lunes, 25 de julio de 2016

Adios con lavanda

Tenía que ser hoy, y no otro día. 

Hoy. 

Ya hace semanas que me baila la decisión. Ya hace semanas que he perdido las ganas y las ideas, que no me gusto cuando me leo, que no hay manera de quitarles de encima el horrible olor a inutilidad que despiden cada una de las frases que emborrono y lanzo al estercolero.

Hoy, además, se me ha ocurrido entrar en el apartado de estadísticas que ofrece Blogspot y he visto que durante esta última semana  más de 2.000 rusos y 1.640 alemanes han leído alguno de mis textos.

Y entonces he pensado, muy digno, ¡Yo no escribo para un robot. ¡Hasta ahí podríamos llegar!

Una escusa como cualquier otra para dejar de publicar entradas durante un largo tiempo. 

No sé hasta cuando. 

Hasta que mis palabras vuelvan a oler bien, si es que alguna vez tuvieron aroma. 

No aspiro a perfumes suntuosos. Solamente a un poco de frescura; una lavanda suave como la que utilizo cada mañana  para sentirme despierto antes de coger el coche y conducir hacia el trabajo.

¡A vuestra salud y hasta pronto !

miércoles, 20 de julio de 2016

Mañanita de compras

Hola, buenas, ¿qué desea?. Un poco de dignidad. Hoy no tenemos. ¿Cuándo me puedo pasar?. Va para largo. ¿Y eso?. Ya no la fabrican. ¿No puedo encontrarla en ningún sitio?. Hay algunos que la fabrican artesanalmente, pero no se la recomiendo, no tienen garantía y la destilación se realiza en casas particulares, en alambiques sin el sello de sanidad. ¿Pero funciona?. Sí, parece que sí, pero ya le digo, es peligroso, tal y como están las cosas y lo acostumbrados que nos tienen a la comida envasada, puede obtener tal grado de pureza que acabaría por perder la vista, o mucho peor, por contraer una parálisis cerebral. ¿Y no hay nada que se le parezca?. Ahora mismo, igualito a la dignidad de toda la vida  no hay nada. ¡Pues vaya, y ahora qué hago yo sin mi pizca diaria de dignidad! Como último recurso puede probar  usted en una tienda que hay justo en la carrera de San Jerónimo, aquí mismo, en Madrid. ¡Pero si no hay en ningún otro sitio, estará por las nubes! ¡Ya le digo!, no tiene más que ver la útlima venta: a unos catalanes que llevan vendiéndola al 3% durante  lustros  se la han comprado a cambio de un montón de promesas que venían haciendo a la gente los últimos años! ¡No me joda! Como se lo digo, cinco votos de diputados, de los de  vellón, de los de verdad, lo que viene siendo más o menos el voto de quinientas mil personas. ¡Pue sí que...! ¡Así está la vida, amigo.! Ya veo... No me va a quedar más remedio que fabricármela yo mismo, porque yo sin diginidad no sé estar. ¡Usted verá, yo ya hace tiempo que no tomo, y míreme, aquí sigo, tan tranquilo! Sí, la verdad es que no se le va mal del todo, no; igual solo es cuestión de acostumbrarse... Igual.. ¡Tenga usted buen día! ¡Lo mismo digo, hombre!

lunes, 18 de julio de 2016

Contra la peste del olvido (80 años después del Golpe de Estado en España)



"Su padre se lo dijo: “tas”. Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde lo impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerco, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.

En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que había llegado a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareció por el camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada con cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa de José Arcadio Buendía.

Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito de vender algo, ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin remedio en el tremedal del olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba también cuarteada por la incertidumbre y sus manos parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venía del mundo donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negro, mientras leía con atención compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y dentro de ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los objetos estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades."

Gabriel García Márquez
"Cien años de soledad"

martes, 12 de julio de 2016

Tutorial



Haz una cosa. Antes de escribir en la pantalla blanca,  deja que el cursor del editor de textos parpadee durante unos segundos. Míralo fijamente. Es muy importante que no dejes de mirarlo,  que mantengas los ojos bien abiertos, porque para vivir plenamente la experiencia  de la que te hablo es absolutamente imprescindible no tocar el teclado y permitir que la máquina ante la que uno se encuentra  siga latiendo en calma, con su parpadeo exclusivo. 

Cuando creas que has entendido la esencia de su intermitencia,  cuando seas capaz de avanzar o prever el instante preciso en que la señal negra vertical aparece y desaparece; cuando en definitiva constates que  el cursor y tú sois un mismo ser, un mismo organismo pluricelular, una perfecta  simbiosis biológica y computacional, entonces es cuando puedes colocarle encima el puntero del ratón, o arrastrar tu dedo sobre el rectángulo rugoso de tu portátil hasta colocar  la cicatriz móvil  que señala  el lugar donde te encuentras sobre la marca latente que se contrae y se dilata, que aparece y desaparece en el extremo septentrional de la pantalla, hacia Occidente,  donde se pone el sol, donde desaparece  la luz del día, en una frecuencia similar a la cardiaca; sístoles y diástoles coreografiadas con tu pulso, con la cadencia de tu corazón, el pálpito  en las sienes de la vida que corre y sigue, mientras más allá de ese latido que ya es el  tuyo no hay más que el pánico al páramo, un nuevo amanecer  sin palabras, la confirmación  recurrente  de la mediocridad.

Si sigues al pie de la letra estas instrucciones habrás conseguido el objetivo, la ausencia de la intermitencia. Entonces ya  solamente advertirás, perplejo, la presencia firme del puntero triunfante, la manifestación de una irreparable  hemiplejia  gráfica, síntoma de una  agrafía incurable que anticipará  la dolorosa realidad de  tu propia inexistencia.

martes, 5 de julio de 2016

La penúltima derrota



Cuando ordena se impone. Su voluntad es soberana y plenipotenciaria. Resulta  inútil cualquier maniobra. Si se lo propone, es eficazmente imperativo,  tremendamente eficiente en el cumplimiento de sus objetivos y un déspota con quien cuestione, en poco o en mucho, su real y santa disposición. 

Yo, que anduve los caminos lúgubres de la resurrección; yo, que acompañé a Roy más allá de las puertas de Tannhauser, he rendido mis armas a sus pies. 

Yo, amigo único de las criaturas deshabitadas  de Hopper; fascinado por los acantilados de Friedrich; víctima prospectiva de las pistolas de Larra, y postulante  fracasado a un romanticismo sin banderas, confieso mi claudicación ante la razón todopoderosa. 

Todo esfuerzo es vano. 

Miles de páginas leídas, criaturas extraordinarias, seres deleznables; héroes, putas y villanos. Realidades más allá de la verdad  con promesas de  otras vidas  no  hallan  aposento en mi cabeza  para consignar y dar testimonio de mi paso por los distritos de la inteligencia, de la belleza y de la emoción. 

Solo  sedimenta el veneno; el gruñido soez de la voz brabucona;  el fruto doloso del fraude y la rapiña; el rostro agarfiado  del truhán facineroso; la cuadrilla garitera de hampones sin escrúpulos.

La felonía asienta el poso de la trampa y el limo  de la impotencia  en una acumulación  de asco que obstruye con sus deposiciones el  tragaluz, la pequeña lumbrera por la que hace un tiempo se solía filtrar algún que otro destello, un leve soplo de aire, minúsculas  migajas que alimentaban mi espíritu. 

Y ante tal estado del presente, o me someto o acabo con todo, porque, aunque quien escribe estas palabras es el corazón, el cerebro es quien las dicta. ¿Sangraré en la batalla, o izaré al primer asalto la bandera blanca de los achantados?