No hay nada que pueda romper los lazos que unen a mi voluntad con la verdad. La verdad es, por supuesto, lo que
yo pienso, evalúo y opino sobre la
realidad y mi voluntad es la herramienta que utilizo para que nada ni
nadie la ponga en duda.
Quizá por eso, los que me
conocen me llaman a menudo cabezón en sus diversas variantes tonales, desde la
más condescendiente, pasando por la desdeñosa hasta llegar al claro e hiriente insulto,
que suela acompañarse de un gesto de mano, así, como de cortar el aire de
arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba.
Si por causa de la cuestión dirimida llego con mis oponentes a este punto de manoseo incontenible, la piel
de mi cuerpo se tiñe de verde, gano asombrosa
y rápidamente en volumen muscular,
pierdo dos o tres dientes, crezco a
razón de 20 centímetros por segundo y de mi ropa no quedan más que jirones
esparcidos aquí y allá. Entonces, todos me miran asombrados y muy pocos son capaces de
camuflar cierto grado de admiración.
Ese es el momento esperado porque, después de pasados unos segundos -el intervalo de tiempo necesario
para que nuestros semejante se adecuen a los
cambios acaecidos en el escenario y en el aspecto del interlocutor- llega la hora de expresar el argumento definitivo, la frase
perfecta, la idea sutil y claramente declarada, el razonamiento diáfano libre
de toda incertidumbre, sospecha o potencia de cambio.
Dada esta coyuntura, a las consideraciones anteriores habría que
añadir mi natural seductor, mi
sonrisa blanca y beatífica aderezada de persuasivos matices donjuanescos, y la amplia base de
datos, conocimiento personal y de
información íntima relacionada con el contrincante que he sido capaz de reunir durante meses. Con todo ello, me aseguro la inutilidad de toda réplica y la
constatación de que mis juicios, valoraciones y tesis han sido perfectamente asumidos por mis
interlocutores.
Llegados a este punto, es
ineludible afirmar que lo importante no es la victoria puntual, un premio
efímero, laureles perecederos, el triunfo en la batalla aislada, una
razón más, una premisa menos. Lo
verdaderamente importante es que nadie de los presentes -testigos de tan fabulosas transfiguraciones- vuelve a llevarme la contraria. Este es el
valor, el resultado y el poder de una
sonrisa esbozada a tiempo, sin olvidar la importancia del rendimiento (esencial
en todo proceso de diálogo) que produce conocer el camino por el que hay que
llevar de la mano al rival hasta
el disparadero.
1 comentario:
Hola Loli, Ana.
No sé que he hecho pero al intentar eliminar un comentario spam me he cargado los vuestros, no sólo de ésta entrada, sino los comentarios de las cuatro anteriores.
Lo siento mucho. Mis disculpas a tod@s. En cualquier caso, como siempre, gracias por vuestra fidelidad
Un abrazo fuerte
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