jueves, 28 de febrero de 2013

Silencio técnico



No es verdad: no se bebe para olvidar porque en realidad olvidar es esconderse en la memoria, correr hacia  el refugio de los recuerdos que nos protegen y nos redimen del presente. Yo cuando bebo, si los tragos son cortos y frecuentes, suelo ponerme  nostálgico y, como les ocurre a  los agónicos, veo pasar toda mi vida en instantes, en destellos, en escenas de doble plano en las que encuentro figuras nítidas  y también siluetas desenfocadas, turbias, que formaron parte del momento, pero que, por cualquier razón, no quieren darse a conocer.
Sin embargo, cuando el trago es largo, me pongo de mala uva, se me excita la bilis, prorrumpo y reviento  las reuniones con mis opiniones que expreso casi a gritos, frunciendo el entrecejo, agitando mucho las manos, y los brazos, y no hay Dios que me pueda quitar el turno. Si el vino es de crianza suelo tener razón y entonces la concurrencia me escucha como si  quien les hablase fuese el mismísimo Unamuno republicano pontificando desde el balcón, cuando decía aquello de  “¡con el rey o contra el rey!”. Por el contario, si el vino es peleón, como suele ser habitual, me obceco y arrimo mi parecer a un clavo ardiendo, aunque  siempre llega  un momento en que hay  alguien que me empuja hacia una contradicción evidente. Eso es lo peor que puede pasar porque a partir de entonces  emprendo una huida  hacia delante y  ya no hay quien me haga callar. Creo que a los que no me conocen bien incluso les puedo llegar a provocar miedo, o al menos esa prevención sutil y disimulada con la que nos guardamos de los locos. Lo veo a menudo en sus ojos, y me hace sentir muy fuerte. Me siento Arrabal en televisión, gritando aquello de “¡hablemos  del milenarismo, hablemos del milenarismo! o  Paco Umbral exigiendo que se hable de mi libro.  Puedo asegurar que en esos momentos  todo lo que explico es inventado. Es inevitable. La cabeza se me llena de hechos, recuerdos, personajes, datos, cifras, autores, citas, situaciones falsas, ficticias, de las que estoy absolutamente seguro conocer,  haber leído, vivido  o  formado parte y que me vienen que ni al pelo para justificar todos mis argumentos a los que algún incauto, que posiblemente habrá bebido más o menos lo que yo, se le ha ocurrido poner en duda o contradecir.
A partir de ese instante solamente interrumpo mi discurso cuando veo mi copa vacía con un  silencio  técnico que utilizo estratégicamente.  Mientras  la  lleno recupero el  resuello y aunque alguien se dirija a mí con el fin de hacerme entrar en razón,  no escucho porque en realidad  estoy pensando en la siguiente barbaridad, y entonces, frecuentemente hay alguien que  pretende aprovechar ese impase para cambiar de conversación.  Si se sale con la suya todos respiran aliviados y yo me hundo en la copa viendo el reflejo de mis ojos flotando temblones sobre el vino tinto, absorto, buscando algún recuerdo real al que agarrarme para poder olvidar todas y cada una de las palabras que durante media hora he sido capaz de pronunciar.
Hoy no he bebido más que un par de tragos para camuflar unos canalones de setas muy bien vendidos pero muy mal cocinados. Nadaban sobre bechamel líquida y sabían a harina cruda y a  cueces o enriqueces. Al salir  del restaurante me he abrigado hasta el cuello  porque caía una lluvia fina muy fría, casi más fría que si fuese nieve. (A la lluvia le pasa lo que a los hombres, que cuando no es lo que pretenden ser hace lo posible por parecerlo, aunque terminan por no cuajar). Como me tengo por un hombre virtuoso,  además de beber con frecuencia, también soy coqueto y lo primero que he hecho es certificar mi aspecto en la luna del primer escaparate. Al verme he detenido el paso de inmediato, me he quedado paralizado ante el cristal y he  tenido que hacer un serio esfuerzo para confirmar que no había bebido tanto como para desvariar. De hecho, no las tenía todas conmigo porque me han entrado unas ganas incontenibles de entablar una buena discusión  con semejante aparición. Y es que lo que estaba viendo frente a mí era la figura de un adolescente calzado con botas marrones de caña alta, vestido con pantalones de tubo estrecho de pana marrón y abrigado con un abultado anorak de color azul, exactamente igual a como yo iba vestido.¡ Y cómo si no, si era mi reflejo.! ¡Qué   otra cosa podía ver más que a mí mismo!
Aun sobrio, con mis sentidos intactos, le he lanzado un gesto; ese gesto torero,  chulo y castizo, que consiste en  afirmar con la cabeza pero a la inversa un envite mudo ¡qué pasa, hombre! ¡aquí estoy yo!  Pero no ha contestado. Me conoce muy bien. Sabe lo que le espera: la tortura de  mis lamentos, la utopía imposible, y la última novela leída, con final incluido. Lo que en términos clásicos se suele llamar  un auténtico plasta.   De manera que sin palabras,  mirándome durante unos segundos, el que me ha hablado ha sido él con la misma voz y la misma ropa  que hace  30 años  en el día  de los santos inocentes, sobre la nieve de la calle sin asfaltar, junto a unos amigos abrazados antes de entrar en la taberna para tomar los primeros vasos del  frío día de invierno, día blanco de fiesta, de recuerdos gratos,  de memoria helada, que surgió  hoy, gracias al azar,  con todo su poder evocador  sobre la línea azul de electrodomésticos en oferta. El olvido, que entra cuando quiere, sin beber y sin llamar.

jueves, 21 de febrero de 2013

Por malagueñas


La publicidad es a la literatura  lo que un consolador al sexo.  En publicidad la imaginación y las habilidades de los creativos pueden llegar incluso a emocionar, de la misma manera que un buen falo de silicona, calidad premium, talla Vidal, puede llevar a experimentar  al usuario o usuaria el goce de orgasmos inusitados.
Pero la carne es la carne, la piel es la piel, y más allá de medidas, capacidades y resistencias, una polla a pilas jamás  musitará al oído de su amante un gemido, o  un juramento coyuntural de amor  eterno, y nunca podrá emular el prodigio evolutivo de  un pene que partiendo de la más absoluta flacidez es capaz de transformarse  en una  inhiesta verga rampante, y vuelta a empezar.
Sin embargo,  las artes y las herramientas del engaño y de la venta con las que trabaja la publicidad  son tan efectivas que  han  llegado a  substituir  no sólo al arte, sino también a la Historia. De hecho, es bien sabido que la publicidad lo que pretende  es diferenciar al producto del  de la competencia y ganar más  dinero, algo que cada vez está más cerca de lo que mueve  a los mercaderes del arte: aquellos  que propician que hoy día, centenares de jóvenes pasen las horas escribiendo con el simple y mero objetivo de ser famosos, para así poder asistir a cocteles, prescindir del vibrador y caer exhaustos de tanto follar.
En estos últimos años las agencias de publicidad de todo el mundo utilizan  mucho la técnica llamada del story telling. Parece ser que la narración breve e intensa de hechos más o menos coherentes, con ciertos aires de ficción,  explicados con cierta gracia y calentados a cierta temperatura  de emotividad, influye de modo muy  poderoso en nuestras mentes consumistas.  De ahí que, muchas veces, los ejecutivos de cuentas  prefieran  para sus proyectos a un escritor muerto de hambre que a un especialista en marketing, porque a la hora de mentir, de inventar con fundamento, nadie como un escritor; y más si pasa hambre, porque en esa situación es capaz de hacer creer a cualquiera, en tres minutos, que Undargarín es el hijo bastardo del Rey, que entre los dos practican el incesto junto a Corina -deslizando sus nobles pieles sobre el satén azul  de apasionadas camas redondas - y que a la infanta Helena la encontró Peñafiel debajo de un puente dentro de un cesto de mimbre.
Los creativos que  han montado la última campaña publicitaria para el Málaga C.F deben haber realizado un proceso de selección un tanto peculiar y el escritor al que han contratado, o bien se alimentaba medianamente bien para ser escritor, o bien ha leído menos libros que el ministro Montoro.  Aunque, tal vez, buscaban precisamente un  perfil similar, alguien del estilo Albert Espinosa, que es capaz de saber, en instantes de inspiración casi divina,  lo que siente, piensa y quiere el pueblo.
Sea como fuere, lo que es indiscutible es que el creativo en cuestión  se  lo habrá pasado  teta. O eso, o  ahoga sus penas de negro en una nube  de humo estupefaciente; o sus jefes son unos cafres; o  su creación trasciende el arte, y  la Historia,  y ha sido capaz de  mostrarnos, bajo la apariencia de un inofensivo e intrascendente spot, el horizonte que está por llegar, el futuro, el último y definitivo eslabón de la evolución humana. Porque de eso va precisamente el anuncio que el Málaga C.F  ha producido para arengar a sus aficionados de cara  al partido de ida de los octavos de final de la Champions que jugó el pasado martes contra el Oporto.
Entre los acordes  de violines sinfónicos y el tronar de timbales propios de una ópera wagneriana, aparecen en pantalla, de manera progresiva,  tres insignes malagueños en orden cronológico, desde el pasado decimonónico,  hasta el presente modernísimo: los mejores hijos,  la mejor aportación de la ciudad  a la historia de  España.  A saber, Don Antonio Cánovas del Castillo, eximio político sonservador de la segunda mitad del XIX, ídolo de J.M Aznar o de Manuel Fraga; famoso, entre otras cosas, por eliminar la libertad de Cátedra y auspiciar el exilio de la mejor intelectualidad del país, o  por su conocida y abierta defensa del esclavismo. A continuación aparece en pantalla Pablo Ruiz Picasso, uno de los  pintores más universales y conocidos del siglo XX, machista de manual, elitista, vanidoso insoportable, y  tan progresista y solidario que por pintar el Guernica  solamente le cobró a la esquelética  República, en tiempos de guerra,  la nada despreciable cantidad de 250.000 francos de la época. Para rematar el elenco aparece Antonio Banderas, con gesto cariacontecido, como  estreñido, o a punto de cagar un pensamiento, como con ganas de ponerse a hablar con acento “Felipe González”, para soltar alguna frase ingeniosa aprendida en aquellos tiempos -¡y  qué tiempos!- en los que frecuentaba la Bodeguilla de La Moncloa.
Finalmente,  la música aumenta de volumen, los timbales retruenan, suenan las fanfarrias,  las cuerdas arden, un coro se suma y entonces, antes del chocar de los platillos,  en el momento álgido,  aparece en pantalla  un jugador del Málaga C.F. y dice: “Ahora nos toca a nosotros hacer Historia”.
Si uno se traga el spot, así, sin más, como se lo habrán tragado los seguidores malaguistas, lo que puede ocurrir es que te entren muchas ganas de gastarte la nómina  del subsidio de desempleo en un billete Ryan Air y una entrada para ver a tu equipo en Portugal. Pero el spot se puede ver de otra manera.
Porque el anuncio es en realidad la historia de la evolución humana. Si alguien ha pensado alguna vez (yo mismo)  que la historia es perfectible, que se lo vaya quitando de la cabeza. En poco más de dos siglos, el poder creativo y visionario de un escritor muerto de hambre que habrá podido esquivar el desahucio gracias al encargo de un equipo de fútbol, nos ha revelado que vamos para atrás como los cangrejos. Si el escritor era del tipo Albert Espinosa,  seguramente no conocía a María Zambrano, y por eso no aparece en el anuncio. Si era del tipo enteradillo, más o menos leído,  menos mal, porque flaco favor le hubiese hecho a su memoria. Por otro lado,  de haber aparecido la filósofa, el guión se hubiese ido al traste y no se hubiesen cumplido los objetivos.  El club malagueño hubiese corrido el riesgo de que a los  aficionados les entrase una ganas tremendas de leer, qué se yo,  por ejemplo, “Hacia un saber sobre el  alma”, dajando  al equipo desvalido, triste, sin la protección de la afición, entre fornidos portugueses de labios leporinos, rabiosos con los recortes, ansiosos por  ganar algo, aunque fuese un partido de fúbol  al club de la ciudad que vio nacer a tan insignes personajes.
Pero uno/a tira de lo que tiene, y si no tiene, pues echa mano del consolador, y tan a gusto, que con  ése no hay riesgo de gatillazo. Por cierto, otro día podría escribir sobre por qué unas veces se les llama consoladores, y otras vibradores. Debe ser, como en  literatura, una cuestión de género.

miércoles, 13 de febrero de 2013

El profeta



Cuando seamos viejos gobernaremos el mundo. Antes,  habremos  sido testigos de   la devastación. 

Caminaremos entre los restos  desolados siguiendo su huella  quilométrica desde las playas, que se extenderán hacia el interior, ocupándolo todo,  mucho más allá del límite de  la arena,  de las oquedades urbanas, porque  la Tierra entera  será un  erial baldío.

A veces, para sacudirnos la perplejidad,  miraremos hacia atrás, como  la estúpida Edith. Sin embargo, a nosotros nadie nos detendrá, porque tampoco  habrá un Dios que quiera burlarse.

De manera que, finalmente, cumpliremos con la primera etapa y  llegaremos  hasta la falda de la montaña,  justo al lugar donde el agua embarrada  detuvo su marcha eufórica. 

Porque desde allí, ante la resistencia colosal  de los picos numantinos, donde residieron los últimos de Sugarkea,  la gran ola  volvió al océano, arrastrando en su resaca todo vestigio de supervivencia. 

Entonces ya no tendremos malditas las ganas de volver al origen. Bajo la sombra de las montañas veremos le línea del mar, y nos parecerá la mueca guasona  de un monstruo. En ese punto,  ni siquiera pensaremos en lo que pudo  quedar de nuestros seres queridos: los muertos enterrados entre lodo y basura; los vivos, contritos, afligidos,  discutiendo  sobre  la  resurrección.

Que esperen sentados, que se mueran de hambre,  que aguarden eternamente bajo el manto de cieno y de ruinas, porque lo primero que haremos será escribir  la memoria de la orgía  sobre la piel de los últimos mamíferos, con cuya sangre alimentaremos  nuestros cuerpos, con cuya leche saciaremos la sed.

Y una vez que la Historia quede gravada,  la recitaremos en salmos y la recordaremos por siempre. Después, vestiremos las túnicas sagradas, blancas, puras como las nubes que velan  la cumbre,  y escalaremos  pacientes, resistiremos el frío, nos protegeremos del viento, ahuyentaremos  las fieras y reconquistaremos la senda cuando la niebla nos ciegue.

Al llegar a la cima, fatigados y satisfechos,   abriremos los brazos  para  abarcar el horizonte y bajo el sol jubiloso asumiremos la certeza de  ser los dueños de nuestros destinos. Limpios ya de toda culpa, erguidos ante el tiempo, proclamaremos contra el eco que nosotros los viejos nos disponemos a gobernar el mundo.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Sueños de grandeza



Toda mi vida era el baloncesto. Tanto era así que el mayor berrinche del que tengo recuerdo lo produjo la bromita estúpida de un médico gracioso, quien me soltó, así por las buenas, que tendría que dejar de entrenar y de disputar partidos cuando  apenas había recién cumplido los 12 años. Rompí en llanto inconsolable y mis padres, que estaban conmigo, cómplices también de la gracia, no encontraban la manera de hacer que volviese en mí. Creo que durante todo el camino de vuelta a casa les hice pasar unos de su peores ratos siendo yo un mocoso, porque lloraba de tal manera, sin motivo aparente, que los transeúntes les miraban como si fuesen unos maltratadores de criaturas preadolesecentes. No les hablé en una semana, tiempo que consideré suficiente como para otorgarles mi perdón. 

Esa semana entrené como un jabato. Llegaba el primero en los sprints, las metía todas, robaba balones, atrapaba rebotes, y no fallaba un pase. Tenía tal confianza en mis posibilidades, tantas ganas de demostrar al mundo entero, al Colegio de Médicos y a la Asociación de Padres mi valía y mis dotes para el baloncesto, que durante el partido del sábado fui capaz de coger un rebote, después pivotar, mirar con la mirada del tigre hacia la canasta contraria, driblar por el ala derecha de la cancha hasta territorio enemigo y, al llegar a la esquina, sin pensármelo dos veces, lanzar  un gancho con el que, después de una parábola estratosférica, entraría la pelota en  la canasta, limpiamente, sin tocar ni el tablero ni el aro, produciendo ese sonido tan placentero de la red batiéndose agradecida cuando acoge en su seno la caída veloz de la pelota.

Por supuesto, a pesar de que el equipo contrario era mayor, de más altura  que el nuestro  y el favorito para el título, ganamos el encuentro gracias a dos tiros libres que yo mismo introduje cuando faltaban 3 segundos para el final. El entrenador saltó  del banquillo como con un resorte y mis compañeros y  los papás y las mamás se precipitaron sobre mí en una piña de euforia incontenible para abrazarme y felicitarme. Estábamos  tan contentos que uno de los padres, el que más posibles tenía, nos invitó a todos a Coca Cola. Yo seguía disfrutando del momento porque no cesaban de preguntarme cómo había sido capaz de encestar el gancho. Me sentía el centro del mundo. Mis explicaciones no tenían nada que ver con la realidad, ya que el gancho había sido una pura chiripa. De hecho, si no lo hubiese metido, seguramente el entrenador me hubiese substituido por loco, irresponsable y pretencioso. Pero  la jugada salió perfecta y  pensé que era el momento de sacarle partido y hacerme  valer delante de otros jugadores del equipo con más fama y mejores dotes que las mías. De modo que les dije que entrenaba más de cien de cien veces cada día ese mismo movimiento en el patio de mi casa. No sé si me creyeron. 

Pasó el fin de semana y pasó la gloria. También se diluyeron  los efectos  colaterales  de la broma colegiada. Entrené como solía hacerlo habitualmente y, a  petición de mis compañeros, intenté más de diez veces mi  ya célebre gancho de derechas desde la esquina de la pista. En los tres primeros intentos el balón se perdió  por detrás del tablero; en el cuarto no tocó aro, en los dos lanzamientos siguientes la pelota tocó la red, pero por la parte exterior y, en  el último la bola  fue a chocar contra la junta del aro que lo sujeta a la madera, rebotando con tal mala fortuna que fue a parar a la cabeza del entrenador, de espaldas a la escena justo en ese preciso instante porque charlaba amigablemente  con la madre de un compañero, famosa entre nosotros por sus habituales y ajustadísimos pantalones 'Lois'. Aquel rebote fue nefasto para mi carrera deportiva  porque provocó, en  un fatídico efecto dominó, la caída y rotura de sus gafas y el consiguiente ridículo del Coach ante  la sabrosa mamá.   

El sábado siguiente jugábamos en pista contraria. Perdimos por una diferencia de cuatro puntos. Todavía hoy tengo el convencimiento de que, de haber jugado tan solo un minuto, el equipo hubiese contado con mis dos tiros libres y mi canasta estratosférica. Por lo tanto, como mínimo, hubiésemos tenido otra oportunidad de batirnos nuevamente en la prórroga. Sin embargo, el entrenador no era de la misma opinión.  Por supuesto, no  hubo Coca Cola.

La noche de aquel sábado, mientras repasaba mentalmente en la cama el partido y todo lo sucedido, lo que realmente eché de menos fue el perfume y el abrazo efusivo de "mamá  'Lois'", reservados exclusivamente para  héroes y triunfadores.