martes, 14 de abril de 2009

Anselm Kiefer frente al Castillo de Bellver


El año en que yo publiqué mi primer Pobrecito Hablador, Gaspar Melchor de Jovellanos publicó, póstumamente, su descripción del Castillo de Bellver, lugar donde estuvo preso durante casi diez años. Con esta obra -según explican los estudiosos desde hace décadas- se inicia el Romanticismo en España porque, para ellos, Don Gaspar la escribió en 1805, durante su presidio. Parece que el objetivo de la crítica histórica es hacerse venir bien las fechas, (como casi siempre), y no podía ser menos en el caso del Romanticismo: es necesario que todo cuadre con lo que ocurrió en Europa. De cualquier modo el calendario es tozudo y esta obra no vio la luz hasta 1832. Así es que va resultar que no tuvimos Romanticismo, o que empezó más tarde y que si lo tuvimos, fue gracias a que por amor me pegué un tiro.

Me acordé del pobre ilustrado Gaspar de Jovellanos y de sus últimos 14 años de vida perra, realmente romántica, hace tan solo unas semanas, cuando visité la ciudad de Palma. Uno de los objetivos de mi viaje era recorrer los famosos jardines del Castillo de Bellver y ver desde allí el paisaje que describió Jovellanos, intuir por un momento el tono de la luz lunar frente al mar, las luces y las sombras filtrándose entre las ramas muertas del bosque esquilmado, las ruinas de los muros, la piedra destruida, el paisaje humano del alma desolada de quien aquello escribió en la soledad y la indignidad de una reclusión injusta e injustificada. Pero no llegué a verlo, no fui a visitarlo porque en el primer de los paseos que di por Palma topé con una exposición del pintor alemán Anselm Kiefer. Se mostraba parte de su obra en Es Baluard, una antigua fortificación militar del siglo XVI reconvertida recientemente en Museo de Arte Contemporáneo. Mientras hacía cola para sacar la entrada todavía tuve tiempo de dar un vistazo a Bellver y de imaginar por un momento a Jovellanos escribiendo febril, entre la tiniebla temblorosa de la llama que lo alumbraba, mojando incasable la pluma en el tintero y trazando en el papel prohibido las letras que inauguraban, sin que él pudiese saberlo, el movimiento Romántico en España.

Porque después de ver las monumentales pinturas de Anselm Kiefer ya no me quedaron fuerzas para rememorar más tragedias, para ponerme en el lugar de más almas atormentadas. Ver los cuadros de la llamada colección Grothe de Kiefer es entrar en un territorio desolado, en lo más oscuro de la existencia, en lo más hondo de un alma subyugada por el drama que construyó y sufrió todo un pueblo (y quizás toda la civilización contemporánea). Los gigantescos cuadros de Kiefer someten al espectador, lo absorben, lo apabullan, lo transportan hacia un horizonte calcinado, magnético, sin posibilidad de escape a través de caminos flanqueados por bosques alineados de troncos muertos, plantados a la intemperie de un cielo ocupado por nubes de óxido sin otra opción para quien camine bajo ellas que la de pensar en el final definitivo. Pero además, hay en estos cuadros un lamento de conciencia, quiero decir, un grito último de expiación de culpa invocado hacia un dios inclemente que ha abandonado el espacio del hombre, y que parece haberlo arrojado, irremisiblemente, en manos de las potencias colosales del mal absoluto. Por momentos, viendo toda esa muestra de desconsuelo vital me acordaba de “La Carretera”, la última novela de Cormac McArty, aunque Kiefer va más allá, porque no ofrece salida alguna hacia el perdón, hacia la esperanza, como se puede ver en el cuadro titulado “Copus Negrus”, en el que el pintor coloca en el centro de un espacio apocalíptico un libro abrasado que parece indicar el camino a ninguna parte, porque el conocimiento y la razón han sido aniquilados . O como en el titulado “La Sangre Celestial de Jacob”, alegoría sacra del sacrificio vano, ejemplo de la desolación más allá de donde llega la vista. Y también en “Viaje al final de la noche”, en el que una flota de barcos de guerra flotan a la deriva, como animales en descomposición, en un mar de óxido y fuego . (Neoexpresionismo es la etiqueta con la que encuadran los críticos a este artista.)

Hay dentro de esta colección una serie que llama mucho la atención. Kiefer la ha titulado “La vida secreta de las plantas”. En ella ha construido un enorme mapa galáctico a base de ramas muertas interpuestas entre sí que se conectan de lienzo a lienzo. Infinitas manchas de un blanco óseo, pálido e impuro salpican la vasta superficie del espacio donde el autor bautiza o señala sus puntos más diminutos con números y letras como para dar nombre a toda una cosmología de muerte. Signos de la cábala, letras del alfabeto hebreo, cifras indescifrables, todo un universo estelar, planetario y mistérico en clave que debe tener su resolución, solamente, en el alma torturada de Anselm Kiefer.

Al salir des Baluard el sol brillaba en lo más alto y el horizonte se abría limpio a través del mar. Respiré profundamente y tragué a bocanadas desesperadas todo el esplendor mediterráneo que fui capaz de abarcar con mis sentidos. Al cabo de unos minutos, al otear el horizonte, di de nuevo con el Castillo de Bellver y pensé una vez más en Jovellanos, en su alma atormentada, en la razón aniquilada, perseguido por propios y extraños, envuelto en guerras y traiciones, ciudadano de un país desangrado a golpe de bayoneta. También pensé en Goya, en sus monstruos, el paisaje de otra alma torturada, y en nosotros, románticos enfadados con la tierra entera, con dios y con los hombres. Y me pregunté qué hubiese sido de nosotros de haber conocido, ni que fuese de oídas, los horrores del siglo XX, la terrorífica sofisticación destructiva de la que somos capaces y con la que podemos arrasar en un respiro toda la historia conocida. Me fue imposible ir hacia Bellver.

Vuelvo mañana

1 comentario:

Anónimo dijo...

Coincidim!!!!!!!