El jardinero plantó
el abeto frente al gran portón de la masía en el mes correcto de la
estación más propicia, y prometió a sus clientes, con
gran convicción, que a los pocos días enraizaría. Sin embargo, pasados unas semanas, el vértice del árbol empezó a mudar el verde de sus minúsculas agujas hacia un óxido herrumbroso y poco halagüeño.
La verdad es que
no había motivo alguno para temer tan nefasta eventualidad porque, tal y como
había argumentado, las condiciones de luz eran inmejorables, el
espacio amplio, la tierra de la mejor
calidad , y la orientación hacia el este
garantizaban un crecimiento rápido y exento de amenazas. No en vano, el árbol
no era navideño y provenía de las mejores plantaciones norteñas,
una especie muy resistente a todo tipo de climas.
A pesar de todo,
sin que nadie pudiese establecer nunca las causas objetivas, semana a semana
la savia del joven abeto poco a poco se solidificaba. Fueron inútiles los más
sofisticados tratamientos fitosanitarios, los mejores y más caros sustratos y varias
fumigaciones bajo la luz de la luna
llena. De manera que, día a día, el árbol iba adquiriendo progresivamente y sin remedio, la forma de un equilátero de
cobre, porque la totalidad de las agujas verdes se
transformaron en pequeñas puntas oxidadas que, asombrosamente, no caían a
la tierra. Permanecían sujetas a las ramas, hecho que en un principio llamó la atención a los habitantes de la masía, ya que, ante la
evolución de los acontecimientos, todos esperaban, más pronto que tarde, encontrarse
con la imagen esquelética del árbol desnudo,
desplegando sus ramas convertidas en alambres
enmohecidos.
Llegó de nuevo diciembre. Ya fuese por atender a los
animales, ya por las labores del campo, ya por cualquier otra prioridad, la cosa es que el joven abeto fue languideciendo
durante el resto del año frente al portón de la masía, ante la indiferencia de todos. Nadie
reparaba ya en su presencia porque la
extrañeza diaria de su
frondosidad cobriza se había trocado en costumbre.
Una mañana, pocos
días antes de las fiestas navideñas, el masover fumaba abstraído, sentado en el
poyete de piedra junto a la puerta. Observaba, embabiado, cada una de las bocanadas de humo espeso que exhalaba. Cuando el cigarrillo ya casi se había consumido y cargaba sus dedos para lanzar la colilla, advirtió de repente la presencia
del árbol, como si lo hubiese descubierto de nuevo, como si nunca lo hubiese
visto. Dio unos pasos al frente, se plantó frente a él y, después de unos segundo
cavilando, entró en casa.
Al poco, salió de
nuevo provisto con un bote. Se deshizo
de la tapa, lo agitó enérgicamente y,
con gran esmero, empezó a rociar el
abeto de un polvo blanco que cubría todas y cada una de las ramas,
hasta revestir por completo su óxido perenne. Fue minucioso, no dejó parte
alguna sin pulverizar. Incluso el tronco travistió su tono grisáceo en albino polar.
Agotado el disfusor, el masover se apartó unos pasos, encendió de nuevo un pitillo y se dispuso a fumar satisfecho mientras contemplaba el resultado de su obra. Finalmente, entre ufano y desinteresado, frunció los labios esbozando un gesto fugaz que daba por buena su iniciativa, sin otorgarle más importancia que la que le damos a una ocurrencia.
Agotado el disfusor, el masover se apartó unos pasos, encendió de nuevo un pitillo y se dispuso a fumar satisfecho mientras contemplaba el resultado de su obra. Finalmente, entre ufano y desinteresado, frunció los labios esbozando un gesto fugaz que daba por buena su iniciativa, sin otorgarle más importancia que la que le damos a una ocurrencia.
Años después, el
joven abeto permanece en el mismo lugar donde lo plantó el jardinero. Cualquiera
que pase cerca de la masía lo puede ver. Luce el mismo tamaño; conserva,
bajo la capa de polvo blanco, el mismo color rojizo del cobre, y no ha
perdido ni una sola de sus agujas. Al
verlo, nadie diría que es un árbol
muerto.
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