Toda mi vida era el baloncesto. Tanto era así que el mayor berrinche del que
tengo recuerdo lo produjo la bromita estúpida de un médico gracioso, quien me
soltó, así por las buenas, que tendría que dejar de entrenar y de disputar
partidos cuando apenas había recién
cumplido los 12 años. Rompí en llanto inconsolable y mis padres, que estaban conmigo, cómplices también de la gracia, no encontraban la manera de hacer que
volviese en mí. Creo que durante todo el camino de vuelta a casa les hice pasar
unos de su peores ratos siendo yo un mocoso, porque lloraba de tal manera, sin motivo
aparente, que los transeúntes les miraban como si fuesen unos maltratadores de
criaturas preadolesecentes. No les hablé en una semana, tiempo que
consideré suficiente como para otorgarles mi perdón.
Esa semana entrené como un jabato. Llegaba el primero en los sprints, las metía
todas, robaba balones, atrapaba rebotes, y no fallaba un pase. Tenía tal
confianza en mis posibilidades, tantas ganas de demostrar al mundo entero, al Colegio de Médicos y a la Asociación de Padres mi valía y mis dotes para el
baloncesto, que durante el partido del sábado fui capaz de coger un rebote,
después pivotar, mirar con la mirada del tigre hacia la canasta contraria, driblar
por el ala derecha de la cancha hasta territorio enemigo y, al llegar a la esquina,
sin pensármelo dos veces, lanzar un
gancho con el que, después de una parábola estratosférica, entraría la pelota en la canasta, limpiamente, sin tocar ni el tablero ni el aro, produciendo ese sonido tan placentero de la red batiéndose agradecida cuando acoge en su seno la caída
veloz de la pelota.
Por supuesto, a pesar de que el equipo contrario era mayor, de más altura que el nuestro y el favorito para el título, ganamos el encuentro
gracias a dos tiros libres que yo mismo introduje cuando faltaban 3 segundos para el final. El entrenador saltó del banquillo como con un resorte y mis
compañeros y los papás y las mamás se precipitaron sobre mí en una piña de euforia incontenible para abrazarme y felicitarme. Estábamos tan contentos que uno de los padres, el que más posibles tenía, nos
invitó a todos a Coca Cola. Yo seguía disfrutando del momento porque no cesaban de preguntarme cómo había sido capaz de encestar el gancho. Me sentía el
centro del mundo. Mis explicaciones no tenían nada que ver con la realidad, ya
que el gancho había sido una pura chiripa. De hecho, si no lo hubiese metido,
seguramente el entrenador me hubiese substituido por loco, irresponsable y
pretencioso. Pero la jugada salió perfecta y pensé que era el momento de sacarle partido y hacerme valer delante de otros jugadores del equipo
con más fama y mejores dotes que las mías. De modo que les dije que entrenaba
más de cien de cien veces cada día ese mismo
movimiento en el patio de mi casa. No sé si me creyeron.
Pasó el fin de semana y pasó la gloria. También se diluyeron los efectos colaterales de la broma colegiada. Entrené como solía
hacerlo habitualmente y, a petición de
mis compañeros, intenté más de diez veces mi ya célebre gancho de derechas desde la esquina
de la pista. En los tres primeros intentos el balón se perdió por detrás del tablero; en el cuarto no tocó aro, en
los dos lanzamientos siguientes la pelota tocó la red, pero por la parte exterior y, en el último la bola fue a chocar contra la junta del aro que lo sujeta a la
madera, rebotando con tal mala fortuna que fue a parar a la cabeza del
entrenador, de espaldas a la escena justo en ese preciso instante porque
charlaba amigablemente con la madre de
un compañero, famosa entre nosotros por sus habituales y ajustadísimos pantalones 'Lois'. Aquel rebote fue nefasto para mi carrera deportiva porque provocó, en un fatídico efecto dominó, la caída y rotura
de sus gafas y el consiguiente ridículo del Coach ante la sabrosa mamá.
El sábado siguiente jugábamos en pista contraria. Perdimos por una diferencia
de cuatro puntos. Todavía hoy tengo el convencimiento de que, de haber jugado
tan solo un minuto, el equipo hubiese
contado con mis dos tiros libres y mi canasta estratosférica. Por lo tanto, como mínimo, hubiésemos tenido otra oportunidad
de batirnos nuevamente en la prórroga. Sin embargo, el entrenador no era de la misma opinión. Por supuesto, no hubo Coca Cola.
La noche de aquel sábado, mientras repasaba mentalmente en la cama el partido y todo lo sucedido, lo que realmente eché de menos fue el perfume y el abrazo efusivo de "mamá 'Lois'", reservados exclusivamente para héroes y triunfadores.
La noche de aquel sábado, mientras repasaba mentalmente en la cama el partido y todo lo sucedido, lo que realmente eché de menos fue el perfume y el abrazo efusivo de "mamá 'Lois'", reservados exclusivamente para héroes y triunfadores.
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