miércoles, 25 de septiembre de 2019

Consejo de Ministros


Las palabras indulto o amnistía empiezan a circular por la M30 en calidad de sinónimos y a velocidad media con cierta intensidad de tráfico. Sin embargo, ambos conceptos son opuestos entre  sí. Mientras que el indulto es una medida especial de gracia por la cual la autoridad perdona a una persona la pena a la que había sido condenada, la amnistía actúa sobre el delito mismo y extingue toda responsabilidad penal. Amnistía significa olvido. Indulto significa perdón.  Sin sentencia firme el indulto es imposible. Por el contrario, la sentencia  no es necesaria para que se produzca una amnistía, pero ésta necesita de una ley.

Desde la muerte del dictador, la única ley  de amnistía que ha existido en España se aprobó en 1977. Gracias a esta ley,  el Estado renunciaba a ejercer coacción penal contra personas o colectivos que hubiesen cometido delitos de naturaleza política entre 1936 y 1975. Es decir, que en estos momentos el Estado español  puede indultar a propuesta del Consejo de Ministros,  pero no existe marco jurídico que permita una amnistía.

Así son las cosas.

Y  la cosa es que, coincidiendo con el estado de la circulación en la M30, y a causa de  mis filias y mis fobias literarias, a mí se me ha presentado el  dilema de amnistiar o indultar.  ¿Olvido o perdono?. El olvido es para siempre. Ya no hay vuelta atrás. La memoria, el recuerdo y el reproche son imposibles  después del olvido.  Por eso, amnistiar es multiplicar por cero, y nada se puede hacer con lo que no existe, ni siquiera la evocación del pecado, la rememoración de la falta o la huella del delito, extinguidas para siempre igual que el papel en la hoguera.

Sin embargo, el perdón no conlleva la amnesia. El perdón obliga a quien lo pide. El perdón es vasallaje y reciprocidad ineludible. El perdón es esclavitud. El abrazo del perdón es opresivo. Lejos de lo que comúnmente creemos, el perdón no condona ni conmuta; más bien todo lo contrario. Tras el aspecto de  la generosa indulgencia, el perdón establece un contrato basado en una relación de  poder,  en el que el infractor  eximido se ve obligado a rendir  pleitesías a  su  exculpador. Quien acepta el perdón se somete. Quien perdona sojuzga y ocupa la posición preminente.

Afortunadamente,  solamente yo,   mis principios y mi muy lastimada  coherencia ética sufrirán algún cambio  en caso de que no logre resolver adecuadamente la disyuntiva, que en ejemplos parecidos he sabido solventar sin demasiados problemas de conciencia.

Un par de muestras. No leo a Mario Vargas Llosa. Lo último   que leí fue “La tía Julia y el escribidor”. Debido a su pose de aristócrata cultivado, a su adscripción neoliberal y a su condescendencia con regímenes autoritarios,  decidí  juzgarle y condenarle, sin posibilidad de perdón.

Tampoco leo al celebrado poeta Jaime Gil de Biedma. Me resulta imposible posar mis ojos sobre las letras pequeñas de  sus versos mientras recuerdo la infancia destruida de los niños que sufrieron  el horror y la inclemencia de sus manos y de su cuerpo. Ni le perdono ni le olvido.

Estrictamente, nadie me puede acusar de  prejuzgar. Alguien prejuzga cuando sentencia a un semejante de un modo anticipado y en base a generalidades poco contrastadas. Las trayectorias y los hechos de ambos escritores son de sobras conocidas, de manera que no:  mi sentencia condenatoria, sin posibilidad de indulto, y mucho menos de amnistía,  no es en absoluto suspicaz,  porque además  la dicto en base a mi particular legislación  íntima  que vincula y obliga a mis principios.

Podría dar otros ejemplos, aunque no hay muchos más, porque en lo tocante a la literatura he ido atenuando mi actividad legisladora  con el fin de no renunciar al placer de leer a los mejores. Y es que  muchos de  los mejores –igual que los peores, o que la más excelsa medianía- arrojan a  sus existencias amplias y perturbadoras zonas de oscuras sombras que, de adentrarnos en ellas, provocarían mi rechazo, mi prejuicio y mi firme sentencia, y quiero -o necesito- seguir leyendo.

Uno de los mejores es Josep Pla, que se caracteriza fundamentalmente por dos hechos. Fue, es y será  el mejor prosista en lengua catalana de la historia, al tiempo que  un franquista convencido y tremendamente proactivo. Durante la Guerra Civil se convirtió en el agente número 10 del Servicio de Información de Fronteras del Noroeste de España conocido como el  SIFNE.

Pla tuvo un papel destacado en varias operaciones estratégicas de espionaje  que influyeron muy directamente en el desarrollo de algunos acontecimientos de nuestra Guerra  en Catalunya. Además, desde bien temprano, rindió su pluma a Franco, camuflada con seudónimo, y escribió artículos  muy beligerantes contra la II República Española  en el semanario  falangista FE, y en el diario Arriba, que simultaneaba con sus escritos  en ‘La Veu de Catalunya’,  donde   firmaba con su nombre y apellido, jugando así un doble papel.

Por todo ello, hasta hace bien pocos años, me negaba a leer a Josep Pla. Pero una tarde de  mar, llevado en volandas por un  fuerte  Mistral, entré en una librería y me hice con “Quadern Gris”. Quedé  maravillado. Expresé y compartí  las sensaciones que me produjo en un puñado de  páginas publicadas en este mismo blog  títuladas “La maldición de Josep Pla”.

Sin embargo, en aquellos días  no pensé en indulto alguno, y mucho menos en amnistiar al escritor ampurdanés. A pesar de su estilo brillante y del amor por la literatura que se desprende de cada una de sus frases,  Pla continuaba prisionero de mis principios. Y más cuando,  al poco tiempo de haber leído su  Quadern, el alcalde  de Sabadell, aconsejado por la estulticia y la estupidez de un supuesto historiador, propuso -por ser español y no sé qué más idioteces- el  fusilamiento sumario  del  callejero de la ciudad a Don  Antonio Machado, respetando, eso sí, la calle que nombra a Pla  quien, curiosamente, como si de un sarcasmo se tratase, luce placa  junto a otras del mismo barrio dedicadas a escritores catalanes de republicanismo conocido,  como Manuel de Pedrolo ( afiliado a la FAI-CNT durante la Guerra Civil), Agustí Bartra (republicano, exiliado en 1939), Salvador Espriu (detenido por la policía franquista)  o Prudenci Bertrana (nacionalista republicano).

Así son estos tiempos, tiempos sectarios,  de mentes  ínfimas, solamente adecuadas para deambular  entre  calles estrechas, como el título de una de las pocas novelas que escribió Pla y que ha llegado hasta mí de manera insospechada.

Encontré “El carrer Estret”  dentro del tronco muerto de un árbol que se utiliza para el intercambio anónimo de libros usados. Es una vieja edición de aquellos  tiempos ilusos en los que las Cajas de Ahorros regalaban por Sant Jordi un libro a sus clientes.  Habría dejado allí el libro alguien con necesidad de  espacio en sus estanterías, o el joven heredero de algún viejo lector con pocas ganas de seguir las virtuosas costumbres de su abuelo. En cualquier caso, gracias por el regalo.

“El carrer Estret” es una novela deliciosa que se paladea como un  caramelo, que deja en la memoria y en el poco tiempo que se invierte en su lectura una agradable sensación de haber aprovechado  unas cuantas horas de nuestra vida al goce, al puro placer estético, al regocijo y deleite de la lectura. Y es que en esta novela, escrita entre 1949 y 1951, Pla exhibe  todo su poderío para la descripción. Su capacidad para ofrecer el detalle es asombrosa.  El conocimiento exhaustivo  del  idioma y el control absoluto de  la sintaxis le permite adjetivar de manera precisa  y moldear literariamente cada frase, logrando un equilibrio perfecto, liberando al texto de fuegos artificiales, haciendo gala de esa naturalidad que persigue todo el que pretende escribir, pero que a muy pocos es dada.

A través de la mirada y la narración en primera persona del nuevo veterinario de la localidad gerundense de Torrelles, Pla nos presenta en “El carrer Estret una serie de personajes  entrañables escogidos entre los vecinos del pueblo. La cotidianidad,  el monótono discurrir de sus vidas, las singularidades de unos y otros y algún que otro acontecimiento sujeto al chisme y el chafardeo  se transforman gracias a la pluma de Josep Pla  en materia literaria, más allá del costumbrismo, porque el escritor no desperdicia momento, pasaje o escena para ofrecernos sabrosas reflexiones, ideas y pensamientos que trascienden lo puramente localista partiendo de  las inquietudes humildes de sus protagonistas, representantes de un devenir humano sin más ambición que casarse bien, mantener con vida el ganado, conservar la amistad, o ganar la partida de cartas en el casino.

Y todo quizás porque el autor, aprovechando a su  narrador, piensa que (traduzco directamente del catalán) “las cosas sencillas cada día me apasionan y me gustan más. Estoy tan fatigado de constatar  que detrás de las grandes cosas no hay absolutamente nada,  que tiendo casi inconscientemente a valorar las cosas con criterio contrario a sus dimensiones externas”.  Porque, de hecho, "todos sabemos exactamente el sentido de nuestra vida. Cuando nos encontramos a solas con nosotros mismos sabemos perfectamente lo que queremos. Lo que ocurre es que es tan insignificante, tan irrisorio, que no se puede explicar ni a los amigos más íntimos”.

Pero no sólo conocemos el microcosmos de Torrelles a través del nuevo veterinario. Su asistenta, la señora Francisqueta,  nos ofrece las anécdotas y los acontecimientos más jugosos del libro.  Francisqueta es el alma de la novela. Su interés por las vidas ajenas es proverbial , y como resultado de sus perspicacia y afición incontenible al chismorreo, conocemos  igual que el veterinario, hasta el último detalle  las vicisitudes de los vecinos.

Aunque tal y como sigue reflexionando el narrador, “en realidad no se ha producido nada de espectacular, nada que la literatura grandilocuente y noble considerase necesario- ni siquiera posible- de recoger. A la gente gris, opaca, corriente, que puebla la superficie de la tierra, no le ocurre nunca nada de particular, nada de nuevo, nada importante. La vida comienza, la vida continua, la vida se acaba en circunstancias más o menos parecidas, con más o menos dinero, con más o menos sensibilidad, con más o menos lucidez. En realidad no pasa nada.“

De modo que “El carrer Estret” y  Torrelles devienen, gracias al gran talento de  Josep Pla , en el lugar donde el ser humano representa su papel más esencial; donde, a pesar de las circunstancias concretas, de la especificidad del  lugar y de la lejanía del tiempo,  nos encontramos a nosotros mismos.

Así es que, ¿indulto o amnistía? Mi conciencia, y la memoria de mis héroes no me permiten amnistiarle. No puedo olvidar, porque si olvido, cientos de miles de  vidas sacrificadas por la democracia y la libertad quedarán sepultadas bajo la sombra infame de la amnesia que arrojaron como cal viva, sobre la historia, los vencedores. La memoria de gentes sencillas, de vidas corrientes, irrisorias,  a las que nunca les pasaba nada, hasta que la grandilocuencia de los salvapatrias derrumbó sus puertas y acabó con sus existencias.

Otrosí,  reunidas en Consejo de Ministros mi conciencia y mis principios, junto a mis ideales y a las enseñanzas de mis mayores, ante la petición unánime de La Remei, el Massaguer, el señor Valls, la Roseta, el Baldiri, Doña Pura, el Ramonet, el Enric, la Elvira, y todos los parroquianos del Bar Montseny , en obediencia  a  la autoridad que emana del pueblo de Torrelles y de los vecinos de 'El carrer Estret', este Consejo ha  decidido por unanimidad, y después de valorar muy positivamente la obra literaria de Josep Pla, negar el indulto  al escritor ampurdanés, quien  permanecerá en  la prisión de mis escrúpulos hasta el día de mi muerte, momento a partir del cual será liberado.

Cúmplase.