miércoles, 30 de noviembre de 2011

Todas las veces





“-Cuando venga por segunda o por tercera vez, apenas sentirá ya el sofoco”




“El Proceso”. Franz Kafka





Todas las veces que he podido gritar y no he gritado.
Todas las veces que no he podido gritar y, aún así, debería haber gritado.

Cada oportunidad que he tenido de expresarme libremente y no lo he hecho.
Cada oportunidad en la que no he podido expresarme libremente y no he reclamado, ni he exigido, ni me he rebelado contra la prohibición de expresarme libremente.

Siempre que supe de una injusticia y di gracias porque no era yo quien la sufría. Siempre que conocí víctimas de injusticias, y cambié de acera o de conversación.

Cada vez que otros salieron a las calles y yo me quedé en casa.
Cada vez que otros salieron a las calles, por mí, y por otros que, como yo, se quedaron en casa, y juzgué, todas esas veces, a los que salieron a las calles por mí.

Todas la huelgas que no he hecho, para que las hagan otros, por si no consiguen el objetivo, y así yo no perdía ni medio euro.
Todas las huelgas que no he hecho, para que las hagan otros, por si consiguen el objetivo. Así, aunque yo no arriesgué nada, también me beneficié.



Todas las ocasiones en las que no he ido a votar.
Todas las ocasiones en la que he ido a votar, y he votado a conciencia, sabiendo que el partido al que voto representa los intereses de quienes van a hacer lo posible para que yo y mis hijos, y los hijos de mis hijos, y los hijos de mis hermanos, vivan peor, porque mi desgracia es su fortuna.
Todas las ocasiones en las que he podido convencer a otros para vayan a votar y no sólo no lo he hecho, sino que les he convencido de que lo realmente provechoso, lo inteligente, lo sofisticado, lo útil, es no votar.

Todos los instantes en los que he encogido los hombros cuando he sabido de alguien a quien han despedido y he dicho “la cosa está así”.
Todos los instantes en los que, además de encogerme de hombros y pensar, o decir “la cosa está así” cuando he sabido de alguien a quien han despedido, además he cruzado los dedos, y después he dicho “de momento, yo tengo trabajo”.

La suma de estas y otras decisiones similares que he tomado a lo largo de mi vida ha propiciado una serie de consecuencias que la van a cambiar, la van a empeorar, para mí y para los míos, para mis hijos, y para los hijos de mis hijos, porque ya nada va a ser lo mismo. La vida de todos va ser más esclava, más pobre, mezquina, sojuzgada, sometida, peligrosa, violenta, insalubre, insostenible, enferma, insolidaria.

Y para entonces -que es mañana- este texto será dos cosas: una profecía sin demasiado mérito y un descargo de conciencia inútil.

jueves, 24 de noviembre de 2011

El mito y la furia (IV)

(Viene de aquí)

No escribí esto en el hotel de Bilbao en el que me alojé. Lo escribo ahora, en la distancia de los días que separan el presente de aquel viaje. Y más allá del espacio de los años, que se abre igual que una gigantesca boca, por donde se han precipitado, uno tras otro, todos los mitos que he sido capaz de construir, los bocados ansiosos que he ido comiendo del plato de mi vida y que me han provocado esta larga y pesada digestión.

El cuerpo me pide ahora seguir hablando de Bilbao, continuar andando como un sonámbulo por el camino que marca el relato de mis quimeras. Pero voy a ser fuerte, voy a imponerme, y voy a sujetar la historia. Dijo una vez Vila-Matas que el escritor que permite que se despendolen sus personajes y sus historias es un pusilánime. Yo no soy escritor, y tampoco he creado personaje alguno digno de serlo. Pero como si lo fuese, como si lo hubiese, porque al fin y al cabo lo que hago aquí es escribir y, a la postre, soy el personaje que recuerda y, al mismo tiempo, que protagoniza mis recuerdos para transmitir un puñado de frustraciones que han jalonado mi vida y que - quiera yo o no quiera, independientemente de mi voluntad- continuaran condicionando la experiencia de cada unos de los días que me quedan por ver.

En cualquier caso, pongo en práctica el consejo de Don Enrique (ya tiene una edad). Puedo volver en otro momento sobre Bilbao y sobre mis mitos asociados, porque retengo en la memoria, de la misma manera que me posee mi piel, la furia que sentí y que tuve buen cuidado de no expresar al pasear por las calles de uno de los pueblos de la margen izquierda de la ría.

De ahí que, ahora mismo, lo mejor que puedo hacer es explicar que a la mañana siguiente a mi llegada tenía que estar en la Universidad del País Vasco, en el campus de Leioa. Nos recogió a todo el grupo un autobús a las puertas del hotel. Era muy temprano. Tomé asiento y no pasaron ni cinco minutos cuando empecé a sentir una dulce modorra, ese momento en el que uno volvería sobre sus pasos porque llega a la conclusión de que donde de verdad se está bien es, calentito, acurrucado en la cama. Hice esfuerzos por no quedarme dormido. La mañana prometía un sol radiante y podría ver la ciudad con todo detalle y en todo su esplendor. Apoyé la cara contra el cristal y entre el sopor del madrugón, el frescor del cristal, el destino al que nos dirigíamos y mi disposición natural a dejarme llevar por las sensaciones, me sobrevino lentamente un estado de semiinconsciencia que a menudo suelo experimentar y que me permite aparentar que estoy en un lugar cuando en realidad me encuentro en otro. Es decir, que quien está junto a mí o a mi alrededor puede percibir objetivamente mi presencia física. Es más, si me saluda incluso soy capaz de responder. Sin embargo, todo mi ser, la esencia completa de mi persona y la energía que la sostiene y que la hace funcionar se encuentra lejos, tan lejos como la distancia desde el lugar en cuestión al rincón más remoto que alguien pueda imaginar. Y por ahí, seguramente, en esos desplazamientos súbitos a las zonas más apartadas de mi mente, se cuelan las ideas y las imágenes que configuran la convicción de que todo lo que veo, toco y vivo debe ser perfecto, ideal, o, como mínimo, debe de tener su correspondencia simétrica con la sombra del prototipo proyectada en la cueva de los mitos.


Cuando somos todavía unos críos esto sucede siempre así. Quiero decir que la realidad que vivíamos a diario nunca entraba en conflicto con nuestros sueños y por eso no sufríamos más frustración que la estrictamente material, cuando por ejemplo, se nos negaba algo que queríamos poseer a toda costa. Yo, al menos, era capaz de separar las fantasías de la vida. Es más, por lo general consideraba que la realidad ya era perfecta, o sea, que encajaba como mi mano en un guante a lo que tenía que ser, entre otras cosas porque no conocía más que la que yo vivía. Mi madre me bañaba dentro de un barreño de cinc sobre la mesa destartalada de la cocina con agua calentada en una olla, y para mí aquello era el baño, además del momento único en el que se mezclaban el sonido metálico del agua, las indicaciones de mamá, el olor del jabón barato y el vapor que emanaba de las lentejas cociéndose muy despacio en el fogón. Después tuvimos cuarto de baño, pero aún así no me parecía que el sistema anterior fuese peor, aunque tampoco echaba de menos el barreño en la cocina. Es decir, que las cosas eran de una manera porque no podían ser de otra, y eso, a edad temprana, inmuniza y genera anticuerpos.

Pero lo mejor de todo es que eso era así no porque nos educasen para que así lo viésemos, o porque vivimos tiempos sin comodidades, con carencias que ahora nos parecerían propias del subdesarrollo, sino porque ese punto de vista sobre la realidad, desprovisto de cualquier idealización, se corresponde con la infancia y, curiosamente, es un enfoque mucho más maduro que el que vamos adquiriendo a medida que crecemos, cuando el deseo se acrecienta, cuando vamos configurando nuestras expectativas sobre lo que tiene que darnos el mundo, sobre lo que debería ser la vida y entonces, ¡ay entonces!, pocas cosas son como queremos que sean.

Mientras me dirigía al campus universitario de Leoia, recordardaba, por ejemplo, mis primeros años de colegio, mis primeras experiencias en la educación. No tengo memoria de haberlas vivido con expectación. Quizá con incertidumbre y un poco de miedo. Mi madre me dejaba allí todos los días, junto a más niños, todos vestidos igual, con una bata de rayas apretadas azules y blancas que nos llegaba a las rodillas. Nos la ajustábamos a la cintura con un cordón y a mí, al principio, me parecía que nos habían puesto faldas. Mi nombre, y el de todos los demás, estaba bordado en un bolsillo a la altura del pecho, en el lado izquierdo. Mamá me dejaba en la puerta, me daba un beso y me decía que me portase bien, y a continuación ya estaba allí dentro, sin ella, una criatura en el interior un microcosmos aislado en el que convivían centenares de criaturas más, dentro de un lugar que se regía con otras reglas, donde todo olía diferente, todo sonaba distinto; un espacio cerrado al mundo exterior en el que el cariño, el amor y el amparo se tornaban en disciplina, obligación y custodia.

La cosa es que todos aceptábamos con una madurez extraña y con muy pocas explicaciones -que seguramente no entendíamos- aquella situación, y asumíamos que la mayor parte del día la teníamos que pasar allí para memorizar operaciones matemáticas, para aprender que una serie de signos dispuestos en pequeños grupos significaban todo lo que veíamos. Es decir, que estábamos allí, sin saberlo, para descubrir el mundo de la mano de unos señores mayores con cara de limón y, desgraciadamente, debido a esa especie de juicio innato que la edad temprana nos proporciona, no tuvimos la oportunidad de construir el colegio ideal porque el colegio era aquello, y sabíamos que no podía ser otra cosa. Por eso creo que nuestra naturaleza nos escamotea una de las enseñanzas más importantes que deberíamos aprender cuando somos unos niños: que existen los mitos, que los creamos nosotros y que cuando certificamos que no se corresponden con la realidad, entonces lo pasamos mal. Esas lecciones las aprendemos con la edad, maldita sea, como la que aprendí a los dos primeros meses de estudiar en la universidad que - parece ser- aproveché igual que la que dio Don Enrique a quien quisiera escucharle. Prometo intentar poner en vereda esta historia.

(Continua aquí)

jueves, 17 de noviembre de 2011

El mito y la furia (III)


(Viene de aquí)

Cuando el avión aterrizó en Sondika faltaban unas pocas horas para la media noche. Un taxi me desplazó desde el aeropuerto hasta el centro. El taxista apenas abrió la boca. Así es que lo único que escuchaba era la voz radiofónica que narraba el partido de fútbol entre el Athlético de Bilbao y otro equipo europeo. El énfasis de la narración se mezclaba con el sonido del vehículo sobre el asfalto mojado, atravesando pueblos y barrios obreros. Me daba la sensación de que el taxi, en vez de rodar, se deslizaba sobre una humedad antigua. De hecho, al oír exclusivamente el sonsonete del locutor y el ruido del coche, me invadió la certeza de que me estaba internando clandestinamente en un lugar al que nadie me había llamado, porque lo que veía a través del cristal era una ciudad desierta.

Además, las farolas iluminaban la noche
de una manera agónica ; vertían sobre las fachadas de los edificios una luz cerúlea, tan tenue que parecía como si de un momento a otro se fuesen a apagar. De modo que todo en su conjunto ofrecía una atmósfera de irrealidad gris, de ensueño en claroscuros salpicados por la diagonal de las líneas delgadas del sirimiri que caía constantemente. Al contraluz, la lluvia parecía detenida en el aire, como si aquellas finísimas gotas de agua con forma de acento se quedasen levitando para transferir a la piel de los vascos la música tan peculiar con la que hablan.

En muchas calles por las que pasaba, sobre el dintel de los bares, vi banderas rojiblancas, pero no vi ikurriñas. Me atreví a preguntarle al taxista el porqué de las banderas y me explicó con gran sobriedad (y claridad meridiana) que los bares de Bilbao que ofrecen en su televisión el partido del Athlètic , izan sobre sus puertas una bandera del club como señal de que en aquel lugar se puede ver. Aquel hombre no tenía ni la más remota idea de que dándome aquella explicación acababa de abortar mi imagen particular de Bilbao, nuevamente mítica, porque, aunque a priori la había confirmado, después de aquella respuesta la ciudad dejó de ser, por ejemplo, el color del hierro cubriéndolo todo; el olor a soldadura, a viruta de acero y a taladrina; el trasiego de hombres yendo y viniendo, cabizbajos, de sus casas a los altos hornos, a los astilleros, a las pequeñas herrerías, antes y después de que se pusiese el sol, vestidos con el mismo mono azul con el que yo me vestí en mi primera madrugada laboral, cuando se derrumbó como una torre sobre el barro uno de mis primeros mitos.

De manera que la razón por la cual la ciudad parecía desierta no era otra que el partido de fútbol, que sus habitantes estaban viendo entre zuritos, vinos i txakolís. Es decir, que los bilbaínos no transitaban durante aquellas horas por puro placer. Ya quedan lejanas las jornadas interminables, la insalubridad del aire, la suciedad del suelo, el miedo a la algarada o el sonido inquietante de unos pasos en la espalda. Las calles de Bilbao habían decidido, por fin, tomar la merecida venganza a tiempos cercanos y en la conciencia de su soberanía ejercían su derecho a la soledad plácida de la noche, al menos hasta que el partido finalizase. Entonces, nuevamente, y durante unos instantes, todo sería bullicio y tránsito libre, para dejar paso al descanso en el hogar de cada cual, como en cualquier otra ciudad de ciudadanos emancipados.

Finalmente, después de casi media hora de trayecto, llegué al hotel. Estaba situado en la margen derecha del paseo que bordea la ría. Si caminaba a la izquierda llegaba en pocos minutos al Ayuntamiento y al casco viejo; si caminaba hacia la derecha, llegaba al museo Guggenheim, cruzando previamente la ría por alguno de sus puentes. Es decir, que estaba en un lugar inmejorable. De modo que, aunque la hora y la meteorología no invitaban al paseo, decidí dejar la maleta y salir a dar una vuelta, a respirar la humedad de la ría, a proyectar mi sombra contra la luz mustia y a dejarme empapar por el agua perseverante que cae a menudo sobre Bilbao, igual que si fuese una enseñanza, el ejemplo que casi a diario ofrece aquel cielo con el que muestra a sus mujeres y a sus hombres las virtudes del tesón.

Escogí el camino que llevaba al Guggenheim. Caminé despacio, siguiendo la dirección del agua hacia el mar. El silencio y la soledad eran abrumadores. Tanto era así que en aquellos precisos momentos creí por un instante estar solo en el mundo; que la presencia de la humanidad en la tierra se limitaba a mi persona. Nadie se cruzó conmigo; tampoco vi a nadie al otro lado de la ría. Sobre ella se reflejaban turbias las fachadas, o más bien su reflejo amarillento, un espejismo trémulo de ventanas y piedra que parecía escaparse por entre la corriente ligera. Hasta que llegué al museo. Entonces me detuve, porque el espectáculo era, de verdad, sobrecogedor. Creo que quien haya visto en una noche de sirimiri ese edificio proyectando sobre la ría sus reflejos coloreados de titanio entenderá lo que digo y discutirá, igual que lo haría yo, con cualquiera que le acusase de exagerado, de haberse contagiado de la costumbre de los bilbaínos por engrandecer hasta el paroxismo todo lo suyo. No. Definitivamente: aquello era real, y nada tenía nada que ver con mito alguno.

Allí estuve mojándome media hora larga. Sin embargo, no tenía frío. El agua me resbalaba por la cara y a veces sacaba la lengua y bebía gotas sorprendidas que me debieron provocar una especie de efecto alucinógeno porque en algún momento creí que el edificio se había transformado en un ser vivo, en un ser mitológico que dormitaba con un ojo abierto y respiraba plácido, inflando y desinflando su panza plateada. Y también pensé que ya volvía a las andadas, que lo mejor para ahuyentar la tentación era caminar otro poco y buscar vino y refugio en un bar. Así lo hice, aunque finalmente no logré deshacerme de la idea de que aquella obra de arte había actuado sobre la ciudad como un dios que, gracias a su divina voluntad, hubiese cambiado para siempre a los hombres; un dios que, con la sola disposición de su presencia, hubiese abierto las puertas al mundo para que cientos de miles de personas supiesen de las bondades y de las virtudes de los habitantes de aquella tierra.

El partido ya había acabado. Las calles parecían resucitar. En el bar algunos parroquianos todavía discutían si el entrenador había tomado las mejores decisiones. Creo recordar que hubo empate, sin goles, y que el Athlètic jugó mal.



(Continua aquí)

jueves, 10 de noviembre de 2011

El mito y la furia (II)

(Viene de aquí)

Así, entre vapores tóxicos y pintura, igual que actúa el disolvente sobre el esmalte acrílico, a mí se me disolvió el mito del mundo laboral, uno de los primeros que yo recuerde haber construido, si exceptúo, claro, el que surgió de la visión o de la imaginación de la calidez mullida de la entrepierna de una profesora de catalán que a la hora del recreo se sentaba sobre su falda corta, de una manera poco adecuada, en el patio del colegio de curas donde me enseñaron que el trabajo dignifica. Ésta, sin embargo, (la calidez mullida de la entrepierna de la profesora de catalán) es una cuestión que nunca pude comprobar y permanece intacta en el archivo de mis evocaciones privadas. Lo que sí puedo certificar es el derrumbe, a las primeras de cambio, de la ilusión que amparé durante los años en que formaba mi visión de la realidad, sobre la solidaridad laboral, la conciencia de clase y un futuro próximo de justicia social que llegaría, más pronto que tarde, de la mano de la lucha proletaria.

Sea como fuere, la cuestión es que debido a la necesidad de dinero con el que costearme el carnet de conducir y mi primer equipo estereofónico, aquel fue el primer año que no dispuse de todo el verano para pasarlo en el pueblo del que emigraron mis padres. Y fue también uno de los peores años de la época del plomo, en la que la organización terrorista ETA mataba casi a diario. En ese pueblo de la sierra burgalesa al que, todavía hoy, procuro escaparme unos días, yo formaba parte de una cuadrilla numerosa de jóvenes, hijos, también, de padres emigrantes. Muchos de ellos habían nacido y se habían criado en pueblos y ciudades de Euskadi.

Lo digo ahora porque a mí, particularmente, (no sé si a alguien más le ocurría) me llamaba poderosamente la atención, y casi diría que envidiaba, la pasión con la que todos ellos hablaban de lo que vivían en sus lugares de procedencia. Lo explicaban de tal manera que todo lo que hacía referencia a sus vidas allí, en los pueblos del País Vasco, poseía para mí una categoría extraordinariamente superior en relación a mis experiencias en Catalunya, las cuales, en comparación a aquéllas, se tornaban aburridas, vulgares, poco dignas de haber sido vividas, por mucho que a mí, en el momento de experimentarlas, me hubiesen parecido únicas.

Quizá, al escuchar a mis amigos, inconscientemente yo desplegaba detrás del relato de su cotidianidad el telón de fondo de una situación de violencia cuya narración nos llegaba a diario a través de los medios de comunicación, y en la que a menudo, a la hora de interpretarla, se perdía de vista quién sufría a quién, aunque ellos explicasen siempre y casi exclusivamente las actividades normales de cualquier joven de la época.

Por otro lado, no hacía ni 10 años de la muerte del dictador, y todavía flotaba cierto sentimiento que justificaba el uso de las armas para conseguir el fin de la dictadura y, por extensión, la liberación de un pueblo supuestamente oprimido. Por eso, no era fácil discernir hasta qué punto todo aquello era una locura sin sentido que no llevaba más que al dolor. De ahí que resultase sencillo dibujar de un solo trazo las siluetas del opresor y del oprimido, y la visión plana de sus movimientos, de un extremo al otro, sin matices, como si éstas se desenvolviesen dentro del espacio reducido que acoge una representación de teatro negro.

De manera que mi cabeza, posiblemente en complicidad con mi corazón, realizaba un curioso ejercicio de imaginación y de transposición de las vidas cotidianas de mis amigos y las encajaba en un escenario de lucha épica por la libertad, donde los héroes de una resistencia numantina se mezclaban entre ellos, entre sus quehaceres y sus costumbres habituales, muy similares a las mías, para constatar con su presencia el sacrificio al que se entregaban en aras de una arcadia no muy lejana. Así es que, sin haber pisado jamás aquella tierra, yo me montaba mi película y el resultado era la mitificación de todo lo que tuviese que ver con lo vasco.

Me gustaba su bandera, y su himno, que aprendí escuchando a mis amigos en el pueblo; me gustaban los grupos musicales que cantaban en euskera, una lengua heroica, en la que decía algunas palabras y algunas frases muy cortas. Sabía los nombres de las embarcaciones que competían en las traineras e incluso alguno de los cánticos de sus seguidores. Conocía las fechas de las fiestas más importantes, sus costumbres, las leyendas. Se me despertaba la gula con los platos de su gastronomía. Me emocionaban los partidos de pelota en el frontón y me quedaba embobado viendo bailar un aurresku… Además, igual que nos suele ocurrir a los españoles con los latinoamericanos, me fascinaba el énfasis del acento vasco, la musicalidad singular, ese tono tan peculiar de exageración continua de vocales abiertas y de sílabas llanas, con el que parecen discutir constantemente de cualquier tema con una pasión desaforada a través de palabras que suenan a montaña antigua, a herrería, a hogaza de pan y a vino compartido.

Con el paso de los años mis viajes al pueblo se espaciaron mucho en el tiempo y poco a poco fui perdiendo el contacto con la cuadrilla. Sin embargo seguía con auténtico interés todo lo que tuviese que ver con lo vasco. Leía siempre que podía a sus novelistas y cualquier cosa que hablase de su historia o del llamado conflicto. Recuerdo, por ejemplo, una novela que por entonces me impresionó mucho, porque narraba las interioridades y las motivaciones de los componentes de un comando terrorista. Creo que ganó el premio Planeta. Si no me falla la memoria la escribió Cristóbal Zaragoza; se titulaba “Y Dios en la última playa”. Años después surgió la figura de Bernardo Atxaga, del que he leído cada libro que ha escrito. También leí con gran interés “El bucle melancólico” el ensayo del poeta e intelectual Jon Juaristi (de extraña y exótica trayectoria), componente del comando que mató a Meliton Manzanas, considerado la primera víctima planificada de ETA. He leído al joven Kirmen Uribe y, por supuesto, he podido disfrutar durante la última década con cada uno de los libros que ha escrito y ha reeditado mi admirado Ramiro Pinilla, quien, curiosamente, multiplicando el mito de los orígenes legendarios de Euskadi, lo deconstruye y lo desmiente, casi diría que con mayor efectividad de lo que lo hizo Juaristi.

A pesar de todo, después del tiempo, y de lo que ha llovido, ni si quiera los libros de Pinilla han sido capaces de derrumbar mi mitomanía vasca. Más bien, todo lo contrario. ‘La Higuera’, ‘Las ciegas hormigas’, ‘Los cuentos’, y sobre todo la monumental obra maestra ‘Verdes valles, colinas rojas’ acrecentaron el afecto irracional e inexplicable que siento hacia esa tierra en la que, paradójicamente, he estado no más de tres veces. La última, el año pasado. Por exigencias laborales, viajé a Bilbao y aprovechando la circunstancia me llegué hasta Portugalete a visitar a un par de amigos que formaban parte de aquella, también, mítica cuadrilla de mi adolescencia.

(Continua aquí)

jueves, 3 de noviembre de 2011

El mito y la furia (I)

Definir a estas alturas qué es el mito sería tanto como escribir sobre una sábana blanca, en grandes letras negras, la palabra “tontos”, y salir con ella a la plaza a la hora de los vinos. A la vuelta de un minuto se habría dictado el edicto de mi exilio. Sin embargo, a mi no me vendría nada mal recordar un par de cosas al respecto, porque desde que tengo uso de razón tiendo a prescindir de ella cuando, al echar un vistazo a la realidad, siento la necesidad de explicármela.

Quiero decir que para que yo eleve algo o alguien a los altares no hace falta más que mi soberana voluntad y el convencimiento irracional de que la cosa lo merece. Así de arbitraria es mi mirada sobre el mundo. Así soy de proclive a magnificar y a beatificar con la santificación de mis simpatías a personas o colectivos víctimas de injusticias, toda la gama de malditos y malditismos, artistas olvidados, tierras legendarias, guerrilleros traicionados, científicos incomprendidos, muertos precoces, actrices voluptuosas, actores feos, minorías oprimidas, filántropos millonarios… y recuerdos olvidados, tan lejanos, que al evocarlos surgen nuevas realidades que distan mucho de parecerse a lo que de verdad ocurrió.

Es tan veleidoso, subjetivo y quimérico mi juicio ante lo que me rodea que a menudo sufro grandes batacazos. Me doy unas hostias de padre y muy señor mío, de las que casi nunca salgo bien parado y durante un tiempo me sumen en un desencanto irrecuperable, hasta que de repente algo substituye al mito caído, y ya todo vuelve a ser igual de emocionante. Los que me conocen y me quieren me ha llegado a decir, para ver si espabilo, que soy carne de secta.

Recuerdo, por ejemplo, el día en que por primera vez pisé una fábrica. Apenas había estrenado mi mayoría de edad. Me contrataron como peón durante los tres meses de verano y trabajaba en el turno de mañana, de 6 a 2 . La empresa que me contrató producía y vendía pinturas, barnices y disolventes y era una de la media docena de factorías situadas en el entramado urbano del pueblo en el que nací, al norte del cinturón industrial barcelonés. En aquellos años las fábricas todavía señalaban el final y el inicio de los turnos a través de una potente sirena que sonaba igual que la alarma de un bombardeo aéreo, de manera que durante un cuarto de hora, dos veces al día, todo en la ciudad era ruido y trasiego de obreros en las calles.

Aquellos eran tiempos de lucha. El primer gobierno del PSOE puso en marcha una salvaje reconversión industrial y los sindicatos todavía se llamaban así mismos de clase. Yo, por entonces, empezaba acceder a la historia contemporánea sin censuras, de la mano de profesores más o menos rojos, y me había formado cierta conciencia. Auspicié en mi pensamiento la idea de que el proletariado, por el hecho de serlo, era víctima de la patronal, o de lo que entonces empezaba a llamarse del sistema. Por supuesto, un obrero, en compañía de otros, suponía una fuerza imparable, y la solidaridad entre ellos era tal, que un día no demasiado lejano las cadenas de la opresión se romperían y todos unidos caminaríamos abrazados, hombro con hombro, para ver nacer un hombre nuevo.

De modo que la noche antes al primer día en que pisé aquella fábrica no pegué ojo. Iba a ingresar en la Historia con mayúsculas; iba a ser protagonista, junto a otros camaradas, de la lucha por la libertad. Experimentaría el compañerismo sin reservas, la generosidad franca y la amistad imperecedera, hasta la muerte.

Así que cuando el despertador señaló las 5 de la mañana yo ya estaba vestido. Al calzarme el mono azul sentí algo extraño. Envolví en papel de aluminio el bocadillo que mi madre me había preparado y salí a la noche de camino a la fábrica, recordando las palabras que me había dicho mi padre poco antes de acostarme: “No te destaques hijo. Allí, ver, oír y callar; hazme caso, sé de lo que hablo”.

Al llegar encontré en la entrada a unos cuantos trabajadores que apuraban el cigarrillo. Me di cuenta de que sólo yo vestía con aquella ropa. Dije buenos días y nadie me respondió: algún soslayo desdeñoso, mofas indiferentes y risitas enredadas en toses.

Me presenté al portero. Después de consultar una lista me indicó cómo llegar hasta el lugar al que tenía que dirigirme y el nombre de la persona a la que debía de presentarme. Así lo hice. A excepción de las palabras justas con las que acaté las órdenes del encargado, me pasé las ocho horas de mi turno casi sin hablar con nadie. Mi trabajo consistía en vaciar dentro de una tolva miles de botes de pintura defectuosos que se apilaban en una gigantesca plataforma. Tenía que pincharlos con un punzón de hierro, apuñalarlos, y desangrar su contenido de colores en el interior del depósito donde poco a poco crecía el volumen de una sopa espesa, maloliente; un caldo acrílico de verdes, rojos, amarillos, malvas y blancos sumamente tóxico, y en apariencia, extraordinariamente luminoso, de una viveza sicodélica. Hubo un momento en que necesité ayuda para mover la gavia donde lanzaba los botes ya desangrados, pero todo al que se lo pedí esquivó la petición. Finalmente pude hacerlo porque me ayudó otro imberbe.

La jornada completa permitía 20 minutos de descanso para comer el bocadillo y un par de escapadas a los lavabos donde, aprovechando la adicción al tabaco del jefe de producción, la plantilla se escaqueaba para fumar en horas alternas y convenidas. Encerrado dentro de unos de los cubiles dispuestos en línea que contenían los retretes, fumando bajo aquella niebla pestilente de humo y efluvios diversos, pude escuchar en todas y cada una de las jornadas durante aquellos tres meses, conversaciones muy edificantes cuyos contenidos consistían, básicamente, en delaciones y difamaciones sobre trabajos sin hacer o mal ejecutados, halagos, peloteos, insultos, intercambios de turno, sobornos, el fútbol, las tetas de las compañeras, y cosas así. Las puertas de los retretes eran testimonios vivos de esos debates. En ellas se veía dibujado a rotulador un amplio muestrario de genitales conceptistas, y se podían leer, por ejemplo, frases como “Gomez hijoputa” “la Pepi la chupa gratis en el almazen” “Capdevila te voi a meter un pote de aguaras por el culo” “Prats lameculos pelota chivato”, “casiguapo se tira a la madre del Cuenca” “Yepaculs será el teu avi, cabró de merda” “tengo diarrea y guele a chupatintas” etc.

Algo parecido ocurría en los minutos del bocadillo, pero más atenuado, quizá porque nos veíamos las caras sentados a la mesa del comedor, aunque ese lapso de tiempo se invertía, sobre todo, en despotricar de cualquier empleado con alguna cota de poder. No tardé mucho en comprobar que los que ponían más empeño en soliviantarnos con sus chismes eran los mismos que hacían misteriosos apartes con los encargados en los rincones menos transitados de la factoría y, curiosamente, los que ocupaban los puestos menos insalubres o realizaban las tareas más livianas. Después estábamos todos los demás, los pipiolos, y la gran masa de compañeros, trabajando, cumpliendo religiosamente con la hoja de producción del día sin olvidar, ni por un segundo, mantener a buen recaudo las espaldas.

(Continua aquí)