giró alrededor de la seguridad y a los tópicos de siempre sobre la sociedad enferma que produce sujetos enfermos.

Recuerdo ahora a Thug Berham, el jefe de una secta hindú que estranguló en mis tiempos, entre 1790 y 1830, a más de 900 personas y que consiguió tanta notoriedad que incluso se llegaron a escribir algunas novelas sobre él. Este tipo y sus secuaces eran seguidores de la diosa Kali. Parece ser que sus horrorosos rituales se remontan al siglo XIV. Se calculaba por aquel mi entonces que, desde su fundación, habrían sido asesinadas más de millones de personas a manos de los llamados Thugs. Ni Thug Berham ni ninguno de sus sádicos seguidores eran gente enferma, ni siquiera un producto social propio de una sociedad enferma. Probablemente Steve Kazmierczac sí que era un hombre enfermo, y seguramente por eso asesinó a 5 personas y después se pegó un tiro, pero la declaración pre mortem que dejó para la posteridad nos interroga de otra manera, y convierte la pérdida irreparable de vidas humanas (incluida la suya propia) en alguna cosa más que otro capítulo de la historia de le criminología social contemporánea. Steve Kazmierczac nos involucra en su muerte y en la de sus víctimas, nos señala y nos define. Con la frase que dejó escrita, el asesino de la universidad de Illinois nos remite a nosotros mismos, occidentales desorientados, hartos de todo y satisfechos con nada. Sus 15 palabras valen por toda una obra. Son el legado intelectual, espontáneo, producido en los estertores de la locura que remonta el tiempo con su contenido y lo vuelca sobre cada unos de los días que se han sucedido durante todo el siglo XX y más allá, hasta ahora.

Quienes hayan leído “El Hombre sin atributos” de Robert Musil conocerán a Moosbrugger, “un carpintero, un hombre alto, ancho de espaldas, magro, de pelo castaño como el vello de un cordero montés, y bonachón como un toro manso [… ] Moosbrugger había matado a una prostituta de ínfima calidad de una manera macabra.” Musil pone en la boca y en la mente de Moosbrugger y de quienes hablan de él, un parte muy importante de todo el pensamiento que el autor nos ofrece en párrafos magistrales y frases antológicas con las que nos legó en clave literaria todo lo que hemos sido y lo que somos . Moosbrugger es, entre otras cosas, el contrapunto, la conciencia, un corifeo singular de la Europa agradecida, aburridamente burguesa y decadente que cae, sin enterarse, en la locura colectiva de la guerra. En un pasaje de la obra, Moosbrugger reflexiona en prisión y el narrador nos explica que ”la idea de que su condena pudiera ser reducida a cadena perpetua o a ser recluido otra vez en un manicomio le fomentaba esa rebeldía que nosotros sentimos cuando todos los esfuerzos por escapar de la vida nos conducen al mismo estado de aborrecimiento”. Creo que Moosbrugger y Kazmierczac tienen mucho en común. Ejercen la misma función, en paralelo, en la realidad y en la ficción. Al menos a mí, que no respondo ante nadie, me lo parece.

Hace un par de años leí una frase de Chantal Maillard. Escribí sobre ella en este blog. Siempre que me preocupo por alguna nimiedad la recito mentalmente, como una letanía. La utilizo de amuleto oral que me coloca en la vida y en el mundo. “La tristeza es el pecado de Europa”. Amén

Vuelvo mañana
El cuadro es de Egon Schiele (1890-1918)