miércoles, 26 de marzo de 2014

Memoria de Estado



Uno de mis abuelos murió en la cama. De hecho, vivió postrado en ella durante los cinco años últimos de su vida a consecuencia de la enfermedad de Alzheimer. Recuerdo el aspecto de su rostro antes de enterrarle. Parecía que dormía y soñaba y que de su sueño emergía  y se materializaba la memoria perdida en vida, y que los nombres que olvidó, las caras que le hablaron, las herramientas con las que trabajó y los hijos que le quisieron,  iban habitando poco a poco  la estancia y  se elevaban como el humo aromático que surge del extremo ardiente de una barra de incienso, de  una pequeña luz de fuego. Quise  creer también que,   en ese sueño eterno  y singular, igual que en los últimos años de su existencia,  se perdieron para siempre los sinsabores, las fatigas y las incertidumbres de tiempos convulsos , y que el descanso del cuerpo  propiciaría  la restauración de  su espacio en la historia  únicamente con  una  evocación complaciente. 

A veces, mi abuelo aparece en mis sueños y entonces, durante algunos  días, me vienen al recuerdo sus manos entrelazadas a la espalda mientras caminaba; el poco pelo que tenía asomando bajo la boina, la mirada  pícara, su nariz aguileña,  o  la  sonrisa guasona, que jamás llegó a convertirse en carcajada abiertamente  sonora. Estoy convencido de que esto ocurre así porque yo y mis hermanos, y todas aquellas personas a las que quiso ,volvimos a nacer  el día de su muerte más allá de los vestigios  de su amnesia  y por eso ahora nos nombra y nos reconoce y puede volver a hablarnos a través de nuestras propias ensoñaciones. 

He estado tentado a hablar sobre éllo en alguna ocasión, pero  no he encontrado el momento adecuado; sencillamente,  he preferido no hacerlo, porque muy pocos entenderían o creerían que lo que digo no es impostura, ni retórica, ni afectación lírica,  sino una convicción profunda que quiero seguir albergando. Quizá sea esa la razón por la que  hasta ahora no he querido compartirla, por no someterla al juicio de la razón. 

Uno de los enfermos de Alzheimer más célebres que habrá tenido  España quizá haya sido Adolfo Suárez.  No sé cuántas horas, páginas y palabras se habrán dedicado durante estos últimos días a hablar sobre su muerte. Y  lo que te rondaré. Ahora mismo, la discusión ya trasciende la capilla ardiente  y  vuela sobre las pistas de Barajas.  Queda atrás  el fastuoso, faccioso y vergonzoso funeral de Estado que se ha perpetrado; un duelo que en su conjunto, desde las declaraciones de unos y otros, hasta las fervorosas colas ciudadanas,  pasando por la uniformidad católico castrense de los protagonistas,  ha constituido  una asombrosa parafernalia barroca, oscurantista,  atiborrada de caspa al más puro estilo prodemocrático  en honor, precisamente, del supuesto artífice de la concordia  democrática,  quien -a decir de todos- con su valía, sentido del consenso, valentía y altura de miras nos libró de un terrorífico  infierno y nos abrió las puertas de par en par a los cielos deseados  de la Europa moderna y libre. 

Sin embargo, Suárez hace tiempo que murió, igual que murió  mi abuelo,  muchos años antes de su último suspiro. Curiosamente, el deceso de la memoria de Suárez vivo viene  a producirse aproximadamente al tiempo en que los españoles empezamos a creer que ya éramos mayores, que ya estábamos maduros, que nuestro espíritu demócrata, nuestras ansias de libertad y nuestra fe inquebrantable en el Estado de bienestar  estaban  tan enraizadas en la conciencia colectiva que ya nada ni nadie podría dar marcha atrás a un proceso indefectiblemente perfectivo y en progreso. Y  es a partir de entonces -al acoger  la certeza de que ya todo estaba  hecho- cuando los rufianes, los chorizos, la ambición comunal y los fascistas de siempre empezaron a  apoderarse, poco a poco, de manera organizada y bajo el amparo de las instituciones, del destino de nuestro país. 

Por eso confío que si alguna vez  se fraguó en el interior de la conciencia  del difunto Suárez  el sueño de una democracia  real y sincera, libre y emancipadora ,   ahora que ya ha muerto,  espero que ese hipotético  recuerdo emerja  libre desde  lo profundo de su olvido, arrinconando los correajes negros de la camisa vieja, la jefatura general del Movimiento,   y se materialice como humo de incienso que  nos envuelva  al modo de un antídoto contra los embrujos ,  nos   devuelva el entendimiento, nos restituya la voluntad  y el coraje necesarios   para  castigar a los indeseables , para  recuperar  la honradez ,  la ilusión  y la fuerza incontenible del pueblo que  asumirá y exigirá   en las calles su protagonismo con el que  recuperar,  como antaño,  las riendas de su destino. Ese será el mejor servicio que el extinto  Duque de Suárez pueda hacer a su país, tanto en la vida como en la muerte.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Un trabajo honrado



Él creyó que yo no sabía la causa por la que aquella tarde, hace ahora dos meses, llegó a  casa con la cara hecha un poema. Pero el que no sabía nada de nada era él,  tan joven, tan  ingenuo.  Siempre ha sido un idealista. La edad. Debe ser la edad. Aunque yo a sus  años  estaba por otras cosas. Por  ganarme la vida, salir de casa, independizarme, formar una familia, y trabajar, de lo que fuese, honradamente.
Cuando entró tenía  la nariz reventada, totalmente deformada,  porque el tabique nasal se le había desplazado como si fuese un boxeador  y dos algodones le taponaban la hemorragia. Además, toda su expresión, entre  dolorida e incrédula, se había convertido en una especie de careta deformada,  sucia y amarillenta, debido a la mezcla escandalosa del yodo sobre el morado púrpura del derrame generalizado que le provocó el trauma. En la ceja izquierda lucía tres grapas. Casi no podía hablar a consecuencia de la tremenda tumefacción de los labios. Le faltaba un diente. Le habían vendado  la oreja en la que le colgaba el piercing  y además  caminaba visiblemente encorvado, como un viejo.  Cuando quise preguntar, antes incluso de alzar los ojos para emitir la preceptiva exclamación admirativa, me soltó una de las escusas más típicas y menos elaboradas que alguien pueda dar: Que se había zurrado con un tipo porque le había tocado el culo a su chica.
Pero él -¡pobre ángel mío!- no sabía, no sabía nada de nada. Ignoraba que yo ya  esperaba verle en ese estado. Ignoraba que, tratándose de hijos, papá lo sabe todo; a veces, incluso, antes de que acontezca.  Aun así,  a pesar de su  aspecto,  no me quedó más remedio que aguantar el tipo. Si pretendía mantener mi secreto  a salvo,   tenía el deber y la obligación de  transmitirle  cierto  equilibrio expresivo, ese ademán  incierto y complejo que comunica al mismo tiempo  sorpresa horrorizada , serenidad  reconfortante  y,  sobre todo, disponibilidad total para el  consuelo. Porque un padre es un padre, antes que cualquier otra cosa en la vida.  Y en casos así, cuando está en juego la seguridad y el futuro,   lo mejor es  la  sangre fría, el control sobre la mente y  el autismo hacia el dolor ajeno. Así me enseñaron.
No obstante, el pobrecito mío lo desconocía  todo,  confiado desde bien pequeñito en lo que yo  le decía cuando  insistía, por ejemplo,  en preguntarme sobre  mis asuntos laborales y yo le contestaba con evasivas, con la respuesta de siempre, con el argumento que escuchó desde que empezó hablar, desde que un día llegó del colegio y me preguntó ¿Y tú, papá, de qué trabajas? Por eso, hace ahora dos meses, cuando le vi entrar, me dije: hasta aquí hemos llegado.
Ahora que estoy parado, tengo mucho tiempo para pensar. Sé que a pesar de la situación económica hice lo correcto, porque no hay día que no le recuerde tirado sobre al asfalto, acurrucado como un animalillo indefenso,  bajo  las porras de mis compañeros, y  yo con ellos, camuflado tras mi máscara reglamentaria  viendo  la sangre -sangre de mi sangre- deslizándose por su rostro todavía imberbe, y el humo flotando como una niebla lacrimógena, y el sonido de las sirenas  al final de la calle, justo en el lugar donde habíamos planeado acorralar a los manifestantes que aquella mañana salieron a pedir más becas, más educación y  más profesores.

jueves, 13 de marzo de 2014

Campanadas a perdido




A la memoria de mi bisabuelo Eusebio, a quien no conocí. Emprendedor avant la lettre.


Hasta poco después de que llegase, afuera  no había más luz  que la del día. Al caer la noche,   pasábamos el tiempo fumando bajo el techo de tablas, esperando a que el fuego  se consumiese, viendo tiritar  nuestras sombras sobre las paredes de piedra. Cuando  el frío nos vencía, nos  acostábamos sobre los jergones de paja,  y nos arrebujábamos en las frazadas ásperas que olían a humo, animal y yerba. 

No dormíamos. Más bien calentábamos el cansancio y el sueño,  porque entre nosotros y las bestias solamente  nos separaba  un tabique de maderas carcomidas y  mal clavadas  a través del cual  escuchábamos rezongar a la vaca, al macho y a las cuatro cabras. A veces, en la obsesión del insomnio frío,   me parecía que aquellas bestias mansas  murmuraban pesadillas en voz alta, acompañadas  por el tintineo ocasional de las esquilas. 

Por eso  me levantaba a menudo, me echaba la manta sobre los hombros y salía a fumar. En noches de luna llena distinguía el brillo de la escarcha perfilando los tejados; destellos flotando sobre los charcos, igual que luciérnagas enfermas; algún reflejo de luz  sobre las ventanas confiadas sin portillos  y las sombras de los árboles  cimbreándose  sobre las ondulaciones del monte, más allá de las eras dormidas y de los huertos exhaustos. Pero en noches de oscuridad plena, solamente distinguía el humo salir de mi boca y la brasa alumbrando  las grietas de mi mano  gruesa. Más allá no había nada. Negrura  infinita. Silencio. El aullido  de algún perro celoso, el eco del cárabo y el olor a tomillo y  pavesa de estepa. Pasada la media noche, los pueblos limítrofes  se turnaban para tocar a perdido. Dos veces sonaban las campanas que orientaban como un faro a los caminantes en  el mar de pastos y alimañas sombrías.

Un día llegó él, montado en su bicicleta de hierro. No trajo más equipaje que su mirada viva y  un hatillo de  herramientas envuelto entre trapos dentro de una capacha de esparto. Convenció con unos cuantos  reales a una cuadrilla de hombres, buscó en los arrabales un molino de agua y a los pocos meses, desde la profunda oscuridad del páramo,  se divisaban puntos de luz eléctrica surgiendo de las calles de la aldea. Durante aquella semana,   en cuanto oscurecía,  salíamos todos en procesión, caminando hacia la primera loma.  Allí nos congregábamos,  muy callados, como almas en un purgatorio, observando fascinados el destello de las bombillas que brillaban donde hacía unos pocos días no había nada.  Ahora, en la noche, solo el tiempo hace sonar la campana y temo perderme en los campos, el día que yo muera.

jueves, 6 de marzo de 2014

El parque de La Bola ( Para Raúl, con todo el cariño)


Un parque es un lugar generalmente público donde habitan todo tipo de plantas. Suele estar  ubicado dentro de las ciudades. El diccionario de la RALE acoge más de media docena de acepciones para esta palabra en las que aparecen coches, policías, bomberos, zoológicos, cuarteles, recintos cerrados con atracciones y columpios más o menos sofisticados ,  y grandes extensiones naturales, protegidas por las autoridades debido a su riqueza biológica.
Los años 70 fueron los años de mi niñez,  esa niñez avanzada que ya es capaz de retener imágenes consistentes en la memoria. Yo entonces vivía en un pueblo del  cinturón rojo barcelonés, rodeado por tres ríos malolientes, ahumado por cuatro grandes factorías  y partido en cinco trozos por tres líneas de ferrocarril, una autopista y dos carreteras nacionales. El paraíso.
Recuerdo que  cuando escampaba después de días de  lluvia, disfrutábamos en la calle  como si se celebrase una verbena, porque al carecer de asfalto, hacíamos uso del agua y del barro igual que gorrinos dentro de un estercolero.
Por entonces vivíamos en mi ciudad cerca de 30.000 almas que  teníamos la posibilidad de disfrutar de un solo parque infantil, aunque en aquellos años no se llamaba así. Cuando decidíamos ir allí -siempre solos, sin padres-  decíamos que íbamos a los columpios. Eran de hierro, y como no los pintaban asiduamente, su color era el propio del óxido. Había columpios de cinco tipos. De hecho había cinco columpios. Uno era una  escalera en forma de puente semicircular a la que no llamábamos de ninguna manera especial. La nombrábamos diciendo .” ¡vamos allí!”. También había un tobogán cuya rampa era de listones de madera que con el uso y el paso del tiempo se habían astillado.  De manera que deslizarse por el tobogán era equivalente a rasgarnos los pantalones por la culera y en muchos  casos provocarnos pequeñas heridas y escoceduras.
El balancín era para los más peques, pero a menudo lo utilizábamos para comprobar su resistencia. Lo más divertido ocurría cuando uno de nosotros se sentaba en el extremo apoyado  en el suelo y el resto saltaba al unísono sobre el extremo elevado, para ver si así podíamos catapultar al primero. Jamás vi el balancín roto. Eso sí era hierro macizo.
Luego estaban los columpios propiamente dichos, es decir, la típica y conocida estructura trapezoidal  de cuya viga transversal colgaban cuatro cadenas que a su vez sujetaban dos sillines de madera en los que nos subíamos para, precisamente, columpiarnos hacia delante y hacia detrás  lo más alto posible. Los más audaces se elevaban hasta casi dar la vuelta de campana y cuando habían conseguido el impulso máximo saltaban hacia delante emulando a los trapecistas del circo. Más de uno cayó sobre otro infeliz que pasaba por allí o, en un error de cálculo de equilibrios, aterrizaba  de morros en lugar de caer de pie.
Y, finalmente, teníamos a nuestra disposición  la estrella de todos los columpios, el centro de operaciones, el lugar  o el artefacto más peligroso  de todos los que allí disponíamos: La Bola, una esfera herrumbrosa con forma de planeta que constaba de un anillo exterior circundante y  de cuatro escaleras que nos dirigían hacia  un mirador en forma de cofa que la culminaba. De ese extremo superior sobresalía el final o el inicio de una barra central, dispuesta a  modo de eje o de mástil interno, por la que se podía bajar igual que un bombero,  o evolucionar en sentido inverso si uno era lo suficientemente hábil como para  trepar a pulso.
La Bola era uno de los lugares donde más accidentes infantiles se producían. Estaba siempre atestada de niños, igual que abejas alrededor de un panal, y era el lugar  preferido donde organizábamos simulacros de guerras, donde ensayábamos nuestras habilidades acrobáticas y nuestro nivel de atrevimiento. Por eso la bola era mucho más que un columpio. En La Bola se dirimían liderazgos y sumisiones. Trepando, saltando de una parte a otra de la esfera, dando vueltas de campana, descolgándonos como monos  de aquel amasijo de hierros tetánicos demostrábamos nuestro nivel de valentía o nuestra  pusilanimidad. En verdad  La Bola era el mismísimo planeta Tierra.
Yo  sobreviví  a La Bola y con el paso de los años dejé de frecuentarla. Al llegar a la pubertad preferíamos vivir el enfrentamiento, la competitividad y  el ensayo de nuestros instintos primarios  de una manera real. Por eso nos citábamos para zumbarnos la badana  en otro lugar, un solar próximo al colegio,  un erial salpicado de restos de obras, bolsas de basura,  jeringuillas, condones, y todo tipo de despojos urbanos que ni siquiera hoy somos capaces de reciclar.  Le llamábamos el Campo de los Topos porque ratas, ratones y  las más variadas especies de roedores urbanitas construían allí su madriguera.
Los motivos de las peleas  eran de lo más diverso. Un robo de cromos, o de canicas; un insulto al pringao de la otra clase, o sencillamente el clásico y recurrente falso chivatazo al profe de turno difundido por el chismoso oficial. Sea como fuere, el detonante siempre era  cosa  de hombres. Nunca se escapó en el Campo de los Topos  ni media hostia por cuestión de faldas.
Uno de los enfrentamientos más sonados fue el día que nos citamos a las cinco y media de la tarde la clase entera  de octavo de mi colegio y  de  otro colegio vecino.  En aquellos años no existían las famosas ratios y cada grupo escolar podría estar compuesto  por 45 alumnos. De manera que allí estábamos cerca de 60 mocosos (los empollones no vinieron) dispuestos a defender la nación y la bandera. No recuerdo el motivo. La cosa es que después de algunas ráfagas de cantos rodados, algún que otro impacto de chinchetas y palitroques,  acabamos viéndonos los dos bandos frente a frente,  sin decir nada, hasta que alguien propuso que la afrenta se resolviese con  una pelea a puño limpio entre los dos más fuertes y más aguerridos de ambos colegios.
No hubo necesidad de insistirles. Los dos púgiles  se prestaron raudos a representar a sus respectivas nacionalidades escolares,  orgullosos  y  encantados de protagonizar el desafío. Alcanzarían la gloria  que se les venía negando frente a la pizarra curso tras curso.
Se dieron de lo lindo durante tres o cuatro minutos, pero en cuanto vimos sangre en las narices de nuestro gladiador, paulatinamente se nos fue encogiendo el escroto, de manera que al ver que la concurrencia iba haciendo mutis por el foro, los dos guerreros se pusieron la chaqueta, cogieron sus respectivas carteras y abandonaron el campo de batalla. Recuerdo haber visto, sin que ninguno de los dos se diese cuenta, cómo  nuestro enemigo- el que salió ileso-  le prestaba su pañuelo al único herido de la enésima guerra del Campo de los Topos.
Los ochenta ya fueron harina de otro costal. Los ayuntamientos pudieron empezar a transformar poco a poco sus ciudades. En la mía y en las poblaciones vecinas se adecentaron algunos recintos como parques ajardinados. En teoría esos equipamientos se crearon para disfrute de los vecinos, pero en realidad eran feudos de bandas de todo tipo y pelaje, compuestas por lo general de nativos catalanes, que se proveían de navajas, cadenas, lunchakos, y armamento propio de ninjas macarriles con el que defendían su territorio para traficar a sus anchas con heroína, o plantar batalla a cualquier otro grupo que amenazase su espacio vital  y sobre todo su mercado.
Se bautizaban con nombres muy edificantes que a veces referenciaban la tipología de su arsenal, el lugar de su centro operativo o el nombre de su caudillo. Una de la más famosas era “La banda de las cadenas”. Otra se hacía llamar con el original apelativo de “La banda del parque”. Cerca del Campo de los Topos actuaba “La banda del Películas”. Ésta era  una de las más temidas. La  dirigía con mano de hierro un joven feo, cruel y desalmado que atracaba a pipiolos como nosotros  a punta de navaja.  Cuando  el Películas se hacía con el botín ( veinte duros, el peluco, o cualquier objeto del que se encaprichase)  solía gritar “¡Hala, al cine!”. Yo me lo encontré solo una tarde de domingo, en los  lavabos del remedo de discoteca a la que solíamos ir a desahogar la hormona. Entró cuando yo ya estaba meando. Dio tres pasos hacia donde yo miccionaba, miró hacia donde surgía el chorro, emitió un desagradable carcajada y  volvió a salir, sin más novedad, dejando tras de sí,  sobre el suelo, un gran y sonoro escupitajo blanco.
A mediados de los ochenta, cuando yo ya cursaba el primer COU de los cuatro en los que me matriculé,  se inauguró el Parque Salvador Allende. La construcción de este  parque constituyó un hito en la ciudad. Estaba perfectamente diseñado. Plantaron mucha variedad de árboles, arbustos y plantas  y recuperó para los vecinos -esta vez sí -un gran espacio urbano, marginado y dejado de la mano de Dios, ubicado debajo del gran puente de la autopista que cruzaba la ciudad de norte a sur. Para los que estudiábamos nocturno  era necesario atravesar a oscuras esa escombrera  si queríamos  llegar al instituto. Allí,  en los bancos del parque Salvador Allende, al cobijo de  árboles y nieblas,  pasé horas y  horas  durante casi todas  las noches  de un curso completo  con la mujer  a la que amo, después de besarla por primera vez una tarde gloriosa de novillos.
Dentro del parque, el Ayuntamiento construyó poco después  un centro para la tercera edad, donde los jubilados se reúnen a echar un rato. Ese parque, el instituto y el centro de jubilados existen hoy día, prácticamente  inalterables.  El Campo de los Topos ahora es un aparcamiento. Justo a su lado han instalado un pequeño parque infantil,  con columpios fabricados sin hierro, sin ángulos, curvilíneos, de poca altura, cercados por un valla de madera y clavados a un pavimento de blanduras sintéticas,   que frecuentan algunos adolescentes cuando las mamás recogen a su prole. Los púberes han bautizado al parque  como el parque Fairy. El apodo es todo un misterio. Ni ellos mismos saben por qué le llaman así.
Los columpios del parque Fairy son iguales a los que han instalado donde antes nos rompíamos las crisma, sustituyendo a La Bola. A su lado discurre la línea más transitada de cercanía des RENFE, con una frecuencia de paso similar al metro. Para poder seguir camino hacia el centro no queda más remedio que atravesar  un paso a nivel con barreras, semáforo y campana. En ese punto, entre suicidios y accidentes, han perecido a lo largo de los últimos 40 años más un centenar de personas. Quizá por eso  construyeron en esta zona el primer ambulatorio de la ciudad; ambulatorio que durante este último año acoge cada semana una protesta, porque han suprimido el servicio de urgencias. Debe ser que ya no hay Bola, pero el tren continua pasando a toda velocidad, cada veinte minutos, con cierta puntualidad.
Hace tiempo que no transito por el parque Salvador Allende. El otro día pregunté si estaba cuidado, si seguían frecuentándolo parejas de enamorados, o si había aumentado el número de especies plantadas. Mi interlocutor - uno de los que pasan las tardes en el Fairy- me dijo que él no conocía ningún parque Salvador Allende. Cuando le di señas de su ubicación me contestó “¡Ah! ¡Sí, hombre! Pero ese parque no se llama así. Ese parque se llama el parque de los viejos”. Y entonces pensé que tenía que escribir sobre mi ciudad, sobre los parques de mi ciudad,  sobre el  tiempo pasado,  sobre mí.