Cuando miramos al horizonte, hacia la cordillera de montañas que hemos visto desde que nacemos, si el día es claro, el viento sopla fuerte y hay poca humedad, podemos intuir verdes y marrones, claros y oscuros, zonas rocosas, boscosas o peladas; pero la mayor parte de días predomina el contorno que las da forma y que nos las hace familiares a diario, como un telón de fondo de la existencia. Porque a menudo esas montañas las vemos azuladas, o grises, sin más matiz que el color que se recorta bajo el cielo que nos escamotea la verdad. Alguna vez cogemos el coche y viajamos de excursión al mismo lugar que vemos desde lejos y, al acercarnos o al llegar, tardamos poco en darnos cuenta de que lo que ahora tenemos frente a nuestras narices es un espacio diferente; que el pico inhiesto y orgulloso que apunta a las nubes a lo lejos es, en realidad, un lugar agreste, pardo, repleto de dificultades, accidentes y, a veces, sucio, calcinado o invadido por promotores inmobiliarios y chalecitos de tranquilidad dominguera.
Los campos en primavera son también producto de la ilusión. Al verlos desde la ventanilla del tren, por ejemplo, nos dan ganas de activar la palanca de emergencia y detener el convoy, apearnos presurosos y sin tomar otra precaución que la de no caer de bruces, ansiamos precipitarnos sobre el verde tupido, y lanzarnos sobre el trigo que crece como si se tratase de un mullido lecho natural, aromático, iluminado por el sol primaveral; todo amenizado por el gorjeo de los pájaros. Nos imaginamos ser, por momentos, unos felices y dichosos san franciscos del siglo XXI que gozan de la hospitalidad idílica de la naturaleza imaginada a nuestra imagen y comodidad. Pero la realidad es que el campo verde y tupido tiene poco de hospitalario. Caminar entre la hierba que crece y que pronto será trigo, es tortuoso; los pies sufren; al mínimo descuido se produce la fractura de un tobillo y, si la primavera ha sido lluviosa, daremos el tercer, el cuarto y sucesivos pasos con serias dificultades debido al peso del barro de la tierra fértil que se nos ha acoplado al calzado. Por no mencionar el riesgo de recibir una perdigonada del amo del terreno, de un cazador de perdices o, incluso, la mordedura de una serpiente.
El avión es un cómplice formidable de la ilusión natural. Volando entre mares de nubes a menudo el viajero divisa el mar a miles de metros hacia abajo y no lo percibe como una inmensa masa de agua salada, helada, seguramente convulsa y salvaje. Tendemos a creer desde la altura del vuelo que el océano es el lugar de la calma chicha perpetua en el que sirenas y marineros mantienen apasionados romances mecidos al compás de suaves olas amantísimas. Incluso, en casos extremos de ilusión compulsiva, alguien puede llegar a pensar que el agua que fluye allá abajo, el agua que ocupa casi el planeta entero es, en su totalidad, dulce; un agua amistosa, adaptada al mundo que diariamente nos dan de beber.
La nieve es otro fenómeno ilusorio ejemplar. Símbolo y motivo navideño que nos evoca momentos de paz y armonía hogareña al calor del fuego y de la fraternidad familiar. Es muy occidental la percepción bella de un paisaje nevado, de manera que nos olvidamos de que la nieve es tremendamente fría, que moja, y que al caer y depositarse se convierte en hielo. Algunos padres le dicen a sus niños, incluso, que la nieve tiene sabor a nata o a algodón de azúcar. Pero la verdad es que la nieve es uno de los elementos atmosféricos más adversos que existen, de los que originan más muertes. O que vivir entre nieves, a diario, es una gesta heroica, y que pocos pueblos han desarrollado la capacidad de perpetuar su raza en el medio helado y hostil de la nieve. Pero para nosotros la nieve es navidad y esquí, y si no hay la fabricamos. La nieve es una bonita postal aséptica de ocio, o incluso, un motivo poético con el que suspender ilusamente el drama inevitable de la muerte. Robert Walser murió sobre la nieve. Murió solo. Yació horas, sobre la nieve fría, hasta que le encontraron. Murió, y ya.
Así es que acostumbrados como estamos a percibir ilusiones, a no querer acercarnos a la realidad, a ver las cosas desde lejos, o en la superficie, sin querer adentrarnos en el campo cultivado, zambullirnos en el agua salada, enfriarnos las manos desnudas con la nieve helada, les hemos facilitado a quienes dirigen nuestras vidas la gran coartada. Un día nos despertaremos y nuestra apacible vida de burgueses bien criados será sacudida por nuestra propia naturaleza desbocada, por lo peor de nosotros mismos. En Italia ya ha empezado. En pleno siglo XXI, en Europa, un partido fascista, de ascendencia Mussoliana, gobierna gracias a la postal de la democracia, lejana, azulada, recortada sobre el cielo, y ya controla el aparato legislativo. “Alternativa Social” es la nueva marca de Alianza Nazional con la que los herederos de Mussolini y el partido de Berlusconi han creado la coalición llamada “La Casa de la Libertad” . Es la sublimación superlativa de la mendacidad del leguaje, el engaño impune sin pudor. Y cuando esto ocurre y no se produce la rebelión, es que estamos perdidos, encerrados en nuestros pisitos, a salvo, mirando la realidad a través del cristal, convencidos de que nada ni nadie nos va a dañar.
Ahora veo a lo lejos como el sol se esconde sobre el mar. Es hermoso. El agua y el cielo se han teñido de colores. Unas nubes púrpura que rasgan el horizonte anuncian viento.
Vuelvo mañana
2 comentarios:
Desde el aire, ¿el mar es el mar? Cuando en invierno lo bordeo desde los acantilados me parece muy distinto; desde un avión, sólo plástico. De la nieve me gusta el silencio que desprende.
Desde el aire todo es irreal. Y a veces tengo la sensación de que, a todas horas, caminamos sobre nubes, sin percibir las cosas como realmente son. Todos hablamos el lenguaje de la publicidad.
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