martes, 25 de abril de 2017

Ni crimen ni castigo



El tipo que colocó tres artefactos explosivos -tres-  al paso del autobús en el que viajaban los jugadores del  Borusia de Dortmund  era  germano-ruso. Se llamaba Sergei,  y de haber vivido Dostoievski  tendría muchas posibilidades de  protagonizar  alguna de sus novelas. 

A Sergei, Dios o Alá le traían al pairo. No quería ganarse el paraíso, ni gozar en su eternidad de  unas  cuantas huríes. Tampoco tenía ínfulas revolucionarias, ni soñaba con transformar la sociedad a base de bombas.  Sergei lo hizo todo por  dinero.

Para ello trazó un plan perfecto. Modificaría el valor de las acciones del club  alemán y, de ese modo, se convertiría en millonario a través de  una inversión a la baja que pudo realizar gracias a un préstamo bancario. Es decir, Sergei  aprovechó al máximo las oportunidades que nos brinda a todos  el libre mercado y el capitalismo, sin escatimar medios, con fe ciega en su proyecto,  que es el modus operandi  de los emprendedores de raza. 

La prensa internacional se ha apresurado a decir que alguien que actúa de ese modo no tiene que estar muy bien de la cabeza. También dicen los medios de persuasión de medio mundo que Sergei era un tipo sin escrúpulos. Tanto es así que, después de colocar los artefactos,  se sentó tranquilamente en el restaurante del hotel, se comió un filete vuelta y vuelta, se bebió media botella de vino tinto, y aguardó confiado y tranquilo a escuchar las tres  explosiones, mientras digería la carne de ternera  sangrante  y  se  frotaba las manos pensando en  qué haría al día siguiente con todo el dinero que iba a ganar, gracias a unos cuantos muertos o heridos. 

Como consecuencia de su atentado terrorista financiero, el bueno de Sergei pasará una temporada a la sombra, y todos tan contentos y aliviados, por varios motivos. Primero porque hemos  encerrado  a buen recaudo a un loco  que durante un  tiempo no podrá hacer daño. Segundo porque a pesar de las sospechas iniciales, el atentado no era yihadista, lo cual mitiga  la sensación de horror, inseguridad y de intimidación que nos atenaza, con la que  vivimos durante estos últimos años gracias a las decisiones particularmente  afortunadas de tipos tales como José Mª Aznar, George W. Busch, Tony Blair o Donald Ransfield. Y tercero, porque reforzamos  unánime y colectivamente la creencia de  que  nuestra sociedad occidental, salvaguardia de la moral más exigente y avanzada, es capaz de poner en su lugar y apartar de sus miembros  a quienes intentan pervertir las reglas para  lucrarse a costa del sufrimiento de los demás. 

Sin embargo, a pesar de todo, yo a Sergei le daría un premio. Es más, yo quiero convertirme  en su agente. Quiero animarle a que escriba un libro, y  organizarle después una gira para impartir conferencias en las principales ciudades europeas, en los mejores auditorios, en las universidades y, sobre todo, en los colegios. 

Porque Sergei es ejemplar. Es un mina. Personifica como pocos la  materia con la que está construída la base de nuestro sistema, los cimientos sobre los que se asienta nuestra sociedad.  Sergei, en realidad,  es la muestra paradigmática del régimen de relaciones sociales y económicas en el que vivimos y, con su acción,  lo ha expresado mejor que cualquiera de los héroes contemporáneos  a los que admiramos y sobre los que se asientan los valores con los que convivimos, tales como Christine LaGarde,  Donald Trump,  Larry Fink, Rodrigo Rato, Isidre Fainé, Mario Draghi, Borja Prado,  la familia Pujol, Ana Patricia Botín, Franciso Reynés (Paco para los amigos), Florentino Pérez,  Pablo Isla, José Ignacio Galán, Jordi Gual,  Josep Oliu, y un largo etcétera de prohombres y algunas mujeres que han sacado le mejor de cada uno de nosotros para gloria y grandeza del capitalismo. 

Y es que Sergei no es ni más ni menos que un discípulo aventajado de Hayek, Friedman y Shumpeter, los tres mosqueteros  del libre mercado, oráculos infalibles  de la fe en la libertad individual  para acumular riqueza; azote de izquierdosos; inquisidores máximos  contra el control del Estado para la protección de las personas. 

Sergei ha puesto a la práctica, en cada uno de sus movimientos, exactamente  lo mismo que hizo hace pocas semanas  Donald Trump.  A saber, lanzar  unos cuanto misiles con el resultado de unos cuantos  muertos, con el objetivo de revalorizar las acciones de la empresa fabricante de los misiles, participada accionarialmente por el presidente de la nación más libre del mundo.  Después se comió un filete poco hecho, bien regado, con un buen vino californiano.

Lo mismo, o parecido,  que hace a diario  Borja Prado: ganar dinero, mucho dinero,  gracias  a la especulación y al precio al que vende la energía, a costa del bienestar de las personas.  Después de cada buena operación, o del cierre contable del mes,  se come un buen filete, poco hecho, bien regado con un exclusivo Ribera del Duero, el vino de los Papas.

Igual que Pablo Isla,  que gana dinero, mucho dinero, a costa de las condiciones de semiesclavitud en las que trabajan miles de personas  en países asiáticos y africanos, o de degradar su medioambiente de sus pueblos hasta destruir por completo su fuente de riqueza secular. Y después  se come un filete, poco hecho, con un vaso de  agua, porque en los negocios hay que mantener la cabeza fría. 

Lo mismo que Jordi Gual, o que  Josep Oliu, que se enriquecen cada año más, siempre más,  gracias, entre otras cosas, al  blanqueo de dinero procedente del narcotráfico, de la  prostitución y  del  tráfico de armas, o a invertir los ahorros de la gente trabajadora  en empresas armamentistas  cuyos directivos se enriquecen  a su vez con las guerras y la muerte de inocentes. Y después se comen un filete, bien regado, con un buen Borgoña. ¡Ah! ¡Es la banca! 

De manera que, como podemos  ver, Sergei, el hombre que colocó tres bombas  al paso  del autobús en el que viajaba nuestro compatriota Marc Bartra para especular y enriquecerse, no es otra cosa que un héroe con todas las de la ley, al que habría que  equiparar sin ningún género de  dudas  a  estos personajes, ponderando debidamente su ingenio, creatividad , riesgo y perseverancia, que como todo el mundo sabe, son los  valores básicos  de todo negocio que se precie, es decir, que enriquezca. 

Por eso es bueno que cunda su ejemplo y que, como dijo Esperanza Aguirre, nos dejemos ya de mamandurrias. Ni educar en el emprendimiento  de empresas,  ni hostias santas.  Aquí lo que cuenta es ganar dinero, sin cortapisas , sin leyes ni complejos.  Si para ello hay que llevarse por delante la vida de las personas, pues se hace. Ahí tienen, como ejemplo para la Historia,  al general Augusto Pinochet, prosélito  descomplejado de los tres mosqueteros del libremercado, amigo íntimo de Margaret Thatcher, otra de las grandes figuras de nuestra Historia contemporánea, de cuyo pensamiento -estoy seguro- tomó buena nota nuestro querido Sergei. 

Sergei  podría haber compartido perfectamente pupitre en cualquier afamada escuela de negocios (tipo ESADE)   con Martin Shikrelli.  Shikrelli  es otro héroe contemporáneo, uno de las mejores ejemplares  que ha dado el libre mercado. Es el hombre que compró la patente de un fármaco contra el SIDA y aumentó su precio un 5.000% para enriquecerse extraordinariamente, haciendo que una pastilla que salva la vida a miles de personas, pasase  de costar 13,5€ a 750 € , condenándolas  así  a la muerte segura. El diario “La Vanguardia” le dio el premio al hombre más avaricioso del mundo. En el titular  de la noticia, el Conde de Godó  no escribió  “más criminal”, ni “más inmoral”, ni “más delincuente”, ni “más hijo de puta”. Escribió “más avaricioso”, lo cual  equipara  a este  asesino de cuello blanco  al clásico amigo de la cuadrilla que nunca paga una ronda; a nuestro vecino que no saca el coche por no gastar neumático;  a nuestro frutero, que no nos fía, o a lo sumo a Ebenezer Scrooge, al tío Gilito o a Mr. Burns. Pero no a un delincuente, claro. 

Por todo ello, vistas sus cualidades, la falta de escrúpulos, la ambición desmedida, la ausencia absoluta de empatía y  su inusitada audacia, voy a organizarle  la vida a Sergei para posicionarle entre los grandes  activistas de la sociedad de libre mercado,  de la libre empresa, o del libre comercio, como se decía antiguamente. Su trayectoria le avala  y los riesgos que ha tomado bien lo merecen. Además, como no ha pecado porque se ha limitado a hacer lo que tantos otros a los que admiramos, no necesita arrepentirse de nada. Lo siento por Dostoievski. Se ha quedado sin personaje.

sábado, 22 de abril de 2017

La derecha de Kafka




Salí con toda la ilusión a dar todo lo que tenía. Había estado preparándome concienzudamente, porque era consciente de que  no iba a resultar nada sencillo  y de  que no habría ni tiempo ni  oportunidades para la improvisación.

Incluso me  aislé de todo y de todos, recluido en mi madriguera durante los días previos, con el fin de concentrar toda la energía  de mi organismo hacia un solo objetivo: pasar al otro lado, siempre pasar al otro lado, una y otra vez pasar al otro lado; devolver cada uno de los golpes y pasar al otro lado, con la precisión de un cirujano y la fuerza de un titán.

Además, estudié  exhaustivamente a mi oponente. Conocía a la perfección todos sus movimientos,  la fuerza de sus ataques, los lugares preferidos  sobre el espacio.  Llegué a memorizar cada uno de sus gestos, sobre todo los imperceptibles, aquellos mínimos detalles  que delataban su cansancio, la más inapreciable pérdida de concentración y la merma  de la confianza en sí mismo.

Sin embargo, a pesar de seguir escrupulosamente un plan perfectamente diseñado para la consecución de mis propósitos, algo falló; algo con lo que no conté, imposible de predecir.

Una y otra vez mis lanzamientos se estrellaban. La fuerza de mi brazo derecho no era suficiente  y  las pocas veces en las que lograba cargar el golpe con toda la intensidad de que era capaz, la trayectoria resultaba  imprecisa y me quedaba de este lado, siempre de este lado, mirando como un estúpido hacia el horizonte, buscando respuestas más allá de la línea, sin hallar más que el resultado de mi impotencia, sin encontrar más que  el producto de una inoperancia que se me antojaba injusta, porque me había preparado, porque había invertido los últimos años de mi vida en aprender.

De hecho, vivía exclusivamente por y para esa ocasión, porque era muy consciente de que  solo contaría con una única posibilidad. A pesar de todo,  exhausto por la lucha y desolado ante el fracaso,  consumé la decepción y decidí sentarme y asumir  mi incapacidad. Entre dos personas me auparon en volandas y, finalmente, fui desalojado.

miércoles, 5 de abril de 2017

Soberbia


A pesar de nuestra arrogancia, a pesar de las conclusiones o las meras especulaciones que leemos en innumerables estudios profusamente documentados, el punto culminante de progreso en la historia de la humanidad, a partir del cual todo ha devenido en una incontenible decadencia, fue el día en el que uno de nuestros ancestros silueteó una figura antropomórfica sobre las paredes de la caverna, sin  pretender ni sospechar que aquella imagen suya, creada en unos pocos minutos tras la penumbra primitiva del fuego, permanecería allí estampada durante miles y miles de años, muda, ausente de público y, por tanto, vacía de significado.
A partir de esa noche -porque yo estoy convencido que ocurrió en la noche- todo fue de mal en peor. Nuestra inteligencia experimentó un cambio radical en su funcionalidad y el hombre, al verse  representado, bípedo y armado, puesto en pie ante su destino, tomó conciencia de su lugar en el mundo, porque ninguna otra de las  criaturas con las que convivía era capaz de semejante hazaña. De manera que, en lo profundo de aquella oscuridad ignota, al calor de una hoguera instigadora, alcanzamos el hito más importante de toda nuestra existencia colectiva y fue entonces cuando llegamos a la conclusión de la incontestable superioridad de nuestra especie.
De hecho, aquella silueta humana era lenguaje avant la lettre, porque comunicaba a los hombres y mujeres que la contemplaban su diferencia en relación a todo los que les rodeaba, y  les hablaba con gran elocuencia y efectividad de todas sus capacidades. De algún modo, aquella simple figura desveló más misterios, abrió más interrogantes, respondió más preguntas, construyó más conciencias, abrió más caminos  y contuvo más información que todos los miles de  millones y millones de libros que en el mundo han sido.
Pudo suceder que días antes de producirse la hecatombe, aquel mismo macho, o aquella misma hembra que dibujó sobre la roca de una cueva la primera imagen impresa de un hombre,  viese reflejado su rostro sobre el río mientras bebía, mientras observaba los peces antes de lanzar el rudimentario arpón y se viese  sacudida por una  terrible turbación, miedo, estupefacción; una conmoción inexplicable solamente expresada con un gesto al que siguió, probablemente, una onomatopeya. Sin embargo, aquel rostro reflejado en el arroyo que se desdibujaba y recomponía inexplicablemente al capricho del agua, carecía de valor, porque tan solo  se trataba de un hecho indescifrable, fortuito, en el que no concursaban ni el pensamiento, ni la habilidad, ni  la voluntad humana.
Nunca, nadie, desde aquel misterioso instante, ha sido capaz de igualar semejante proeza; nunca nadie ha influido de un modo tan decisivo en el devenir de la humanidad. Hoy, decenas de miles de años después, miramos esas pictografías desde nuestra infalible y sabia civilización con los aires de  superioridad condescendiente del adulto que recompensa con un beso a un niño después de ver cómo ha dibujado a papá y a mamá.
Y la verdad es que no acabamos de entender que a partir de aquel instante irrepetible, único y determinante, no hemos hecho otra cosa que vivir durante siglos y siglos la fantasía de un progreso, el sueño de la evolución, la quimera frágil de un desarrollo que nos ha aportado un supuesto bienestar, quizá conocimiento, la posibilidad de crear y de disfrutar de la belleza y también, y sobre todo, la superpoblación de la especie, convertidos en un virus maligno dentro de una célula contaminada ya sin remisión.
Hemos alcanzado las estrellas; estamos muy cerca de poner el pie en otro planeta; vivimos más de ochenta años y viviremos todavía más; hemos dado con el secreto de la vida y ahora somos capaces de manipularla;  hemos creado máquinas inteligentes que piensan y actúan con más efectividad que muchos de nosotros; somos capaces de sobrevivir y de llegar a los lugares más remotos de la Tierra en apenas unas horas… Nada de esto hubiese sido posible sin aquel maldito primer dibujo grabado sobre la pared.
Aquellos hombres y aquellas mujeres de inteligencia extraordinaria que tomaron conciencia de sí mismos a través del lenguaje incipiente de los símbolos, eran cazadores, seres libres, esclavos solamente de su fragilidad, subyugados por la imposibilidad de protegerse del frío en la intemperie; sometidos por su inferioridad física frente a todo lo que les rodeaba. Hombres y mujeres libres, porque no se vieron obligados a vender ni su habilidad, ni su capacidad de resistencia, ni su fuerza de trabajo a nadie; porque no habían arraigado en ningún territorio y no tenían necesidad de defender propiedad ninguna, tan solo la pieza que habían cazado.

Pero aquella criatura que no caminaba como las demás  apareció una noche representada sobre la roca y entonces adquirió la identidad, la conciencia de su poder, la posibilidad de explicarse a sí mismo más allá de los hechos, independiente a los hechos; adquirió la facultad de generar consecuencias sin moverse del sitio; de crear el verbo y divorciarlo de la acción, para mentir, medrar, conseguir alianzas, señalar enemigos...
Los que lo vieron asistieron, pues, a la inauguración de una Historia ya demasiado larga en la que todavía no hemos osado impugnar aquel gesto de soberbia inteligencia. Por eso, quizás, aquella muestra excepcional de talento, al fin y al cabo no supuso más que el episodio más desdichado de nuestra existencia sobre la Tierra. Todo lo demás fue llegando solo, mera cuestión de tiempo.