jueves, 21 de febrero de 2013

Por malagueñas


La publicidad es a la literatura  lo que un consolador al sexo.  En publicidad la imaginación y las habilidades de los creativos pueden llegar incluso a emocionar, de la misma manera que un buen falo de silicona, calidad premium, talla Vidal, puede llevar a experimentar  al usuario o usuaria el goce de orgasmos inusitados.
Pero la carne es la carne, la piel es la piel, y más allá de medidas, capacidades y resistencias, una polla a pilas jamás  musitará al oído de su amante un gemido, o  un juramento coyuntural de amor  eterno, y nunca podrá emular el prodigio evolutivo de  un pene que partiendo de la más absoluta flacidez es capaz de transformarse  en una  inhiesta verga rampante, y vuelta a empezar.
Sin embargo,  las artes y las herramientas del engaño y de la venta con las que trabaja la publicidad  son tan efectivas que  han  llegado a  substituir  no sólo al arte, sino también a la Historia. De hecho, es bien sabido que la publicidad lo que pretende  es diferenciar al producto del  de la competencia y ganar más  dinero, algo que cada vez está más cerca de lo que mueve  a los mercaderes del arte: aquellos  que propician que hoy día, centenares de jóvenes pasen las horas escribiendo con el simple y mero objetivo de ser famosos, para así poder asistir a cocteles, prescindir del vibrador y caer exhaustos de tanto follar.
En estos últimos años las agencias de publicidad de todo el mundo utilizan  mucho la técnica llamada del story telling. Parece ser que la narración breve e intensa de hechos más o menos coherentes, con ciertos aires de ficción,  explicados con cierta gracia y calentados a cierta temperatura  de emotividad, influye de modo muy  poderoso en nuestras mentes consumistas.  De ahí que, muchas veces, los ejecutivos de cuentas  prefieran  para sus proyectos a un escritor muerto de hambre que a un especialista en marketing, porque a la hora de mentir, de inventar con fundamento, nadie como un escritor; y más si pasa hambre, porque en esa situación es capaz de hacer creer a cualquiera, en tres minutos, que Undargarín es el hijo bastardo del Rey, que entre los dos practican el incesto junto a Corina -deslizando sus nobles pieles sobre el satén azul  de apasionadas camas redondas - y que a la infanta Helena la encontró Peñafiel debajo de un puente dentro de un cesto de mimbre.
Los creativos que  han montado la última campaña publicitaria para el Málaga C.F deben haber realizado un proceso de selección un tanto peculiar y el escritor al que han contratado, o bien se alimentaba medianamente bien para ser escritor, o bien ha leído menos libros que el ministro Montoro.  Aunque, tal vez, buscaban precisamente un  perfil similar, alguien del estilo Albert Espinosa, que es capaz de saber, en instantes de inspiración casi divina,  lo que siente, piensa y quiere el pueblo.
Sea como fuere, lo que es indiscutible es que el creativo en cuestión  se  lo habrá pasado  teta. O eso, o  ahoga sus penas de negro en una nube  de humo estupefaciente; o sus jefes son unos cafres; o  su creación trasciende el arte, y  la Historia,  y ha sido capaz de  mostrarnos, bajo la apariencia de un inofensivo e intrascendente spot, el horizonte que está por llegar, el futuro, el último y definitivo eslabón de la evolución humana. Porque de eso va precisamente el anuncio que el Málaga C.F  ha producido para arengar a sus aficionados de cara  al partido de ida de los octavos de final de la Champions que jugó el pasado martes contra el Oporto.
Entre los acordes  de violines sinfónicos y el tronar de timbales propios de una ópera wagneriana, aparecen en pantalla, de manera progresiva,  tres insignes malagueños en orden cronológico, desde el pasado decimonónico,  hasta el presente modernísimo: los mejores hijos,  la mejor aportación de la ciudad  a la historia de  España.  A saber, Don Antonio Cánovas del Castillo, eximio político sonservador de la segunda mitad del XIX, ídolo de J.M Aznar o de Manuel Fraga; famoso, entre otras cosas, por eliminar la libertad de Cátedra y auspiciar el exilio de la mejor intelectualidad del país, o  por su conocida y abierta defensa del esclavismo. A continuación aparece en pantalla Pablo Ruiz Picasso, uno de los  pintores más universales y conocidos del siglo XX, machista de manual, elitista, vanidoso insoportable, y  tan progresista y solidario que por pintar el Guernica  solamente le cobró a la esquelética  República, en tiempos de guerra,  la nada despreciable cantidad de 250.000 francos de la época. Para rematar el elenco aparece Antonio Banderas, con gesto cariacontecido, como  estreñido, o a punto de cagar un pensamiento, como con ganas de ponerse a hablar con acento “Felipe González”, para soltar alguna frase ingeniosa aprendida en aquellos tiempos -¡y  qué tiempos!- en los que frecuentaba la Bodeguilla de La Moncloa.
Finalmente,  la música aumenta de volumen, los timbales retruenan, suenan las fanfarrias,  las cuerdas arden, un coro se suma y entonces, antes del chocar de los platillos,  en el momento álgido,  aparece en pantalla  un jugador del Málaga C.F. y dice: “Ahora nos toca a nosotros hacer Historia”.
Si uno se traga el spot, así, sin más, como se lo habrán tragado los seguidores malaguistas, lo que puede ocurrir es que te entren muchas ganas de gastarte la nómina  del subsidio de desempleo en un billete Ryan Air y una entrada para ver a tu equipo en Portugal. Pero el spot se puede ver de otra manera.
Porque el anuncio es en realidad la historia de la evolución humana. Si alguien ha pensado alguna vez (yo mismo)  que la historia es perfectible, que se lo vaya quitando de la cabeza. En poco más de dos siglos, el poder creativo y visionario de un escritor muerto de hambre que habrá podido esquivar el desahucio gracias al encargo de un equipo de fútbol, nos ha revelado que vamos para atrás como los cangrejos. Si el escritor era del tipo Albert Espinosa,  seguramente no conocía a María Zambrano, y por eso no aparece en el anuncio. Si era del tipo enteradillo, más o menos leído,  menos mal, porque flaco favor le hubiese hecho a su memoria. Por otro lado,  de haber aparecido la filósofa, el guión se hubiese ido al traste y no se hubiesen cumplido los objetivos.  El club malagueño hubiese corrido el riesgo de que a los  aficionados les entrase una ganas tremendas de leer, qué se yo,  por ejemplo, “Hacia un saber sobre el  alma”, dajando  al equipo desvalido, triste, sin la protección de la afición, entre fornidos portugueses de labios leporinos, rabiosos con los recortes, ansiosos por  ganar algo, aunque fuese un partido de fúbol  al club de la ciudad que vio nacer a tan insignes personajes.
Pero uno/a tira de lo que tiene, y si no tiene, pues echa mano del consolador, y tan a gusto, que con  ése no hay riesgo de gatillazo. Por cierto, otro día podría escribir sobre por qué unas veces se les llama consoladores, y otras vibradores. Debe ser, como en  literatura, una cuestión de género.

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