miércoles, 26 de julio de 2017

Proust en el economato


A mis hermanos, con quienes compartí sábados de cine televisado en blanco y negro, tortitas de anís  y chocolate.  

Hay palabras que son igual que  un bollo mojado en el café con leche, en cuanto  te las llevas a la boca apareces instalado en otro lugar y en otro tiempo.  Los científicos, prestos siempre  a bautizar todos sus descubrimientos, denominamos a  esta extraña  fenomenología  como "efecto  Proust".  A mí me ocurre a menudo. Bien, si soy sincero, no  tan a menudo. Solamente cuando se dan las circunstancias adecuadas  y estoy sintonizado en la frecuencia correcta.

Según los últimos estudios  realizados a los que he podido acceder, las consecuencias que se derivan del efecto Proust no nos afectan a todos  por igual. Parece ser que las circunstancias personales de cada cual son decisivas. De hecho,  no estamos ante  un fenómeno  democrático. Más bien todo lo contrario. Sus causas y todo lo que  de ellas se derivan  son terriblemente discriminadoras porque  dependen siempre de la procedencia geográfica, clase social, año de nacimiento, orientación sexual, entornos frecuentados, amigos y amigas, objetos utilizados, canciones  y películas, libros leídos, libros no leídos,  castigos recibidos, viajes, odios, miedos y temores, filias y fobias, olores, familia, estado civil,  estado de salud, traumas, amores, religión, ideología, alimentación,  clima, educación, paladar, idiomas,   frustraciones, éxitos,  dinero, poder, servidumbres… 

De ahí que sintonizar  alguna emisora de nuestra memoria a partir de una sola palabra -tanto espacial, sensorial como  temporalmente- suponga una gran complejidad, a pesar de  que  vivamos la experiencia de modo espontáneo, como si se tratase del impulso reflejo que nos permite respirar.

Nada más lejos de la realidad. La alineación de todo ese conjunto de factores en un mismo instante  es sumamente extraña y  complicada, pero cuando se produce  sus  resultados son  fulminantes y a veces permanentes, hasta el punto de que  pueden llegar a  dejar secuelas.

La bibliografía y la casuística sobre esto que digo es amplia,  y ha sido meticulosamente estudiada por los expertos desde que en el año  1913 Marcel Proust publicase el primer volumen de  su Recherche. Así por ejemplo,  no hace mucho, se dio a conocer en las principales  revistas  científicas uno de los casos que más han captado la atención de los investigadores y que más debate ha generado en el mundillo. Se trata de lo acaecido a cierto historiador burgalés, quien  después de pronunciar dos veces el término ‘fonsadera’ mientras redactaba la historia de su pueblo, de repente experimentó una traslación mental y sensorial hacia las inmediaciones del siglo XVIII,  justamente  en  la zona geográfica objeto de su estudio.

Del testimonio de L.M.G , recogido ampliamente y con todo lujo de detalles  en el número 2.604 de  la  revista  Memory Rewiev*, se concluye que con solo nombrar determinados términos agazapados en los recuerdos y  ayudado de  la debida sintonización, cualquiera es capaz de visualizar perfectamente enseres, personas y animales; determinados rincones geográficos;  ropajes, y en casos en los que la coyuntura es extraordinariamente propicia, incluso se llegan a identificar olores y todo tipo de sensaciones.

El caso de L.M.G ha suscitado tanto interés porque el protagonista  es contemporáneo, y evidentemente  no ha tenido la oportunidad de vivir en la época a la que trasladó sus sentidos de manera tan  insospechada. Sin embargo, no es raro hallar síntomas parecidos a los descritos por  L.M.G. entre personas un tanto singulares, como por ejemplo  aquellas a las que les gusta leer.

En este sentido, los ejemplos son numerosos. Yo mismo, sin ir más lejos, he podido caminar por el mismo sendero que camina el narrador de “Los pasos perdidos”. He llegado incluso a percibir el olor tropical de la fruta silvestre pudriéndose, el sonido amenazante de animales desconocidos  y he advertido el sudor viscoso empapando mi ropa, mientras en lo más hondo  de la noche miro absorto la luz mágica de una hoguera, bajo las sombras antediluvianas de árboles desmesurados.

Por supuesto, ofrezco mi  plena disposición a la comunidad científica por si alguno de  mis colegas desea  conocer más detalles de mis experiencias relacionadas con el efecto Proust y sus variantes. 

Desde luego, casos en los que estudiar y ampliar conocimiento  no escasean. Más bien proliferan. No hace muchos días, una formación política catalana, de representatividad  residual, que basa su estrategia  en posibilitar con sus escaños políticas neoliberales al mismo tiempo que propone utopías libertarias  socializantes, y que a la sazón  ha adquirido gran protagonismo e influencia durante estos últimos tres años, ha propiciado recientemente  el último ejemplo conocido de efecto Proust. 

Hasta ahora no ha trascendido al ámbito científico, y por supuesto tampoco a la calle,  debido a que en Cataluña, durante estas últimas  décadas,  los elementos que configuran nuestro pasado han sufrido grandes cambios, cuando no terribles cercenamientos, de manera que las circunstancias de nuestro pretérito colectivo, que como bien sabemos deben jugar un papel primordial para la correcta sintonización de los recuerdos, no aparecen en su completa, íntegra y objetiva realidad y, por tanto, los resultados se presentan a menudo nulos o engañosos.

El portavoz en Ayuntamiento de Barcelona de la Candidatura d’Unitat Popular (CUP)  -que así se llama este conglomerado de partidos y tendencias políticas integradas bajo estas siglas, en presunto honor  a la coalición de partidos con que el gran Salvador Allende intentó la primera revolución democrática de la historia- la CUP, decía, pocos días después votar junto a los partidos de la gran burguesía catalana y de los nacionalistas españoles contra una ley que limitaba el precio de los alquileres en la ciudad condal; pocos meses después de votar  a favor uno de los presupuestos neoliberales que llevó al parlamento catalán el partido de la corrupción, de la congregación, de los misales y del 3%, la CUP propuso, a bombo y platillo, con gran cobertura mediática,  la expropiación de la  catedral de Barcelona  y su reconversión posterior  en un e c o n o m a t o. 

Conozco muy de cerca a la persona que, tras enterarse de   tan viable propuesta, experimentó todos los síntomas del efecto Proust. De hecho,  yo mismo tuve la oportunidad de entrevistarle. Por supuesto, toda la información que conseguí  fruto de este diálogo está a disposición de la ciencia. Ahora, tan solo me permito avanzar algunos detalles. Su testimonio es tanto más importante cuanto que fue capaz de sintonizar perfectamente con su pasado, a pesar de las ya comentadas mutilaciones, reducciones y manipulaciones de nuestro pasado reciente. 

Mi testigo, al leer   e c o n o m a t o  en los periódicos del día, y al escuchar una y otra vez  el sustantivo en radios y televisiones, inmediatamente  trasladó todo su patrimonio  sensorial  a los tiempos de  finales de los años sesenta y  la década de los setenta. Me explicaba, con toda naturalidad, que la compra quincenal que entraba en su casa se componía de bolsas familiares llenas  de alubias, garbanzos y lentejas; macarrones y espagueti; un gran saco de patatas viejas; unos cuantos quilos de cebollas;  tambores de detergente para hacer la colada en una lavadora que había que mirar constantemente para que funcionase; papel higiénico, sumamente áspero y amarronado, marca El Elefante; chocolate negro; un par de botellas de brandy Veterano; paquetes de café a granel y de EKO, una especie de achicoria para niños; aceite de procedencia indefinida; chorizo, mortadela  y salchichón sin etiquetar; dentífrico Licor del Polo; Nocilla; lejía Conejo; ladrillos de jabón para lavara la ropa a mano y un paquete de tortitas anisadas con las que merendaba los sábados, acompañándolas de un poco de chocolate mientras veían terminar, frente al televisor con antenas, la película del oeste en blanco y negro.

Eso era todo. Con lo que contenían esas bolsas -me decía- vivía su familia quince días. Me explicaba también que dado que  sus padres no tenían coche, se desplazaban en tren y en autobús y llegaban a casa cansados, caminando desde la estación  por aquellas calles sin asfaltar, llenas de baches que se transformaban en grandes  charcos los meses del  otoño y del invierno.

El e c o n o m a t o fue creado por el patrono de la empresa donde trabajó su padre toda la vida, un suizo que hizo fortuna gracias al estraperlo, en complicidad con los capitostes del régimen franquista, que se embolsaban a su vez jugosas comisiones. De manera que, el e c o n o m a t o era  parte de la empresa; una deferencia paternalista del  amo  que intentaba aligerar su conciencia y al mismo tiempo  camuflar  la falta de derechos sindicales, laborales y los sueldos de miseria a los que se sometía a los trabajadores por aquellas fechas. Eso era un e c o n o m a  t o, y no otra cosa.

Por eso -continuaba explicándome- al conocer la iniciativa de la CUP a través de los medios de comunicación, inmediatamente vio el rostro orondo de aquel  suizo tan listo, a cuya merced  trabajaron miles de personas durante décadas, enriqueciéndole; vio claramente el local estrecho  donde se hacinaba la mercancía, y olió de nuevo los aromas del embutido mezclados con los del detergente; vio con total nitidez el contenido de los platos que su madre ponía cada día en la mesa y a su padre tomando el café después de comer, acompañado del chorro de veterano vertido en la misma taza, cuyo olor perfumaba todo el comedor; vio en la televisión con antenas, a John Wayne, rifle al hombro, y a sus hermanos disfrutando del  único capricho que les permitía la semanada de papá, las tortitas anisadas con chocolate. Y también vio a papá encerrado en la iglesia del pueblo, junto a sus compañeros, reclamando y exigiendo sus derechos laborales, jugándose el despido y la cárcel, y la cara de preocupación de su mamá tras dos meses de huelga y sin ingresos.

E C O N O M A T O. ¡Qué lejos queda ya todo eso! -me decía- ¡y sin embargo, qué cerca está!

Después de toda una noche haciéndole preguntas, escuchándole y tomando notas, ya muy entrada la madrugada decidimos finalizar la sesión. Más relajado, pero visiblemente cansado,  me miró con cierto aire desorientado, con  el gesto de quien no acaba de comprender bien lo que lo que ocurre a su alrededor y, tras  unos segundos de silencio, me dijo: 

“ No me lo explico. Creo que estos chicos no han conocido nunca un e c o n o m a t o. Creo que sus padres nunca lo necesitaron. Es más, creo que en algún caso, sus abuelos fueron los creadores de  alguno y que se enriquecieron con ello. ¿Sabes? aquello era igual que lo ocurría  mucho años antes, cuando a los mineros solamente se les permitía comprar en las tiendas de los dueños de las minas. El negocio era redondo. Me hace gracia, y al mismo tiempo me da pena, y  a veces rabia, porque dicen que representan  a los trabajadores, pero alguien que propone hoy día un e c o n o m a t o no puede decir en serio que representa los intereses de los trabajadores. Eso es lo que pienso.”

Todo esto que transcribo ahora tan solo es un resumen de todo el material que acumulé durante la noche en que entrevisté a esta persona, quien me insistió varias veces en que no desvelase su identidad.  Y le entiendo. Vivimos tiempos en los que la palabra traidor ha dejado de provocar el efecto Proust,  porque ha viajado a través la Historia y nuevamente se ha instalado en el presente, y ha recuperado un lugar preponderante en la rabiosa actualidad. Por eso no es difícil entender que el  anonimato se haya convertido para muchos en un valor.

Cualquiera que desee contrastar esta historia que he explicado, puede ponerse en contacto conmigo directamente. Le mostraré con sumo gusto el material atesorado, todas mis notas, y también las grabaciones íntegras, sin editar.  Yo, por mi parte, lo voy a utilizar para elaborar un artículo destinado a Memory Rewiev. Aspiro a  la aquiescencia del  comité de lectura  y a su pronta publicación.


*El caso de L.M.G. en Castrillo de la Reina”. Memory Rewiev. Pgs 295-335. Nº 2604. Año 2016

viernes, 21 de julio de 2017

Dialéctica de las vacaciones



Durante estos días de verano nuestros patronos suelen decirnos que disfrutemos del merecido descanso,  como si fuese una orden, o mejor todavía, un gesto desprendido, una dádiva  regalada y generosa. Sin embargo, si algo de merecido  tiene nuestro descanso es que es precisamente nuestro, porque  es  un derecho conquistado  con sangre. 

Trabajar (del latín  tripalium, trepalio, instrumento de tortura formado por tres estacas a las que  se amarraba al reo) nunca ha sido una de mis prioridades vitales. Como  todo mortal, no me queda más remedio que invertir mi capacidad intelectual, mi tiempo y mi esfuerzo durante más de  la mitad  del tiempo de cada día engordando  intereses ajenos.

Por eso me pregunto por qué asumimos, sin más, una relación íntima conceptual  tan  dispar y excluyente al mismo tiempo,  como es  la establecida  entre  el derecho  al  descanso y  el trabajo; sobre todo teniendo en cuenta que quienes la dictan y la difunden como una verdad  universal son las religiones de toda índole en connivencia con aquellos que descansan  todos los días  del año gracias a mi esfuerzo y, también, aunque parezca asombroso, gracias a marxistas y sindicalistas que se empeñan en dignificarnos a través del trabajo, otorgando así  la razón a Theodor Eike, que  ordenó  colocar en la entrada de  Dachau  un letrero con la frase “El trabajo te hará libre”, sinónima de nuestra más conocida “El trabajo dignifica”.   Trabajo, castigo.

Ese dictado que nos concede graciosamente el derecho a descansar - siempre y cuando uno haya producido más de lo que humanamente puede durante horas, semanas y meses- lo acatamos sin chistar. Si usted no es dueño de los medios de producción, si no es un emprendedor o  no recoge pingües beneficios mensuales especulando en los mercados financieros, solamente puede disfrutar de un merecido descanso  después de  echar más horas que Alexei  Stàjanov.

Otra realidad es la que viven centenares de miles de trabajadores, que a  pesar de doblar el lomo todo el año, a pesar de realizar las labores más alienantes y no ganar más que un  chusco de pan precario,  su esfuerzo no se ve recompensado con el  merecimiento al descanso prometido, porque  con lo que les pagan no tienen ni para calentarse en invierno, o porque sus contratos ridículos no les permiten  disfrutar de unas -en efecto- merecidas pero imposibles vacaciones. 

De lo que se trata es de que sigan en el tajo, sin rechistar, el máximo tiempo posible, sometidos a un chantaje del que todos somos partícipes, a través del cual admitimos que quien no trabaja es porque no quiere, y que  si no quiere vender su tiempo, su fuerza y su dignidad por un plato de lentejas -tal y como hacemos todos- que se pudra.

Todo esto es muy  fácil de entender, y a hasta de asentir, pero no de cambiar,  porque  nos hemos organizado colectiva y  socialmente en función del trabajo. En lugar de ubicar la felicidad y el descanso  en el centro de nuestras de vidas y de nuestras sociedades -tal y como expresaba el extinto y olvidado primer artículo de la primera y original declaración de los derechos del hombre,  de la revolución francesa y de la revolución norteamericana - hemos colocado sobre el altar social y económico  al trabajo, de tal manera que todo se justifica en función de los datos de empleo,  sin importarnos  las políticas que se llevan a cabo para generarlo, su calidad, sus condiciones o la remuneración. 

Un ejemplo paradigmático de esto que digo lo tenemos en Cádiz, gobernado por el ínclito  Kichi, quien en un alarde de pragmatismo político no ha dudado en reconvertir los astilleros de la ciudad  en fábricas de armas navales  de  destrucción de la vida,  con tal de que sus conciudadanos conserven sus puestos de trabajo, para lo cual es necesario que existan guerras, y muertos, dolor  y destrucción, porque de no ser así, el producto no se puede comercializar, y por tanto,  se perderían empleos.

Para más inri, el trabajo  es el que sustenta  nuestro sistema de solidaridad colectivo. Si trabajas cotizas a las arcas comunes; si no trabajas, no cotizas, y por tanto eres un parásito social, a pesar de que quienes establecen  esa  relación moral absoluta  son  los parásitos genuinos, aquellos patriotas de discursos apasionados  que levantan el país a diario  jugando al golf, viviendo como un futbolista de la Champions a costa del esfuerzo de los demás. 

Habrá quien piense que yo lo que quiero es convertirme en un rentista y no dar palo al agua. Se equivocará de palmo a palmo solamente en relación a  la primera acusación. Yo lo que quiero es ser libre. Comer lo que me gane solo en compañía de otros y descansar cuando me plazca. Hacer de mi capa un sayo. No regalarle mi tiempo a nadie e invertirlo en aquellas actividades que me hagan feliz y procuren  felicidad y bienestar a los demás. No creo que eso sea moralmente execrable. Es más, creo que es una de las más respetables  ambiciones que pueda albergar todo ser humano, tanto para si mismo como para sus semejantes.

Por eso, creo que vale la pena señalar que en los subterráneos de toda esta dialéctica fluyen  unos cuantos mensajes.  Cuanto antes afloren a la superficie y  los entendamos, antes pondremos remedio a nuestra condición de primos, y por tanto,  empezaremos a merecernos un descanso de verdad. La cosa va así:


-No trabajes para nadie.

-Crea un negocio muy lucrativo  y que trabajen para ti.

-Olvídate de escrúpulos morales, solo sirven para seguir explotado.

-Olvídate de la ética, porque hace que disminuyan  tus ingresos.

-Cuando te reprochen que eres un amoral, diles que  creas empleo.

-Cuando te recriminen tus ganancias, diles que trabajas duro y que arriesgas tu patrimonio.

-Cuando te pidan más impuestos diles que, por encima de todo, crees en el esfuerzo individual.

-Cuando te exijan derechos laborales, diles que  tú  empezaste desde  cero.

-Cuando te sorprendan en buenos restaurantes, en los hoteles exclusivos, disfrutando de lo mejor de lo mejor, diles que  te  lo  has ganado.

-Cuando bajen tus beneficios, apriétales un poco, y diles que defiendes sus empleos.


Estos diez mandamientos se encierran  en dos:

-Ámate a ti mismo  bastante más que a tu prójimo y, entonces sí,  a descansar.  Que sean otros los que  se pregunten  si se lo han ganado.

martes, 18 de julio de 2017

Cuento de invierno



El jardinero plantó  el  abeto frente al gran  portón de la masía  en el mes correcto  de  la estación más  propicia, y prometió a sus clientes, con gran convicción,  que a los pocos días enraizaría. Sin embargo,  pasados unas semanas, el vértice del árbol  empezó a mudar  el verde de sus minúsculas agujas  hacia un óxido herrumbroso y poco halagüeño. 

La verdad es que no había motivo alguno para  temer  tan nefasta eventualidad porque, tal y como había argumentado, las condiciones de luz eran inmejorables, el espacio amplio,  la tierra de la mejor calidad , y la orientación  hacia el este garantizaban un crecimiento rápido y exento de amenazas. No en vano, el árbol no era navideño y  provenía de las mejores plantaciones norteñas, una especie muy resistente a todo tipo de climas.

A pesar de todo, sin que nadie pudiese establecer nunca las causas objetivas, semana a semana la savia del joven abeto poco a poco se solidificaba. Fueron inútiles los más sofisticados tratamientos fitosanitarios, los mejores y más caros sustratos y varias  fumigaciones bajo la luz de la luna llena. De manera que, día a día, el árbol  iba adquiriendo progresivamente  y sin remedio, la forma de un equilátero de cobre, porque la totalidad de  las agujas verdes se  transformaron en pequeñas puntas oxidadas que, asombrosamente, no caían a la tierra. Permanecían sujetas a las ramas, hecho que en un principio  llamó  la atención a  los habitantes de la masía, ya que, ante la evolución de los acontecimientos, todos esperaban, más pronto que tarde,  encontrarse con  la imagen esquelética del árbol desnudo, desplegando sus ramas convertidas en alambres  enmohecidos. 

Llegó de nuevo diciembre. Ya fuese por atender a los animales, ya por las labores del campo, ya por cualquier otra  prioridad, la cosa es que el joven abeto fue  languideciendo  durante el resto del año frente al portón  de la masía, ante la indiferencia de todos. Nadie reparaba ya en su presencia porque la extrañeza diaria de su frondosidad cobriza se había  trocado en costumbre. 

Una mañana, pocos días antes de las fiestas navideñas, el masover  fumaba  abstraído, sentado en el poyete de piedra junto a la puerta. Observaba, embabiado, cada  una de las bocanadas de humo espeso que exhalaba. Cuando el cigarrillo ya casi se había consumido y cargaba sus dedos para lanzar la colilla, advirtió de repente la presencia del árbol, como si lo hubiese descubierto de nuevo, como si nunca lo hubiese visto. Dio unos pasos al frente, se plantó frente a él y, después de unos segundo cavilando, entró  en casa. 

Al poco, salió de nuevo provisto  con un bote. Se deshizo de la tapa, lo agitó enérgicamente  y, con gran esmero,  empezó a rociar el abeto de un polvo blanco que  cubría  todas y cada una de las ramas, hasta revestir  por completo su  óxido perenne. Fue minucioso, no dejó parte alguna sin pulverizar. Incluso el tronco  travistió su tono grisáceo en albino  polar.

Agotado el disfusor, el masover se apartó unos pasos, encendió de nuevo  un pitillo y se dispuso a  fumar satisfecho mientras contemplaba el resultado de su obra. Finalmente, entre ufano  y desinteresado, frunció los labios esbozando un  gesto fugaz que  daba  por buena su iniciativa,  sin otorgarle más importancia que la que le damos a una ocurrencia. 

Años después, el joven abeto permanece en el mismo lugar donde lo plantó el jardinero. Cualquiera que pase cerca de la masía lo puede ver. Luce  el mismo  tamaño;  conserva,  bajo la capa de polvo blanco, el mismo color  rojizo del cobre,   y no ha perdido ni una sola de sus agujas.  Al verlo, nadie  diría que es un árbol muerto.

martes, 4 de julio de 2017

Los años y los días



Me hubiese gustado ser babilonio. En primer lugar porque cuando me preguntasen  "Where  are you  from?" yo, ante el pasmo de mi interlocutor,  podría responder “ I’m from Babilonia”. Pero sobre todo   porque su calendario  era lunar y no había que  recurrir al truco de los nudillos del puño para recordar qué meses tienen 30 días y qué otros  31. 

El calendario  griego tampoco estaba mal. Parece ser que era una copia del babilonio, pero bastante más lioso, porque incorporaron también al sol.

Los primeros romanos redujeron el año a 304 días, con lo cual, la primavera, o cualquier otra estación, ocurría cada cinco años. Porque  sí, porque ellos lo decían. Eran  tan arbitrarios que los funcionarios adaptaban el calendario a los antojos de los políticos, añadiendo y restando días -o incluso meses- con el único fin de prorrogar o acortar los periodos legislativos.Ya le gustaría hoy a más de uno recuperar esa vieja costumbre. Su calendario se desajustaba tanto, que a menudo el comienzo del invierno señalaba el de la primavera. Se podría decir que, gracias a las veleidades de sus señorías, los primeros romanos vivieron en un cambio climático perpetuo. 

Después, con el paso de los siglos,  se instauró el calendario Juliano, que intentó arreglar la chapuza anterior. El astrónomo Sosígenes estableció que el año pasaría a tener 445 días, y Julio César no dudó en promulgarlo. Según afirman los expertos, el año juliano acumuló con respecto al trópico un error de un día cada 128 años. De manera que, hacia 1477,  a las puertas del renacimiento y de la edad moderna, el equinoccio de primavera se había adelantado al 11 de marzo, lo cual  supuso un quebradero de cabeza para la Iglesia, porque afectaba a la celebración de la Pascua de Resurrección y otras fiestas movibles que dependen de ella.

Los hombres y mujeres que en el mundo han sido han ordenado el transcurrir de sus existencias a través del  calendario gregoriano, el revolucionario francés, el judío, el musulmán, los calendarios precolombinos, el chino... y así  hasta hoy. 365 días al año, cuatro estaciones, 12 meses. Al menos en occidente. Esa es la ley. Quien se salga de aquí o quiera vivir subvirtiendo esta nueva arbitrariedad no solamente está fuera del tiempo, sino también de su tiempo. 

Los que trabajamos en el sector educativo somos medio subversivos, medio clandestinos. Estamos más cerca del primer calendario romano que del actual. Nuestro año no es de este mundo. Para nosotros el día de año nuevo es el 15 de septiembre y celebramos la noche vieja el  día 21 de Junio. Nuestras vidas se distribuyen en paquetes de 270 días encajados en semestres, que no contienen seis meses; o en cuatrimestres de tres, de manera que  “el año pasado”  son  todos los días que se suceden  entre septiembre del año anterior y junio del presente año.

Julio y Agosto quedan en un limbo temporal. Son un paréntesis de realidad parecido al que construimos cuando viajamos, donde vivimos livianos,  desahogados de las obligaciones, liberados del peso del espacio cotidiano y de la incertidumbre del futuro. Un oasis falaz donde experimentamos la quimera del albedrío. 

Sea como fuere, ahora, al calor del verano, para mí llega el momento del recuento, de mirar hacia atrás y hacer balance del año pasado.Y la verdad es que estoy satisfecho, sobre todo porque me quieren quienes quiero que me quieran.

Porque mis enemigos lo siguen siendo y las espadas permanecen en alto. No me han vencido.

Además, me ducho a diario,  en ocasiones dos veces.

Y todavía no han prohibido ni el Whisky ni  la cerveza. 

De vez en cuando, en el cielo, se forman grandes nubes blancas, panzudas, que sobrevuelan los castillos, y yo he podido verlas. 

Un buen día, de repente, reaparecieron amistades lejanas y tuve la oportunidad de compartir nostalgias precisamente con quienes he añorado. 

Me he sumergido en el mar frío y he gozado dentro del inmenso silencio de sus olas. 

He conocido a Franz Kafka, he visto en directo a  Ara Malikian, y he gozado con la mejor compañía de la luminosidad esplenderosa de la primavera granadina.

Sigo sin fumar, a pesar de que me sueño fumando. 

Y sobre todo, constato a diario su lealtad, su amor, y su amistad incondicional. Con ella, viéndola mirarme, un año es toda una vida.