Salí con toda la ilusión a dar todo lo que tenía. Había estado preparándome concienzudamente, porque era
consciente de que no iba a resultar nada
sencillo y de que no habría ni tiempo ni oportunidades para la improvisación.
Incluso me aislé de todo y de todos, recluido en mi madriguera durante los días previos, con el fin de concentrar toda la energía de mi organismo hacia un solo objetivo: pasar al otro lado, siempre pasar al otro lado, una y otra vez pasar al otro lado; devolver cada uno de los golpes y pasar al otro lado, con la precisión de un cirujano y la fuerza de un titán.
Además, estudié exhaustivamente a mi oponente. Conocía a la perfección todos sus movimientos, la fuerza de sus ataques, los lugares preferidos sobre el espacio. Llegué a memorizar cada uno de sus gestos, sobre todo los imperceptibles, aquellos mínimos detalles que delataban su cansancio, la más inapreciable pérdida de concentración y la merma de la confianza en sí mismo.
Sin embargo, a pesar de seguir escrupulosamente un plan perfectamente diseñado para la consecución de mis propósitos, algo falló; algo con lo que no conté, imposible de predecir.
Una y otra vez mis lanzamientos se estrellaban. La fuerza de mi brazo derecho no era suficiente y las pocas veces en las que lograba cargar el golpe con toda la intensidad de que era capaz, la trayectoria resultaba imprecisa y me quedaba de este lado, siempre de este lado, mirando como un estúpido hacia el horizonte, buscando respuestas más allá de la línea, sin hallar más que el resultado de mi impotencia, sin encontrar más que el producto de una inoperancia que se me antojaba injusta, porque me había preparado, porque había invertido los últimos años de mi vida en aprender.
De hecho, vivía exclusivamente por y para esa ocasión, porque era muy consciente de que solo contaría con una única posibilidad. A pesar de todo, exhausto por la lucha y desolado ante el fracaso, consumé la decepción y decidí sentarme y asumir mi incapacidad. Entre dos personas me auparon en volandas y, finalmente, fui desalojado.
Incluso me aislé de todo y de todos, recluido en mi madriguera durante los días previos, con el fin de concentrar toda la energía de mi organismo hacia un solo objetivo: pasar al otro lado, siempre pasar al otro lado, una y otra vez pasar al otro lado; devolver cada uno de los golpes y pasar al otro lado, con la precisión de un cirujano y la fuerza de un titán.
Además, estudié exhaustivamente a mi oponente. Conocía a la perfección todos sus movimientos, la fuerza de sus ataques, los lugares preferidos sobre el espacio. Llegué a memorizar cada uno de sus gestos, sobre todo los imperceptibles, aquellos mínimos detalles que delataban su cansancio, la más inapreciable pérdida de concentración y la merma de la confianza en sí mismo.
Sin embargo, a pesar de seguir escrupulosamente un plan perfectamente diseñado para la consecución de mis propósitos, algo falló; algo con lo que no conté, imposible de predecir.
Una y otra vez mis lanzamientos se estrellaban. La fuerza de mi brazo derecho no era suficiente y las pocas veces en las que lograba cargar el golpe con toda la intensidad de que era capaz, la trayectoria resultaba imprecisa y me quedaba de este lado, siempre de este lado, mirando como un estúpido hacia el horizonte, buscando respuestas más allá de la línea, sin hallar más que el resultado de mi impotencia, sin encontrar más que el producto de una inoperancia que se me antojaba injusta, porque me había preparado, porque había invertido los últimos años de mi vida en aprender.
De hecho, vivía exclusivamente por y para esa ocasión, porque era muy consciente de que solo contaría con una única posibilidad. A pesar de todo, exhausto por la lucha y desolado ante el fracaso, consumé la decepción y decidí sentarme y asumir mi incapacidad. Entre dos personas me auparon en volandas y, finalmente, fui desalojado.
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