miércoles, 31 de marzo de 2010

De Coppola y de Klimnt


El vecino del piso de arriba tiene un Ford Cougar de color del pacharán con asientos tapizados en cuero negro zaino. Le he visto dos o tres veces. Una vez salía del coche, que aparca asombrosamente, siempre, al lado del portal. Ese día, después de cerrar la puerta, se inclinó hacia el capó y con la uña del dedo meñique rascó un pequeño resto de suciedad que se habría adherido a la chapa. Después caminó tres pasos hasta la entrada mirando hacia atrás, hacia el vehículo, como hacen los toreros cuando terminan su serie de naturales antes de mostrar al respetable su abrupta estampa arqueada . Otro día lo tuve en mi propia casa. Llamó a mi puerta porque en un piso superior al suyo se originó un escape de agua que le estaba calando su cocina. Le hice pasar y entró acompañado de sus tres compañeras, que aguardaban unos peldaños más arriba del rellano de mi puerta como autoestopistas al acecho. Cuando los cinco estuvimos acomodados en el salón, les pregunté que en qué les podía ayudar y Cougar miró a sus tres compañeras y se dispuso a hablar. Cougar es bajito, calvo y cuarentón. Tiene la espalda ancha y camina con las piernas arqueadas. De vez en cuando sorbe por la nariz y carraspea a un tiempo, y cada diez o doce segundos tuerce el cuello hacia la izquierda, tal y como hizo antes de empezar a explicarse: Que tenía la cocina mojada, que el agua se filtraba a través de la campana extractora de humos y que a ver quién llamaba al fontanero y le pagaba los desperfectos y, sobre todo, a ver quién le decía al vecino de arriba que era un sinvergüenza y un cabrón. Mientras hablaba, las tres amigas, las tres morenas, muy guapas y más jóvenes que él, asentían a cada palabra como si quien hablase fuese un santón, su gurú, el hombre que guiaba sus vidas. Yo todavía no entendía nada. Solamente escuchaba y observaba. Les ofrecí cerveza, refrescos o café, pero Cougar sorbió nuevamente, carraspeó y alzando una ceja me dijo muy cariacontecido que él no había venido de visita, que de cervezas su nevera estaba llena y que lo que quería eran soluciones. Las tres amigas asintieron de nuevo, y me pareció que, incluso, una de ellas afirmaba ostentosamente con la cabeza y esbozaba una mueca convexa con los labios, como esgrimiendo un beso que no besa. Vista la situación, me di cuenta de que Cougar y su corte creían que yo era el presidente de la escalera. Así que les saqué de su error y les indiqué el lugar donde podrían encontrar al propietario de su piso. Desconcertado, miró a su harén, volvió a carraspear, sorbió sonora y hondamente, se incorporó, me estrechó la mano y dijo “bueno”, y salió detrás de las tres hermosas mujeres con la frente bien alta y el paso firme.

En su casa, Cougar y sus chicas se lo pasan en grande. Cuando ya no hay luz en la calle y se acerca la medianoche, se oye constantemente el ir y venir de tacones, pasillo arriba pasillo abajo, y el fluir constante del agua en las tuberías. Puedo oír hasta el choque de la alcachofa de la ducha cuando cierran el grifo y la colocan en su lugar. Así es que me paso noches enteras sin pegar ojo y, si soy sincero, creo que no es por el ruido; creo que es porque se me desboca la imaginación. El taconeo constante y el ruido del agua fluyendo a 10 atmósferas me llevan a imaginar al gran Cougar amadejado junto a sus compañeras de piso en un fabuloso ovillo de piernas y brazos, pechos y labios, gemidos y olores, como cuando el joven Jonathan Harker es objeto de la diabólica, y nunca suficientemente bien ponderada, visita nocturna de las esbirras del Conde Drácula, tal y como se ve en la película del genial Coppola. O mejor. Algunas noches, cuando me canso de imaginar en clave gótico-erótica, me paso al modernismo y me veo a mí mismo entre mis tres vecinas, igual que si estuviese retozando, perezoso, descuidado, absolutamente dejado en manos del placer que me proporcionaría el roce de mi piel con las pieles blancas, las manos y la sabiduría de las seis mujeres de “La Virgen” de Gustav Klimnt, diosas eternas del pecado, del color y de la carne. Porque, se mire por donde se mire, y más si soy yo quien mira, en ese cuadro falta un hombre.

Esas noches son inolvidables, sobre todo para Cougar. Yo suelo levantarme con sueño. Por eso esta mañana, mientras me daba una ducha, me preguntaba. ¿Por qué se presentó en mi casa con sus tres amigas? ¿Para ostentar? ¿Para decirme en mi propio hogar, en mi feudo, mira lo que tengo? ¿Lo haría para presionarme?¿Alguna de ellas será abogada?¿Sería, quizá para hacerme ver la necesidad imperiosa de que se arreglase su problema con el agua? ¿O querrían ellas conocerme, y todo fue un invento, el agua, la avería, el vecino de arriba, para invitarme de una manera sutil a su particular fragor de sinfonías nocturnas? Pude haber subido y preguntárselo, pero estarían durmiendo. A esas horas de la mañana no hacen ningún ruido.

Ya a media tarde le he vuelto a ver. Aparcaba el coche con gran habilidad, con esa traza de conductor consumado que controla el cotarro. El codo izquierdo apoyado en la ventilla, la mano derecha manejando el volante, soslayos hacia los espejos, y cigarrillo colgando de los labios. Bajó, cerró, miró hacia atrás y al entrar nos cruzamos en el portal. Quise aprovechar la ocasión para preguntarle sobre el arreglo de la avería y, en el caso de que la conversación empezase a fluir, sobre todo lo demás, pero no me dijo ni ahí te pudras. Entró muy digno, sorbió sonoramente y, mientras le miraba caminar tranquilo hacia el paraíso, la puerta de cristal se cerró ante mis narices.


Vuelvo mañana

jueves, 25 de marzo de 2010

Primavera


A quien me ama, amor. A quien me odia, amor de decirle amor. Amor a quien camina y me conoce y me niega el saludo, amor de decirle amor.

Amor a la luz que refulge verde en el campo verde cuando recién se estrena la blanca flor del almendro que ha crecido junto a la pared pendiente de pintura pintada con amor futuro de hogar donde habrá amor. Amor al barbecho que descansa, agotado, y que con amor cuida el hombre que decide premiarlo evitándole hogaño la herida del arado, para tejer con amor una bandera con el color de la hierba y de la tierra oscura; una bandera sin himno ni patria, ni pueblo que le cante con amor, que se iza y ondea sobre el camino, como la estandarte orgulloso que señala un lugar sin memoria, apartado en el olvido.

Amor a los gritos salvajes, impetuosos, de la cinco de la tarde que despiertan los pueblos amodorrados en la siesta apacible y silenciosa, y que súbitamente, en tremenda explosión de gozo, llenan las calles de energía desatada, prisionera durante un largo día de encierro, entre un griterío agudo extremo colegial que brota en rama verde todavía.

Amor al sol, y al calor que, igual que novios mojigatos, se han hecho esperar en este año de las nieves. Amor al aire fresco que eriza la piel en la mañana y que se llena de amor al levantar el día para regalarnos suaves brisas de atardecer mientras leemos, sentados en un banco, una hermosa frase , el verso de un poema, y de poco en poco, al levantar la vista para rumiar la canción, ver cómo el cielo se enrojece y se despide de la luz, otra vez la luz, y nos da paso a las noches del amor bajo los vértices de lunas crecientes que auguran carne, pasión, plenitud y dicha.

Amor al mar que añora mis huellas sobre su arena; al mismo mar al que le debo la gloria de tiempos que se llevó consigo, porque en cada ola con que besa la orilla, borra para siempre el instante preciso en que mi andar se detiene, por ver sobre su horizonte, restos de nubes rasgadas señalando a la noche que emerge encarnada. Es la misma noche de amor, aquí, lejos del fragor marinero, la que me trae desde el confín de los vientos, el olor del salitre y el frescor de sus aguas añiles, enfriadas por la nieve blanca: aroma camuflado en el viento del Este que presagia un susurro estival con canción de sirena.

Amor de sentir el impulso de cantar al amor, y al color, y a la luz y a la vida que explota y florece ahora, mañana. Amor a quien desprecie estas letras, que no son amapolas rojas sobre campo verde, ni siquiera tinta azul sobre papel, porque son letras del alma mía, arrancadas en abril. Cuando el otoño desnude al árbol y del invierno me abrigue al calor de mi amor, contemplaré su color marchito y al poco, casi sin darme cuenta, escribiré de nuevo, despacio, con amor, que es primavera, primavera de amor.


Vuelvo mañana

El almendro en flor que ilustra esta entrada es obra de Tesa Crespo. Se lo regaló a mi amor hace ya algunas primaveras. Con cariño y con el permiso de las dos.

jueves, 18 de marzo de 2010

Las voces de dios


Cuando tengo que viajar en avión y entro en el paréntesis de los aeropuertos siempre pienso que lo más parecido que debe haber a la voz de dios es la que se oye a través del sistema de megafonía. Una voz divina, atemperada, cordial, que surge insondable desde todos los rincones y al mismo tiempo de ninguno. No es la voz del Yahvé dentro de la zarza ardiendo, ni el vozarrón que debió dictar un día muy lejano los 15 mandamientos (Una teoría del gran Francisco Casavella dice que, en origen, fueron 15 los mandamientos que Dios dictó a Moisés, pero que en el trayecto hacia donde le esperaba el pueblo elegido, una de las tres tablas se le cayó y se quebró y sus pedazos se quedaron tirados en el camino, porque Moisés no podía con el peso de las tres, con el peso de la ley, de la ley de dios). Digamos que la voz del aeropuerto es una voz meramente descriptiva, que cumple estrictamente con una sola función del lenguaje, políticamente muy correcta, y muy adecuada a los tiempos que corren, pues a veces es masculina y otras femenina. El papa, los ayatolas y el supremo rabino del mundo deberían aprender cómo a través de una correcta modulación, del control del matiz, del timbre, de la atemperación y, sobre todo, del grado de utilidad de lo que se dice, una frase masculina o femenina dicha en el momento y en el lugar oportuno es capaz de ordenar y dirigir los destinos de millones de personas cada día sin que nadie diga ni mu ni se cuestione la existencia del ente que desde el momento en que entramos en un aeropuerto gobierna nuestros destinos.

El caso es que cuando espero a que se anuncie mi vuelo, mientras hojeo revistas en el quiosco, tomo café, miro escaparates con productos que jamás voy a comprar o le invento historias a la gente que espera junto a las puertas de embarque, me da por imaginar el aspecto que debe tener el dios y la diosa que cada minuto nos ordena y nos dirige con sus instrucciones precisas. Lo primero que me viene a la cabeza es que siempre oímos la misma voz y entonces me convenzo de que quienes hablan pasan toda su vida en un lugar determinado que nadie ni nunca sabrá donde se encuentra, excepto un par, o quizá sean tres, de individuos con mucho poder. Después intento hacerme una idea exacta de cómo son, o de cómo llegaron a ocupar un puesto tan privilegiado. Y es bien curioso porque la imagen que me formo de estas dos divinidades es bastante prosaica, más bien doméstica; es la imagen de un par de dioses de andar por casa. Los veo como el matrimonio que un buen día, recién casados, leyó un anuncio en el periódico en el que alguien, no se sabe bien quien, escribió “Se necesita matrimonio bien avenido, formal: se ofrece trabajo bien remunerado, estabilidad garantizada. Trabajo a desarrollar dentro de vivienda totalmente equipada. Sueldo acorde con cumplimiento de objetivos. Inglés hablado y leído. Se requiere voz divina y dedicación eterna. Razón AENA”. Y entonces la pareja decidió dar un giro a sus vidas y aventurarse, y ahí están, en su humilde loft aeroportuario, día y noche, junto a su cocina con los platos sin fregar, la cama desecha, como un farero junto al mar, dibujando con la luz de su voz los embarques, las cancelaciones, las salidas, las averías, las llegadas y los avisos urgentes a los impuntuales de siempre -cómplices involuntarios del azar caprichoso- que modifican con su retraso en el embarque la sucesión de los acontecimientos que nos está reservada desde siempre, desde antes incluso de que compremos el billete. Y esto último los dos dioses lo saben bien. Por eso, si aguzamos bien el oído, en estos casos se puede percibir en el aviso cierta vehemencia contenida. Es en la única ocasión en que se lo permiten. Por lo demás, no sería difícil tirar del símil del vuelo como metáfora de la vida, o del aeropuerto como metáfora del mundo, pero creo que nada está más lejos de la intención de estos profesionales, porque como buenos dioses que son, creen firmemente en el libre albedrío, y una vez dentro del avión, que cada cual se las componga como pueda.

Finalmente, dada la trascendencia de su función, dudo mucho que a la pareja de voces se les permita ver a ningún pasajero. Sería nefasto. Su labor requiere absoluta impersonalidad. No se puede admitir ningún tipo de devaneo afectivo y mucho menos propiciar que alguno de los dos se encapriche de algún viajero y se le beneficie con ciertas ventajas que pudiesen provocar agravios comparativos. De ahí que a veces haya llegado a especular con que su lugar de trabajo en realidad puede estar situado en Ceuta, o en Melilla, o en Bombay, y que en una gran sala cerrada, en la gran central del destino, en donde se distribuye pòr todo el planeta la voz de centenares de dioses como ellos, se anuncian en mil idiomas con sus timbres aterciopelados, durante todos los días y todas las noches del mundo, los futuros encuentros, las rutinas, las incertidumbres, el instante único y preciso en que hombres y mujeres de procedencias infinitas se ponen en pie, enseñan su billete y se disponen a volar al lugar y al momento que probablemente ellos mismos han elegido.


Vuelvo mañana

sábado, 13 de marzo de 2010

Sangre, fuego y nieve (o la poética de la política)


Ya lo dicen los poetas: la poesía se encuentra en cualquier rincón. Respira tranquila junto a nosotros; palpita a la espera, en los lugares y en los ámbitos más insospechados. Para reconocerla es cuestión de vivir con el alma abierta y los sentidos bien despiertos, la cabeza alta, desnudo el espíritu, valentía, voluntad, y conciencia de sacrificio. Rainer Maria Rilke, el sumo sacerdote de la sagrada orden del verso glorioso, que dejó plantada a su Clara para recluirse como monje de la rima, se lo decía muy claro al poeta en ciernes Franz Xaver Kappus en la correspondencia que mantuvo con él: “Compruebe si extiende sus raíces por las mayores profundidades del corazón; confiésese a sí mismo si tendría que morirse si se le prohibiese escribir.” Si esa es la actitud, según Rilke, parece ser que la paciencia y la constancia traerán de la mano a la palabra y surgirá como una lengua de fuego el misterio creador y revelador que la contiene. “Por eso”, continuaba diciéndole Rilke a un aplicado Kappus, “debe liberarse de los temas corrientes, que son los más difíciles. Vaya a los que le ofrece su propia vida cotidiana”. Y eso precisamente es lo que me ha pasado esta última semana, que buscando desesperado un tema cotidiano que me dijese algo, que me motivase, que hiciese surgir en mi la necesidad imperiosa de invertir escribiendo unas horas de mi vida para no morir de nuevo, encontré poesía en la política.

La sangre sobre la nieve es una imagen literaria muy sugerente. Simboliza a menudo la pureza manchada, mancillada; también la pérdida de la inocencia; otras veces, el reguero de gotas rojas sobre el tapiz blanco es la señal o el camino que el héroe debe seguir para cumplir su destino, como lo hizo Perceval al inicio de su búsqueda del Santo Grial. La Verdad griega vestía siempre de blanco y leukos era sinónimo de felicidad y promesa de esperanza. García Márquez tituló un cuento “El rastro de tu sangre en la nieve”; creo recordar que Quevedo le clavó un alfiler a Fili (o quizá fue a Lisi, o quizá no fue ni Quevedo, y tampoco a Fili o a Lisi) en su dedo blanco como el nácar; Joan Salvat-Papasseit en su “Poema de la rosa als llavis” desflora a la amada sobre blanco inmaculado y esta temporada cinematográfica hemos podido disfrutar de una extraña y extraordinaria historia de iniciación, de amor, de soledades eternas y de tiempo con la película “Déjame entrar”, un prodigio de poesía visual realizada y escrita por el director sueco T. Alfredson y filmada en su totalidad entre sangre y nieve. Pero como a mí me ocurre como al novato Kappus, que estoy todavía por hacer, sigo prospectivamente el consejo del sabio Rilke y liberado de temas tan corrientes –repito, tan corrientes- como el amor, la muerte, la ambición, el poder, etc., voy a temas más cercanos, o prosaicos, cotidianos; voy a lo que vemos y oímos en el día a día y que no necesita de la energía, la experiencia y el poderío poético que, según el autor checo, se necesita para otros temas menos elevados.

Y qué podemos encontrar más cotidiano, casero y habitual, además de un batín de franela anudado y unas pantuflas bien afelpadas, que la política. La catalana la que más, cercana al ciudadano, pendiente de sus necesidades, cómplice en el día a día de los contribuyentes, atenta siempre a sus deseos y proactiva con sus problemas. Por ser así quizá es por lo que se ha producido durante estas últimas semanas uno de los espectáculos más lamentables de los que yo pueda tener recuerdo, que las nieves de estos días se han encargado de sepultar. Como todo el mundo sabe, el pasado verano cinco bomberos murieron en acto de servicio cuando trabajan en la extinción del colosal incendio en las inmediaciones de Horta de Sant Joan (Tarragona). Cinco hombres generosos y valientes, cinco caballeros, dieron la vida por los demás. Dicho así suena hueco, a frase hecha, pero si repetimos cada unas de las palabras que la forman, hondamente, lentamente, reflexionando sin prisas lo que significa dar la vida por los demás, seguramente se nos anudará la garganta y alguna lágrima asomará en los ojos, y entonces tendremos la certeza de que ese momento es un instante de íntima solidaridad para con los bomberos y para con los seres queridos que ya nunca van a poder compartir con ellos el transcurso diario de la cotidianidad de sus vidas. La sangre de esos hombres es una deuda que nos toca pagar a toda la comunidad honrando su memoria con respeto y admiración. Pero, ves per on, mira por donde, el fuego de Horta, aunque todos lo dábamos por extinguido, ha vuelto a prender con grandes llamaradas en los escaños de sus señorías y en los medios de comunicación; y puestos a imaginar maneras vergonzosas de utilizar como arma política a cinco hombres muertos, parlamentarios, columnistas, consellers, alcaldes, concejales, jefes, jefecillos, gacetilleros y gentuza de todo tipo y calaña han superado cualquier expectativa de cómo se puede llegar a ser tan hiperbólicamente miserable cuando se trata de amagar responsabilidades o de exigirlas con las cenizas ya recogidas, con tal de rascar un poco de poder, de defender la poltrona, o de vender noticias como el que vende aceite.

Lo que hemos vivido en Catalunya estas tres últimas semanas - el vergonzante debate al rebufo del descubrimiento, meses después, de que no fue un rayo lo que provocó el incendio; al respecto de quién hizo o no hizo qué; a quién le tocaba hacerlo y no lo hizo- es el mancillamiento del recuerdo de la sangre heroica a cargo de la voracidad del fuego canalla que se ha extinguido gracias a la reciente gran nevada purificadora; porque esa nieve ha sofocado momentáneamente los últimos rescoldos del incendio y la vergüenza que yo he sentido después de tanto insulto y de tanta palabra borde. Y todo, con la tierra todavía húmeda que dio descanso a esos cinco hombres muertos por todos nosotros y que vivieron con el alma abierta y los sentidos bien despiertos, la cabeza alta, desnudo el espíritu, valentía, voluntad, y conciencia de sacrificio. Poesía es su sacrificio, mal que le pese a Rilke o a los teóricos y rapsodas de la poética de la política.


Vuelvo mañana
El cuadro es de Clara Tengonoff. Se titula "rosas rojas". Podeis ver sus obras en http://claratengonoff.artelista.com/

domingo, 7 de marzo de 2010

El experimento


La puerta central de la fachada noble del edificio histórico de la Universidad de Barcelona es un lugar habitual de espera y encuentro. Está ubicada a unos diez metros de distancia en paralelo a la Gran Vía de les Corts Catalenes. Universitarios o no, allí se suelen citar personas de todas las edades, colores y tamaños. Fue al abrigo de esta histórica fachada en donde empecé a entender un poco, solamente un poco, el lío en el que me había metido al decidir encarnarme nuevamente a los 170 años de mi muerte voluntaria. Eso sí, poco después de la experiencia que a continuación voy a explicar, llegué a la conclusión de que no había estado, lo que se dice, muy acertado en la elección del sitio porque, ahora lo sé, no es la mejor de las ideas analizar algunas de las consecuencias de volver a la vida desde la inmortalidad cerca de las paredes que acogen al mismo tiempo el estudio de las ciencias matemáticas y de las letras de medio mundo. Cualquiera en su sano juicio hubiese presagiado el embrollo monumental en el que me vi envuelto, aunque puedo esgrimir en mi descargo la desorientación vital y espaciotemporal que experimenté cada día que transcurrió durante las tres primeras semanas de mi nueva carnalidad de este siglo XXI. Sea como fuere, aquella decisión ya no tienen vuelta atrás y el experimento salió como salió.

Todo lo planeé y lo puse a la práctica porque en el devenir diario de la inmortalidad duradera- la de verdad, la que supera el siglo de existencia- las coordenadas de espacio y de tiempo dejan de tener valor y, por tanto, la manera de ver el mundo no tiene en absoluto nada que ver con la tridimensionalidad, la bimensionalidad o la unimensionalidad con que experimentan sus vicisitudes y comprenden y se sitúan en el entorno las criaturas de la tierra. Conceptos como arriba, abajo, izquierda, derecha, al derecho o al revés dejan de tener sentido, y por supuesto, exactamente lo mismo ocurre con el tiempo. Tarde, pronto, prisa, jamás, nunca, siempre, despacio, lento o rápido, por proponer algunos términos habituales, no están vigentes. Es decir, el espacio y el tiempo se disuelven y se funden en una dimensión única, como un poema, o sencillamente como un verso, como una sencilla palabra que se diga, que se escriba, para que sea hermosa y esencial, y ocupe su rincón el día de la Historia en que se escribe o se dice. Aunque no sé por qué digo esto ahora, porque si de algo no quiero hablar es de literatura. (Esta es, sin duda, una de las consecuencias de la elección de la fachada del edificio histórico de la Universidad de Barcelona como banco de pruebas para mi experimento.).

La cuestión era que necesitaba desaprender el modo de moverme, de vivir, de palpar, ver y discurrir mis pasos respetando y haciendo caso de las reglas físicas en un entorno inmortal y me veía también en la obligación de aprender, o más bien de recordar, cómo situarme ante los lugares, mirar de igual a igual a las gentes, percibir las cosas; cómo imaginar, intuir, constatar en definitiva, el modo en que los espacios me contienen y yo decido estar, las maneras en que las personas me miran y yo las observo y hasta qué punto es recíproca la existencia de un servidor y todo ser vivo o toda cosa inerte. Así es que me puse manos a la obra y un jueves primaveral, a las tres de la tarde, me deshice de mi levita de origen y me vestí discretamente con ropas perecederas, y después de una comida frugal planté mis carnes sobre la acera del número 585 de la Gran Vía para observar con detenimiento, durante varias horas cómo transcurre la vida a través del tiempo en un espacio determinado. Empecé por lo más próximo: el suelo, la fachada los viandantes y mis vecinos de espera. Letras grandes que nadie leía escritas con urgencia sobre la vieja pared contra un llamado ‘proceso de Bolonia’; colillas blancas, amarillas, apuradas, arrugadas, algunas todavía húmedas y cigarrillos a medio fumar; chicles verdes, rosas, e incluso anaranjados aplastados y pegados como besos dados a la tierra; papeles arrugados en pequeñas bolas con teléfonos escritos olvidados ya para siempre, con la dirección de aquel mismo lugar, o de otro; con la descripción breve de alguien que no se presentó a la cita, o con un examen suspendido; un remolino de hojas secas de los plataneros de Barcelona; tres palomas sucias al acecho de carroña urbana; un perrito faldero vestido con un pullover de lana rojo que camina orgulloso delante de su dueño atado a él y, finalmente, media docena de personas que esperan, algunas impacientes, otras aburridas, una de ellas expectante, la llegada de alguien. Frente a esa decena de metros cuadrados de espaciotiempo ciudadano, circulaban por la Gran Vía ruidosos, impertinentes y apresurados, ajenos por completo a nuestra realidad, miles de vehículos de todo tipo de tamaños, colores y marcas. Y daba la sensación, después de haber estado allí de pie, observando el tráfago de la circulación durante horas, que en realidad siempre pasaban los mismos mil coches cada minuto, como si circulasen sobre un circuito cerrado que no llevase a ninguna parte y que les obligase a estar en movimiento perpetuo para obtener una imagen urbana concreta, predeterminada y perfectamente planificada por alguien desconocido que detentase un gran poder.

Al día siguiente me levanté ilusionado porque iba a poner en marcha la segunda fase del experimento y entonces ya podría extraer las conclusiones pertinentes, las enseñanzas necesarias con las que podría elaborar mi particular manual con el que aprendería a moverme confiado entre mortales. Me vestí con la misma ropa, salí a la calle y llamé a un taxi. Le di la dirección de Gran Vía, pero con destino final entre las calles de Balmes y Rambla de Catalunya. Es decir, una manzana más allá del mismo lugar de observación en donde había estado plantado el día anterior. El taxista era discreto, no hablaba. Durante el trayecto oía la voz de la mujer que repartía por la emisora las peticiones de los clientes entre las unidades disponibles. Hablaba sin utilizar verbos; entonces pensé que somos capaces de actuar sin que nos soliciten en la petición acción alguna. Pero sentí un poco de pena por la mujer, por las ocho horas diarias (o quizá más) que vivía pronunciando las misma frase, cambiando solamente de actores y de lugares: “fulano a tal sitio”; “número tal a tal dirección”, o a lo sumo, “alguien cercano a la esquina equis, urgente”.

Como me conozco muy bien y sé que me distraigo por menos de nada, le había pedido al taxista que me avisase cuando estuviésemos a punto de pasar por la fachada del experimento. Y así lo hizo. Me retrepé ligeramente en el asiento y me dispuse, lo más atento que pude, a observar el lugar escogido. Ya faltaba poco, a lo sumo dos manzanas, menos de medio minuto, el espacio que distan dos semáforos que cambian del rojo al verde. Y allí estaba, a la misma hora que el día anterior, en una tarde igual de primaveral, en la misma ciudad, el mismo espacio en el que un día antes yo había permanecido observando durante horas el mismo lugar por donde yo ahora estaba circulando, separados únicamente por unos escasos diez metros. Quedé absolutamente asombrado. Mejor dicho, absolutamente desconcertado. El taxi pasó de largo y se detuvo en la esquina acordada. El conductor me avisó dos veces de que el trayecto había llegado a su fin. Me preguntó si me encontraba bien. Pagué, bajé del taxi, el coche arrancó y yo me quedé allí clavado, a unos centenares de metros de la Universidad, como un pasmarote, rascándome la cabeza sin entender en absoluto nada de lo que había ocurrido. Estaba muy cerca. Pude haber dado un corto paseo, pero no me atreví. Opté por entrar en el primer bar que encontré y reflexionar fríamente durante 3 copas. Pero todo fue inútil, infructuoso. De vuelta a casa, llegué a la conclusión de que no había escogido el mejor escenario para el experimento. Así que la disyuntiva era volver a realizarlo en otro lugar o aceptar los hechos. Me decidí por lo segundo. No me apetecía iniciar una nueva vida arriesgándome, otra vez, a un final trágico.

Vuelvo mañana