viernes, 27 de noviembre de 2009

Noche en vela


Los días en los que mi criado libraba eran perfectos para escribir mi pieza semanal. Aprovechaba la noche y tenía por costumbre dejar todo el piso a oscuras, excepto la cámara de trabajo, en la que encendía tres velas. Una sobre el escritorio, que me ayudaba a ver; otra junto a la puerta, a modo de alarma, por temor a los intrusos, ladrones o maridos despechados, para que al abrir la puerta el golpe del aire sobre la llama me alertase de la invasión; y otra más junto a la ventana, por si a mi Dolores le deba por venir a verme, como señal de vía libre.

Disponía muy cuidadosamente sobre la mesa el tintero, la pluma, un vaso y una botella de vino y, después de los dos primeros tragos ya podía escribir la primera frase. Aquella noche concreta, noche de otoño en Madrid, le daba vueltas a unas palabras de Goethe que me bailaban en la cabeza desde hacía semanas; una sentencia tremenda que me dejó petrificado, porque nos define y nos condena: “Harto de la libertad, el caballo toleró que lo ensillaran y lo embridaran y, por su esmero, lo montaron hasta la muerte”.

“¡Estúpidos. Esta tierra nuestra la habitamos una ingente cantidad de estúpidos!”, pensaba un día sí y otro también, dale que dale a la frase de Goethe. Mojé la pluma y al poco volví a hacerlo, porque como no arrancaba a trazar la primera letra, la dejaba suspendida sobre el papel, casi rozándolo, y la tinta se secaba. De modo que me levanté, tan bruscamente y dando tales resoplidos, que la llama de la vela tembló hasta casi extinguirse. Cuando ya parecía que vislumbraba el inicio, volví a sentarme, nuevamente en vano. Entonces me incorporé otra vez, caminé dos pasos hasta la ventana y me entretuve viendo la sombra gigante de mi silueta sobre la tierra de la calle sucia. Por unos momentos me sentí Dios, el Dios de la calle en la noche, y creí percibir cómo la genialidad de Goethe se derretía fundida junto a la cera de las velas. Liberado y crecido -endiosado- retomé la tarea. Bebí un trago, mojé la pluma y en el momento de escribir la primera letra, el fuego del cirio que dejé ardiendo junto al dintel se agitó y me di cuenta entonces de lo inútil de la estratagema, porque me quedé en el sitio, paralizado, más que por el miedo, por la expectativa, por la intriga de conocer la identidad de quien se adentraba por el pasillo de mi casa en aquellas horas de ventolera oscura revuelta en hojas secas. La vela bailó al ritmo de los pasos firmes, que se acercaban inexorables. Distinguía un rumor familiar de tela pesada, quizá mojada, arrastrada con prisa y decisión. Súbitamente la vela se apagó. Entonces, en la penumbra de la estancia, como surgida de la imaginación, apareció la figura contundente, abrigada y bella de Dolores, mi Dolores, que al poco de atravesar el umbral se detuvo y, en pie, firme y hermosa como una columna corintia, me reclamó ansiosa con sus ojos negros. No lo dudé. Me levanté y en un instante la estaba abrazando, oliendo la humedad de la madrugada en su ropa gruesa, deshaciendo el pañuelo sobre la cabeza, revolviendo el pelo hasta dejar caer su larga melena sobre la espalda. A cada prenda que nos quitábamos, nos íbamos acercando al suelo. Primero de rodillas, como penitentes siameses, besándonos en el cuello, en el pecho, en la boca. Caímos tumbados definitivamente, y entonces la vela que iluminaba la hoja en blanco se apagó. Al abrigo de la luz de la última espelma nos amamos con urgencia cautiva en aquella noche de otoño. Yacimos unos minutos, abrazados, calentando los cuerpos con el aliento, hasta que Dolores se desprendió de mis brazos y sin mediar mirada dijo que se iba, que me había deseado toda la semana, y que no sabía si podría volver a verme. “Haré lo que quieras amor, lo que quieras, pero no me dejes, no puedo estar sin ti. Podemos irnos juntos, ahora mismo, dejar Madrid. Tengo buenos amigos en Francia. Podemos hacer lo que tú quieras que hagamos, pero no me digas que ya no podemos vernos. Lo que quieras, ¿me oyes? ¡Lo que quieras!”. Mientras se vestía me dijo que si me iba a quedar desnudo sobre el suelo todo lo quedaba de noche. Me calcé como pude los pantalones y la besé. Giró sobre si misma y, con el vuelo del vestido, la última vela dejó de arder. Sin decir más, como si tuviese desde siempre la facultad de ver en la oscuridad, caminó decidida por el pasillo, cerró de golpe la puerta y se fue.

Bebí todo el vino que quedaba. Ni siquiera miré por la ventana para ver cómo se alejaba. Encendí de nuevo la vela del escritorio, hundí la pluma en el tintero y empecé a escribir:“En la noche de hoy he encendido tres velas. Una para escribir, otra para amar y la tercera para huir. Ninguna de las tres ha cumplido su cometido […]”. Por supuesto, esa pieza jamás se publicó.

Vuelvo mañana

El cuadro es de Joseph-Benoît Suvée y se titula «Butades o el origen de la pintura» (1791). Según se escribe en el blog en el que lo he encontrado http://asailorosalia.blogspot.com/ representa a una joven mujer de Corinto, hija de un artesano llamado Butades, que, con un carboncillo y siguiendo la sombra proyectada a la luz de una vela, traza en una pared la silueta de la cabeza de su amante, que está a punto de marcharse, para así conservar su imagen, o como dicta la tradición primitiva, también su alma.

lunes, 23 de noviembre de 2009

La poesía de Paco Gómez


No soy lector asíduo de poesía. Además, mi mal tino con las rimas y mi nulo oído con la música es más que proverbial, archiconocido. Ahí quedaron para la infamia y vergüenza de la historia literaria del XIX mis versos, que todavía hay quien se empeña en rescatar. Así que vayan este par de frases por delante antes de hablar de un poeta y de su obra. Porque este que ahora escribe solo quiere rendirse ante él después de descubrir sus versos azarosamente en la red.

Paco Gómez rondará ahora los 42 ó los 43 años. No sé donde nació. Me lo presentó un amigo hace ya más de dos décadas y coincidimos los tres, un par de veces, en la vieja y sucia cafetería de la facultad de filología de la Universidad de Barcelona. Recuerdo que nos cantaba coplas por Antonio Molina, en falsete, callandito, para no escandalizar al respetable. Fumaba sin parar. A veces le daba un traguito al carajillo, encendía un pitillo y con él en la boca, entrecerraba los ojos, frotaba sus dos manos de poeta, muy abiertas, tensas, como invocando palmas, y se arrancaba con la 'Canción del Emigrante'. En invierno Paco vestía siempre gabardina. En realidad creo que era un guardapolvos como el que visten los espías de las películas de los años 50. Siempre llevaba un libro en las manos y algunos más dentro de su cartera de cuero marrón. Era un tipo simpático, abierto, extravertido, una buena persona. Se estaba a gusto en su compañía. Recuerdo que por aquel entonces, uno de sus sueños era vivir en comuna de poetas, en una masía semiderruida que alquiló junto a mi amigo y otros compañeros de curso, muy cerquita de Sau. La casa no tenía ni agua ni luz eléctrica y el frío y la niebla se colaban por todos los rincones, así es que, como era de imaginar, y muy a su pesar, el grupo, la incipiente comuna poética, desistió pronto del intento.


Mi amigo dejó la facultad y con su abandono yo dejé de ver también a Paco. Hasta hace aproximadamente un año cuando, gracias a la red, encontré sus poemas en el blog “Los Cuadernos del Mendigo”, título que contiene todo el significado, la misión, y el destino de la poesía, creada en la soledad de la disciplina más humilde; incomprendida, rechazada o ninguneada por la mayoría, y recordada por nadie o casi nadie. Pero parece que Paco Gómez lo tuvo siempre muy claro y cuando se trata de una necesidad vital, precoz, reconocida y asumida, de un deseo puro y constante de expresar lo que al hombre le pasa por el alma, entonces surge una fuerza poderosa, y el hombre se convierte en poeta, y ya no hay obstáculos para la expresión, para la creación sincera, valiente, aquella que requiere mirarse muy adentro, que exige ver también en derredor, y poner en diálogo lo que ocurre más allá de la ventana, “en una ciudad cercada por los sueños de otros”, frente a lo que ocurre en los rincones más íntimos del ser ”donde cada noche la noche deja en nuestros ojos su desafío”. Paco ofrece con generosidad a quien le quiera leer la esencia destilada de ese diálogo. Por eso un poeta es siempre, por definición, un ser bravo, porque se abre al mundo, se nos muestra en canal, con la herida abierta o la sonrisa gozosa. Y como en el proceso pierde a cada instante pedazos de sí mismo, amaga la fragilidad con el recurso del símbolo, de la metáfora, de la alegoría, todo abrigado, recogido, por la música de las palabras que debe fluir, espontánea, dentro de un ritmo natural. De modo que a veces el resultado del poema, o de la obra en su conjunto, se presenta como un enigma, en el que el lector que quiera compartir con el poeta su desdicha cantada, la incógnita lanzada al aire, o por qué no la alegría -compartir con él el contenido de ese diálogo que habla de dentro a fuera- deberá hacer un esfuerzo por desentrañarlas. Nada en arte es fácil, y menos para el creador.

Yo he quedado cautivado con la forma de escribir de Paco Gómez. Ya dije al inicio que no soy lector de poesía, pero no me considero insensible. Por eso creo ver en los poemas de Paco una espera permanente, constante. El poeta está siempre al abrigo de la naturaleza, en estado de continua expectación. Espera noticias, espera paciente y dolido, seguramente, al amor, convertirse de nuevo en el soñador que sueña junto a la añorada en una postura de nostalgia casi requerida, buscada, disfrutada, porque con ella retiene el recuerdo de la promesa que un día fue. Para aliviar la espera cuenta con la compañía del árbol, del río, del cielo, de la nieve, del frío, en una querencia animista, porque ahora Paco camina con su vida- intuyo- en tierras de campo, lejos de ruidos, refugiado quién sabe de qué, o de quién, en su “atalaya de los sueños/más alta que triste desengaño”.

En los versos de Paco Gómez, el poeta sufre de un dolor amargo en el que se hunde, pero con el que a veces parece disfrutar; un dolor necesario, quizá, para sobrellevar la ausencia, que utiliza como acicate, como motivo para expresarla. Un dolor natural, que discurre en las orillas, que palpita bajo la escarcha, que cae como las hojas de los árboles, o trepa como “hiedra de lamento”, porque “han llegado noticias del otoño/ a las encinas viejas del camino”.

Lo que el poeta espera viene desde fuera. En algún poema las noticias vienen de la ciudad cercada. En ese lugar lejano, cerrado, olvidado de la naturaleza, que ha renunciado a la oscuridad desnuda de la noche, los hombres han perdido el recuerdo de lo que fueron. Entonces el poeta solo puede confiar en el viento, que llevará hasta “la casa que me cubre” el sueño ansiado. Porque en definitiva, lo que el poeta espera es la conversión del sueño en palabra y, finalmente, la metamorfosis de la palabra en carne.

Así he leído los poemas de Paco Gómez. Los publica en http://www.pacogomez.blogspot.com/

Vuelvo mañana
Paco: mi admiración y mi respeto

jueves, 19 de noviembre de 2009

What I am now I owe to you


¡Por fin! Ya lo tengo. La dependienta me daba una bolsa y le he dicho que no. Quería llevarlo en las manos, percibir la tibieza del estucado blanco suave, nuevo, recien salido de la imprenta. Lo he llevado hasta el coche apoyado en el pecho; con la otra mano palpaba el lomo, la portada, el grosor y la textura del papel, y de vez en cuando lo ponía frente a mi y leía el nombre del autor en color rojo, y en negro el título, en Times New Roman, una tipografía clásica para un clásico. Ha habido un momento en que, al mirar la contrasolapa y leer las citas de las reseñas, casi embisto un puesto de quincallería, y al instante el dueño me ha increpado "¡Quiyo!, mira por donde andas, hombre, a ver si por leer vas a perder el norte"! Me he disculpado y después, mientras seguía caminando, me he estado riendo para mi mismo y por un momento creía que compartía la sonrisa con el escritor y que nos mirábamos cómplices repitiendo sin hablar la frase del quincallero.

Al llegar al coche no he podido resistirme y he abierto el libro. Me he sentido privilegiado por tener la primera edición y me he puesto a imaginar que dentro de unos siglos todavía tendré este ejemplar y que será como tener una joya. También he pensado que tengo que buscar como sea al autor, para que me lo dedique. He visto quién ha ilustrado la portada, y he sonreído de nuevo. He leído, una vez más, la trayectoria del novelista en la solapa: apabullante. Al ver su rostro alegre, sonriente, espontáneo sobre toda su obra resumida en medio folio, puede dar la sensación de que novelas como esta se hacen casi solas, casi sin escribir; que basta con ponerse a imaginar una buena historia y ya, y después a sonreir al fotógrafo. Pero el hecho de tener en las manos un objeto que contiene el trabajo en soledad de años, a veces doloroso, humilde, con momentos de gran desánimo, me conmueve, me produce cierta sensación irreal, como si me teletransportase en el espacio y en el tiempo y tuviese la convicción de estar en su estudio durante todo el tiempo en que escribió y pudiese observar, a un metro de él, su aspecto desaliñado, descuidado, machadiano, de buena persona que goza del arte, del conocimiento, de la cultura y de la creación honesta sin tiempo más que para la labor, como vió a sus mayores, del amanecer a la noche, en la huerta. Poder ver cómo se emociona, llora, desiste, de nuevo emerge y cómo, por fin, narra febril, día y noche, sin pausa, con la certeza de llegar al fin, tal y como quería. Y el último día, cuando ya clarea el cielo, ser testigo de cómo teclea la última letra y mira a través de la ventana el amanecer de Manhattan. Después se levantaría de la silla, desfallecido, entraría en la alcoba, sigiloso, en silencio y, con un beso de infinita ternura, la despertaría.

La dedicatoria es para Elvira Lindo, y dice así:

Para Elvira
What I am now I owe to you
(Ford Madox Ford. The Good Soldier)
He cerrado otra vez el libro, solo, en el coche, parado. He tardado en arrancar todavía unos minutos, fijos los ojos contra el cristal, y he decidido apropiarme de la cita. Para quién mejor que para Dolores. De quién mejor que de mi. ¡Qué hubiese sido de mi sin ella! ¡Qué del Romanticismo!

Vuelvo mañana
Con verdadera admiración y pasión por Antonio Muñoz Molina. ¡Salud, maestro!

domingo, 15 de noviembre de 2009

Cosas de hombres (o el hierro y la carne)


Jamás he vuelto a experimentar una sensación igual a la que viví hace una par de décadas cuando el Estado colocó en mi mano derecha una pistola Star 9 milímetros Parabellum. Al llegar a la armería el cabo furriel me miró con chulería paternal y, después de propinarme un golpecito en el hombro me dijo, “Aquí tienes polaco, cuídala con tu vida”. Y me entregó el arma con gran profesionalidad, cogiéndola él por el cañón y posando la empuñadura sobre la palma de mi mano, en un movimiento de quirófano, enérgico, marcial. Fui consciente de lo que estaba poniendo sobre mí en el mismo momento de la entrega, al sentir el impacto pesado y al escuchar el sonido de la carne chocando con el hierro. Ese ruido, más pedagógico que cualquiera de las órdenes que acatábamos sin rechistar, me acompañaría dentro del cuartel durante los 12 meses en los que transporté la pistola colgada en la cintura, desde la diana hasta la retreta. Recuerdo perfectamente los dos únicos días que disparé el arma. Caminamos 3 kilómetros hasta llegar al campo de tiro. Allí el sargento nos dispuso en fila frente a siluetas humanas. Nos mostró cómo desenfundar, cómo flexionar las piernas al tiempo que apuntábamos y sujetábamos la muñeca de la mano de disparo y, finalmente, cómo aguantar la respiración al tiempo que debíamos apretar el gatillo y disparar. Él lo hizo cuatro veces y acertó dos en el corazón y otras dos en el frontal de la cabeza. Detrás de las figuras muertas la tierra saltó como cuando estalla un petardo en el interior de un hormiguero. Ahora nos tocaba a nosotros. Pero antes, el sargento dijo “Bien joder, muy bien, aquí ya huela a pólvora. Anda, coge la bota y dale un trago al vino, coño!” Empiné el codo y estrujé bien el pellejo hasta casi ahogar el gaznate. Cuando el último de la fila dejó la bota ya vacía, el sargento se puso en la cara la seriedad de un obispo y engolando la voz, en actitud trascendente, gritó ” ¡Vírgenes, habéis llegado hasta aquí vírgenes. Hoy os voy hacer hombres!” y empezó a cantar uno a uno todos los tiempos de la acción hasta que llegó el momento de disparar. La pistola pesa tanto en la mano que cuesta mantener el brazo en posición horizontal. Es un peso especial, frió; un peso poderoso e hipnótico que reclama de la piel, del hueso, de la carne de la mano y hace que todo sea uno, arma y hombre sobre el mundo. Vacié el cargador y, aunque ya no quedaban balas, continué apretando el gatillo porque en el transcurso de aquella primera salva mantuve siempre los ojos cerrados, excepto en el primer disparo, que hice a conciencia, apuntando bien al centro del pecho. Vi como el tiro agujereaba la figura negra, cómo detrás de la herida la tierra saltaba y experimenté en su completa esencia la fuerza poderosa del ingenio, que se transmitió a todo el cuerpo levantando mi brazo hasta casi mirar al cielo. Me estremecí y quise no volver a hacerlo. El sargento me miró severo. Volví en mí. Flexioné las piernas, extendí los brazos y disparé hasta que se detuvo el estruendo y escuché las risas y las exclamaciones de mis compañeros de armas, y yo abrí los ojos y dejé de apretar el gatillo. En la fila éramos 20. Casi la mitad corrió espontáneamente hacia las siluetas desangradas para certificar la puntería.

Todo este episodio, con las sensaciones retenidas a través de los años, se me coló anteayer en la memoria , cuando disfrutaba de un almuerzo de sábado madrugador con un buen amigo. No hay nada como un opíparo almuerzo de buena mañana, mojado con vino del porrón, un sábado de otoño. A nuestro lado una cuadrilla de hombres hacía lo propio. Rondaban todos la cincuentena y alguno de ellos pasaba ya de los sesenta. Mantenían escrupulosamente en sus gestos y en sus manera de hablar, en su modo de relacionarse, las formas y el código de los hombres, hombres. Aunque todos se esforzaban por explicar el chascarrillo más ingenioso y la anécdota más asombrosa, ninguno osaba responder más allá de una ceja levantada, con una mueca torcida o en un asentimiento de cabeza, al tiempo que se cierran los ojos para decir sin palabras “qué me vas a mí a contar”. La cuadrilla conversaba a carrillos llenos sobre lo buena que era la carne en su región , el vino inigualable, o sobre grandes y míticos jabalíes cazados. Trago va y viene, la cosa se fue animando hasta que la camarera sirvió los carajillos, los puros y los whiskies. La charla derivó hacia el culo de la muchacha, de ahí al mejor culo gozado, a las noches de celebración laboral compartidas, hasta que llegado el momento, el intelectual del grupo introdujo un elemento étnico en la tertulia y empezó a pontificar sobre las mujeres del Este, y , aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, uno de ellos llegó a Somalia, al pesquero Alakrana y a ”los putos negros”. “Tres tiros a cada uno les daba yo y a tomar por el culo. Ni derechos ni hostias, si no tienen ni país. Y a estos que han cogido, lo que están aquí, ni 16 años ni pamplinas. Así, la pistola en la boca. ¡Pero qué cojones se han creído estos asquerosos!. Mira: llegas por la noche, abordas el barco y uno a uno te los vas cargando. A los primeros a cuchillo, en el cuello, para que no griten, y después a tiros. Ahí tienes a los franchutes. Los putos gabachos sí que saben. A esos no les joden no. Si es que el gobierno este son todos una pandilla de maricones. ¡Niña, lléname esto que ya no hay!. ¡Hay que joderse!.”

Y así siguió la tertulia matinal, entre tiros, whisky de malta, puros baratos y la alegría contenida de los hombres, hombres, cuando se encuentran y hablan de sus cosas.


Vuelvo mañana

domingo, 8 de noviembre de 2009

Fito


Los días en que pierdo identidad, en los que no sé bien quién soy ni qué diablos estoy haciendo otra vez aquí, entre mortales, me encasqueto sobre la cabeza una gorra o un sombrero. Entonces me veo otro, adquiero de nuevo carnalidad entre las gentes y paseo con seguridad por las calles sin dejar de mirarme a los cristales de los escaparates, para asegurarme de que, efectivamente, soy yo el dueño del reflejo que parece acompañar en su tortura a los maniquíes, seres más humanos de lo que yo nunca podré llegar a ser. Por eso guardo en el armario una docena de sombreros y de viseras que he ido acumulando desde mi resurrección. El sombrero que más me pongo ahora es negro, de piel, igual que el que lucían los músicos de Jazz y de Blues de los años setenta, y algún que otro escritor beat con ganas de figurar, del que no recuerdo el nombre. En cuanto a las viseras y a las gorras -más plebeyas- me gusta una especialmente, que suelo ponerme muy encajada hacia la frente y ligeramente ladeada hacia la izquierda, de manera que quien me mira recibe una incógnita, entre interesante y golfa, un tanto pretenciosa, o más bien fantasma, para qué nos vamos a engañar. Cuando me pongo esa visera de franela azul me siento Fito, el de los Fitipaldis, y redondeo mi aspecto calzando botas rojas puntiagudas, vistiendo vaqueros ajustados y chaqueta negra de pana; después cuelgo mi cartera vieja sobre el hombro y salgo a la calle a mirarme a los cristales de los escaparates, y me veo hecho todo un hombre.

Me gusta Fito. Su música me engancha. Es honesta: rock and roll sin complicaciones con letras que cuentan y resuelven de manera sencilla cuestiones que a menudo nos empeñamos en complicar, o en elevar a la trascendencia para voltearlas y voltearlas como una bola de carne seca en la boca que no hay quien pase. Por eso me gusta, porque además suena bien, muy bien, y acompaña, cuenta historias, mira el mundo, se nos ofrece a él mismo; el tipo es majo, muy majo, bajito, con pinta de golfete de Dickens, o de un Pablito de “Paracuelllos” crecido, quien después de los años y de la miseria del Auxilio Social, ha podido abrirse camino en la vida y ahora tiene su banda con la que recorre todo el país …“ si esto es como el mar, quién conoce alguna esquina”.

Fito tocará con los Fitipaldis en Barcelona los días 12 y 13 de diciembre. Por supuesto, yo ya tengo mi entrada. La compré en un Carrefour y me hicieron firmar un seguro obligatorio de entradas, que así se llama. Pensé que la empleada se había dado cuenta de que yo no era de este mundo y que por evitar algún mal desconocido me invitaba a firmar aquella extraña póliza por la que pagué 2,5 euros. Antes de firmar me dispuse a leer atentamente las condiciones. El estilo de este tipo de documentos me hace reír porque pretende credibilidad y provoca todo lo contrario, desconfianza. Así es que leí, palabra a palabra, el seguro de entradas del concierto ante el asombro de la empleada, que me miraba asustada, porque después de pasar la hoja principal veía que también leía la letra pequeña. “Condiciones generales de la póliza colectiva nº65527438 suscrita por viajes Carrefour S.L.U con CIF nº B82911207 y domiciliado en Ctra. de Burgos Km 14,5 Alcobendas-Madrid […] Este folleto informativo deberá ser entregado al asegurado en el momento de la adquisición de la entrada asegurada por la póliza colectivo nº65527438”. A continuación, la empresa que me obligada a asegurarme me informaba en el mismo documento de los límites de la cobertura, es decir, de aquellos casos en los que, me pusiese como pusiese, me quedaría descompuesto y sin concierto, a saber, por ejemplo, “los accidentes que sean la consecuencia de la desintegración del núcleo atómico (es textual) terremotos, erupciones volcánicas u otras calamidades”. En otro apartado la póliza refiere como causa de exclusión de los beneficios las “epidemias, contaminación, huelgas, catástrofes naturales motines y revueltas populares”. Véase cómo la huelga y la revuelta son equiparables a los peorcito de lo que la naturaleza a veces nos depara. (Le tienen miedo, sí le tienen mucho miedo). Y así una hermosa lista que no tiene desperdicio, sobre todo porque la aseguradora agrupa semánticamente los más dispares motivos en un inusitado alarde de sinceridad sistémica. De cualquier manera, de todos los grupos de exclusión que leí, este fue el que más me llamó la atención: “La guerra civil o extranjera, actos de terrorismo o amenaza de actos terroristas, cualquier efecto derivado de la radiactividad”. Me dio la risa triste, la risa trágica, la risa en la que a la carcajada le sigue el llanto. Firmé rápido y marché de allí como alma que se lleva el diablo. Mientras caminaba pensé en el abogado o en el equipo de profesionales que había escrito aquello. Pensé en los motivos que les había llevado a colocar la guerra civil como motivo de exclusión de una póliza de concierto. Recordé que durante los primeros meses de La Nuestra, los milicianos iban al frente a pegar tiros por la mañana y por la tarde, los que volvían, besaban a la esposa y después se iban a los toros.

De vuelta a casa conduje despacio obligado por el embotellamiento. Los conductores de los vehículos que pasaban lentamente a derecha e izquierda me miraban y yo les miraba a ellos, impertinente, detrás de mis gafas americanas de sol, tocado con mi visera azul ladeada y el cigarrillo humeante columpiándose en el último extremo de la boca. En un alto, una mujer me miró con insistencia. Yo también la miré. Toqué la visera con el pulgar y el índice, a modo de saludo, y sin dejar de mirarla expulsé el humo muy despacio, casi masticándolo. La mujer se azoró, e impacientada por perderme de vista, aceleró un poco, sin darse cuenta de que no podía avanzar.

Vuelvo mañana

domingo, 1 de noviembre de 2009

La campana


Los estudios de televisión y de radio son lugares cerrados a cal y canto. No hay ventanas por las que entre la luz, ni el aire, y ningún otro sonido que no sea el grito chillón del regidor, la voz modulada del presentador, del invitado de turno, o la sintonía del producto que costea el espacio. Desde esos bunkers se fabrica la realidad diaria; se decide que durante la semana caminemos sumidos en depresión colectiva, que riamos cada 30 minutos, medio hechizados, en carcajadas bobas, o que agradezcamos a personas que no saben nada de nosotros la gracia de permitirnos seguir con nuestras vidas: mentiras de carne y huesos comparadas con la insistente veracidad de los cuentos que se gestan entre las cuatro paredes anecoicas de la creación mendaz del verbo.

El otro día, escuchando la radio, oí como la presentadora del programa en cuestión le decía a un escritor al que entrevistaba y que se encontraba en otra ciudad. “Espera un minuto antes de seguir. Cierra la ventana por favor, no vaya a ser que entre el sonido de las campanas”. Ya no pude seguir escuchando el programa porque empecé a darle vueltas a la frase, en principio una frase intrascendente, que pronuncia una profesional celosa de que la emisión del programa transcurra en los estándares de calidad que se le suponen a la primera cadena del país. Por supuesto, el autor que hablaba al otro lado del micrófono no tomó a mal la indicación de la directora del programa y, obediente, se levantó y cerró la ventana. “Ya puedo hablar sin que interfiera nada”, dijo aliviado, y entonces se dispuso a explicar las claves de su última obra, que, ahora, la verdad, poco importan.

Me importa la campana, un misterio para los científicos que todavía no han sido capaces de desentrañar los secretos de su sonido característico, la fórmula de la vibración del aire al paso de sus ondas moduladas en frecuencias que solamente este instrumento puede generar y que llenan los cuatro vientos de noticias, sentimientos y estados de ánimo desde el interior de sus paredes onduladas de bronce cuando el badajo las golpea con ganas. Porque quienes hayan vivido en algunos de los miles de pueblecitos que salpican el país saben perfectamente qué supone la campana en sus vidas cotidianas. El aviso, por ejemplo, de que el pescadero, el frutero, el carnicero o el panadero venden su mercancía en la plaza mayor a todo el que lo necesite. El aviso, también, de que el alguacil, desde la torre, va a dictar un bando de parte del señor alcalde en el que se disponen una serie de normas para los días venideros de obligatorio cumplimiento. El paso de las horas, de los minutos, cada cuarto, en competencia con el sol, en sintonía con la noche en vela, al abrigo de la esquina oscura en donde los amantes se encuentran furtivos y se aman con el oído orientado a la torre mientras, dentro de las casas, los chiquillos se tapan los oídos bajo las mantas, en sus camas, en la media noche, cuando suenan doce campanadas doce, que auguran pesadillas de monstruos imposibles a quienes las escuchen. En la siesta holgazana del verano que despereza y levanta fastidiosa al riego del huerto; en los amaneceres escarchados en los que el día se niega a despuntar hasta que el badajo se mueve y repica en el bronce por orden del tiempo. .. Así discurren todavía los días en muchos lugares, en los que las campanas también concurren a las vicisitudes mayores de sus habitantes, a todos aquellos momentos trascendentes que les definen y dirigen los caminos de su historia particular, como el toque a bautizos, el toque a bodas, o el lánguido, espaciado y opaco ritmo terco de las campanadas a muerto. Y si hay que arrimar el hombro quien convoca es la campana, en momentos de alarma, fuego, desastre, enfermedad, nadie puede deshacerse de su responsabilidad para con la comunidad, porque la campana llama y nadie dirá jamás que no la oyó, y además se escucha más allá de las lindes del pueblo para que en lugares vecinos se sepa y si se quiere, o se puede, se apechugue. Lo mismo para la fiesta, la juerga y el desmadre, el vestido limpio, el traje planchado y el baile alegre, la campana repica entonces como nunca, en armonías imposibles volteada con inusitada energía, como si quisiese consumir las horas festivas que todavía quedan por disfrutar de un sólo trago del vino que se reserva para la ocasión.

Quizá por todo ello es por lo que nuestra querida periodista temía que el sonido de la campana se colase en su programa, porque era como si la realidad de la vida cotidiana de las gentes que habitan el pueblo entrase a raudales y de sopetón, dentro de la emisión y se produjese una especie de catarsis colectiva en la que súbitamente, toda la audiencia del país empezase a sospechar que algo se les escamotea cuando oyesen los dos toques de la media justo antes de que la cadena emitiese su pitido impertinente de la señal horaria. No es ninguna tontería; se trata ni más ni menos que del tiempo y del espacio, del lugar y del momento que suceden las cosas, las claves de toda verdad. El cómo depende de cada cual. Eso lo sabía bien el escritor que, obediente, aceptó sin rechistar la indicación de la directora del programa, porque preveía, probablemente, que si explicaba bien las virtudes de su última novela, tendría gran éxito de ventas y muchas de les gentes que discurrían sus vidas en aquel pueblo, bajo la torre, y por supuesto los oyentes del programa, se animarían a leer un historia que fundamenta otra realidad verosímil gracias al uso inteligente del tiempo y del espacio. De modo que, desde que la periodista pidió al autor que cerrase la ventana, las fuerzas de tres realidades pujaban en el mismo lugar y a la misma hora por hacerse verosímiles y permanecer más allá del final de la entrevista. Claro que, solamente en uno de esos tres mundos tocaban las campanas.

Vuelvo mañana