viernes, 21 de julio de 2017

Dialéctica de las vacaciones



Durante estos días de verano nuestros patronos suelen decirnos que disfrutemos del merecido descanso,  como si fuese una orden, o mejor todavía, un gesto desprendido, una dádiva  regalada y generosa. Sin embargo, si algo de merecido  tiene nuestro descanso es que es precisamente nuestro, porque  es  un derecho conquistado  con sangre. 

Trabajar (del latín  tripalium, trepalio, instrumento de tortura formado por tres estacas a las que  se amarraba al reo) nunca ha sido una de mis prioridades vitales. Como  todo mortal, no me queda más remedio que invertir mi capacidad intelectual, mi tiempo y mi esfuerzo durante más de  la mitad  del tiempo de cada día engordando  intereses ajenos.

Por eso me pregunto por qué asumimos, sin más, una relación íntima conceptual  tan  dispar y excluyente al mismo tiempo,  como es  la establecida  entre  el derecho  al  descanso y  el trabajo; sobre todo teniendo en cuenta que quienes la dictan y la difunden como una verdad  universal son las religiones de toda índole en connivencia con aquellos que descansan  todos los días  del año gracias a mi esfuerzo y, también, aunque parezca asombroso, gracias a marxistas y sindicalistas que se empeñan en dignificarnos a través del trabajo, otorgando así  la razón a Theodor Eike, que  ordenó  colocar en la entrada de  Dachau  un letrero con la frase “El trabajo te hará libre”, sinónima de nuestra más conocida “El trabajo dignifica”.   Trabajo, castigo.

Ese dictado que nos concede graciosamente el derecho a descansar - siempre y cuando uno haya producido más de lo que humanamente puede durante horas, semanas y meses- lo acatamos sin chistar. Si usted no es dueño de los medios de producción, si no es un emprendedor o  no recoge pingües beneficios mensuales especulando en los mercados financieros, solamente puede disfrutar de un merecido descanso  después de  echar más horas que Alexei  Stàjanov.

Otra realidad es la que viven centenares de miles de trabajadores, que a  pesar de doblar el lomo todo el año, a pesar de realizar las labores más alienantes y no ganar más que un  chusco de pan precario,  su esfuerzo no se ve recompensado con el  merecimiento al descanso prometido, porque  con lo que les pagan no tienen ni para calentarse en invierno, o porque sus contratos ridículos no les permiten  disfrutar de unas -en efecto- merecidas pero imposibles vacaciones. 

De lo que se trata es de que sigan en el tajo, sin rechistar, el máximo tiempo posible, sometidos a un chantaje del que todos somos partícipes, a través del cual admitimos que quien no trabaja es porque no quiere, y que  si no quiere vender su tiempo, su fuerza y su dignidad por un plato de lentejas -tal y como hacemos todos- que se pudra.

Todo esto es muy  fácil de entender, y a hasta de asentir, pero no de cambiar,  porque  nos hemos organizado colectiva y  socialmente en función del trabajo. En lugar de ubicar la felicidad y el descanso  en el centro de nuestras de vidas y de nuestras sociedades -tal y como expresaba el extinto y olvidado primer artículo de la primera y original declaración de los derechos del hombre,  de la revolución francesa y de la revolución norteamericana - hemos colocado sobre el altar social y económico  al trabajo, de tal manera que todo se justifica en función de los datos de empleo,  sin importarnos  las políticas que se llevan a cabo para generarlo, su calidad, sus condiciones o la remuneración. 

Un ejemplo paradigmático de esto que digo lo tenemos en Cádiz, gobernado por el ínclito  Kichi, quien en un alarde de pragmatismo político no ha dudado en reconvertir los astilleros de la ciudad  en fábricas de armas navales  de  destrucción de la vida,  con tal de que sus conciudadanos conserven sus puestos de trabajo, para lo cual es necesario que existan guerras, y muertos, dolor  y destrucción, porque de no ser así, el producto no se puede comercializar, y por tanto,  se perderían empleos.

Para más inri, el trabajo  es el que sustenta  nuestro sistema de solidaridad colectivo. Si trabajas cotizas a las arcas comunes; si no trabajas, no cotizas, y por tanto eres un parásito social, a pesar de que quienes establecen  esa  relación moral absoluta  son  los parásitos genuinos, aquellos patriotas de discursos apasionados  que levantan el país a diario  jugando al golf, viviendo como un futbolista de la Champions a costa del esfuerzo de los demás. 

Habrá quien piense que yo lo que quiero es convertirme en un rentista y no dar palo al agua. Se equivocará de palmo a palmo solamente en relación a  la primera acusación. Yo lo que quiero es ser libre. Comer lo que me gane solo en compañía de otros y descansar cuando me plazca. Hacer de mi capa un sayo. No regalarle mi tiempo a nadie e invertirlo en aquellas actividades que me hagan feliz y procuren  felicidad y bienestar a los demás. No creo que eso sea moralmente execrable. Es más, creo que es una de las más respetables  ambiciones que pueda albergar todo ser humano, tanto para si mismo como para sus semejantes.

Por eso, creo que vale la pena señalar que en los subterráneos de toda esta dialéctica fluyen  unos cuantos mensajes.  Cuanto antes afloren a la superficie y  los entendamos, antes pondremos remedio a nuestra condición de primos, y por tanto,  empezaremos a merecernos un descanso de verdad. La cosa va así:


-No trabajes para nadie.

-Crea un negocio muy lucrativo  y que trabajen para ti.

-Olvídate de escrúpulos morales, solo sirven para seguir explotado.

-Olvídate de la ética, porque hace que disminuyan  tus ingresos.

-Cuando te reprochen que eres un amoral, diles que  creas empleo.

-Cuando te recriminen tus ganancias, diles que trabajas duro y que arriesgas tu patrimonio.

-Cuando te pidan más impuestos diles que, por encima de todo, crees en el esfuerzo individual.

-Cuando te exijan derechos laborales, diles que  tú  empezaste desde  cero.

-Cuando te sorprendan en buenos restaurantes, en los hoteles exclusivos, disfrutando de lo mejor de lo mejor, diles que  te  lo  has ganado.

-Cuando bajen tus beneficios, apriétales un poco, y diles que defiendes sus empleos.


Estos diez mandamientos se encierran  en dos:

-Ámate a ti mismo  bastante más que a tu prójimo y, entonces sí,  a descansar.  Que sean otros los que  se pregunten  si se lo han ganado.

8 comentarios:

ESTER dijo...

A ver si me explico sin que se me malinterprete.

El trabajo puede dignificar, o no.
El trabajo puede gustar, o no.
El trabajo puede mantener, o no.

Pero el trabajo en una sociedad gobernada por chupópteros del poder que no bajan la mirada para observar a los que no están tan "sanos" como ellos y encima tienen los cojones de decir al pobre iluso que les pide asesoramiento o ayuda que ha de estar más jodido...

Me subleva y sabes de lo que hablo.

El trabajo digno es, pues, el opio del pueblo sano.

Un beso, Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

No, no sé de lo que hablas, Ester
Tampoco llego a intuir lo que sigue después de tus puntos suspensivos
Disculpa

ESTER dijo...

Dejémoslo.

Ester

Juan Nadie dijo...

Ni el trabajo (ese instrumento de tortura) hace libre, ni dignifica, ni nada de nada. La dignidad uno la lleva puesta, o no la lleva. La libertad interior, lo mismo. La exterior ya se encargan otros de coartarla.

Uno, que siempre fue muy suyo, es autónomo, es decir pobre como las ratas, y se toma las vacaciones cuando le da la gana o cuando puede, que es casi nunca.

¡Salud, Hablador!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Eso es soberanía.

¡Salud, Juan !

Juan Nadie dijo...

Sí, pero esa soberanía lleva dentro una dictadura que uno mismo se impone (forzado por las circunstancias, claro) y eso ya es para nota.

¡Salud!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Las circunstancias nos hacen, y al mismo tiempo nosotros hacemos las circunstancias.

En cualquier caso, disfruta de tu descanso


Juan Nadie dijo...

Sí, tienes razón.

Muchas gracias.