La generación mejor preparada de la historia no se anda con hostias. Crecer
en paralelo al auge de las nuevas tecnologías les confiere un estatus poco
menos que de superhumanos y han asimilado a la perfección que el conocimiento
es la llave de su futuro. Sin ir más lejos -o cuando menos no tanto como a los países donde se van nuestros jóvenes- hoy mismo leía en varios medios de comunicación que
las autoridades académicas de una universidad han desmantelado una red de
filtraciones de exámenes creada por una academia privada y que además han puesto a los culpables a disposición de la fiscalía.
El método consistía en colocar a dos “agentes” en los pupitres durante los primeros minutos de la prueba, y aprovechando un descuido del profesor, salir al poco con las preguntas. En menos de una hora las resolvían y enviaban los resultados a través de Whatsapp a los estudiantes que previamente habían formado “un grupo” dentro de esta aplicación.
El método consistía en colocar a dos “agentes” en los pupitres durante los primeros minutos de la prueba, y aprovechando un descuido del profesor, salir al poco con las preguntas. En menos de una hora las resolvían y enviaban los resultados a través de Whatsapp a los estudiantes que previamente habían formado “un grupo” dentro de esta aplicación.
En términos de modernidad, esto es lo que se llama un pelotazo académico.
Sin embargo, el procedimiento no deja de ser ingenioso. De
hecho, y por utilizar de nuevo terminología de rabiosa actualidad, lo que estos
estudiantes han hecho no es ni más ni menos que alumbrar la famosa “idea” y
sacarle provecho. Son, lo que hoy en día se conoce como e m p r e n d e d o r e s, con
todas las letras; el producto y al mismo tiempo el espejo de lo que vemos en
otros ámbitos sociales y un ejemplo más de que aquí no solamente ha reventado una
burbuja inmobiliaria: existe otra, desconocida y poco comentada, que es la
burbuja de la formación, con la que nos han hecho creer que contamos con millones
de jóvenes talentosos sin especificar qué niveles de calidad atesora esa
millonada histórica de inteligencia.
En mis tiempos no éramos tan brillantes; ni si quiera éramos globales; no
éramos nada, pero a la hora de buscarnos la vida tampoco éramos mancos. A falta
de aplicaciones informáticas y aparatos inteligentes no teníamos más remedio
que arremangarnos, acogernos al amparo de la noche, acopiar coraje y
audacia y aventurarnos a la procelosa y
arriesgada tarea del espionaje estudiantil, al estilo de los ya célebres
agentes patrios de Método 3 y de la TIA.
Y lo digo con conocimiento de causa porque cuando yo cursaba 3º de BUP formé parte
de una patrulla robaexámenes. El objetivo era obtener, por lo civil o por lo
criminal, las preguntas del examen de la segunda evaluación de Filosofía, que nos impartía un tipo al que
llamábamos “el mono”, pelirrojo, igualito al de la etiqueta del famoso anís,
quien conducía un R-8 color verde apio con doble tubo de escape, al que un mes
y otro también, algún compañero cabreado le pinchaba una rueda. El pobre
escupía cuando decía “¡Hobbes!” no tenía ni idea de la asignatura, se aturullaba
hablando, no se imponía y además jugaba
fatal al dominó. Era de ese tipo de profesores peligrosos, porque nadie sabía qué iba a preguntar
ni cómo iba a corregir. Así es que nuestro deber como estudiantes era reducir los niveles de incertidumbre y ser proactivos
para con nuestro futuro.
Nos citamos a las 20h.o'clock en un callejón sin farolas, sito justo detrás del
colegio. Todos vestíamos oscuros y alguno incluso se atavió con pasamontañas. La
niebla se metía en los huesos, era espesa, y hacía mucho frío. Éramos siete. Esperamos
pacientemente apostados en una esquina hasta que vimos como el Hermano Juan
cargaba con una gran bolsa de basura que
depositó pesadamente dentro de un cubo. Unos metros más allá, los coches iluminaban a
ráfagas la escena y los viandantes
caminaban ateridos, ajenos a todo lo que ocurría. Cuando el Hermano Juan volvió
al colegio, el más atrevido de nosotros dijo “¡venga, vamos!”, y en un instante nos
hicimos con la bolsa, la transportamos hasta el callejón y empezamos a remover atropelladamente el contenido. Estaba llena de papeles
arrugados, restos de bocadillos, residuos de varias categorías y decenas y decenas de hojas de papel carbón procedentes del ciclostil con el
que se realizaban las copias de los exámenes. Esas hojas eran el objetivo, así
que las íbamos sacando y analizando con el fin de hallar la que nos interesaba.
Uno de nosotros, el más emprendedor de todos, dijo que podríamos cogerlas todas y sacarnos unas pelas con la venta del contenido a otros cursos, pero nadie le
hizo caso. Íbamos a lo que íbamos, a la crítica de la razón pura, y al hombre
es un lobo para el hombre. Al final apareció. Volvimos a meter todo en la bolsa
y la dejamos en su sitio para no levantar sospechas. Antes de marchar cada uno
a nuestras casas, nos juramentamos, y de
un modo ridículamente trascendente, con las manos alzadas totalmente tiznadas de negro, prometimos no decir nada a nadie.
A la semana siguiente, cuando nos dieron las notas, se encendieron las
alarmas, porque toda la clase (cuarenta, igual que ahora) obtuvo calificaciones por encima del ocho. Alguien de los siete tuvo que cantar en casa por
seguiriyas porque al final se supo todo y nos convocaron a padres y alumnos a una
reunión. Se decidió no expulsar a nadie; evidentemente, se anularon las notas y se
repitió el examen. Recuerdo que uno de los padres se levantó y peroró
largamente sobre la ética y la moral, sobre hacernos unos hombres de verdad,
sobre el esfuerzo, sobre el valor de lo difícil por encima de lo fácil.
Recuerdo que hablaba emocionado, como un Garzón avant la letre, después de su inhabilitación; con la vehemencia de Julio
Anguita cuando se quejaba de que no le votaban. Todos nos mirábamos, y
mirábamos al hijo del padre orador, y sin decirnos nada ya sabíamos quién se
había ido del pico. A partir de ése día, jamás volvió a salir con nosotros. Creo que se licenció en Historia con buena
nota y ahora trabaja de funcionario de
prisiones.
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