Durante estos
días de verano nuestros patronos suelen decirnos que disfrutemos del merecido
descanso, como si fuese una orden, o
mejor todavía, un gesto desprendido, una dádiva regalada y generosa. Sin embargo, si algo de
merecido tiene nuestro descanso es que
es precisamente nuestro, porque es un derecho conquistado con sangre.
Trabajar (del
latín tripalium, trepalio,
instrumento de tortura formado por tres estacas a las que se amarraba al reo) nunca ha sido una de mis
prioridades vitales. Como todo mortal,
no me queda más remedio que invertir mi capacidad intelectual, mi tiempo y mi
esfuerzo durante más de la mitad del tiempo de cada día engordando intereses ajenos.
Por eso me
pregunto por qué asumimos, sin más, una relación íntima conceptual tan dispar
y excluyente al mismo tiempo, como es la establecida
entre el derecho al
descanso y el trabajo; sobre todo
teniendo en cuenta que quienes la dictan y la difunden como una verdad universal son las religiones de toda índole en
connivencia con aquellos que descansan todos los días del año gracias a mi esfuerzo y, también,
aunque parezca asombroso, gracias a marxistas y sindicalistas que se empeñan en
dignificarnos a través del trabajo, otorgando así la razón a Theodor Eike, que ordenó colocar en la entrada de Dachau un
letrero con la frase “El trabajo te hará libre”, sinónima de nuestra más
conocida “El trabajo dignifica”. Trabajo, castigo.
Ese dictado que
nos concede graciosamente el derecho a descansar -
siempre y cuando uno haya producido más de lo que humanamente puede durante
horas, semanas y meses- lo acatamos sin chistar. Si usted no es dueño de los
medios de producción, si no es un emprendedor o
no recoge pingües beneficios mensuales especulando en los mercados
financieros, solamente puede disfrutar de un merecido descanso después de echar más horas que Alexei Stàjanov.
Otra realidad es la
que viven centenares de miles de trabajadores, que a pesar de doblar el lomo todo el año, a pesar
de realizar las labores más alienantes y no ganar más que un chusco de pan precario, su esfuerzo no se ve recompensado con el merecimiento al descanso prometido,
porque con lo que les pagan no tienen ni
para calentarse en invierno, o porque sus contratos ridículos no les
permiten disfrutar de unas -en efecto-
merecidas pero imposibles vacaciones.
De lo que se
trata es de que sigan en el tajo, sin rechistar, el máximo tiempo posible,
sometidos a un chantaje del que todos somos partícipes, a través del cual
admitimos que quien no trabaja es porque no quiere, y que si no quiere vender su tiempo, su fuerza y su
dignidad por un plato de lentejas -tal y como hacemos todos- que se pudra.
Todo esto es
muy fácil de entender, y a hasta de asentir, pero no de
cambiar, porque nos hemos organizado colectiva y socialmente en función del trabajo. En lugar
de ubicar la felicidad y el descanso en
el centro de nuestras de vidas y de nuestras sociedades -tal y como expresaba el extinto y olvidado primer artículo
de la primera y original declaración de los derechos del hombre, de la revolución francesa y de la revolución
norteamericana - hemos colocado sobre el
altar social y económico al trabajo, de tal manera
que todo se justifica en función de los datos de empleo, sin importarnos las políticas que se llevan a cabo para generarlo, su calidad, sus condiciones o la remuneración.
Un ejemplo
paradigmático de esto que digo lo tenemos en Cádiz, gobernado por el ínclito Kichi, quien en un alarde de
pragmatismo político no ha dudado en reconvertir los
astilleros de la ciudad en fábricas de
armas navales de destrucción de la vida, con tal de que sus conciudadanos conserven
sus puestos de trabajo, para lo cual es necesario que existan guerras, y
muertos, dolor y destrucción, porque de
no ser así, el producto no se puede comercializar, y por tanto, se perderían empleos.
Para más inri, el
trabajo es el que sustenta nuestro sistema de solidaridad colectivo. Si
trabajas cotizas a las arcas comunes; si no trabajas, no cotizas, y por tanto
eres un parásito social, a pesar de que quienes establecen esa
relación moral absoluta son los parásitos genuinos, aquellos patriotas de
discursos apasionados que levantan el
país a diario jugando al golf, viviendo
como un futbolista de la Champions a costa del esfuerzo de los demás.
Habrá quien
piense que yo lo que quiero es convertirme en un rentista y no dar palo al
agua. Se equivocará de palmo a palmo solamente en relación a la primera acusación. Yo lo que quiero es ser
libre. Comer lo que me gane solo en compañía de otros y descansar cuando me plazca. Hacer de mi capa un
sayo. No regalarle mi tiempo a nadie e invertirlo en aquellas actividades que
me hagan feliz y procuren felicidad y bienestar a los demás. No creo que eso sea moralmente execrable. Es más, creo que es
una de las más respetables ambiciones
que pueda albergar todo ser humano, tanto para si mismo como para sus semejantes.
Por eso, creo que
vale la pena señalar que en los subterráneos de toda esta dialéctica fluyen unos cuantos mensajes. Cuanto antes afloren a la superficie y los entendamos, antes pondremos remedio a
nuestra condición de primos, y por tanto, empezaremos a merecernos un descanso de verdad.
La cosa va así:
-No trabajes para nadie.
-Crea un negocio muy lucrativo y que trabajen para ti.
-Olvídate de escrúpulos morales, solo sirven para seguir explotado.
-Olvídate de la ética, porque hace que disminuyan tus ingresos.
-Cuando te reprochen que eres un amoral, diles que creas empleo.
-Cuando te recriminen tus ganancias, diles que trabajas duro y que arriesgas tu patrimonio.
-Cuando te pidan más impuestos diles que, por encima de todo, crees en el esfuerzo individual.
-Cuando te exijan derechos laborales, diles que tú empezaste desde cero.
-Cuando te sorprendan en buenos restaurantes, en los hoteles exclusivos, disfrutando de lo mejor de lo mejor, diles que te lo has ganado.
-Cuando bajen tus beneficios, apriétales un poco, y diles que defiendes sus empleos.
Estos diez
mandamientos se encierran en dos:
-Ámate a ti mismo bastante más que a tu prójimo y, entonces sí, a descansar. Que sean otros los que se pregunten si se lo han ganado.
-Ámate a ti mismo bastante más que a tu prójimo y, entonces sí, a descansar. Que sean otros los que se pregunten si se lo han ganado.
8 comentarios:
A ver si me explico sin que se me malinterprete.
El trabajo puede dignificar, o no.
El trabajo puede gustar, o no.
El trabajo puede mantener, o no.
Pero el trabajo en una sociedad gobernada por chupópteros del poder que no bajan la mirada para observar a los que no están tan "sanos" como ellos y encima tienen los cojones de decir al pobre iluso que les pide asesoramiento o ayuda que ha de estar más jodido...
Me subleva y sabes de lo que hablo.
El trabajo digno es, pues, el opio del pueblo sano.
Un beso, Ester
No, no sé de lo que hablas, Ester
Tampoco llego a intuir lo que sigue después de tus puntos suspensivos
Disculpa
Dejémoslo.
Ester
Ni el trabajo (ese instrumento de tortura) hace libre, ni dignifica, ni nada de nada. La dignidad uno la lleva puesta, o no la lleva. La libertad interior, lo mismo. La exterior ya se encargan otros de coartarla.
Uno, que siempre fue muy suyo, es autónomo, es decir pobre como las ratas, y se toma las vacaciones cuando le da la gana o cuando puede, que es casi nunca.
¡Salud, Hablador!
Eso es soberanía.
¡Salud, Juan !
Sí, pero esa soberanía lleva dentro una dictadura que uno mismo se impone (forzado por las circunstancias, claro) y eso ya es para nota.
¡Salud!
Las circunstancias nos hacen, y al mismo tiempo nosotros hacemos las circunstancias.
En cualquier caso, disfruta de tu descanso
Sí, tienes razón.
Muchas gracias.
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