sábado, 28 de julio de 2012

El mito y la furia (XXV)

(Viene de aquí)
Doña Mercedes tenía la intención de dejarme solo con Don Augusto. Eso es al menos lo que concluí cuando vi solamente dos tazas en la bandeja. Pensé que no era una buena idea; que la madre me sería de más ayuda que él porque, si algo había sacado en claro durante aquellos minutos era que no le había entrado por el lado bueno y me daba en la nariz que tenía pocas ganas de hablar, no solamente conmigo, sino con el resto del mundo.


Definitivamente, aquel era un hombre enfadado con la vida, o con las horas interminables de los días. Viéndole sentado como estaba, con los brazos cruzados sobre el respaldo de la silla, en posición inversa a como nos solemos sentar todos, con la cabeza apoyada sobre ellos, me recordó una gárgola en el alero, con la boca y los ojos abiertos, dirigidos o colgados hacia la ventana, y me dio por ver en el padre de Adán la imagen de un animal viejo inclinado ante el abrevadero de la memoria, absorbiendo sediento las imágenes de la calle y del discurrir constante de los trenes, como si de esa manera hallase el fluir de un tiempo lejano de plenitudes, incertidumbres y futuros. Todo lo demás le sobraba y yo, por añadidura, le molestaba. Estoy seguro de que se quedó con las ganas de decirme, sin contemplaciones, que le dejase de una vez en paz, que me buscase la vida si quería averiguar algo sobre su hijo y que fuese a otro a tocarle los cojones.

Estuve a punto de pedirle a Doña Mercedes que se quedase. Respiré aliviado, porque por segunda vez en diez minutos hubiese hecho el ridículo. Empezó a servir, me acercó una taza, se sentó en una silla sujetando sobre el vacío la otra, y se puso a remover el café, a darle vueltas parsimoniosamente con la cucharilla, absorta en el pequeño remolino que se forma. Seguro que ella no buscaba el pasado allí, en el ojo del tornado. Mercedes daba la sensación de ser una mujer con algo muy asumido: de la memoria ya no hay nada que pueda nacer; los recuerdos son, a lo sumo, huellas que descubren cómo el tiempo ha pisado la vida. Por eso me percaté de que lo que estaba haciendo era anticiparse a mí, intentar adivinar las preguntas que yo estaba dispuesto a hacerle. De manera que, vuelta a vuelta, entre tintineos de porcelana y acero inoxidable, se tomaba su tiempo para planear cómo y qué contestarme. Yo hice lo propio, pero a la inversa: me devanaba la sesera sobre cómo formular las preguntas sin provocar su desconfianza.

Al fin y al cabo yo no era más que un jubilado reciente simulando o intentando realizar las labores propias de un detective de novela, pero sin ánimo de lucro, sin sueños de grandeza, por pura curiosidad malsana, por aburrimiento, por sentir la sangre circular rápido en la cabeza, o quién sabe si por una sincera preocupación después de que hubiese leído, de cabo a rabo, las más de 400 páginas que no hacía mucho había escrito un tal Adán, del que no conocía gran cosa a excepción de unos cuantos recuerdos y una plan diseñado hasta el más mínimo detalle, propio de alguien que dejaba pistas en sus escritos suficientemente alarmantes como para concluir que no estaba muy bien de la azotea; un plan con el que él mismo y más de uno podían salir malparados.

Antes de beber el primer sorbo, disimuladamente soslayé a Don Augusto. Todavía me encontraba descolocado por el error que cometí, cuando relacioné las dos tazas con él y conmigo. Éste, sin mirarme, como si disfrutase del privilegio de la clarividencia de un tercer ojo, sabiendo perfectamente que yo había esperado una conversación de hombre a hombre, me dijo:

-Yo no bebo café, amigo. La hipertensión, o los años, lo que usted prefiera. Aproveche porque no le queda mucho. En poco tiempo va a estar igual, ya lo verá. Mercedes lo hace descafeinado, sin gotas, ya me entiende, y para tomar ese mejunje, mejor no tomo nada.

-No seas así Augusto. El señor no tiene culpa de nuestros años. Si quieres, pongo ahora mismo la cafetera pequeña y hoy te tomas uno. Todavía queda algo de lo que bebe Maruja cuando viene a vernos.

-Mira, eso es verdad. De los años, el único culpable soy yo. ¡Valentía, un par de huevos es lo que me ha faltado más de una vez.!

-Bueno, Augusto, no te vayas a poner estupendo ahora. Si piensas en tirarte al tren, te sabes los horarios de memoria, así es que no empecemos, no empecemos otra vez con la monserga. ¿Quieres o no quieres café?

Augusto se giró hacia Mercedes y me pareció que sonreía con amabilidad; casi hubiese dicho que con ternura. Mercedes no le miró. Hablaba y seguía pendiente del marido, pero lo hacía como hipnotizada por la espiral del café. Me dio la sensación de que, aun sin verle directamente el gesto, sabía que su esposo le había dedicado algo que se parecía mucho a una disculpa; una sincera, tierna y cómplice disculpa.

En ese instante, no sé ni cómo, ni porqué, sentí una gran vergüenza de mí mismo. ¿Quién me había creído que era? ¿Con qué derecho me presentaba a hurgar en la vida de nadie; a preguntar, a intentar conocer cosas que no me incumbían, primero en casa de Maruja, y después en la de un par de ancianos que lo único que desean es morir en paz? ¿Por qué, si estaba real y sinceramente preocupado por lo que le pudiese hacer o sucederle a su único hijo, no me iba directo a la policía y les mostraba el manuscrito, y se acababa la historia en un plis plas ?

-Creo que lo mejor es que me marche- dije al fin incorporándome y dejando la taza sobre la mesa, justo al lado del retrato de Adan tocado con birrete- Ha sido usted muy amable, Doña Mercedes, pero no quiero importunarles, aunque ya que estoy aquí, sí que me gustaría serles sincero y darles alguna explicación. Si he venido ha sido sobre todo por curiosidad, por saber y, no les miento, también por una pizca de preocupación.

>>Verán, el agente inmobiliario al que le encargué la gestión del alquiler de un piso de mi propiedad me llamó el otro día. Me dijo que el inquilino -su hijo Adán- le había dado el aviso de una avería, un escape o algo por el estilo. Por lo visto el operario, a la semana del aviso, se ha presentado allí tres o cuatro veces en cinco días y no le han abierto la puerta. Parece ser que no hay nadie. Por eso mi agente me llamó, para pedirme permiso y poder abrir al lampista con la llave que yo le dejé.

>>Como yo ahora ando bastante libre y no tengo mucho que hacer, le dije que lo dejase en mis manos, que yo me encargaba. Así es que me presenté en el barrio, en los pisos de la montaña, aquí cerca, ya saben, y después de tocar al timbre unas cuantas veces y de aporrear la puerta decidí abrir, y entré. Recorrí cada una de las habitaciones del piso. En el dormitorio de matrimonio la cama estaba hecha. La cocina recogida. Solamente encontré en el fregadero una taza sin fregar. Sin embargo, el cuarto de baño era un desastre. El olor a humedad encerrada tiraba para atrás. Me encontré el suelo cubierto de toallas todavía mojadas y el tubo de desagüe de la pica del lavabo como si fuese una escultura de esas modernas, hecha de papel maché, porque Adán se había dedicado a colocar capas y capas de papel higiénico sobre las juntas para intentar taponar un escape de agua, y al secarse la celulosa se había formado una catarata de cartón piedra que llegaba hasta el suelo. Por supuesto, debió desistir y cayó en la cuenta de que lo mejor era cortar el agua cerrando la llave de paso.


>>En el comedor había un fuerte olor a tabaco. El cenicero  rebosaba de colillas. Al lado había un vaso vacío, pero no vi ninguna botella. La persiana estaba abierta, hasta arriba, y junto a la ventana había una silla. Como el piso está orientado al mar, entraba todo el sol de la mañana y-tengo que confesárselo-me dio apuro tener en esas condiciones la vivienda, porque con la luz tan fuerte fui consciente de su estado tan lamentable. Imagínense, yo hacía que había dejado ese piso el año que enviudé. Me fui al centro, y no había estado allí desde entonces, hará unos 10 años.

>>Cuando ya me iba a ir, pensaba en decirle al agente que empezase a hacer un presupuesto para arreglar lo más visible. Entonces vi algo encima de una de las sillas que circundaban la mesa del comedor. Desde la ventana parecía un paquete. Me acerqué y enseguida me di cuenta que se trataba de una cantidad indeterminada de cuadernos apilados cuidadosamente cubiertos por un paño de cocina.

(Continua aquí)

sábado, 21 de julio de 2012

El mito y la furia (XXIV)


(Viene de aquí)
Salí corriendo de nuevo y me dispuse a desandar el trayecto del ambulatorio a mi casa. La sensación de excepción que estaba viviendo se acentuó en la calle porque, una tras otra, las sirenas de las cuatro grandes fábricas instaladas en la ciudad empezaron a aullar el final del primer turno justo en el momento en el que yo había iniciado la segunda carrera, más veloz, más urgente, más inquieta que antes debido, quizás, a que se me agolpaban en la garganta el ritmo endiablado del corazón, dudas más que razonables sobre la efectividad de mi gestión, la imagen incierta de un cadáver-ante la que con toda probabilidad me habría de enfrentar en pocos instantes-, el recuerdo reciente de una rostro trágico como nunca antes había visto y, sobre todo, la incertidumbre agobiante ante un futuro cercano marcado por la muerte primeriza dentro del círculo próximo de la plácida cotidianidad de mis días.

Cuando llegué a casa no había nadie en el rellano. Sin embargo, las cuatro puertas estaban abiertas, y la luz de todos los recibidores encendidas. Me detuve un momento para recuperar el resuello y me dio la sensación de estar en un lugar asolado por un extraño apocalipsis, o por una plaga bíblica enviada y desatada desde las alturas sobre almas pecadoras, de la que me había librado y de la que yo era el máximo responsable, porque había escuchado a todo volumen, mientras un hombre agonizaba, himnos y salmos paganos cuyas letras ofendían los delicados oídos de Dios.

Desde el piso de la vecina surgía un murmullo inquietante, el sonido atenuado de palabras expectantes que desprendía un rumor de respeto temeroso, un calor malsano que envolvía de aromas agrios el aire encerrado. Entré. Al final de pasillo se abría otra puerta, en la que se agolpaban los vecinos que habían acudido a interesarse, a observar, o sencillamente a vivir en primera persona el espectáculo de la muerte en directo. Mamá me vio enseguida y sin hablar, solamente alzando un par de veces las cejas, me preguntó que dónde estaba el médico

-¿Todavía no ha llegado?-respondí extrañado.

Al contestar tan agitado, sin controlar el tono de mi respuesta, todas las miradas se dirigieron hacia mí y al moverse la concurrencia dejó huecos en el semicírculo humano. Entonces fue cuando pude entrever, tirado en el suelo, gordo, con la camisa desabotonada hasta el ombligo, la boca y los ojos abiertos igual que cuevas, al marido de la vecina intentando atrapar el aire que se le negaba; a la vecina postrada de rodillas ante él, gimiendo desconsolada con un continuo ay, ay, ay, ay, y a la hija de la vecina del piso de arriba inclinándose, valiente, introduciendo su mano derecha en la boca del moribundo, retirándole la dentadura postiza, tapándole la nariz y acoplando su boca a la del pobre señor para insuflarle oxígeno una, dos y tres veces, combinado esta acción con presiones acompasadas de sus dos manos sobre el pecho blanco, casi sin vello.

-¡Ay sálvalo, Señor! ¡Ay sálvalo, niña! ¡Por lo que más quieras! ¡Que me quedo solita! ¡Que me quedo solita!.- clamaba la pobre mujer, mientras sujetaba sin darse cuenta, entre sus dos manos cruzadas, los dientes de su marido, al que estaba viendo morir sin ninguna esperanza.

Yo me quedé otra vez quieto, en el sitio, sin saber qué hacer, frustrado y apesadumbrado después de haber constatado que, efectivamente, mis denuedos, mis carreras y mí poder de convicción ante el funcionario sanitario no había servido absolutamente para nada. Mi momento heroico se había desinflado como los pulmones del vecino, que estaba a punto de morir. No es que me sintiese culpable, pero sí un poco idiota.

Al poco, mientras aquella brava muchacha seguía practicándole el boca a boca, oí la puerta del portal cerrarse de golpe y los pasos presurosos de alguien que subía. Era el médico, un tipo enjuto, muy alto, casi sin pelo, quien al llegar al descansillo resopló y con meticulosidad se colocó sobre la nariz las gafas que le colgaban de un cordel negro sobre el blanco impoluto de la camisa. Dejó el maletín en el suelo y como yo fui el único que salió para ver quién se acercaba, me preguntó que donde estaba el paciente. Le indiqué señalando con el dedo el final del pasillo. Cogió nuevamente el maletín, desganado, cansino. Caminó pasillo adelante y al llegar al lugar de los hechos, se abrió paso entre los concurrentes empujando con la mano derecha y solicitando en tono imperativo y solemne, que abandonasen la habitación. Por su puesto, nadie le hizo caso.

-¡Apártese!. -ordenó a la inesperada enfermera- ¿Cuánto hace que está así?

-Pues casi media hora, doctor- contestó medio asustada la muchacha.

A su lado, la eventual viuda se deshacía en lamentos.

-¿No ha reaccionado, verdad?

-Pues no, doctor, he estado con él más de diez minutos y sigue igual, yo diría que incluso peor: ya no mira, ya no ve.

-Bueno, bien…- musitó el médico.

Acto seguido, sin perder en ningún momento ni la compostura, ni los nervios, ni el semblante impreciso, le tomó el pulso. Inmediatamente después, con gesto estudiado, se quitó las gafas y las dejó colgar de nuevo, balanceándose como un péndulo, chocando insensibles contra la conciencia y antes de que le diese tiempo a adecuar la vista, su paciente, aquel hombre expirante condenado ya por el destino, empezó a convulsionar.

Yo pude ver la misma mano que hacía unos segundos había tocado el doctor alzarse y dirigirse espasmódica hacia el pecho, oprimiéndolo desesperadamente. Al mismo tiempo, la cabeza se arqueaba sobre el cuello, en una postura inverosímil, a la caza de un soplo de oxígeno que le pudiese salvar de una final axfisiante. La esposa lo miraba a su lado, chillaba su nombre e imitaba por simpatía los aspavientos exánimes del marido, ejecutando así una macabra coreografía de muecas y expresiones amargas, la danza de los rostros descompuestos que prevén la inminencia inapelable del último suspiro.

-¿No puede hacer nada? ¡Haga algo, hombre de dios, haga algo!- exigía impotente la joven al galeno.

Éste la miró severo, como un juez, como si el mundo entero le debiese la pleitesía del vasallo, el reconocimiento de la autoridad, el respeto, la obediencia y la servidumbre. Sin mirarla, el facultativo esperó a estar en pie y desde las alturas, igual que un dios dirigiéndose a sus criaturas, aseveró:

-Este hombre está muerto. Nada se puede hacer más que rezar.

Desde la audiencia vecinal  surgió un ¡oh! unánime. Alguno cerró los ojos; otro apartó la vista; las dos hermanas del segundo se abrazaron y una de ellas exclamó ¡Pobre Josefa!. Vi a mamá apresurarse hacia la viuda, porque literalmente perdía el sentido. Se había abalanzado sobre su marido, ya cadáver, y llorando amargamente aporreaba su cuerpo a puñetazos, en un ataque de rabia furibunda, sin ni siquiera sentir el daño que le producían los dientes del muerto, porque con la fuerza con que cerró las manos se le clavaban en la palma de la izquierda, y le infligían una llaga que tardaría semanas en curar.

Yo ya no podía más. Pensé que allí ya no pintaba nada, que había demasiada gente, y que si era necesario hacer algo ya habría algún voluntario que gustosamente se prestaría para lo que fuese menester. De manera que me metí en casa, entré en mi habitación y para evadirme de todo aquella tragedia me dispuse a escuchar una vez más “The Wall”, pero al sonar los primeros compases del primer tema no me quedó más remedio que desconectar mi flamante compacto.

Tiempo después, al experimentar los efectos de un coitus interruptus recordé la sensación aciaga de aquel día; la incapacidad para disfrutar plenamente de un placer que se cancela después del momento funesto de la interrupción, porque aquel disco ya no había Dios que lo pudiese levantar, ni entonces, ni tiempo después, ni ahora. Cada vez que escucho a Pink Floyd interpretar las canciones de "The Wall", y cada vez que veo la mítica portada blanca trazada de ladrillos, se me manifiesta una brigada de fantasmas  chafardeando, gritando y agonizando igual que los vivos ya lejanos que me regalaron el primer muerto de mi vida.

(Continua aquí)

jueves, 12 de julio de 2012

El mito y la furia (XXIII)

(Viene de aquí)

Nada más  abrir la puerta, una ráfaga de  aire caliente nos  abofeteó. Al ver a la mujer ante nosotros  y al oír su voz fracturada clamando, gritando, solicitándonos el auxilio de un milagro improbable,  con una  desesperación que yo jamás había visto en nadie, casi llegué a pensar que el calor y el ímpetu de la corriente que nos golpeó en la cara se gestaba  desde sus entrañas y se convertía en viento gracias a  su clamor.

No hacía mucho tiempo, una carta le comunicaba a mamá la muerte de un primo, y recuerdo perfectamente cada una de las expresiones y de los gestos de abatimiento y sumo dolor que  la poseyeron durante los primeros instantes. Lo que entonces estaba viendo no tenía nada que ver con aquel momento, porque  nuestra  vecina de toda la vida parecía haber perdido el dominio de las manos, pues  se agarraban del cabello y se aferraban a él con histeria, como si fuesen garfios del demonio, como si hubiesen recibido la orden diabólica  de arrancar a tirones el cuero cabelludo, mechón a mechón. Además,  la señora pataleaba continuamente y los pisotones, aun amortiguados por la goma de las zapatillas, retumbaban sobre el suelo del rellano en un  temblor  que se propagaba por toda la escalera,  formando  un inquietante alboroto  tétrico.

La tragedia  había cubierto con un velo  de horror la madurez avanzada  de aquella mujer, y la había tomado por completo, hasta convertirla en una criatura arrebatada,  sometida a los caprichos de una  crueldad inflexible. Todo el cuerpo era una mueca desencajada,  un espasmo continuo producido por  su red nerviosa, al arbitrio de los dominios de la fatalidad. Asistir de manera tan próxima a toda aquel acontecimiento y  ver durante segundos interminables el aspaviento desgarrador de una  boca abierta, descompuesta, inusitadamente desfigurada  en sollozos y gemidos, o ser testigo de los intentos vanos de la pobre vecina  por pronunciar palabras que de tan sonoras que se pretendían, acababan en aire sordo y saliva ahogada,  me producía un desasosiego y una angustia que me paralizó por completo.

-¡¿Pero qué pasa, qué es lo que le pasa?!- le preguntaba mi madre sobresaltada, mientras intentaba cogerla  de los hombros y tranquilizarla.

Yo permanecía bajo el dintel, clavado, como si fuese  tonto,  todavía con el pomo de la puerta entre las manos, sin saber qué hacer, o qué decir.  Solamente tuve  lucidez para  apercibirme  de que ‘The Wall’ seguía sonando en mi habitación, a todo volumen, y que las melodías de las canciones se colaban a través del pasillo, ascendían uno a uno los ocho escalones del recibidor y se deslizaban  hasta la escena, formando parte de ella como una banda sonora anacrónica, como un telón de fondo desplegado a destiempo, en el acto equivocado  y en el momento menos oportuno.

Ante  los sonidos del tumulto se produjo inevitablemente la alarma en todo el edifico y  en seguida acudieron más vecinos.  Lo único que podíamos entender de todo lo que intentaba expresar la vecina  era un hilo roto de voz que decía, a intervalos “¡Se me muere, se me muere!”, al tiempo que giraba todo su cuerpo para indicarnos el interior de su vivienda. En ese momento  mamá aprovechó, se volvió hacia mí y acompañando sus palabras enfadadas  con un gesto de reproche me ordenó disimuladamente, en medio segundo,  que corriese a “quitar eso”.

Y así lo hice. Una vez en el cuarto, mientras levantaba el brazo de la aguja y desconectaba el compacto, me tentó la idea de cerrar la puerta, parapetarme  y olvidarme de todo aquello, esconderme como un cobarde, negar el  futuro desenlace del infortunio  y a la vez negarme a mí mismo la posibilidad de presenciar y experimentar -y quien sabía si también  participar- por vez primera  un suceso tan descarnado y rotundamente funesto como lo que estaba teniendo lugar a las puertas de mi propia casa.  Notaba que se  me había revuelto el estómago y el cuerpo se rebelaba a través de   los  reflejos gastrointestinales del miedo, pero cuando ni siquiera había finalizado mi reflexión  y  ya había decidido meterme en el cuarto de baño, escuché de nuevo la voz de mamá llamándome a  gritos, con un tono de urgencia  como nunca lo había hecho.

Acudí raudo y al llegar nuevamente al rellano, una comitiva de tres o cuatro vecinos entraba en casa de la infortunada detrás de ella,  a quien pude adivinar al fondo del pasillo levantando inútilmente  los brazos, con sus dos manojos de dedos artríticos, en un gesto consternado, desafiante,  o de clemencia dirigido  al cielo.

-¡Corre, hijo, corre, ve corriendo al ambulatorio, lo más rápido que puedas, y diles que un hombre se está muriendo, aquí, que envíen un médico, o una ambulancia, y que hagan algo rápido, por el amor de Dios!.

-Pero mamá. ¿No será mejor llamar por teléfono?.

-¡No lo cogen, no lo cogen!.¡ Comunica todo el tiempo!.¡Apúrate y vuela,  hijo,  que se muere!.

Sin apenas haber terminado de pronunciar el último verbo, mamá ya me empujaba de los hombros, y antes de que pudiese salir escaleras abajo  hacia mi momento heroico, noté su mano leve en la nuca, que  traduje como si me hubiese dicho  “Si no fuese necesario no te lo hubiese pedido, pero confiamos en ti, rey mío,  eres la única esperanza, sé que harás lo posible, eres un buen chico, y estoy orgullosa de ti”.

De modo que corrí y corrí, todo lo rápido que me fue posible, con toda la energía de que era capaz, levantando como podía en  cada zancada mis pesadas botas camperas. Atravesé calles, crucé sin mirar, detuve  automóviles con temeridad  y contravine todas las reglas peatonales. Algunos conocidos me preguntaban sorprendidos que a dónde iba con esas prisas, pero yo ni siquiera les respondía. Una vida dependía de mí; un segundo podía marcar la frontera entre la podredumbre de un ataúd y una nueva oportunidad.

Desde casa de mis padres  al ambulatorio habrá una distancia de un quilómetro, más o menos. Yo creo que  aquel día, si  yo hubiese vestido con ropa deportiva y alguien me hubiese cronometrado, habría  cambiado mi futuro. Pero el futuro que estaba en juego no era el mío, o quizá sí.

Al llegar me dirigí al mostrador y me coloqué el primero, después de haberme deshecho a empujones  de la cola de ancianos que esperaban pacientes y pacíficos su turno.   El funcionario no daba crédito. Se quedó pasmado viendo a  los viejos  tambalearse  como bolos,  al tiempo que me amenazaban y me insultaban a gritos, agitando  los brazos temblones  en gestos impotentes de rabia.

Para intentar calmarles, el celador me conminó con tono riguroso a retroceder  detrás del último en la fila y a aguardar a que llegase mi turno. Yo, que todavía no había recuperado el resuello, le tartajeé  que se moría, que un hombre se moría en mi casa, que viniese un médico, que viniese alguien para salvarle, que llamasen a una ambulancia, que hiciesen algo. Quise decirle que la muerte nunca había entrado allí, en el lugar donde yo nací; que aquella escalera únicamente había sido habitada por vivos; que ni siquiera los fantasmas, los espíritus o las almas nómadas  de antaño se atrevían a entrar, porque se iban encontrar solas. Y que, por favor, que no dejasen que ocurriese, que si aquel hombre se moría, entonces ya nada sería igual porque  la puerta que hasta ahora  había detenido  al  destino  quedaría franca , y a partir de aquel día actuaría sin que nadie  lo pudiese remediar.

Pero  nada de eso le dije. El tipo  me pidió que me calmase, me preguntó los detalles de lo que ocurría, le di la dirección y después de coger el auricular del teléfono, que descansaba sobre   el mostrador, y de pulsar una de las dos plaquitas sobre las que en realidad debería estar, dijo:

-Doctor Benedito, una emergencia, parece un infarto. Es en la Calle de la Vía, ocho. Sí, ahora mismo doy aviso a la ambulancia. Gracias- Y volvió a dejar el auricular sobre el mostrador.

Finalmente, antes de salir de nuevo corriendo hacia casa, me informó, con suficiencia indolente, de que todo el protocolo de emergencias a domicilio se había activado, y me ordenó que me marchase, sin mirarme, como si en realidad se  dirigiese al primer jubilado que esperaba en la cola inmediatamente detrás de mí.

jueves, 5 de julio de 2012

El mito y la furia (XXII)


(Viene de aquí)

Hay días que pienso que  el único trabajo que he desempeñado en mi vida, la única ocupación remunerada que de verdad  ha valido la pena, o que me ha aportado algo como persona y que me haya  hecho crecer como ser humano  fue la  primera porque, gracias a los tres meses transcurridos en aquella  fábrica de pinturas cancerosas  en la que fui a caer cuando apenas me afeitaba,  entendí a la perfección que  la conciencia de clase, la solidaridad obrera y el compañerismo proletario consistían en medrar o en salvar el culo aun a costa de joder a otro. Creo que sobre ese mito ya he hablado.

Lo segundo que saqué en claro fue el dinero que me dieron, con el que pude comprarme mi primer equipo estereofónico. Nunca, en ninguno de los trabajos  por los que me he prostituido a lo largo de mi vida,  le he encontrado tanto sentido a invertir  tres cuartas partes del día en provecho del ocio ajeno como cuando, poco después de firmar el finiquito, me dirigí a una tienda de electrodomésticos  y me  hice con un estupendo equipo compacto  con sus dos bafles capaces de emitir una potencia de sonido de 80 watios por canal, y  todo de la  marca Werner.  La hostia.  (Los bafles aun los conservo.  Mejor dicho: los conservaba. Mi hijo escuchó su primera música con ellos y ahora los disfrutará  Maruja, pero en formato digital, una sucesión de ceros y unos sin ninguna personalidad.)

Papá trabajaba, yo no disponía de coche y recuerdo que tuve que hacer tres viajes desde la tienda a casa y desde casa a la tienda, paseando mis trofeos por la calle mayor, deseando cruzarme con algún conocido que me preguntase qué es lo que llevaba en las manos. Al llegar con el último altavoz me dispuse a organizar el montaje y con  la impaciencia y  los nervios  no acertaba  a abrir la caja. Además, después de  colocar el aparato encima de la mesa, cuando trataba de conectar cada dispositivo en el lugar correcto, me invadía una sensación de fatalidad irracional  que no podía sacarme de encima porque  mientras sudaba la gota gorda con los cables, los jacs y los enchufes,  me obsesionó  la certeza  de que no funcionaría, de que algo estaría roto, de que aquel momento  único en el que sonaría en mi habitación, por primera vez, en toda su potencia, amplitud y naturaleza  una guitarra, una batería, un bajo,  y una voz rasgada de rock and roll registrados en un disco que yo había comprado,  no podía ser tan perfecto y habría algo defectuoso, no me devolverían el dinero, me acusarían de mal uso y me quedaría si equipo estéreo,  o bien  ocurriría cualquier otra fatalidad  que lo echaría todo a perder.

Pero la tecnología y el destino fueron clementes conmigo y en el  atardecer de  aquel verano  la aguja del giradiscos se posó lenta y precisa sobre el surco de vinilo y de los altavoces surgieron los primeros sonidos musicales  que pude escuchar en soledad, en la estrecha soberanía de mi espacio, tan solo acompañado  por el rumor  estrepitoso del tren TALGO que  justo en aquel instante atravesaba la ciudad como una exhalación  en dirección a París. No reconocí  ni quise recordar jamás que aquel momento único y los sucesivos  que viviría encerrado en mi cuarto los pude disfrutar gracias al  dinero que gané envasando, respirando y casi comiendo esmalte apestoso durante 90 días de mi adolescencia.

La semana siguiente la dediqué exclusivamente a comprar  discos y a escucharlos. Solamente salía de mi cuarto a la hora de la comida y de la cena. Por la mañana desayunaba, me calzaba mis botas, bien engrasadas, y me apresuraba hacia  la tienda a comprar un par de elepés y algún supercuarentaycinco revoluciones. Para antes de las doce ya estaba otra vez encerrado en la habitación.

Aquel día, el día que vi a mi primer muerto, habían pasado tan solo unas horas desde  que conseguí, por fin,  disponer de la  propiedad intransferible  del doble long play de la banda inglesa Pink Floyd titulado 'The Wall', un disco mítico del que nunca creí que  pudiese llegar  a ser mío. No sabía si estaba emocionado por poder  escucharlo cuando me diese la gana o debido  al mero  hecho de poseerlo. Tanto era así  que  sopesé seriamente la idea de acudir a un notario para escriturarlo.  Como no había tiempo que perder, corrí a casa para poder percibir en toda su fuerza el sonido del helicóptero, la contundencia característica de los famosos golpes de martillo pilón sobre los ladrillos del muro, la voz de Roger Waters,  el coro de niños proclamando algo parecido a una revolución, y  toda la banda dando rienda suelta a   la totalidad de la composición.

El tema principal del doble disco, el más conocido, avanzaba, crecía, y se desarrollaba como una criatura, como si cada acorde que sonase realimentase la canción. La melodía, las armonías, los calculados efectos sonoros del sintetizador, las cadencias sugerentes, y  todo ese conjunto de recursos musicales  sometían  la obra  a un extraño  proceso energético   que me hipnotizaba y que, en lo más álgido, en el clímax de  la unión inteligente de cada uno de los sonidos surgidos de cada uno de los instrumentos  parecía absorberme  hasta acogerme en el epicentro mismo de la canción, como si me deslizase dentro de una gran flor desde el estigma  hacia el ovario,  y  no precisamente  para aceptar la invitación a la rebelión que contiene la letra, sino  con el objetivo, quizá, de revelarme las claves a través de las cuales uno puede llegar a experimentar que no es de este mundo,  a conocer algunos de los  misterios de la existencia.

He escuchado muchas más veces ese disco, y en ningún otro momento, incluso fumado, he conseguido repetir esa sensación de experiencia mística, de trascendencia, de acoger tanto espiritualmente como en el ángulo más superficial de mi ser, la certidumbre de acceso a otra dimensión, a otro lugar del tiempo en donde la realidad cotidiana es falsa y las verdades, sus significados y las palabras que las nombran no se pueden tocar, ni modificar, ni manipular, porque si  así fuese dejarían de serlo.

Por eso, al segundo día de posesión de 'The Wall', nada más levantarme y de  cumplir con toda la rutina  matutina, me apresuré a desenfundar el disco. Lo  limpié cuidadosamente y después, en un gesto casi sacerdotal, lo deposité sobre el plato, meticulosamente, apenas sosteniéndolo levemente entre los  corazones. A continuación levanté el brazo de la aguja, me incliné como si hiciese una reverencia y la posé  con celo extremo  para que  flotase sobre el borde del círculo negro, en el mar espiral  de surcos, con la finalidad y con la esperanza de  que, una vez más, tuviese lugar el prodigio.

Y ocurrió que, pocos segundos después de que, entre ruidos de cristales rotos, golpes, y martillos, mientras  el coro de voces infantiles  reniega del maestro  con su estribillo (y del colegio, y de la alienante sociedad, malvada y perversa), justo entonces alguien empezó a  aporrear la puerta de casa con inusual estridencia, con una urgencia y una violencia propia de un estado de excepción. Aquellos golpes no podían traer nada bueno, porque además se acompañaban de gritos desesperados, gritos ahogados que parecían de auxilio y que, al mismo tiempo,  expresaban la impotencia  y el terror resignado  ante el advenimiento de una tragedia infalible.

Mamá y yo coincidimos al mismo tiempo en la puerta. Fui yo quien se decidió a abrir mientras mamá, sumamente nerviosa y alarmada,  preguntaba  a gritos “¡¿Pero quién es?! ¡¿Qué es lo que pasa?!”