La publicidad es a la literatura lo que un consolador al
sexo. En publicidad la imaginación y
las habilidades de los creativos pueden llegar incluso a emocionar, de la misma
manera que un buen falo de silicona, calidad
premium, talla Vidal, puede llevar a experimentar al usuario o usuaria el goce de orgasmos
inusitados.
Pero la carne es la carne, la piel es la piel, y más allá
de medidas, capacidades y resistencias, una polla a pilas jamás musitará al oído de su amante un gemido,
o un juramento coyuntural de amor eterno, y nunca podrá emular el prodigio
evolutivo de un pene que partiendo de la
más absoluta flacidez es capaz de transformarse
en una inhiesta verga rampante, y
vuelta a empezar.
Sin embargo, las
artes y las herramientas del engaño y de la venta con las que trabaja la publicidad son tan efectivas que han llegado a
substituir no sólo al arte, sino
también a la Historia. De hecho, es bien sabido que la publicidad lo que
pretende es diferenciar al producto del de la competencia y ganar más
dinero, algo que cada vez está más cerca de lo que mueve a los mercaderes del arte: aquellos que propician que hoy día, centenares de
jóvenes pasen las horas escribiendo con el simple y mero objetivo de ser
famosos, para así poder asistir a cocteles, prescindir del vibrador y caer
exhaustos de tanto follar.
En estos últimos años las agencias de publicidad de todo
el mundo utilizan mucho la técnica llamada del story
telling. Parece ser que la narración breve e intensa de hechos más o menos coherentes, con
ciertos aires de ficción, explicados con
cierta gracia y calentados a cierta temperatura de emotividad, influye de modo muy poderoso en nuestras mentes consumistas. De ahí que, muchas veces, los ejecutivos de
cuentas prefieran para sus proyectos a un escritor muerto de
hambre que a un especialista en marketing, porque a la hora de mentir, de inventar
con fundamento, nadie como un escritor; y más si pasa hambre, porque en esa
situación es capaz de hacer creer a cualquiera, en tres minutos, que Undargarín
es el hijo bastardo del Rey, que entre los dos practican el incesto junto a
Corina -deslizando sus nobles pieles sobre el satén azul de apasionadas camas redondas - y que a la
infanta Helena la encontró Peñafiel debajo de un puente dentro de un cesto de
mimbre.
Los creativos que han montado la última campaña publicitaria para
el Málaga C.F deben haber realizado un proceso de selección un tanto peculiar y
el escritor al que han contratado, o bien se alimentaba medianamente bien para
ser escritor, o bien ha leído menos libros que el ministro Montoro. Aunque, tal vez, buscaban
precisamente un perfil similar, alguien
del estilo Albert Espinosa, que es capaz de saber, en instantes de inspiración
casi divina, lo que siente, piensa y
quiere el pueblo.
Sea como fuere, lo que es indiscutible es que el creativo
en cuestión se lo habrá pasado teta. O eso, o ahoga sus penas de negro en una nube de humo estupefaciente; o sus jefes son unos
cafres; o su creación trasciende el
arte, y la Historia, y ha sido capaz de mostrarnos, bajo la apariencia de un
inofensivo e intrascendente spot, el horizonte que está por llegar, el futuro, el último y
definitivo eslabón de la evolución humana. Porque de eso va precisamente el
anuncio que el Málaga C.F ha producido
para arengar a sus aficionados de cara
al partido de ida de los octavos de final de la Champions que jugó el pasado martes contra el Oporto.
Entre los acordes
de violines sinfónicos y el tronar de timbales propios de una ópera
wagneriana, aparecen en pantalla, de manera progresiva, tres insignes malagueños en orden cronológico,
desde el pasado decimonónico, hasta el
presente modernísimo: los mejores hijos, la mejor aportación de la ciudad a la historia de España. A saber, Don Antonio Cánovas del Castillo, eximio
político sonservador de la segunda mitad del XIX, ídolo de J.M Aznar o de
Manuel Fraga; famoso, entre otras cosas, por eliminar la libertad de Cátedra y
auspiciar el exilio de la mejor intelectualidad del país, o por su conocida y abierta defensa del
esclavismo. A continuación aparece en pantalla Pablo Ruiz Picasso, uno de
los pintores más universales y conocidos
del siglo XX, machista de manual, elitista, vanidoso insoportable, y tan progresista y solidario que por pintar el
Guernica solamente le cobró a la
esquelética República, en tiempos de
guerra, la nada despreciable cantidad de
250.000 francos de la época. Para rematar el elenco aparece Antonio Banderas,
con gesto cariacontecido, como estreñido,
o a punto de cagar un pensamiento, como con ganas de ponerse a hablar con
acento “Felipe González”, para soltar alguna frase ingeniosa aprendida en
aquellos tiempos -¡y qué tiempos!- en
los que frecuentaba la Bodeguilla de La Moncloa.
Finalmente, la música
aumenta de volumen, los timbales retruenan, suenan las fanfarrias, las cuerdas arden, un coro se suma y
entonces, antes del chocar de los platillos,
en el momento álgido, aparece en
pantalla un jugador del Málaga C.F. y
dice: “Ahora nos toca a nosotros hacer Historia”.
Si uno se traga el spot, así, sin más, como se lo habrán
tragado los seguidores malaguistas, lo que puede ocurrir es que te entren
muchas ganas de gastarte la nómina del
subsidio de desempleo en un billete Ryan Air y una entrada para ver a tu equipo
en Portugal. Pero el spot se puede ver de otra manera.
Porque el anuncio es en realidad la historia de la evolución
humana. Si alguien ha pensado alguna vez (yo mismo) que la historia es perfectible, que se lo
vaya quitando de la cabeza. En poco más de dos siglos, el poder creativo y
visionario de un escritor muerto de hambre que habrá podido esquivar el
desahucio gracias al encargo de un equipo de fútbol, nos ha revelado que vamos
para atrás como los cangrejos. Si el escritor era del tipo Albert
Espinosa, seguramente no conocía a María
Zambrano, y por eso no aparece en el anuncio. Si era del tipo enteradillo, más
o menos leído, menos mal, porque flaco
favor le hubiese hecho a su memoria. Por otro lado, de haber aparecido la filósofa, el guión se
hubiese ido al traste y no se hubiesen cumplido los objetivos. El club malagueño hubiese corrido el riesgo de que a
los aficionados les entrase una ganas
tremendas de leer, qué se yo, por
ejemplo, “Hacia un saber sobre el
alma”, dajando al equipo desvalido, triste, sin la protección de la
afición, entre fornidos portugueses de labios leporinos, rabiosos con los
recortes, ansiosos por ganar algo, aunque fuese un partido de fúbol al club de la ciudad que vio nacer a
tan insignes personajes.
Pero uno/a tira de lo que tiene, y si no tiene, pues echa mano del consolador, y tan a gusto, que con ése no hay riesgo de gatillazo. Por cierto, otro
día podría escribir sobre por qué unas veces se les llama consoladores, y otras vibradores. Debe ser, como en literatura, una cuestión de género.
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