miércoles, 28 de julio de 2010

Julio eufórico


‘Euforia’ es la típica palabra que no es capaz de mostrar la imagen o el sentir de lo que designa a través de su fisiología. Explicado de otro modo: de la suma de sus letras, dispuestas como si fuesen huesos en el cuerpo, no se concluye después de su lectura o de su audición lo que el diccionario define. Quiero decir que cuando uno habla o escribe ‘euforia’ da la sensación de estar nombrando algo muy diferente al sentimiento de alegría, gozo extremo, de impulso positivo, optimista, hiperbólico ocasionado por un acontecimiento que nos eleva hacia inusitados instantes de felicidad irrepetible. ‘Euforia’ debería expresar la connotación inmediata, automática, espontánea, de una especie de expansión termonuclear, radiactiva, explosiva de las emociones que más placer nos producen y que nos mantienen, durante un corto espacio de tiempo, en el centro de un campo eléctrico dentro del cual nos creemos y nos vemos capaces de acometer cualquier reto, plan o acción que nos propongamos, por muy descabellado que nos parezca. Así es que cuando oigo la palabra ‘euforia’, lo que dibujo en el cajón semántico de mi cabeza es una marca de colonia barata, el nombre arcaico de una mujer antigua, un término botánico que señale los afilados caninos de una planta carnívora, la isla nunca descubierta del Mar Negro, un género musical renacentista, cigarrillos mentolados, herramientas de orfebre, el nombre de la más aromática de las prendas íntimas femeninas de la época del rey Sol, un programa de radio para noctámbulos solitarios, jarabe contra la tos, droga sin adicción, un ingenioso acrónimo, o qué se yo... Sin embargo, el origen de ‘euforia’ no tiene absolutamente nada que ver con mi sentido díscolo de la semántica, aunque tampoco acaba de rellenar la silueta que se empeña en reflejar la sombra actual de su existencia, porque los griegos la utilizaban para referirse al vigor, a la robustez, y,- ¡oh sorpresa!- a la capacidad para soportar el dolor. De modo, que siendo generosos, a lo sumo podríamos relacionar el vocablo de cuna helena con la Viagra y con la satisfacción que propicia a millones de mortales este medicamento milagroso, o con las depresiones que ha evitado, y también, por supuesto, con ciertas prácticas amatorias de cuero negro, tacón de aguja y látigo restallante que, según cuentan, proporcionan al sexo masculino asombrosas erecciones -ahora sí- eufóricas.

Otra manera científica de deconstruir de una vez por todas este vergonzoso sustantivo y privarle para siempre de lo que hasta ahora no ha sido más que una apropiación indebida de significado y significación, es utilizar frente a él sus antónimos. Por ejemplo, para expresar que alguien no está eufórico, sino todo lo contario, se dice que está angustioso, o descontento, que experimenta cierto malestar, que está inmerso en un proceso depresivo o que la zozobra, el pesar y la aflicción no le dejan salir de la cama ni para atender a las visitas, que se van del portal de casa después de fundir el timbre con preocupación, inquietud, tristeza porque saben que nos abocan al olvido, a la soledad, acongojados, con accesos convulsos de temblores ocasionados por el ansia y el tormento que no nos deja vivir. Queda claro, pues, tras esta breve muestra, que ‘euforia’ nada tiene que hacer frente a este ingente batallón atribulado de pesimismo, pesadumbre y mortificación que es su lado contrario en la batalla por el espacio de las palabras. Por tanto, a no ser que se asocie con otro grupo léxico más convincente, emigre a zonas semánticas más hospitalarias o cuente con la ayuda inestimable de periodistas deportivos, gacetilleros de la economía, o camellos de la noche sintética, ‘euforia’ y sus derivados tiene los días contados. Pero esto no es sólo un deseo, sino la mismísima chillona corneta salvadora que anuncia la llegada del General Custer con su caballería y que provoca un alivio inesperado y la euforia de la susodicha sitiada.

Y es que julio ha sido su mes, al menos por estos lares. La selección española va y gana el mundial de fútbol. El próspero ciudadano andorrano Nadal, gana Wimbledon después de vencer también en Roland Garros. Los motoristas patrios ya están aburridos de poles y de eyacular botellones de Moet Chandon. Contador venga el sitio de Madrid por tercera vez. Gasol se pone el segundo anillo de la NBA, que es como si me lo pusiera yo... y algo por ahí se me escapa, me dejo, se me olvida, seguramente. Pero la guinda de este mes de verano sobresaltado que no nos ha dado un suspiro no la pone el deporte, sino la economía, porque, si por algo el pueblo español ha entrado en un estado de euforia colectiva que bordea los límites mismos del más primitivo aspaviento ibérico es saber de boca del ínclito Fernández Ordóñez que nuestros bancos y nuestras cajas de ahorro, esas grandes instituciones nunca lo suficientemente bien ponderadas, son solventes, limpias, honradas y tienen dinero como para aguantar, no una, ni dos, sino tres crisis que se nos viniesen encima durante el mes de agosto. Es aquí, y ahora, es en este ámbito de la significación de las palabras, en el ámbito estricto de la economía bancaria, en donde mejor cabe utilizar ‘euforia’, sobre todo en relación al único campo semántico en el que es convincente, que es desde donde se la conecta a su origen griego, a la praxis sadomasoquista, provocándonos a todos grandes y endurecidas elevaciones y a todas húmedas y aromáticas excrecencias debidas al dolor placentero que nos produce la confianza de estar a salvo de la ruina gracias a la eficaz y sabia usura que padecemos desde el justo momento de nuestro nacimiento.

Vuelvo mañana

miércoles, 21 de julio de 2010

La digestión de la Historia


Hay frases que valen una novela, un puñado de palabras a veces contienen un cuento y, a menudo, sobre una sola letra canta todo un poema.

He empezado así por miedo a que Casavella se me aparezca esta noche, en forma de vampiro, y me dé un buen tiron de orejas, porque hoy tenía la intención de iniciar este texto con una cita, una frase de Francis Scott Fitzgerald que escribió en su cuento “Corto viaje a casa”, y que se me repite en el paladar igual que el recuerdo en la garganta de los sabores de las comidas copiosas a las pocas horas de ingerirlas; el recuerdo amargo de un momento placentero que nos hace dudar de la calidad de los aceites con los que se cocinó, o del vino con el que regamos el manjar. Aunque es posible, también, que todo dependa, en realidad, de cómo de preparado tengamos el cuerpo para digerir los alimentos. Y esto es lo que creo que me ocurre a mí, que no estoy en condiciones de asimilar las esencias, las grasas, los nervios, toda la proteína que contienen nueve palabras escritas por un talento portentoso y después, además, evacuarlas como si tal cosa. Me ocurre lo que los primeros días de estancia en cualquier pequeño pueblo del país, cuando al beber leche leche, recién ordeñada, o al comer pollo pollo, de los que se crían corriendo por las calles, el organismo se pone en guardia ante la calidad del producto que ingiere y entonces emite señales de alarma que se traducen en una sensación de empacho que no se alarga más de un par de días. Después, el cuerpo no pide más que manjar puro y ya no nos valen sucedáneos, aditivos ni conservantes, y ya no nos tragamos cualquier cosa, por muy bonita que sea la faja de la rutilante edición, o grandilocuente el adjetivo halagador que utilizó el crítico, por encargo del editor, para colocarlo como perejil verde verde sobre la cubierta del libro.

La frase de Fitzgerald me viene a la memoria a cada momento. Si leo el periódico, la frase. Si estoy en el trabajo, la frase. Si veo los informativos de televisión, la frase. Si tomo café en una terraza, la frase. Si voy al banco, la frase… Allí en donde viven y discurren sus vidas hombres y mujeres que arrastran sin reconocerlo el peso de la culpa, que emiten sin sentirlo cierto olor a podredumbre, que camuflan bajo sus trajes, sin lograrlo, mórbidas historias de mentiras e infamias, que descubren el brillo de la traición en el guiño embaucador de sus ojos. Allí en donde me encuentro con la malas personas, allí donde las veo, las oigo, les hablo, las evito y las padezco, recuerdo la frase de Francis Scott Fitzgerald, y me dan ganas de plantarme frente a ellos, detener su devenir malvado, y recitársela a la cara, como una afrenta, como un reto, la bofetada sonora de un duelo a muerte; la maldición gitana, el conjuro nefasto, el ensalmo purificador, la sentencia de condena eterna en el fuego del infierno. “Se puso de pie, apestando a deshonra y blasfemia”. Es esta una frase amarga, que se repite todos los días, aun en ayunas, y que vale por toda la Historia del hombre.

Vuelvo mañana

martes, 13 de julio de 2010

La cuchara y el bolígrafo


En el rincón más discreto del restaurante, entre tenues sombras exclusivas, cuatro hombres elegantes conversan distendidos y ríen con pretendida jocosidad aristócrata las gracias de uno y otro. El restaurante está ubicado en el centro de un polígono industrial. Es uno de esos establecimientos que cubren el segmento directivo de la geografía industrial; un restaurante para jefes, gerentes y algún que otro encargado al que de vez en cuando hay que invitar para que con los vapores del reserva cante por soleás y explique sin pudor el estado de ánimo de los empleados. Huele a colonia cara, brillan los gemelos, sobre el parqué suenan zapatos italianos y los camareros caminan muy tiesos, con las manos en la espalda.

Yo estoy comiendo muy cerca de ellos y les oigo hablar. Entre bocado y bocado describo y escribo en mi cuaderno lo que veo y lo que oigo, esto que ahora se lee. La voz de uno de ellos es especialmente grave. Posee ese tono bronceado, de buena crianza, de alguien acostumbrado a pontificar y a que nadie le contradiga; es una voz entre marcial y putañera, engominada, de casino y barrera en los toros que utilizará con especial cuidado en las noches de negocios, lejos de la santa, cuando susurre, sudoroso, al oído de una estupenda muchacha carísima, la suerte que tiene de encontrarse con un hombre como él. Una voz de whisky de malta y Winston pata negra que, por fuerza, estamos escuchando todos los comensales del local, porque resuena sobre los cristales de las ventanas como un diapasón. Pero eso le debe dar exactamente igual. Sus tres compañeros de mesa le escuchan con atención inteligente, interesada, sin dejar de mirarse, como si se estudiasen cuidadosamente cualquier gesto, una mueca, un trago tembloroso, una carcajada mal reída que delate un fastidio inconveniente, miedo o traición. “Freddy es así. Que le llamen a las 10 le toca los huevos. ¿Cómo se le ocurrió, si sabe, si le tengo dicho que antes de las 11 no se levanta ningún día? Vamos a tener que darle un toque a la niña, que es gilipollas, coño. A un cliente como Freddy…” En un momento de distracción, justo después de nombrar por última vez a Freddy, me ha sorprendido mirándole y en seguida he soltado la cuchara y he cogido el bolígrafo, y mientras me dispongo de nuevo a escribir, me siento un caballero medieval, con mis armas, la cuchara y el bolígrafo, que es como blandir la espada y esgrimir la pluma.

Ahora se escuchan risas. La secretaria es objeto de las más ocurrentes de las descripciones, etopéyicas y prosopopéyicas, relacionadas todas con sus estados menstruales, con su culo, el escote y la falda comprada en las rebajas. “Le vamos a tener que decir que se vista como dios manda, joder, que es la imagen de la empresa”, ha dicho el más solícito de los comensales para con las gracias del primero. Llega el camarero, retira los platos del postre y pregunta si los señores tomaran café. Todos asienten. “También pon unos maltas, y mira a ver si te queda por ahí alguna Breva” pide el hombre de empresa, entre exigente y satisfecho. La conversación pierde el tono jocoso y deriva hacia asuntos serios, porque el tipo adelanta el cuerpo, coloca las manos bajo la barbilla en forma de piña y sujetándose la cara con los dos pulgares dice “A ese no hay quien le tosa. No acepta ni una puta bufanda. Mira que a veces le llamo y le digo: oye, ¿Para qué hostias te has metido en política, hombre? ¡Sácale jugo! Mira que podemos hacer cosas buenísimas." Todo el restaurante lo está escuchando, seguro, sin ningún género de dudas, porque la voz del tipo suena ahora como elefante en el Liceo, pero nadie parece oír, nadie les mira. La concurrencia actúa discreta, cada cual a lo suyo. Se oye de fondo el tintineo de los cubiertos sobre los platos, golpear el hielo el cristal de las copas, el descorche de una botella de vino, alguna carcajada, y yo escribo que debe ser habitual, que quien más quien menos ha mantenido esa conversación alguna vez, en el mismo o en otro lugar. Son los negocios, las inquietudes de la savia productiva, el talento emprendedor, el impulso pionero, los avatares y la lucha constante de cada día para mantener vivo el país. “Luego viene el tío de la inspección y quiere que cuadre todo. Vamos anda, ¡Que no me jodan!” espeta antes de pedir la cuenta, firmar el ticket de la tarjeta de crédito y propinar una palmadita sobre el hombro del camarero. “Bueno, vámonos”, dice finalmente al levantarse, torpe, quejoso, prostático, mientras se enfunda la americana, virtuoso, con gran estilo, y sale por la puerta dejando tras de sí el aroma de los hombres de empresa.

Vuelvo mañana

La pregunta cae por su propio peso. ¿Qué hacía el señor en un restaurante para directivos? Yo creía que ejercía una profesión liberal y que lo suyo eran los cafés de la bohemia y las fondas del pueblo. Captar la realidad y ofrecerla al lector; denuncia social; poner de relieve las verdades y decir las cosas como son. Toda esa cantinela progre. Pero, amigo, viniendo de quien viene, del escritor mejor pagado en la historia de la literatura en lengua castellana – después de Camilo José Cela, claro- pues no tiene ningún valor. Su pluma y su cuchara son todo uno: por la pluma hacia la cuchara. Estómago satisfecho y agradecido. Amo y señor de su servicio. Esclavo de si mismo.

C.

sábado, 10 de julio de 2010

El dilema


Estos últimos días he averiguado, gracias a la experiencia, el significado de lo que es un dilema. Si en un dilema se plantean dos disyuntivas extremas, máximas y excluyentes, es un dilema supremo, de verdad, uno de los bretes más duros a los que un humano se enfrenta a lo largo de la vida. El dilema por antonomasia es el que Shakespeare le prepara al príncipe Hamlet, quien ante la podredumbre y la corrupción que invade el reino de Dinamarca, ante la traición al trono y el asesinato de su padre, no sabía si ser o no ser. Los fascistas sublevados hicieron famoso al general Moscardó, quien tuvo que decidir entre rendir el Alcázar de Toledo o perder a su hijo: la cosa acabó como en los chistes de Gila: “me habréis matado al hijo, pero lo que me he reído ”. Yo mismo, el primer día que fui a comprar a una gran superficie en esta mi tercera vida, volví a casa sin nada. El paisaje de estanterías y más estanterías llenas de productos me bloqueó y no supe decidir, y durante cinco días cinco, pasé un hambre de mil demonios. Pero este es un dilema, digamos, de tres al cuarto, doméstico, sin marca existencial, sin consecuencias futuras, sin recuerdo, mácula o trauma. El dilema serio, el que me tiene en un sin vivir y que no sé si he solucionado bien, es el que me aconteció en Sudáfrica hace un par de días.

Viajé al país africano para vivir en primera persona la pasión del fútbol en su máxima expresión, dentro del acontecimiento deportivo del año, en el mundial. Quería experimentar y sentir en propia piel lo que hasta ahora sólo he visto por televisión, la excitación del aficionado, los nervios en el lugar del enfrentamiento, formar parte del espectáculo de un partido, pintarme la cara con colores de guerra, gritar junto a la muchedumbre el grito unánime y ensordecedor que surge del interior del estadio, como si fuese la voz de una enorme garganta , levantar los brazos y ser parte de una ola humana, beberme unas cuantas cervezas, insultar al árbitro, morderme las uñas, comer pipas, esperar a que la cámara del estadio me saque por la pantalla gigante y saludar sonriente con la mano, celebrar los goles, lamentar los errores con gestos exagerados de tragedia griega, y todo lo que se suele hacer durante un partido de fútbol. Y resulta que la selección española, encuentro a encuentro, cumple los pronósticos -esta vez sí- y llega a la gran final, final histórica, que se celebrará el domingo día 11 en Johannesburgo, justo pasado mañana ( no, ya mañana. Ahora son las 00,01h del dia 10). Horas después de la semifinal frente a Alemania, preparaba el viaje desde Durham hacia la capital sudafricana y, ya en el hotel, se me ocurrió conectarme a internet, por ver si alguien había dejado algún comentario en la entrada anterior, y navegando, navegando fui a dar con las páginas digitales de los periódicos catalanes y ya todo dejó de ser lo mismo, porque en aquel momento, una de las grandes disyuntivas de mi vida se me agarró al estómago igual que el bicho de Alien se aferraba con sus tentáculos de pulpo a la cara de su primer huésped. Catalanes, Catalunya ha sido herida, Catalunya ha sido vilipendiada, humillada. El pueblo habló y ahora se le calla. Como catalanes no podemos permitir que se nos insulte, que desprecien nuestra decisión soberana, que digan lo que tenemos que ser, ni mucho menos cómo tiene que ser el estatuto que tiene que solucionar todos nuestros problemas, incluido el de nuestra identidad, que es el más apremiante. Todos a la manifestación del día 10… Así se expresaban editoriales, columnas de opinión, artículos, entrevistas, y todo tipo de piezas dentro del amplio abanico de los géneros periodísticos. Entonces pensé “mi país me necesita, pero mi nación también” o al revés, “mi nación primero, después mi país, o será mi Estado, pero mi selección es lo que importa, porque en ella juegan los jugadores de mi patria, pobres patriotas que se sacrifican y visten una camiseta que no es la suya, un escudo que ni les va ni les viene, que oyen un himno como quien oye llover, pero que acuden a la convocatoria de la selección, porque pueden tener represalias. Se les ve en la cara, en los gestos, en la expresión, en la actitud, que acuden y juegan con la pistola en la espalda.

Con este panorama ¿Qué debía hacer? ¿Viajar desde Durham hacia Johannesburgo, como tenía planeado, para animar a mis compatriotas?¿ O viajar hacia Barcelona, inmediatamente, y participar en la manifestación? Lo haría por ellos, por los jugadores catalanes de la selección, porque no pueden ir, y está en juego su futuro si l’Estatut no conserva todas sus cositas. Y también lo haría por unos cuantos catalanes de pro que verán desfilar a miles trabajadores encabezados por un advenedizo útil, por alguien que no es de los suyos, a través de las calles de la capital, otra vez, desde detrás de las persianas de los balcones de sus salones, al fresquito del aire acondicionado, mientras toman un Dry Martini bien agitado y recuerdan a Millet, y Macià Alavedra, y Montull, y los del 3%, patriotas de tota la vida entrando y saliendo de chirona como quien sale del Liceu, con la sonrisa abierta y mesurada de la gente de bien ?. Me preguntaba ¿Qué diablos hago? ¿Disfrutar de la final y sentirme español? ¿O manifestarme y sentirme catalán? ¿O las dos cosas? Manifestarme el sábado y el domingo plantarme con mi bandera española delante de la gran pantalla del paseo MªCristina, con una Vuvuzela original, la bota de vino y la garganta y los nervios bien templados? ¿Y si gana la selección? Otro dilema más. ¿Grito España, España, como Manolo el del Bombo? ¿O grito solo el nombre de los jugadores catalanes? ¿O mejor, grito olé, olé en una ciudad antitaurina cuando bailemos (¿o bailen?) con el tiqui taca al equipo holandés?. Pocas veces lo he pasado tan mal en mi vida. Aquí me gustaría a mí ver al príncipe danés o al General Moscardó.

Tomé el primer vuelo desde Sudáfrica, y aquí estoy, a unas horas de la manifestación y a un día vista de la final del mundial, lleno de dudas y remordimientos, porque todavía no sé si he hecho bien. Y por si fuera poco, ahora que releo estas líneas, me invade otro dilema, el de Warnock. Mejor no explico en qué consiste.

Vuelvo mañana

Tantas vueltas para explicar algo que se puede decir en tres palabras: “Vuvuzela o Estatut”. De todos modos, si el señor me lo permite, yo que usted, me hubiese quedado en África, pero para no volver. Entonces iba usted a saber lo que es un dilema, amigo, en cada amanecer de sus días.

C.

jueves, 1 de julio de 2010

Sin título


Mirarse el ombligo no tiene porqué ser, forzosamente, una frase hecha que signifique lo agusto que estamos con nosotros mismos frente al mundo, lo poco que necesitamos ver otras realidades, porque con la nuestra nos vale y nos sobra, o la mínima disponibilidad de que hacemos gala para con nuestros semejantes ante situaciones o coyunturas individuales y colectivas más a menos adversas. Todo lo contrario. Mirarse el ombligo puede ser un ejercicio sano, una acción positiva en si misma si el sentido que le damos a la frase es el que concuerda con la propia acción, con la estricta verdad textual. Pero como el uso de esta expresión se ha centrado en los últimos tiempos en señalar actitudes autistas, no somos conscientes de que su significado orginal ha perdido por siempre su lugar frente al figurado, y a nadie a quien diga “me estoy mirando el ombligo” se le interpretará como aquella persona que está invirtiendo unos segundos de su vida en observar su centro geográfico y fisiológico; la cicatriz que recuerda el lugar del que vino; el cráter dérmico que señala hacia dónde iba a parar el conducto que le alimentó durante casi un año antes de nacer; el fósil amniótico que invoca el recuerdo olvidado del más placentero de los silencios. Incluso si alguien le dijese a un semejante “mírame un poco el ombligo” porque estuviese orgulloso de su hermosura, de su redondez, arruga discreta, poca prominencia, y leve profundidad, se le interpretaría a partir del significado retórico, metafórico, y entonces parecería que estuviese diciendo “ocúpate un poco de mi”.

Yo (lo confieso) paso minutos mirándome el ombligo, y también le miro el ombligo a la gente. En cuanto llega el verano y piso la playa me convierto en un mirón de ombligos. Los hay grasientos y dorados, bien bronceados, procedentes de barrios altos. Colorados y blancos, que suelen ser nórdicos, anglosajones, a veces galos e incluso castellanos. Que sean grandes o pequeños no depende de la dieta ni de la edad de sus dueños, pero sí de la pericia de la comadrona. Los ombligos pequeños suelen anudarse cuando el parto se produce en casa, y los grandes en hospitales, de manera que el ombligo es una indiscutible y significativa marca generacional. También hay ombligos que brillan, de mirada expresiva, y ombligos opacos y oscuros como cuenca de tuerto. Ombligos inquietos y esquivos, tímidos, a los que cuesta ver; o densos y convexos, extrovertidos, casi pesados, siempre presentes y a todas horas con algo que decir. Sé de uno al que le orbita una pequeña luna encarnada: me tiene loco. Aunque los que más llaman la atención son los peludos glotones, bocas falsas que cuelgan de grandes barrigas, producto de la evolución de la especie, con las que los individuos que los exhiben reclaman doble ración de todo en cualquier mesa y lugar…

Estoy por inaugurar un cuaderno de campo durante las próximas vacaciones e ilustrar a carboncillo todas las tipologías, pues esta es la técnica con la que mejor se resaltan las arrugas, las sombras, los relieves, recovecos y oquedades que contienen los ombligos del mundo. Tengo mucha curiosidad por ver en detalle el ombligo de según quién. La tentación, que es facilona, me lleva a la política, pero creo que el de estos tipos tiene poco interés, porque ni ellos mismos se lo miran, ni saben cómo es el suyo ni el de sus prójimos. No me resulta demasiado difícil imaginarme vientres muy blancos, algo flácidos y sin ombligo.

El mío es un clásico, casero, de comadrona de casta. Si no me cuido, lleva camino de convertirse en el típico peludo glotón. Aunque hondo y profundo, se distingue su fondo porque carece de arrugas. Es poco velludo y mira de frente. Cuando río se agita y exige espacio; si lloro se contrae hacia dentro buscando paz. En el amor, mi ombligo es el checkpoint del deseo, porque la mirada que me quiere se desliza hacia él y al cruzar la frontera en avance hacia el pubis ya es otro objeto más de caricias y besos, un hueco más para la lengua experta, hasta que el vientre prorrumpe en la última convulsión y, al poco, el sosiego lo balancea en una calma de sueño.

Es bueno, recomendable y saludable, mirarse el ombligo. Todos los días.

Vuelvo mañana

¿El chek qué del deseo? ¿Pero lo ha leído un par de veces el señor? Definitivamente, se desliza usted sobre un largo y vertiginoso tobogán, amigo. Sin tema, sin argumento, sin hilo narrativo, sin crítica, sin fondo... Nada de nada. Me va perdonar, pero si se ha quedado sin ideas, mejor dar carpetazo, o espérese unos días a ver si acuden las musas en su auxilio. ¡Por Dios! ¡Que alguien que le quiera bien le aconseje!

C.