miércoles, 30 de diciembre de 2009

Andreu y Jon

Para César, Manu, Miriam y Nuria, de todo corazón


No he podido cogerles en mis brazos. No me he atrevido. Solamente les miro, en silencio, absorto ante el milagro vulgar de la vida que se repite millones de veces, cada minuto en cualquier lugar del destino. Sólo me atrevo a mirarles. Les veo acurrucados en sus sueños, en la tozudez de la inconsciencia feliz, del recuerdo aún reciente, casi caliente del útero materno en el que la eternidad era cierta hasta que la vida -inexorable- empujó y les mostró el aire, un resplandor hiriente, el sonido de su propia voz gritando la denuncia del canje fraudulento de una existencia amniótica, plácida, por la piel tibia de las madres en donde encontrarán el alimento dulce que durante algunos meses atenuará la protesta de mis sobrinos recién nacidos.

No he podido cogerles. No me he atrevido. Solamente les miro en brazos de sus padres, felices, carne de su propia carne, inexpertos en la construcción del regazo que forman con los que ahora, y sólo a partir de ahora, empiezan a cumplir funciones inéditas como proteger la fragilidad de sus cuellos, acunar el hambre; calmar el dolor, la molestia de un estómago que se habitúa a la ausencia de ambrosías placenteras; calentar el frío, enfriar el calor, más hambre, el ruido, el silencio, la voz desconocida, el tacto extraño de una ropa, otra vez hambre y, por qué no, la protesta permanente, nunca escuchada, y jamás entendida, de la reivindicación de la vuelta al origen en donde todo era sensación porque no eran necesarios los sentidos.

Me muero de ganas de cogerles, pero no me atrevo. A esta distancia de la cuna, mientras percibo bajo la franela de la mantita la respiración acelerada, tan rápida como el paso de la vida, les dibujo futuros en segundos, de manera que en ese breve espacio de intimidad puede que les haya hecho vivir cinco vidas completas y plenas todas y cada una de ellas. Por eso me gusta pensar que en la calma de su sueño recogido, puro, de bebés felices, habrá algo en sus conciencias a punto de formarse que conectará con mis deseos, y en un tiempo próximo, cuando yo no sea más que piel avejentada y seca, Andreu y Jon creerán experimentar un déjà-vu sin saber, probablemente, que fui yo quien les soñó ese momento.

Vuelvo mañana

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Fantasía orteguiana


Un sencillo programa informático que no llega a ocupar más que unos pocos gramos de memoria -porque ahora la memoria se mide en gramos, o en kilos, o en medias libras, como cuando era crío y las mañanas de domingos madrileños mamá me daba unos maravedís con que comprar los churros del desayuno- un sencillo programa informático, decía, es capaz de hacer cosas asombrosas. Un buen amigo, hace pocos días, me mostró cómo con un poco de intuición o una mínima habilidad de usuario podemos llegar a ser capaces de unir tantas imágenes como queramos, de manera que el resultado sea una única imagen que las contenga a todas. Es decir, que podemos obtener con un par de leves movimientos índices la silueta, el aspecto, el retrato, la identidad de todo un grupo de individuos contenido en un único rostro. La fotografía que ilustra estas líneas es una muestra. Para obtenerla fueron necesarias 300 fotografías de universitarios que el perverso software emulsionó por orden mía, hasta dar lugar a un rostro amorfo, inexpresivo, y que visto a media noche, en el delirio del cuarto trago de absenta, podría provocar alucinaciones terroríficas, inquietantes visiones fantasmagóricas de súcubos no tan ingenuos como yo que detentan un poder extraordinario para manejar a quienes forman y no forman parte de la emulsión digital, para hacernos desaparecer o someternos a nuevas y desconocidas realidades que desde nuestra apacible tranquilidad navideño-burguesa ni siquiera somos incapaces de imaginar.

Mientras observaba detenidamente el resultado de mi experimento pensaba en el rostro real del estudiante universitario español, en sus inquietudes, en las expectativas con que se duerme cada noche; la ilusión de despertarse temprano; tomar café caliente mientras desea que llegue la primera clase, y la siguiente, y el disfrute del pequeño descanso en la cafetería, o entre pasillos, en el que compartir con los compañeros la excitación, la duda, el inicio de un debate que se interrumpirá con fastidio cuando llegue el siguiente profesor que será capaz de darle vuelta a las mentes y proponer un nuevo reto intelectual, un tema inesperado que compartirá con sus pupilos y que dará respuesta a la discusión anterior o abrirá nuevas dudas, más preguntas que hacerse cuando la clase termine. Entonces, en la soledad del estudio, cuando el estudiante universitario español repase la materia dada, se establecerán miles de contactos en la red, facebook no dará a basto y el fin de semana se originarán centenares de reuniones en casas particulares, en residencias, en pisos compartidos, en cafeterías, sobre la hierba de parques públicos, en bares cutres y humeantes... para discutir teorías termodinámicas, la ética de la tecnología, la autoría del Lazarillo o la vigencia de Marx y San Agustín. Y cuando el estudiante se acerque al final de su formación, con la valentía que proporciona la seguridad del conocimiento atesorado, en la ebullición de la fuerza emergente que sale a la vida, imaginará un mundo nuevo, diferente, y creerá firmemente en que él debe ser el protagonista y que tiene el deber y la facultad de actuar para transformar.

Pero la imagen es tozuda. Ahora mismo, quien pierde el tiempo leyendo estas cuatro líneas, no puede dejar de mirarla, porque es hipnótica. Porque a fuerza de buscar en ella una identidad individual no se obtiene más que el desesperante resultado de un espectro categórico que ha absorbido para cancelarlas, miradas lúcidas e inquietas, bocas ávidas de palabras, y pieles limpias de futuros. ¡Cómo hubiese disfrutado Don José Ortega y Gasset con la informática!

Vuelvo mañana

miércoles, 16 de diciembre de 2009

MI viejo par de botas


Probablemente este sea el último invierno en el que camine con mis viejas botas rojas, mis viejas botas coloradas, del color de las tejas, puntiagudas, con cremallera interior. Son un par de botas únicas que compré al darme cuenta de que para caminar nuevamente por este mundo sin llamar demasiado la atención tenía que deshacerme de las que calzaba en el momento de mi nueva carnalidad: me costó deshacerme de ellas, porque las llevaba puestas cuando me encontró mi criado estirado sobre el suelo, al poco de descerrajarme el cráneo, y sentía como si estuviese traicionando el recuerdo de mi muerte.

Muchos días las limpio y las mimo. Otros días me gustan sucias, llenas de polvo. Si llueve, disfruto pisando los charcos, y me las ingenio para pasar por donde no hay asfalto. Entonces, al llegar a casa, me gusta quitármelas y ver el barro pegado a los talones, la tierra seca alrededor de la suela, y la marca de humedad que deja el agua de lluvia en la piel. Ya están muy rozadas, sobre todo por la parte exterior del empeine y por el ángulo de la puntera, de manera que cuando les doy betún y las froto a conciencia, surgen reflejos, texturas y matices que no podía ver cuando las compré nuevas. Aquel día no podía pensar que podría llegar tan lejos. Recuerdo que al verlas las quise porque no se parecían a ningún otro par de botas, ni por el color ni por la forma.

Ayer, después de mil caminos, pensé en dejarlas, porque ya me hacen daño. Han perdido el suelo que sustenta el pie y se me clava el esqueleto de pequeñas vigas que se ensambla a la suela y al tacón, y ya no puedo andar con ellas. Me puse a limpiarlas como quien acaricia la crin a un caballo anciano, o como quien ofrece sobre el lomo del perro fiel, que vemos morir en paz sin aullar su lamento, el calor de la mano agradecida.

Lo que no pienso hacer de ninguna manera con mi viejo par de botas rojas es meterlas en una bolsa negra con cuerdas y lanzarla como si tal cosa al contenedor. Ni hablar. Sería tanto así como negar y borrar la huella que se habrá quedado fijada en alguna vereda, o eliminar todos los pasos que he dado en mi tercera vida, de los que no es posible encontrar marca alguna sobre la tierra, a no ser que invoque mis recuerdos y en los caminos de la memoria se hayan grabado para siempre, como el rastro fósil de un dinosaurio, las formas triangulares de mis pisadas, con una ligera hondonada hacia el interior que incrimina mi andar patizambo.

Creo que intentaré aguantar con ellas un invierno más. Aguantaré el dolor, o quizá las lleve de nuevo al zapatero, y le pediré un trasplante; buscaré entre el montón oscuro de calzado muerto que se pudre a su espalda y encontraré la pieza que se ajuste a mi horma, y entonces le exigiré que haga algo. Le mostraré, le probaré que todavía hay alguna posibilidad. Aunque no me voy a hacer muchas ilusiones. Mejor me hago a la idea, y las doy por perdidas. Mañana será el último día. Mañana todavía me calzaré mis viejas botas rojas, del color de las tejas, puntiagudas, con cremallera interior, y después será como caminar con zancos, a golpes, alzado torpemente sobre del camino, sin polvo que cubra la piel, hasta que encuentre otro par singular que honore su memoria y vuelvan a dejar la huella de mi paso.

Vuelvo mañana

domingo, 13 de diciembre de 2009

Antonio Machado y las masas


Nosotros no pretenderíamos nunca educar a las masas. A las masas que las parta un rayo. Nos dirigimos al hombre, que es lo único que nos interesa; al hombre en todos los sentidos de la palabra: al hombre in genere y al hombre individual, al hombre esencial y al hombre empíricamente dado en circunstancias de lugar y de tiempo, sin excluir al animal humano en sus relaciones con la naturaleza. Pero el hombre masa no existe para nosotros. Aunque el concepto de masa pueda explicarse adecuadamente a cuanto alcanza a volumen y materia, no sirve para ayudarnos a definir al hombre, porque esa noción físicomatemática no contiene un átomo de humanidad. Perdonad que os diga cosas de tan marcada perogrullez. En nuestros días hay que decirlo todo. Porque aquellos mismos que defienden a las aglomeraciones humanas frente a sus más abominables explotadores, han recogido el concepto de masa para convertirlo en categoría social, ética, y aún estética. Y esto es francamente absurdo. Imaginad lo que podría ser una pedagogía para las masas. ¡La educación del niño-masa! Ella sería, en verdad, la pedagogía del mismo Herodes, algo monstruoso.”

Antonio Machado: 'Juan de Mairena. Sentencias y donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo'. 1936

Antonio Machado y las masas


Nosotros no pretenderíamos nunca educar a las masas. A las masas que las parta un rayo. Nos dirigimos al hombre, que es lo único que nos interesa; al hombre en todos los sentidos de la palabra: al hombre in genere y al hombre individual, al hombre esencial y al hombre empíricamente dado en circunstancias de lugar y de tiempo, sin excluir al animal humano en sus relaciones con la naturaleza. Pero el hombre masa no existe para nosotros. Aunque el concepto de masa pueda explicarse adecuadamente a cuanto alcanza a volumen y materia, no sirve para ayudarnos a definir al hombre, porque esa noción físicomatemática no contiene un átomo de humanidad. Perdonad que os diga cosas de tan marcada perogrullez. En nuestros días hay que decirlo todo. Porque aquellos mismos que defienden a las aglomeraciones humanas frente a sus más abominables explotadores, han recogido el concepto de masa para convertirlo en categoría social, ética, y aún estética. Y esto es francamente absurdo. Imaginad lo que podría ser una pedagogía para las masas. ¡La educación del niño-masa! Ella sería, en verdad, la pedagogía del mismo Herodes, algo monstruoso.”

Antonio Machado: 'Juan de Mairena. Sentencias y donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo'. 1936

jueves, 10 de diciembre de 2009

Falta menos de 1 día


Falta menos de 1 día


El dia 13 de diciembre Antonio Machado recita y habla en la red.
Decenas de blogs españoles y latinoamericanos se han adherido.
Si te apetece, súmate a la iniciativa.


Copia en tu blog un poema o un texto de Antonio Machado, o escribe sobre él, el día 13 diciembre.
Consigamos una jornada machadiana masiva.


Porque sí, sin conmemoraciones, sin aniversarios, por la obra literaria y el legado ético de Antonio Machado


Falta menos de 1 día

viernes, 4 de diciembre de 2009

En el bar


Qué gustito tomar una copa en un bar lleno de humo, y de ruido, de gente que sale y que entra, que se busca, toma cerveza, se habla y, en un momento, por una palabra mal dicha, por una frase mal entendida ya nunca más se dirán nada y nunca entrarán ni se volverán a encontrar en el mismo bar a no ser que el destino les coincida nuevamente y entonces se mirarán de soslayo, se evitaran, simularan no haberse visto y mientras apuran los vasos y fuman -no porque les apetezca fumar, sino solamente para mirar por dónde se cuela o cómo se disuelve en niebla el humo que expiran y evitar así mirar hacia el lugar prohibido- rememoran el momento de la ruptura y entonces uno de los dos, o quizá los dos, se dan cuenta, en los rincones respectivos de sus memorias que, en realidad, todo fue una tontería porque apenas pueden cada uno de ellos recordar el contenido de la palabra dicha, maldita, la frase disparada con odio, irónica, cínica, a gritos o golpeando con el puño y la mano sobre la barra, aporreando la lanza del paraguas sobre el suelo al mismo tiempo que profirieron insultos hirientes, reproches guardados como cartas viejas que contienen debilidades, errores, cuentas pendientes depositadas a plazo fijo hasta que llega el momento de cobrar en metálico los intereses del rencor justo cuando el camarero vacía el cenicero, porque no dejaban de fumar en el mismo probable cenicero en el que ahora cae la ceniza como tiempo quemado, estéril, y aunque se saben cerca, casi mesa con mesa, siguen sin mirarse y sin recordar si en verdad aquella discusión tuvo razón de ser o hay un tercero, o tercera que nunca aparecerá por el bar, el cual, la cual, habló con ambos, en privado, por separado, y les explicó versiones diferentes y encontradas del mismo asunto para congraciarse, para sentirse el centro de algo en lo que ni siquiera intervino, para ser cómplice, cerciorarse de que su palabra vale algo, significa algo, genera consecuencias, para ser querido, o querida, y en el momento del gesto de dolor, de la expresión amarga, de la mirada baja, humedecida por la rabia y la tristeza, él o ella posaría la mano sobre el hombro y prometería afecto, compañía, ayuda, llámame cuando lo necesites, a la hora que quieras salgo y voy a verte, lo mismo, exactamente lo mismo que hizo con el otro o con la otra, aunque es probable que el tercero, que jamás entrará en el bar donde ahora me tomo tan a gustito el segundo whisky mientras leo, o leía, sencillamente el tercero es malo o mala, perverso, y disfruta en el juego efectivo de la cizaña y la difamación en el que hay perdedores perpetuos porque jamás recuperan la inocencia o el honor, los cuales, por mucho que digan tertulianos y sabihondos no son previos a nada y para defenderlos hacemos lo que sea, dar la razón, reconocer veracidad en palabras que nos brindan, agravios sin contrastar a los que damos pábulo porque -y sólo porque- tenemos unas ganas tremendas de creer, de confiar en terceros (Yagos eficaces, eficientes) de caer en el conflicto que les separó, que les mantiene meses después separados a tres metros de distancia en el mismo bar en el que rompieron, cada uno con su copa, jugando con el extremo ardiente del cigarrillo sobre el cenicero a la manera de un bolígrafo con el que trazan extraños polígonos, estrellas mágicas, signos esotéricos entre la ceniza, como grabados efímeros deshechos en el instante en el que un amago de lucidez les ha empujado a levantarse, caminar tres pasos e invitarle a la próxima copa, qué bebes, me siento, siéntate si quieres, cómo andas, bien, podría ser el inicio de la conversación, de la reconciliación, que acabaría con tres o cuatro botellas sobre la mesa, unas risotadas, quizá una cena rápida, o bien opípara, el camino de vuelta a casa, aliviados, ligeros, sin el peso del resentimiento y la certeza de que todo aquello seguramente fue una tontería, una soberana estupidez, aunque lo que hacen ambos es dar un trago, encender el décimo cigarrillo y grabar otro extraño signo en el cenicero justo cuando ya no quiero beber más, recojo los bártulos, le pago a la camarera y salgo con la congoja de su futuro a cuestas, que me empuja a volver después de haber caminado unos metros, suficientes como para darles tiempo a desaparecer y no saber nada más de ellos, porque ya no podré estar a gustito en ese bar, leyendo, escribiendo, bebiendo y fumando mientras la gente sale, y entra, se habla y en un momento, por una palabra mal dicha, por una frase mal entendida nunca más se dirán nada.

Vuelvo mañana

La imagen es un dibujo a tinta que se titula Var-paraiso. Procede de http://pescador72.blogspot.com propiedad de un artista chileno del cual, lo único que sé es la dirección de su blog. Con su permiso