lunes, 27 de abril de 2009

Postales del siglo XXI


Cuando miramos al horizonte, hacia la cordillera de montañas que hemos visto desde que nacemos, si el día es claro, el viento sopla fuerte y hay poca humedad, podemos intuir verdes y marrones, claros y oscuros, zonas rocosas, boscosas o peladas; pero la mayor parte de días predomina el contorno que las da forma y que nos las hace familiares a diario, como un telón de fondo de la existencia. Porque a menudo esas montañas las vemos azuladas, o grises, sin más matiz que el color que se recorta bajo el cielo que nos escamotea la verdad. Alguna vez cogemos el coche y viajamos de excursión al mismo lugar que vemos desde lejos y, al acercarnos o al llegar, tardamos poco en darnos cuenta de que lo que ahora tenemos frente a nuestras narices es un espacio diferente; que el pico inhiesto y orgulloso que apunta a las nubes a lo lejos es, en realidad, un lugar agreste, pardo, repleto de dificultades, accidentes y, a veces, sucio, calcinado o invadido por promotores inmobiliarios y chalecitos de tranquilidad dominguera.

Los campos en primavera son también producto de la ilusión. Al verlos desde la ventanilla del tren, por ejemplo, nos dan ganas de activar la palanca de emergencia y detener el convoy, apearnos presurosos y sin tomar otra precaución que la de no caer de bruces, ansiamos precipitarnos sobre el verde tupido, y lanzarnos sobre el trigo que crece como si se tratase de un mullido lecho natural, aromático, iluminado por el sol primaveral; todo amenizado por el gorjeo de los pájaros. Nos imaginamos ser, por momentos, unos felices y dichosos san franciscos del siglo XXI que gozan de la hospitalidad idílica de la naturaleza imaginada a nuestra imagen y comodidad. Pero la realidad es que el campo verde y tupido tiene poco de hospitalario. Caminar entre la hierba que crece y que pronto será trigo, es tortuoso; los pies sufren; al mínimo descuido se produce la fractura de un tobillo y, si la primavera ha sido lluviosa, daremos el tercer, el cuarto y sucesivos pasos con serias dificultades debido al peso del barro de la tierra fértil que se nos ha acoplado al calzado. Por no mencionar el riesgo de recibir una perdigonada del amo del terreno, de un cazador de perdices o, incluso, la mordedura de una serpiente.


El avión es un cómplice formidable de la ilusión natural. Volando entre mares de nubes a menudo el viajero divisa el mar a miles de metros hacia abajo y no lo percibe como una inmensa masa de agua salada, helada, seguramente convulsa y salvaje. Tendemos a creer desde la altura del vuelo que el océano es el lugar de la calma chicha perpetua en el que sirenas y marineros mantienen apasionados romances mecidos al compás de suaves olas amantísimas. Incluso, en casos extremos de ilusión compulsiva, alguien puede llegar a pensar que el agua que fluye allá abajo, el agua que ocupa casi el planeta entero es, en su totalidad, dulce; un agua amistosa, adaptada al mundo que diariamente nos dan de beber.

La nieve es otro fenómeno ilusorio ejemplar. Símbolo y motivo navideño que nos evoca momentos de paz y armonía hogareña al calor del fuego y de la fraternidad familiar. Es muy occidental la percepción bella de un paisaje nevado, de manera que nos olvidamos de que la nieve es tremendamente fría, que moja, y que al caer y depositarse se convierte en hielo. Algunos padres le dicen a sus niños, incluso, que la nieve tiene sabor a nata o a algodón de azúcar. Pero la verdad es que la nieve es uno de los elementos atmosféricos más adversos que existen, de los que originan más muertes. O que vivir entre nieves, a diario, es una gesta heroica, y que pocos pueblos han desarrollado la capacidad de perpetuar su raza en el medio helado y hostil de la nieve. Pero para nosotros la nieve es navidad y esquí, y si no hay la fabricamos. La nieve es una bonita postal aséptica de ocio, o incluso, un motivo poético con el que suspender ilusamente el drama inevitable de la muerte. Robert Walser murió sobre la nieve. Murió solo. Yació horas, sobre la nieve fría, hasta que le encontraron. Murió, y ya.

Así es que acostumbrados como estamos a percibir ilusiones, a no querer acercarnos a la realidad, a ver las cosas desde lejos, o en la superficie, sin querer adentrarnos en el campo cultivado, zambullirnos en el agua salada, enfriarnos las manos desnudas con la nieve helada, les hemos facilitado a quienes dirigen nuestras vidas la gran coartada. Un día nos despertaremos y nuestra apacible vida de burgueses bien criados será sacudida por nuestra propia naturaleza desbocada, por lo peor de nosotros mismos. En Italia ya ha empezado. En pleno siglo XXI, en Europa, un partido fascista, de ascendencia Mussoliana, gobierna gracias a la postal de la democracia, lejana, azulada, recortada sobre el cielo, y ya controla el aparato legislativo. “Alternativa Social” es la nueva marca de Alianza Nazional con la que los herederos de Mussolini y el partido de Berlusconi han creado la coalición llamada “La Casa de la Libertad” . Es la sublimación superlativa de la mendacidad del leguaje, el engaño impune sin pudor. Y cuando esto ocurre y no se produce la rebelión, es que estamos perdidos, encerrados en nuestros pisitos, a salvo, mirando la realidad a través del cristal, convencidos de que nada ni nadie nos va a dañar.

Ahora veo a lo lejos como el sol se esconde sobre el mar. Es hermoso. El agua y el cielo se han teñido de colores. Unas nubes púrpura que rasgan el horizonte anuncian viento.

Vuelvo mañana

domingo, 19 de abril de 2009

Mio Che

Dolores Oliver, veterana doctora en Filología Hispánica, afirma que el Cantar del Mio Cid lo escribió un poeta árabe. En su libro recien publicado “El Cantral del Mío Cid, génesis y autoría árabe” la estudiosa arabista se ha atrevido a apuntar como autor del famoso cantar de gesta al poeta y jurista Abu al-Waqqashi, quien lo escribiría allá por el año 1095, y no en 1207 como hasta ahora se dicta en todas las universidades y colegios de España. Dolores Oliver afirma que las virtudes del coraje, la generosidad, la mesura y la inteligencia de que hace gala el Cid eran propias de los héroes de una sociedad avanzada como la árabe que se instaló en la península, y no de los guerreros castellanos. Y que el cantar no lo pudo componer un juglar europeo, porque eran analfabetos. Aunque Don Ramón Menéndez Pidal contaba con menos medios y menos pruebas de las que cuenta ahora la doctora Oliver, gran parte de la comunidad académica ha desdeñado la tesis de esta última. El legado de Don Ramón Menéndez Pidal impera. Desde que el poder le utilizó para la Santa Cruzada del siglo XX, Don Ramon mantiene a salvo su herencia iconográficia imperial a través de la Historia. Es lo que se llama crear una marca de larga vida, bien posicionada, y a salvo de interferencias subversivas.

Hoy no quería hablar del Mio Cid, ni de las polémicas que suscita 1.000 años después de su creación. Yo quería hablar de otro héroe. Pero se me atravesó por medio la noticia sobre este intento (mucho me temo que vano) de desenmascarar una de las trampas históricas del marketing patrio, y no pude resistir la tentación de dejarme llevar. Y ya que me dejo llevar, lo hago con todas las consecuencias, siguiendo la estela y el precepto musulmán, sin la ayuda de la imagen, de la fotografía de rigor; tan sólo con el peso y la fuerza que sea capaz de darle a la palabra. Sin el soporte de la escayola, del santo, de la imagen, de la efigie. Sin Coca Cola, ni espejos labrados, ni Camarón, ni camisetas, pegatinas, ni macizos colgantes de oro, ni llaveros de feria. Escapando de Warhol, del pop, de Marilyn, de Kenedy, de las noticas de Agosto, de efemérides repetitivas. Lejos de las viejas paredes ilustradas con posters del 68 en las que ahora se cobijan, hacinados, quienes más le necesitan, bajo las que follaron como conejos, sin amor, en busca del orgasmo libertario, los que ocupan ahora consejerías delegadas, direcciones financieras, oeneges verdes, cátedras universitarias, ministerios, consejerías, tertulias radiofónicas, columnas globales y andropausias postmodernas.

Dijo el poeta José Ángel Valente que las sociedades totalitarias no son sociedades creadoras, sino sociedades reproductoras que intentan perpetuarse indefinidamente. Dice también el poeta que toda palabra es [en las sociedades totalitarias], por su propia naturaleza, voz de la subversión, palabra clandestina. Para poder aplicarnos el cuento, falta saber si sabemos, o queremos saber, en qué tipo de sociedad vivimos, totalitaria o creadora. Y falta saber si aceptamos que la realidad surge de la palabra o, si por el contario, nos creemos que es con la realidad con la que se construyen las palabras. Porque el truco a través del siglo pasado siglo ha consistido en escoger los signos más energéticos, los símbolos con más potencia expansiva para vehicularlos, desactivarlos, o neutralizarlos, y adaptarlos a esa función reproductora de la que hablaba el poeta, de manera que se nos ofrecen realidades impuestas, digeribles y sabrosas.

El otro día veía en el silencio de la noche primaveral la película “Diarios de una motocicleta”, en la que se recrea el viaje que realizó con solo 22 años, y justo cuando el siglo XX llegaba a su ecuador, Ernesto Guevara Serna, en compañía de su amigo Alberto Granados. Guevara y Granados recorrieron durante dos años toda América Latina viendo y viviendo con los más humildes todo tipo de injusticias y calamidades. Su viaje no es el de dos universitarios Erasmus, con tarjeta inter raíl. Este es un viaje iniciático vital, en el que los dos argentinos son protagonistas, por propia voluntad, de la misma experiencia de la supervivencia con que día a día se enfrentan los desheredados de la tierra. El suyo es un recorrido hacia el compromiso, hacia la aventura por la vida, lejos de las aulas universitarias que ocuparon como miembros privilegiados de cierta clase media pudiente. La película contiene un sinfín de virtudes, pero a mi parecer, hay una por encima de todas: muestra, enseña, explica, cómo germinó y se construyó una de las almas más generosas, valientes y luminosas que en el mundo han sido; la fertilidad de un espíritu inquieto, puro, irrepetible en el que cayó, como el grano en la tierra, el grito ensordecedor de la injusticia.

Al finalizar la película pensé en los más jóvenes, y en los no tan jóvenes. Nos cuesta creer en la existencia de un hombre llamado Che Guevara que actuó como actuó a lo largo de su vida. Y no soy nada original si digo que, más allá de la figura histórica, hemos aceptado su imagen y la consumimos como un producto, como una de las más rentables creaciones, o transformaciones de los hechiceros de la tribu, que lo han convertido en el cachivache de la tómbola global, en el icono de la rebeldía plastificada que se compra en Carrefour. Lo que nos esconden, lo que nos amagan, lo que no queremos ver detrás del icono mendaz ,se puede resumir con esta frase que pronunció quien en buen ora cinxió espada: “Una revolución es el más sublime acto de amor que un hombre puede realizar. Sin amor no puede haber revolución”. Ernesto Guevara Serna, el de la barba florida, es el nombre del hombre que nos hace cobardes, nos señala y nos envejece.

Vuelvo mañana

martes, 14 de abril de 2009

Anselm Kiefer frente al Castillo de Bellver


El año en que yo publiqué mi primer Pobrecito Hablador, Gaspar Melchor de Jovellanos publicó, póstumamente, su descripción del Castillo de Bellver, lugar donde estuvo preso durante casi diez años. Con esta obra -según explican los estudiosos desde hace décadas- se inicia el Romanticismo en España porque, para ellos, Don Gaspar la escribió en 1805, durante su presidio. Parece que el objetivo de la crítica histórica es hacerse venir bien las fechas, (como casi siempre), y no podía ser menos en el caso del Romanticismo: es necesario que todo cuadre con lo que ocurrió en Europa. De cualquier modo el calendario es tozudo y esta obra no vio la luz hasta 1832. Así es que va resultar que no tuvimos Romanticismo, o que empezó más tarde y que si lo tuvimos, fue gracias a que por amor me pegué un tiro.

Me acordé del pobre ilustrado Gaspar de Jovellanos y de sus últimos 14 años de vida perra, realmente romántica, hace tan solo unas semanas, cuando visité la ciudad de Palma. Uno de los objetivos de mi viaje era recorrer los famosos jardines del Castillo de Bellver y ver desde allí el paisaje que describió Jovellanos, intuir por un momento el tono de la luz lunar frente al mar, las luces y las sombras filtrándose entre las ramas muertas del bosque esquilmado, las ruinas de los muros, la piedra destruida, el paisaje humano del alma desolada de quien aquello escribió en la soledad y la indignidad de una reclusión injusta e injustificada. Pero no llegué a verlo, no fui a visitarlo porque en el primer de los paseos que di por Palma topé con una exposición del pintor alemán Anselm Kiefer. Se mostraba parte de su obra en Es Baluard, una antigua fortificación militar del siglo XVI reconvertida recientemente en Museo de Arte Contemporáneo. Mientras hacía cola para sacar la entrada todavía tuve tiempo de dar un vistazo a Bellver y de imaginar por un momento a Jovellanos escribiendo febril, entre la tiniebla temblorosa de la llama que lo alumbraba, mojando incasable la pluma en el tintero y trazando en el papel prohibido las letras que inauguraban, sin que él pudiese saberlo, el movimiento Romántico en España.

Porque después de ver las monumentales pinturas de Anselm Kiefer ya no me quedaron fuerzas para rememorar más tragedias, para ponerme en el lugar de más almas atormentadas. Ver los cuadros de la llamada colección Grothe de Kiefer es entrar en un territorio desolado, en lo más oscuro de la existencia, en lo más hondo de un alma subyugada por el drama que construyó y sufrió todo un pueblo (y quizás toda la civilización contemporánea). Los gigantescos cuadros de Kiefer someten al espectador, lo absorben, lo apabullan, lo transportan hacia un horizonte calcinado, magnético, sin posibilidad de escape a través de caminos flanqueados por bosques alineados de troncos muertos, plantados a la intemperie de un cielo ocupado por nubes de óxido sin otra opción para quien camine bajo ellas que la de pensar en el final definitivo. Pero además, hay en estos cuadros un lamento de conciencia, quiero decir, un grito último de expiación de culpa invocado hacia un dios inclemente que ha abandonado el espacio del hombre, y que parece haberlo arrojado, irremisiblemente, en manos de las potencias colosales del mal absoluto. Por momentos, viendo toda esa muestra de desconsuelo vital me acordaba de “La Carretera”, la última novela de Cormac McArty, aunque Kiefer va más allá, porque no ofrece salida alguna hacia el perdón, hacia la esperanza, como se puede ver en el cuadro titulado “Copus Negrus”, en el que el pintor coloca en el centro de un espacio apocalíptico un libro abrasado que parece indicar el camino a ninguna parte, porque el conocimiento y la razón han sido aniquilados . O como en el titulado “La Sangre Celestial de Jacob”, alegoría sacra del sacrificio vano, ejemplo de la desolación más allá de donde llega la vista. Y también en “Viaje al final de la noche”, en el que una flota de barcos de guerra flotan a la deriva, como animales en descomposición, en un mar de óxido y fuego . (Neoexpresionismo es la etiqueta con la que encuadran los críticos a este artista.)

Hay dentro de esta colección una serie que llama mucho la atención. Kiefer la ha titulado “La vida secreta de las plantas”. En ella ha construido un enorme mapa galáctico a base de ramas muertas interpuestas entre sí que se conectan de lienzo a lienzo. Infinitas manchas de un blanco óseo, pálido e impuro salpican la vasta superficie del espacio donde el autor bautiza o señala sus puntos más diminutos con números y letras como para dar nombre a toda una cosmología de muerte. Signos de la cábala, letras del alfabeto hebreo, cifras indescifrables, todo un universo estelar, planetario y mistérico en clave que debe tener su resolución, solamente, en el alma torturada de Anselm Kiefer.

Al salir des Baluard el sol brillaba en lo más alto y el horizonte se abría limpio a través del mar. Respiré profundamente y tragué a bocanadas desesperadas todo el esplendor mediterráneo que fui capaz de abarcar con mis sentidos. Al cabo de unos minutos, al otear el horizonte, di de nuevo con el Castillo de Bellver y pensé una vez más en Jovellanos, en su alma atormentada, en la razón aniquilada, perseguido por propios y extraños, envuelto en guerras y traiciones, ciudadano de un país desangrado a golpe de bayoneta. También pensé en Goya, en sus monstruos, el paisaje de otra alma torturada, y en nosotros, románticos enfadados con la tierra entera, con dios y con los hombres. Y me pregunté qué hubiese sido de nosotros de haber conocido, ni que fuese de oídas, los horrores del siglo XX, la terrorífica sofisticación destructiva de la que somos capaces y con la que podemos arrasar en un respiro toda la historia conocida. Me fue imposible ir hacia Bellver.

Vuelvo mañana

martes, 7 de abril de 2009

El Café de las Niñas


Me siento al lado de una niña que acompañaba a su padre. O quizá era el padre quien acompañaba a la niña. En el escenario la representación de una taberna: “El Café de las Niñas”, título con el que se anunciaba el espectáculo que entro a ver. Un rótulo luminoso con el mismo nombre preside la escena, en la que se han dispuesto dos mesas, sillas y taburetes, y la barra del bar. Seis hombres jóvenes juegan a cartas, beben cerveza y vino, fuman incesantemente y aparentan charlar amigablemente de sus cosas. En la barra de la taberna el camarero habla animadamente con una muchacha que también bebe y fuma y cuyo rostro no vemos porque está de espaldas. Tras la barra, estanterías con licores y dos guitarras españolas cuelgan como esperando que alguien le saque alguna nota. Al ladito de las guitarras, un reloj de péndulo marca la hora y desde una radio antigua se oye la música flamenca que emite alguna emisora. Flota una nube de humo. Llega hasta la platea el olor de vino manzanilla, ducados y tabaco rubio de liar, el único lazo que une a los espectadores con lo que vemos entre candilejas. A más de uno de los que han pagado entrada le gustaría estar en el escenario. A mí no me importaría.

El público continúa entrando al teatro mientras en “El Café de las Niñas” la vida transcurre ajena a los comentarios de la gente que espera algún indicio de espectáculo. De repente me da por pensar que la realidad de la taberna y nuestra realidad en el patio de butacas conviven en un mismo espacio, y me acuerdo de Borges. La niña que se sienta a mi lado está inquieta. No deja de moverse y de preguntarle al padre intrascendencias. Es tarde y seguramente debería estar en casa, en su camita, durmiendo al abrigo de su lámpara de luz azul con estrellitas. La música de la radio se diluye, se funde en el murmullo del público y poco a poco se hace el silencio. La luz de platea se apaga. Algunos de los jóvenes que beben en la taberna se levantan de sus sillas y se despiden amistosamente. La despedida no se oye, sólo les vemos mover los labios y las manos. Ahora quedan dos muchachos, la muchacha y el camarero. Los dos chicos se levantan, descuelgan las guitarras, vuelven a la mesa y puntean algunas notas sueltas, limpias, como preludios sin continuidad, sin final, apuntes que atraen a la muchacha y al camarero. Ya podemos verle la cara, viva, joven, llena de energía; ojos grandes, pelo largo y oscuro, y de repente su voz por encima de todo el espacio, unida a la nota de la guitarra tan solo hilvanada. Ha sido de una belleza breve, fugaz, casi cruel, porque al poco, al pronunciar el último quejío agudo dado a la luz de los candiles que alumbran el bar, la muchacha se despide de sus amigos de “El Café de las Niñas” en compañía del otro guitarrista. El camarero se levanta y barre el suelo, coloca las sillas sobre las mesas y va apagando luces calmosamente mientras de la última guitarra surge un sonido que parece de tránsito y despedida, lento, dulce, como una nana que esa noche tuviese la función, casi la obligación, de ponerle fin a la realidad. El camarero apaga la última luz. El escenario queda a oscuras. La taberna ha cumplido una jornada más. Entre bambalinas se oye el estruendo metálico de la persiana. Después silencio.

Me revuelvo en la butaca, inquieto, expectante, como casi todo el público, y en el acomodo veo que la niña que se sentaba a mi lado ahora está sentada sobre el regazo de papá. Duerme plácidamente con la cabecita inclinada ligeramente hacia la derecha, descansando sobre el ritmo lento de la respiración del padre. Y entonces un haz de luz se abre de nuevo en el escenario y de la luz nace una voz rasgada, en una nota aguda, imposible, un lamento o una llamada, un grito o el llanto del nacimiento, el de la mujer que canta, verbo y carne en la fantasía de un nuevo espacio que , aunque es el mismo, se transforma a medida que van apareciendo los que antes parecían parroquianos noctámbulos convertidos ahora en músicos fantásticos, artistas del otro lado que surgen después de las doce, en la hora bruja, y encarnan la promesa de unas horas que, antes del cierre, siempre acaban ahogadas en vino, tabaco y risas.

En un instante todo es música, el “café de las niñas” es ahora un espacio mágico, repleto de ritmos, de cante, de duende, de voz. Un territorio al que aquí abajo no tenemos acceso más que como espectadores de un suceso extraordinario, porque lo que sucede más allá de la primera fila no está hecho para nosotros, sucede para goce y disfrute de los artistas que cambian su posición en el escenario, que se guiñan cómplices, se cantan, bailan, giran como derviches sobre el mundo, tocan, como si de verdad fuesen los habitantes míticos de una taberna imaginada. El sentir que nos invade proviene de una mezcla de placeres sonoros, fusiones de sonidos antiguos y eléctricos, del duende y del ritmo, la palma y la piel del cajón, la ebullición de la sangre, un reconocernos como humanos al escuchar de nuevo el sonido extraviado de la tribu con el que viajamos a través de los tiempos, con el que nos hemos explicado nuestros lamentos y nuestras alegrías. Y también, la certidumbre de la conciencia de ser testigos de algo que solo está produciendo en esos instantes y que jamás podremos volver a experimentar, a ver, a oír, a sentir. ( “No bebo pa olvidar / bebo pa sentir que sigo vivo / y borrar el camino / que me obligó el destino / a andar sin ti”. ¡Dolores, cómo no recordarte, siempre presente, hasta en la voz quejumbrosa, bella, y doliente que se alza sobre la noche en una taberna de sueños!. )

No recuerdo el tiempo que pasamos un centenar de personas viendo y escuchando a aquellos maravillosos artistas. Pero sí recuerdo con toda claridad como, finalizada la que sería la última canción, sonó tirano el gong del reloj de péndulo que marcaba las horas del bar y, entonces, “El Café de las Niñas” quedó a oscuras, los músicos quietos, y en el aire, como una expiración, la nota insolente del reloj que se perdía entre las tablas. Luces, olés, aplausos: ya todo era verdad, en pie el público, reverencias de los músicos, satisfechos, y mi tristeza de estúpido romántico que no acepta el final de una mentira irrepetible.

A mi lado la niña había despertado. Miraba con ojos muy abiertos a su padre, como miran los niños al despertar en un lugar que no es su cama y de un sueño que no es su sueño. Después me miró a mí, y también a los músicos. Parecía no sorprenderse de nada, parecía ser la dueña del tiempo que transcurrió desde que el estruendo metálico de la persiana cerró la cotidianeidad de nuestras vidas para abrirnos e invitarnos a entrar en el lugar donde se produjo la ensoñación del arte. Me gusta creer que yo también fui parte del sueño en el dormir de la niña; que ella nos soñó a todos.

Vuelvo mañana
Estéis donde estéis, si veis en cualquier rincón de España carteles anunciando el espectáculo del grupo D’Callaos titulado “El Café de las Niñas”, comprad una entrada, no lo vais a olvidar nunca.

miércoles, 1 de abril de 2009

La tercera cuestión universitaria

La historia de la educación universitaria en España se puede resumir con este breve chascarrillo:
-Años 40-50: el profesor entra en el aula y dice “buenos días”. Los alumnos, puestos de inmediato en pie, contestan ” buenos días señor profesor”
-Años 60-80: el profesor, entra en el anfiteatro y dice “buenos días”. Varios alumnos, de inmediato, contestan: “eso habrá que discutirlo”
-Años 90- hasta nuestros días: el profesor, la profesora, entra en el aula y dice “buenos días”. Todos los alumnos, de inmediato, escriben en sus libretas de apuntes: “buenos días”

Durante todos estos años (de hecho habría que decir durante todos estos siglos) la vida en las universidades españolas ha transcurrido de la siguiente manera. El estudiante aventajado captado para la causa universitaria, después de pasar la travesía de años bajo el ala protectora del mentor catedrático de turno, después de vencer toda serie de humillaciones, trabajos forzados, plagios y otras gracias, consigue su plaza de funcionario. Durante el primer año prepara las clases con pasión, aprovechando, a menudo, los mismos materiales que elaboró para concursar en las oposiciones. Si ha tenido la suerte de caer en un departamento activo y ha entrado en un grupo bien posicionado, empezará a probar las mieles (hieles) de la investigación, de los viajes, de los congresos, del compadreo internacional, empresarial y editorial. También se verá envuelto, nada más entrar, en guerras, confabulaciones, peleas, y conspiraciones intestinas al más puro estilo de la Roma Imperial, de manera que el trabajo docente irá quedando en segundo término y durante años y años, cursos y cursos, el profesor o profesora universitario impartirá sus clases sin cambiar una coma de los materiales originales con los que inició su prometedora carrera académica. Así es que generaciones y generaciones de estudiantes, separados por décadas, se forman exactamente con la misma materia de estudio, sin poder acceder a los cambios y las novedades que se producen en el conocimiento de cualquier disciplina. Solamente cuando se produce un cambio en los planes de estudio se abre alguna posibilidad de que esto ocurra. Otrosí: si el profesor o profesora en cuestión se embarca en aventuras políticas dentro de la universidad, el colectivo de estudiantes oirá y verá su nombre, sólo, en las campañas electorales.

En cuanto a la vida de un estudiante universitario, transcurre de la siguiente manera. La ilusión del primer día del primer curso es una sensación que nunca va a olvidar, entre otras cosas, porque jamás la va a volver a sentir. Al final del primer semestre, la gran mayoría ya sabe que el devenir de su vida universitaria se traduce en un cincuentena de asignaturas, impartidas por alguien que no tiene por qué coincidir con quien se prometía en la guía docente, y que ese alguien, sea el prometido o no, se va a limitar a recitar un texto o una serie de fórmulas, casi al dictado. También rezará para que , en el mejor de los casos, igual que le ocurrió en su educación secundaria, se encuentre con un alguien excepcional que posea dotes de comunicación oral, que le guste la docencia y que imparta la materia que le pertoque apasionadamente. Dado este esquema de formación unidireccional, en el que no se construyen las condiciones adecuadas para que se produzca una mínima comunicación entre enseñante y enseñado, el estudiante concluye y asume, al poco, que en el aula no se hacen preguntas, que no se discute, que no se sugiere, que no hay espacio para la creación colectiva, y que si se interviene es para averiguar qué preguntas caerán para examen, porque al fin y al cabo es lo único que interesa: aprobar y obtener un título.

Allá por el año 1826 inicié estudios de medicina en Valencia, que después proseguí en Madrid. En ambas universidades, la vida era exactamente la misma que ahora, y lo sé porque en esta, mi tercera vida, he vuelto a estudiar, y me he adaptado sin grandes problemas al sistema actual. (Como la experiencia es un grado, opté por preparar determinadas asignaturas en compañía de algunos compañeros en el bar. Y, lo juro, a excepción de algunas sesiones antológicas e inolvidables dentro de las aulas, y de muchas lecturas apasionantes, esos son los momentos que mejor provecho y recuerdo me han dejado.)

Por aquel entonces, con el siglo XIX caminando, Don Manuel Orovio ya despuntaba en el colegio como un elemento de cuidado. Orovio, conservador radical y próximo al sector más reaccionario de la Iglesia Católica, fue, entre otras cosas, 2 veces ministro de Fomento, responsable de la educación universitaria con los gobiernos de Narváez y de Cánovas y protagonista y causante de las famosas ‘cuestiones universitarias’ del siglo XIX , gracias a sendos decretos por los cuales neutralizaba cualquier mínimo cambio en el sistema universitario español.

Sea como sea, la imposibilidad de cualquier tipo de cambio fructífero en la universidad del país, cuajado en el tiempo, es ya histórica, y ahora volvemos a las andadas. Unos pocos estudiantes, talibanes de la contracultura perroflautista (en lengua pashtun ,taliban significa estudiante), hartos de la universidad que sufren durante sus 5,6,7... y hasta 10 años de vida académica, se han dejado manipular por amigos extrauniversitarios, por profesores y políticos de muy diverso signo e interés, para echar abajo el proceso de Bolonia, la única reforma universitaria que, desde hace mucho, demasiado tiempo, tiene alguna posibilidad de generar cambios en la universidad española. Un sector del profesorado, acostumbrado a su cómoda metodología, ni quiere oir hablar de cambiar de material docente cada semestre. Otro sector, cosecha Mayo del 68, pretende hacernos creer que, con Bolonia, la universidad pública se pone en manos de las empresas, cuando saben que la empresa hace años que aterrizó en la universidad de todos, y que si no es por las facturas en transferencia de tecnología o en ventas y colaboraciones editoriales, muy pocos podrían pagar la hipoteca de sus estupendas viviendas.

De modo que, por más que me rasco la cabeza en busca de alguna explicación racional que me responda por qué algunos estudiantes y profesores de la llamada izquierda progresista se opone al fin del aburrimiento, del adocenamiento, del discurso académico unidireccional, de la impartición del conocimiento anquilosado, del aislamiento profesional internacional y de la formación pública a lo largo de la vida, no consigo respuesta. Y, sólo después de las últimas algaradas, me arriesgo a esbozar mis cuentas particulares: decenas de banderas esteladas independentistas ha ondeado en la vanguardia de las manifestaciones . La asociación de estudiantes catalanes independentistas habla con voz solista en las llamadas asambleas de estudiante. Los rótulos de los locales del partido Iniciativa per Catalunya han sido pintados con la palabra “torturadors”, y al conseller Huguet (apodado por los periodistas como “el talibán”), responsable político de las universidades en Catalunya gracias a ERC, ni tocarlo.

Mirando bien el retrato de Orovio que encabeza este post, pienso en cómo el tiempo, la Historia y el destino une personas e ideas, por mucho que nos empeñemos en evitarlo, por mucho que nos creamos a salvo de parecernos algún día a aquellos a quienes siempre habíamos denostado.

Vuelvo mañana