jueves, 28 de marzo de 2013

Lars Von Trier en Calanda

Lars Von Trier es un artista controvertido: Ésta es una frase inflada, rellena de tópico periodístico hasta las trancas, igual que un pavo americano el día acción de acción de gracias; igual que la realidad corpórea  de una virgen de Semana Santa. Es ese tipo de frases que sacan de un apuro al periodista vago, inepto, lego, novato o mal pagado. Y sin embargo Lars Von Trier  lo es. O te gusta o no te gusta. O lo odias o lo amas. Te levantas de la butaca antes de terminar el cartón de  palomitas o te olvidas de ellas y te sorprendes a media proyección con la sal de las lágrimas en la boca.
Como mínimo, tres de  las películas de Von Trier tienen un denominador común, que es lo mismo que decir que esas tres  películas en realidad son la misma película, lo cual ni es bueno ni es malo, sencillamente es así, y a quien le guste que las vea, y a quien no que se quede en casa: siempre hay en sus historias una figura pura, buena, de bondad tocada por la santidad, habitualmente femenina; una especie de virgen posmoderna que en la primera mitad de la cinta  ofrece al espectador y al mundo que  la rodea  un ejemplo tras otro de docilidad, generosidad, tolerancia, ingenuidad y magnanimidad proverbiales, nombres  todos ellos pertenecientes a la estirpe de los adjetivos pero que transmutan en carne sustantiva por obra y gracia de los designios de su dios creador. ¡Ah, estos tiempos de mística! ¡Ah, estos momentos de la sangre y del sacrificio! ¡Ah, estos días de misterios oscuros  y dolor púrpura!.
Lars Von Trier debe conocer España. Quiero decir que la debe conocer bien. No solamente el Kursaal, La Concha y El Peine del viento. De hecho cuentan las leyendas urbanas  que se le ha podido ver enfajado y empañuelado soportando el peso de algunos  pasos andaluces. Otras fuentes dirigen los rumores hacia  un rincón estratégico del ayuntamiento de Elche, donde parece haber sido visto apuntando las frases del alcalde esquizofrénico que en Jueves Santo cree ser Poncio Pilatos.  También hay quienes se atreven a identificarlo como el Jesús de Esparraguera, pero solamente  en la escena en la que avanza lenta y humildemente  sobre el borriquillo en la entrada  triunfal a Jerusalén bajo un bosque de palmas enfervorecidas. Finalmente, los más osados aseguran haber visto fotografías del bueno de Lars  aporreando el tambor en la rompida de  Calanda;   dicen que para acercarse a los orígenes y la idiosincrasia que vio nacer y crecer al  maestro Buñuel, el auténtico y genuino inventor del dogma avant la image.
Yo, la verdad,  no encuentro otra explicación a Dogville, Dancing in the dark o Breaking the waves.   En las tres películas  se reproduce asombrosamente la plantilla evangélica del advenimiento, fascinación popular, caída, tortura y sacrificio- a manos de los mismos que la admiraron- de un ser cuya principal característica se corresponde a la perfección con  el canon de la humilde bondad judeocristiana. Es el guión representado una  y mil veces de modos y maneras diferentes en las plazas penitentes de media España.  Pero ayer, víspera de la consumación mistérica en el que el Dios padre propicia la inmolación del Hijo, se produjo en mí una de esas extrañas y contadas revelaciones que uno puede experimentar en la vida.
Despanzurrado frente a la televisión y un poco cansado de intentar hallar la explicación de cómo alguien pensó que Víctor Mature podía ser actor, me dispuse a soportar  los sufrimientos del terrible viacrucis del zapping santo hasta que en la 1, la pública, creí encontrar un espacio de meditación, debate, reflexión e información.
En una mesa semicircular, moderada por una conocida presentadora, siete opinadores  muy bien informados, elegantemente vestidos, de expresión impecable y  tono absolutamente democrático, despellejaban sin piedad a Ada Colau,  mujer presente en la misma mesa que  hasta hacía dos días escasos  y desde hace ya unos meses había sido alzada a los altares de la opinión pública por liderar y asumir la portavocía de las cientos de familias desahuciadas y sacar hacia delante una ley popular que permita la dación en pago. Como resulta que la ley que van a redactar la cuadrilla de hijos de puta que continuadamente dormita, estafa y prevarica en el Congreso de los Diputados de los cojones  no es más que una torrija mojada en leche, un  jartón de reir en las caras de las víctimas que padecen la dictadura financiera, algunas decenas de miembros de la plataforma de la que forma parte Ada Colau decidieron llamar la atención de alguna de sus graciosas señorías concentrándose pacíficamente frente a los portales de sus casas para explicarles megáfono en ristre lo injusto de la situación que ley democrática actual les obliga a hacer frente.
Terrorista, camisa parda, fascista, nazi, antisistema, antidemocrática, kale borroka, etarra, batasuna han sido alguno de los apelativos con que los tertulianos de ése y otros programas han obsequiado a la buena mujer. Ganarle a la Colau un pulso dialéctico  es mucho ganar. De hecho, ni la cátedra de mierda  del profesor universitario sabihondo, ni la experiencia mediática de algunos, y la mala hostia demócrata de otras pudo rebatir ni de lejos ninguno de los argumentos aducidos por ella. Como Jesús frente a Pilatos, Grace frente a  Dogville, Selma frente el juez Mantle  o  Bess ante los calvinistas escoceses.
Razón y sinrazón, bondad y perversidad, cinismo y heroísmo, Hobbes versus Rousseau, lección vital universal, bíblica, dogmática, transformada por el azar del calendario en la mejor escena patria del escarnio público que nadie pueda haber imaginado para una perfecta y recogida velada de Semana Santa española.
Por si alguien no lo recuerda,  las hijas de Von Trier no resucitan. 

jueves, 21 de marzo de 2013

Diálogo y persuasión (curso apócrifo de ESADE)



No hay nada que  pueda  romper los lazos que unen a mi voluntad con  la verdad. La verdad es, por supuesto, lo que yo pienso, evalúo y opino sobre la  realidad y mi voluntad es la herramienta que utilizo para que nada ni nadie la ponga en duda. 

Quizá por eso, los que me conocen me llaman a menudo cabezón en sus diversas variantes tonales, desde la más condescendiente, pasando por la desdeñosa hasta llegar al claro e hiriente insulto, que suela acompañarse de un gesto de mano, así, como de cortar el aire de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba. 

Si por causa de  la cuestión dirimida llego con  mis oponentes  a este punto de manoseo incontenible, la piel de mi cuerpo se tiñe de  verde, gano asombrosa y rápidamente en  volumen muscular, pierdo dos o tres dientes, crezco  a razón de 20 centímetros por segundo y de mi ropa no quedan más que jirones esparcidos aquí y allá. Entonces, todos me miran  asombrados y muy pocos son capaces de camuflar  cierto grado de admiración. 

Ese es el momento esperado  porque, después de pasados unos  segundos -el intervalo de tiempo necesario para que nuestros semejante se adecuen a  los  cambios acaecidos en el escenario y en el aspecto del interlocutor- llega la hora de  expresar el argumento definitivo, la frase perfecta, la idea sutil y claramente declarada, el razonamiento diáfano libre de toda incertidumbre, sospecha o potencia de cambio. 

Dada esta  coyuntura,  a las consideraciones anteriores habría  que  añadir  mi natural  seductor, mi  sonrisa blanca y beatífica aderezada de persuasivos matices donjuanescos, y la amplia base de datos,  conocimiento personal y de información íntima  relacionada  con el contrincante que  he sido capaz de reunir  durante meses. Con todo ello,  me aseguro la inutilidad de toda réplica y la constatación de que mis juicios, valoraciones y tesis  han sido perfectamente asumidos por mis interlocutores. 

Llegados a este punto, es ineludible afirmar que  lo  importante no es la victoria puntual, un premio efímero, laureles perecederos, el triunfo en  la batalla aislada,   una razón más,  una premisa menos. Lo verdaderamente importante es que nadie de los presentes -testigos de tan  fabulosas transfiguraciones- vuelve a llevarme la contraria. Este es el valor, el resultado  y el poder de una sonrisa esbozada a tiempo, sin olvidar la importancia del rendimiento (esencial en todo proceso de diálogo) que produce conocer el camino por el que hay que llevar de la mano  al rival hasta el  disparadero.

jueves, 14 de marzo de 2013

El círculo de Goethe


 
(Para Ronald, artista anónimo de la luz y de los colores. Aunque no nos conozcamos y tampoco pueda leer esta entrada, con admiración y envidia)

Se cayó la cámara al suelo con tan mala fortuna, de tan extraña manera, que la bayoneta  se rompió y entonces, a partir de ahora, no hay más remedio que aceptar que  el objetivo y el cuerpo son cosas distintas,  que ya no forman una unidad, porque  aunque las dos piezas  todavía se aguantan unidas, la luz entra de lleno en la óptica a través de una rendija considerable y la realidad, las cosas inertes y los seres vivos se velan y desaparecen para siempre como si fuesen  espectros vaporosos  tras el entramado de espejos, cortinillas y obturadores, de tal manera que si uno fija detenidamente su atención a través  del pequeño espacio que divorcia ambas partes puede disfrutar de los reflejos de la claridad del día sobre la lente que se dispersan sobre el aire en haces violetas, verdes y amarillos, en un intento de arcoiris esencial, una aproximación al círculo  de Goethe, pero no así las siluetas de las personas, los contornos de los objetos, o ni tan siquiera el movimiento constante y acompasado de la cola curvada y flexible del perro que me mira con la lengua fuera, como si encima pretendiese  la galleta, el terrón de azúcar, el hueso falso, un poco de juego, o sencillamente la caricia en el lomo,  el premio por haber saltado a la mesa impetuoso   en su afán por cumplir fielmente con su cometido, con su naturaleza de perro fiel y noble que me va a costar una cámara nueva, o un buen pico la reparación de ésta que ahora examino resignado mientras atuso el pelo amorronado que le crece a Cipión debajo del hocico, necesitado de toda mi comprensión, de todo mi afecto, desde que  enterramos a Berganza.

viernes, 8 de marzo de 2013

Método 2



La generación mejor preparada de la historia no se anda con hostias. Crecer en paralelo al auge de las nuevas tecnologías les confiere un estatus poco menos que de superhumanos y han asimilado a la perfección que el conocimiento es la llave de su futuro. Sin ir más lejos -o cuando menos no tanto como a los países donde se van nuestros jóvenes- hoy mismo leía en varios medios de comunicación que las autoridades académicas de una universidad han desmantelado una red de filtraciones de exámenes creada por una academia privada y que además han puesto a los culpables a disposición de la fiscalía.

El método consistía en colocar a dos “agentes” en los pupitres durante los primeros minutos de la prueba,  y aprovechando un descuido del profesor, salir al poc con las preguntas. En menos de una hora las resolvían y enviaban los resultados a través de Whatsapp a los estudiantes que previamente habían formado  “un grupo” dentro de esta aplicación. 

En términos de modernidad, esto es lo que se llama un pelotazo académico. Sin embargo, el procedimiento no deja de ser ingenioso. De hecho, y por utilizar de nuevo terminología de rabiosa actualidad, lo que estos estudiantes han hecho no es ni más ni menos que alumbrar la famosa “idea” y sacarle provecho. Son, lo que hoy en día se conoce como e m p r e n d e d o r e s, con todas las letras; el producto y al mismo tiempo el espejo de lo que vemos en otros ámbitos sociales y un ejemplo más de que aquí no solamente ha reventado  una burbuja inmobiliaria: existe otra, desconocida y poco comentada, que es la burbuja de la formación, con la que nos han hecho creer que contamos con millones de jóvenes talentosos sin especificar qué niveles de calidad atesora esa millonada histórica  de inteligencia. 

En mis tiempos no éramos tan brillantes; ni si quiera éramos globales; no éramos nada, pero a la hora de buscarnos la vida tampoco éramos mancos. A falta de aplicaciones informáticas y aparatos inteligentes no teníamos más remedio que arremangarnos, acogernos al amparo de la noche, acopiar coraje y audacia  y aventurarnos a la procelosa y arriesgada tarea del espionaje estudiantil, al estilo de los ya célebres agentes patrios  de Método 3 y de la TIA. 

Y lo digo con conocimiento de causa  porque cuando yo cursaba 3º de BUP formé parte de una patrulla robaexámenes. El objetivo era obtener, por lo civil o por lo criminal, las preguntas del examen de la segunda evaluación de  Filosofía, que nos impartía un tipo al que llamábamos “el mono”, pelirrojo, igualito al de la etiqueta del famoso anís, quien conducía un R-8 color verde apio con doble tubo de escape, al que un mes y otro también, algún compañero cabreado le pinchaba una rueda. El pobre escupía cuando decía “¡Hobbes!” no tenía ni idea de la asignatura, se aturullaba hablando,  no se imponía y además jugaba fatal al dominó. Era de ese tipo de profesores  peligrosos, porque nadie sabía qué iba a preguntar ni cómo iba a corregir. Así es que nuestro deber como estudiantes  era reducir  los niveles de incertidumbre y ser proactivos para con nuestro futuro. 

Nos citamos a las 20h.o'clock en un callejón sin farolas, sito justo detrás del colegio. Todos vestíamos oscuros y alguno incluso se atavió con pasamontañas. La niebla se metía en los huesos, era espesa, y hacía mucho frío. Éramos siete. Esperamos pacientemente apostados en una esquina  hasta que vimos como el  Hermano Juan  cargaba con una gran bolsa de basura que  depositó pesadamente dentro de un cubo.  Unos metros más allá, los coches iluminaban a ráfagas la escena  y los viandantes caminaban ateridos, ajenos a todo lo que ocurría. Cuando el Hermano Juan volvió al colegio, el más atrevido de nosotros  dijo “¡venga, vamos!”, y en un instante nos hicimos con la bolsa, la transportamos hasta el callejón y  empezamos a remover atropelladamente  el contenido. Estaba llena de papeles arrugados, restos de bocadillos, residuos de varias categorías  y decenas y decenas de hojas de  papel carbón procedentes del ciclostil con el que se realizaban las copias de los exámenes. Esas hojas eran el objetivo, así que las íbamos sacando y analizando con el fin de hallar la que nos interesaba. Uno de nosotros, el más emprendedor de todos, dijo que podríamos cogerlas todas y  sacarnos unas pelas con la venta  del contenido a otros cursos, pero nadie le hizo caso. Íbamos a lo que íbamos, a la crítica de la razón pura, y al hombre es un lobo para el hombre. Al final apareció. Volvimos a meter todo en la bolsa y la dejamos en su sitio para no levantar sospechas. Antes de marchar cada uno a nuestras casas, nos juramentamos,  y de un modo ridículamente trascendente, con las manos alzadas totalmente tiznadas de negro,  prometimos no decir nada a nadie. 

A la semana siguiente, cuando nos dieron las notas, se encendieron las alarmas, porque toda la clase (cuarenta, igual que ahora)  obtuvo calificaciones por encima del ocho. Alguien de los siete tuvo que cantar en casa por seguiriyas porque al final se supo todo  y nos convocaron a padres y alumnos a una reunión. Se decidió no expulsar a nadie; evidentemente, se anularon las notas y se repitió el examen. Recuerdo que uno de los padres se levantó y peroró largamente sobre la ética y la moral, sobre hacernos unos hombres de verdad, sobre el esfuerzo, sobre el valor de lo difícil por encima de lo fácil. Recuerdo que hablaba emocionado, como un Garzón avant la letre, después de su inhabilitación; con la vehemencia de Julio Anguita cuando se quejaba de que no le votaban. Todos nos mirábamos, y mirábamos al hijo del padre orador, y sin decirnos nada ya sabíamos quién se había ido del pico. A partir de ése día, jamás volvió a salir con nosotros.  Creo que se licenció en Historia con buena nota y  ahora trabaja de funcionario de prisiones.