miércoles, 30 de enero de 2008

Primer miedo


A lo largo de mis largas y vanas vidas he vivido el miedo. Miedo de verdad. Miedo del que te atenaza por la nuca y en un instante te parte la vida y te susurra que después no hay nada. Es el pavor, la angustia, la incertidumbre y la sensación terrible de estar viviendo una pesadilla y gritar por dentro ¡despierta, despierta!, y que nadie oiga el que será el último intento de agarrarse a la vida.

Recuerdo los días con Dolores, nuestras noches ¡Oh Dios, tan breves! Recuerdo que la esperaba agazapado entre cipreses y palmeras, bajo las sombras del muro del cementerio y de la fachada de un palacete medio en ruinas que un indiano con poca cabeza se hizo construir justo en frente. A veces, en las noches de invierno, me embozaba en mi capa para protegerme de la inclemencia de Madrid y del frío de la muerte, tan próxima. En las noches de verano la espera era más plácida aunque más peligrosa porque la luna luce más intensamente y porque no era el único amante furtivo que por allí esperaba ansioso.

Pero Dolores era una mujer valiente. No faltaba a ninguna de las citas que solíamos concertar en días alternos evitando así seguir rutinas para no levantar las sospechas del marido. Una de aquellas benditas noches mi amor se retrasaba. Lucía la luna en lo alto y las sombras de los cipreses del cementerio se cernían sobre el muro. No hacía frío pero aún así exhalaba un vaho que, de haber bebido absenta, se me hubiese figurado mi alma levitando hacia el hueco excavado, paciente y reservado para mi en el vecino camposanto. No se oía a nadie. Tan solo un leve siseo que producía el viento ligero al rozar las malas hierbas semi secas crecidas al abrigo de la tapia.

Apareció abiertamente, como un gigante entre sombras, a grandes pasos, entre el estruendo telúrico del peso de sus piernas al aplastar la tierra, resoplando un bufido malsano, inhumano, un resoplar enfermo que parecía surgir de cavernas en las que reposase la ciénaga. Se plantó ante mí y sin mediar palabra alguna me lanzó una de sus garras sobre el cuello mientras con la otra me apuntaba, a un centímetro de los ojos, entre ceja y ceja, con una oxidada navaja albaceteña de a cuatro dedos de larga. Al plantar su jeta ante mi vi como un sudor rojizo humedecía toda la piel de su rostro y mojaba una espesa barba, de manera que ésta perdía su color negro natural y trasmutaba en carbón viejo, ya usado, confiriendo a todo el conjunto un aspecto realmente terrorífico en la penumbra de la noche.

Me estaba ahogando, me quedaba sin respiración, notaba el hueso de la nuez en el gaznate y sabía que de un momento a otro se desprendería del lugar que le corresponde y, en un instante, entre terribles estertores, moriría a manos de aquella mole celosa y hambrienta de venganza. Tan perdida vi la situación que ni siquiera pensé en gritar ¡Despierta, despierta! porque sabía que nada ni nadie podía evitar el fatal desenlace. Solo deseaba que la tortura se finalizase y permanecer lo suficientemente lúcido como para dedicar mi último pensamiento a Dolores, el amor de vida. Entonces fue cuando sentí el escalofrío, el pálpito, el aliento del miedo detrás de la nuca atravesando toda mi columna vertebral, helando el corazón, todo mi ser, todo mi existir; fue entonces cuando un vasta sensación de miedo ocupó cada neurona, cada molécula del cuerpo y del alma; en aquel momento fui consciente de la tragedia que estaba a punto de ocurrir y todos lo órganos del cuerpo se dispusieron a trabajar con un solo y desesperado fin: transmitirme horror, provocarme la sensación de terror hasta llenar cada unos de los últimos y fugaces momentos de mi vida.

Sin embargo, inesperadamente, cuando ya daba toda esperanza por perdida, si es que en algún momento conté con ella, aquella especie de cornudo Polifemo suavizó despacio, poco a poco, la presión de la zarpa sobre mi cuello y, casi al unísono, me clavó la navaja sobre la mejilla y la hizo resbalar hasta la barbilla, casi sin esfuerzo, como una caricia fatal de cicatriz eterna. Noté inmediatamente la humedad de la sangre espesa y unas cuantas gotas cayendo sobre mis botas. Después el energúmeno emitió un sonido, una palabra, algo corto, breve y conciso que no llegué a entender con claridad: un rugido líquido, una voz bronquial, expectoral, quizá de amenaza o quien sabe si de cortesía, porque en aquel instante el bruto ensayó un ligera mueca que me pareció una sonrisa. Me miró por última vez, retiró la navaja, la limpió sobre el embozo de mi capa y acto seguido desapareció dejando tras de si un ciclón entre las sombras de los últimos cipreses.

Todavía ahora no encuentro explicación, no sé por qué aquel marido engañado, el marido del amor de mi vida, no acabó en un instante conmigo. No llego a entender como sin testigos, apartados de toda presencia humana, al abrigo de la noche, quien me robaba cada noche el lugar que me correspondía en el lecho al lado de mi Dolores no fue capaz de liquidar para siempre el motivo de su deshonra. Aquella noche viví el miedo por primera vez; el miedo a no ver más a Dolores. Dolores, el motivo de mis desdichas, la flor de mi tierra, la luz de mi alma, la guía de mis destinos.
El miedo cubre, atenaza, atrapa y ya nunca se es el mismo. Aquella bestia parda lo vio en mis ojos: no tenía por qué ahorrarme el trabajo que yo mismo habría de realizar poco tiempo después, borracho y desesperado, harto de toda existencia, harto de mi mismo, sometido y humillado ante al destino y la imposibilidad de tenerte. ¡Dolores! ¿Dónde estás?


Vuelvo mañana

lunes, 21 de enero de 2008

Cuadrilla de golfos apandadores...

Estoy convencido de que Arturo Pérez Reverte no se va a enfadar si copio literalmente su artículo "Patente de Corso" , aquí, en este humilde blog de un humilde inmortal. Alguien explica, por fin , y en roman paladino, qué es lo que pasa y hacia donde vamos. Ahí va.

Cuadrilla de golfos apandadores, unos y otros. Refraneros casticistas analfabetos de la derecha. Demagogos iletrados de la izquierda. Presidente de este Gobierno. Ex presidente del otro. Jefe de la patética oposición. Secretarios generales de partidos nacionales o de partidos autonómicos.
Ministros y ex ministros–aquí matizaré ministros y ministras– de Educación y Cultura.
Consejeros varios. Etcétera.No quiero que acabe el mes sin mentaros –el tuteo es deliberado– a la madre. Y me refiero a la madre de todos cuantos habéis tenido en vuestras manos infames la enseñanza pública en los últimos veinte o treinta años.
Decuantos hacéis posible que este autocomplaciente país de mierda sea un país de más mierda todavía. De vosotros, torpes irresponsables, que extirpasteis de las aulas el latín, el griego, la Historia, la Literatura, la Geografía, el análisis inteligente, la capacidad de leer y por tanto de comprender el mundo,ciencias incluidas.

De quienes, por incompetencia y desvergüenza, sois culpables de que España figure entre los países más incultos de Europa, nuestros jóvenes carezcan de comprensión lectora, los colegios privados se distancien cada vez más de los públicos en calidad de enseñanza, y los alumnos estén por debajo de la media en todas las materias evaluadas. Pero lo peor no es eso. Lo que me hace hervir la sangre es vuestra arrogante impunidad, vuestra ausencia de autocrítica y vuestra cateta contumacia.


Aquí, como de costumbre, nadie asume la culpa de nada. Hace menos de un mes, al publicarse los desoladores datos del informe Pisa 2006, a los meapilas del Pepé les faltó tiempo para echar la culpa de todo a la Logse de Maravall y Solana –que, es cierto, deberían ser ahorcados tras un juicio de Nuremberg cultural–, pasando por alto que durante dos legislaturas, o sea, ocho años de posterior gobierno, el amigo Ansar y sus secuaces se estuvieron tocando literalmente la flor en materia de Educación, destrozando la enseñanza pública en beneficio de la privada y permitiendo, a cambio de pasteleo electoral, que cada cacique de pueblo hiciera su negocio en diecisiete sistemas educativos distintos, ajenos unos a otros, con efectos devastadores en el País Vasco y Cataluña.Y en cuanto al Pesoe que ahora nos conduce a la Arcadia feliz, ahí están las reacciones oficiales, con una consejera de Educación de la Junta de Andalucía, por ejemplo, que tras veinte años de gobierno ininterrumpido en su feudo, donde la cultura roza el subdesarrollo, tiene la desfachatez decargarle el muerto al «retraso histórico».

O una ministra de Educación, la señora Cabrera, capaz de afirmar impávidaque los datos están fuera de contexto, que los alumnos españoles funcionan de maravilla, que «el sistema educativo español no sólo lo hace bien, sino que lo hace muy bien» y que éste no ha fracasado porque «es capaz de responder a los retos que tiene la sociedad», entre ellos el de que «los jóvenes tienen su propio lenguaje: el chat y el sms». Con dos cojones.

Pero lo mejor ha sido lo tuyo, presidente –recuérdame que te lo comente la próxima vez que vayas a hacerte una foto a la Real Academia Española–. Deslumbrante, lo juro, eso de que «lo que más determina la educación de cada generación es la educación de sus padres», aunque tampoco estuvo mal lo de «hemos tenido muchas generaciones en España con un bajo rendimiento educativo, fruto del país que tenemos». Dicho de otro modo, lumbrera: que después de dos mil años de Hispaniagrecorromana, de Quintiliano a Miguel Delibes pasando por Cervantes,Quevedo, Galdós, Clarín o Machado, la gente buena, la culta, la preparada,la que por fin va a sacar a España del hoyo, vendrá en los próximos años, al fin, gracias a futuros padres felizmente formados por tus ministros y ministras, tus Loes, tus educaciones para la ciudadanía, tu género y génera, tus pedagogos cantamañanas, tu falta de autoridad en las aulas, tu igualitarismo escolar en la mediocridad y falta de incentivo al esfuerzo,tus universitarios apáticos y tus alumnos de cuatro suspensos y tira p'alante.Pues la culpa de que ahora la cosa ande chunga, la causa de tanto disparate, descoordinación, confusión y agrafía, no la tenéis los políticos culturalmente planos. Niet. La tiene el bajo rendimiento educativo de Ortega y Gasset, Unamuno, Cajal, Menéndez Pidal, Manuel Seco, Julián Marías o Gregorio Salvador, o el de la gente que estudió bajo el franquismo: Juan Marsé, Muñoz Molina, Carmen Iglesias, José Manuel Sánchez Ron, Ignacio Bosque, Margarita Salas, Luis Mateo Díez, Álvaro Pombo, Francisco Rico y algunos otros analfabetos, padres o no, entre los que generacionalmente me incluyo.

Qué miedo me dais algunos, rediós. En serio. Cuánto más peligro tiene un imbécil que un malvado.

Arturo Pérez Reverte

Pues eso.
Vuelvo mañana

martes, 15 de enero de 2008

Berzas en el día de la puesta de largo

Si alguien les explicase que allá por los años cuarenta, a la montañas perdidas de León, un buen día llegó la comitiva del gobernador civil conduciendo ruidosos jeeps y que los lugareños, espantados ante la visión de los vehículos, corrieron a esconderse aterrados de miedo y que, después, una vez seguros de que aquellos “bichos” no atacaban, los mismos aldeanos se acercaron a ellos con sumo respeto y colocaron cuidadosamente bajo los parachoques de los “bichos” brazadas de hierba recién segada para que comiesen, seguro que no lo creerían. “¡¡En España y en esos años eso no ha podido pasar!!” inquiriría más de uno. “¡¡Miseria e ignorancia sí que hubo, pero hasta ese punto es imposible!!” dirían otros.

A mi me lo ha explicado Antonio Bayo, más conocido com “El Ruso”, a través de las páginas que Ramiro Pinilla escribió allá por los años 70, después de escuchar durante días el relato de su vida con el que escribió la novela que la Editorial Tusquets ha reeditado. Y le creo.
El Ruso ya no vive. Murió a consecuencia de las heridas que le produjo la navaja de su cuñado después de una estúpida reyerta por un quítame allá esas pajas, cuando, por fin, vivía una vida más o menos digna. El Ruso ahora hubiese cumplido 70 años y cualquier incrédulo podría ir y preguntarle cómo se vivía entre los años 1940 y 1970 en La Baña, (una aldea de la leonesa Sierra de la Cabrera Baja), el lugar donde se crió; podría preguntarle cómo el cura se follaba a su madre a cambio de 2 berzas con las que poder comer ella y sus dos hijos durante una semana; o cómo era capaz de aguantar temperaturas de hasta 20 grados bajo cero dentro de una cueva y alimentarse a base de lagartos y truchas crudas durante días y días. Cómo consiguió curarse él solo la herida que le produjo una balazo de la Guardia Civil, consiéndose el agujero con una aguja de zurcir sacos. Cómo aguantó y sobrevivió meses y meses pudriéndose sobre sus propios excrementos, atado a una camilla de hierro en los sótanos de un manicomio regentado por frailes. Cómo resisitió las brutales palizas que le propinaba la Benemérita, semanas completas de espantosas torturas con baño de petróleo sobre la espalda i posterior cerilla incluida, para después caminar, sin más calzado que la piel de sus pies, durante más de 60 kilómetros hasta la Audiencia provincial.

Seguramente Antonio Bayo le respondería un “no sé, había que aguantar, había que vivir” y después les explicaría que él era el rey de la montaña, el amo y señor absoluto en La Favenzia y en el lago Lobico fueron, su reino, el lugar donde permanecía escondido durante meses a causa de las denuncias de los vecinos y de los tricornios; el lugar en donde conoció a Pedro el Maquis, o en donde era capaz de pescar dos docenas de truchas en poco menos de una hora, robarle las presas a las águilas en su mismo nido, cazar corzos, amaestrar y convivir con gatos monteses, almacenar en su cueva, su refugio, el botín de los robos que perpretaba por la noche en La Baña para poder comer . Entre hayas, castaños y todo tipo de bestias salvajes, como un famélico tarzán de la postguerra española, El Ruso gritaba su grito de libertad y su hambre en los montes leoneses de la Sierra de la Cabrera.

Hay en El Ruso algo que se entrevé pero que nunca se hace explícito, una carencia que va más allá del puro hambre: la falta del calor de la madre, la búsqueda constante del abrazo, del cariño imposible, de unos minutos de tregua que la miseria extrema jamás va a permitir, y eso es lo que ata al Ruso a La Baña: la esperanza de conseguir una vida digna en el entorno que considera suyo y que nunca disfrutará porque muy pronto la carcel entra su vida o, mejor, al revés, porque su vida entra en la cárcel.

Esta es una novela social, literatura que ya no se escribe, que ya no se hace. Es una novela de la realidad (no sé si realista), sin concesiones. El artificio aquí no tiene cabida. La palabra es exacta y la narración corre, vuela, a través del diálogo. De hecho es el mismo Ruso quien explica su historia en primera persona porque esa historia tiene que tener, por fuerza, su voz.

Antonio B. El Ruso, ciudadano de tercera” es la novela de una España que existió, el testimonio singular que bien podría erigirse en representación de decenas de miles de vidas que vivieron una vida semejante en otros lugares del país; gentes que resistieron y sobrevivieron al hambre extremo, a la humillación, a la miseria y que años después, como auténticos superhombres, como heroinas, fueron capaces de organizar una familia, educar a sus hijos y hacer de este ingrato pais un lugar mejor, aunque ya pocos quieran acordarse.

Es por eso que la reedición de esta novela por parte de la editorial Tusquets me ha parecido una idea excelente y se me ocurre, que en el mismo pais y en la misma época, mientras una madre se dejaba follar por un cura de aldea para conseguir dos berzas con las que alimentar a sus hijos, otras mujeres celebraban su puesta de largo en los salones del ensanche Barcelonés, tal y como narra Esther Tusquets en “Habíamos ganado la guerra”, su último libro, publicado por Bruguera.

Enfrentar las dos novelas - dos historias publicadas casi al unísono - que hablan de una misma época y en el mismo pais, nos obliga a mirar hoy, en nuestra aldea global, hacia el Sur, en donde el presente de cada día se está haciendo de seres humanos que se mueren de hambre, de pura injusticia. Mientras, yo me entretengo aquí, escribiendo mi blog, y cuando acabo salgo a pasear enfundado en mi largo abrigo con el que me protejo de este invierno que no enfría.

Vuelvo mañana

jueves, 10 de enero de 2008

El árbol de papel


Un día de estas entrañables fiestas de Navidad entré a una residencia de ancianos. El personal del geriátrico adornó una de las paredes con un árbol de papel en forma de abeto y pidió a los residentes que pidiesen un deseo o un regalo . Cada una de las peticiones se escribieron en tarjetas rectangulares que se dispusieron a lo largo y ancho del arbolito en forma de adornos.

Desde el momento en que las asistentes colgaron las tarjetas en el árbol éste ya dejó de ser el abeto importado de la navidad. Hubiese podido serlo de haber sido decorado, sencillamente, con un poco de espumillón y rematado por la asombrosa estrella oriental de cola larga. De modo que el árbol de papel del geriátrico se convirtió, a partir de entonces, en todos y cada uno de los residentes. Y más. En todos y cada uno de los ancianos que en el mundo han sido y serán.

Un cartón de Ducados, un estuche de rotuladores, un cartón de tabaco rubio, que el Madrid gane la liga, que venga a verme mi nieto, que venga a verme mi hija, un pañuelo, no coger la gripe, un espejo pequeño para mirarme, unas zapatillas calentitas... y así.

Todos los deseos, todas las peticiones que colgaban del árbol se reducían a cosas pequeñas, inmediatas, insignificantes, sin pretensiones de futuro. Cosas que se pueden disfrutar en el momento. Aquello de lo que, problamente, más carecen y más echan menos, sin pensar más allá del tiempo que lleva fumarse un paquete de cigarrillos.

Pero en aquel árbol de papel verde de esta navidad anciana, huérfano de estrella mágica, había un deseo, entre todos ellos, que llamaba la atención. Quizá todos los ancianos lo pensaron, a todos se les ocurrió. Seguro que fue lo primero que se les vino a la cabeza y ninguno se atrevió a pedir. O tal vez sea, sencillamente, que nadie que haya cumplido más de 70 años, que se desplace en silla de ruedas y use pañales a diario crea en cuentos chinos, en esperanzas, o en un milagro más allá de que el Madrid gane la liga.

El deseo valiente, optimista, ingénuo, rebelde, decía así: Tener otra vez 25 años.


O sea, no estar allí.


Vuelvo mañana

lunes, 7 de enero de 2008

blog de pared


Los muros y las paredes de la ciudades son una inmensa pantalla. Son el lugar donde la ciudad se expresa a si misma, aunque no quiera. Diciendo esto no descubro nada nuevo. He leído por ahí, en alguna biblioteca, libros que estudian a fondo el fenómeno de las pintadas: en las ciudades, en el water, en el pupitre (¿todavía se llaman así?), en el tren, en el metro... Yo mismo escribí el otro día sobre una lamento pintado en una pared de ciudad, arrabalero, triste, descorazonador y absolutamente real. ( "ver en este mismo Blog "La Rotonda").

Ayer pasé por la Avenida Meridina, un torrente eterno de vehículos de entrada y de salida a Barcelona. Esta avenida, desde hace unos días, cuenta con un nuevo mensaje escrito sobre una larga pared que está coronada por el chico Martini i la Chica boom de rigor . La pared está ubicada justo al inicio de la Avenida y el mensaje aparece como un inquitante saludo de bienvenida o de despedida. Dice así: "Nos estais obligando a vivir en el odio permanente".

No dice Indepèndencia o viva la revolución, o no votes, o muerte a los skins, o una cruz gamada, una hoz y un martillo, ó te quiero paqui... lo habitual.

"Nos estais obligando a vivir en el odio permanente"
. Hay alguien que vive, duerme, trabaja, ama, come, llora, rie y respira en Barcelona que se la ha jugado, en uno de los enclaves más transitados de la ciudad, para escribir "Nos estais obligando a vivir en el odio permanente". ¿Qué le hace pensar en eso?¿A quien se dirige? ¿Quien le (nos) está obligando a vivir en el odio (permanente)?¿Con qué fin? ¿Es una amenza? ¿Contiene la afirmación una respuesta, una consecuencia?. Y lo más inquietante. ¿Cual es la respuesta, la consecuencia? ¿Nos está diciendo el anónimo bloguero de pared que se rebelará contra esa obligación, o por el contrario, que obedecerá?

No se por qué, ahora me acuerdo de Kenia.


Vuelvo mañana