martes, 4 de diciembre de 2018

Juicio a la Historia, y su veredicto

Me da la sensación de que percibimos la Historia como una fantasía, un lugar suficientemente remoto en el tiempo como para creer que todo lo que aconteció y las criaturas que lo habitaron son producto, únicamente, de la incapacidad de la memoria para generar algo más que un recuerdo  difuso. De manera que la Historia se convierte en la obra resultante de una retórica malintencionada o mitológica; o en el mejor de los casos, en un vertido manierista del que se valen los historiadores para aproximarse con su verdad más o menos objetiva, más o menos honesta, a hechos y acontecimientos pasados.

Yo me niego a pensar la Historia como algo que le concierne a la memoria; como ese conjunto de  evocaciones  desenfocadas  que simbolizan más que significan, que sugieren más que constatan, que llegan hasta nosotros a través de los libros, de investigaciones sesudas, de la ficción literaria o cinematográfica,  de las imágenes que nos ofrecieron pintores, o incluso procedentes del trabajo arriesgado de cronistas, fotógrafos y cineastas que grabaron para siempre  estampas terribles.

Y por tanto no puedo concebir la Historia como el relato de unos hechos pasados más o menos fidedigno, salpicado o ilustrado del correspondiente testimonio gráfico. Miguel de Unamuno se desgañitó propugnando la intrahistoria, ese otro relato en el que se teje el pasado a través del rastreo vivencial de las personas. Mi modo de concebir la Historia se acerca al de Unamuno, pero no me satisface del todo, porque finalmente  desemboca en el conjunto de la experiencia humana, en el gran océano de lo que la grandilocuencia gusta en llamar la gran aventura de la Historia, o en la gran epopeya del Hombre, que  finalmente se postra ante las fechas, la intríngulis política, los gobernantes y los vencedores.

La Historia tampoco es el resultado parcial de una suma perfectible. No es el acta notarial de la progresión de la humanidad, esa línea de episodios más o menos relevantes  y compulsados que, añadidos unos sobre otros, o dispuestos un detrás de otro igual que capítulos de una teleserie, dan lugar a nuestro presente como si las cosas fuesen  como son porque no podían ser de otra manera, porque así tenía que ocurrir. O más gracioso todavía, como si la Tierra, con sus humanos a bordo, contuviese en la experiencia de la Historia un solo objetivo, la meta del progreso, de la perfección del planeta con todos su bichos y sus plantas, y  su mares y sus ríos, y los desiertos, y su cielo.

Pero no. La Historia  no es una novela, ni una narración, ni el objeto de reflexiones, ni la materia prima de filósofos. No es un informe, ni una descripción, ni una soflama. Ni un libro, ni una película ni una fotografía, ni la crónica de un periódico, ni siquiera la conexión en directo con una batalla.

Yo os diré qué es La Historia. Es el silencio interminable de una madre que perdió a su hijo en una guerra; el grito interior que sacude las vísceras  de un anciano cuando ve en televisión ondear victorioso el símbolo que torturó sus huesos jóvenes, sus manos jóvenes, su piel joven. Historia es un hombre mutilado sentado en una silla de ruedas lanzando una piedra con una onda para defender su tierra y su libertad. El olor a cuerpos humanos entre los rescoldos humeantes de  pueblos en ruinas.

También es el corazón palpitando en un tumulto callejero; una mano que abraza a otra; la decepción de la traición; la conmiseración ante la cobardía; la mala conciencia; la delación a cambio de una vida; los días de hambre; un niño que no come y ya no llora; el alivio de la paz; el miedo a la paz; el odio en la piel y  el deseo de matar. El dolor, el dolor físico, el que no se puede soportar, el dolor que ruge y  aúlla y nos obliga a taparnos los oídos porque su lamento nos enloquece, y se nos mete adentro, y ya nunca sale de nuestro vientre, como un tumor enquistado.

La incertidumbre de lo que acontecerá. El desvalimiento, la impotencia de no poder hacer otra cosa que esperar a que alguien, en algún lugar no muy lejano, tome una decisión que nos cambie la vida, como si fuese un dios y nosotros unas miserables criaturas contingentes, perfectamente prescindibles, sacrificables gracias a las acciones, las decisiones, el egoísmo, la crueldad, la vanidad y las ansias de poder de individuos que evacúan en el retrete a diario y que con sus estratagemas y su conciencia plena logran someter y vencer la voluntad de hombres buenos.

La Historia  es, sobre todo, carne humana, camuflada y escamoteada, lapidada por  toneladas de materia historiada. De ese inmenso depósito de presentes muertos surgen los mitos, las figuras que nos señalan enemigos y que nos invitan también a laurear al  héroe. Surge el color  con la que se pintan escenarios gloriosos, campos de batalla, muchedumbres y holocaustos. Pero no hay espacio para  los cuerpos, para  las vidas  reales, para  las mujeres y los hombres que las vivieron. Porque en realidad son los hombres los que viven la Historia, y no al revés.

Por eso, cuando un hombre muere, muere la Historia. Es inútil rastrear  archivos, o leer aquel diario secreto que guardó alguien durante años en el que se describen presentes espeluznantes. Resulta inútil rescatar  fotos ajadas  para  evocarlos. El testimonio humano, auténtico y sincero  de esos objetos se desvanece  y  desvaloriza  su esencia  cuando sale a luz y se transforma en un artefacto cultural, histórico, de consumo doméstico, con el que millones de personas podrían empatizar gracias al instante aprisionado en una imagen o en un párrafo. Sin embargo, ocurre que esos momentos editados y convenientemente comercializados ya no son Historia, se han metamorfoseado en pura fantasía gracias al espacio insalvable que produce la vida, el tiempo y un escaparate, o la cómoda butaca de un cálido salón.

La Historia  no existe.  Mentira la Ilustración y mentira sus ilustrados. Sólo un recuerdo  la Revolución,  y un leve suspiro sus dirigentes. Falsos los imperios, y falsos  sus emperadores. Fantasmas los generales y patrañas sus batallas. Papel las repúblicas, palabras y voces los senadores.  La verdad sólo fue presente y se expresó exclusivamente  en la piel de los hombres que lo padecieron.

Lo demás es cátedra, honor y archivo, biblioteca y filmoteca, exposición y estudio, leyenda  manipulada con la que los  hombres del futuro forjarán sus días en una espiral de tiempo. 

viernes, 23 de noviembre de 2018

Listos de la vida


Le reconoces  desde bien pequeño. No es muy difícil identificarlo.  Apenas aprende a caminar y a balbucear, piensa, organiza y ejecuta  trastadas,  y en cuanto se hacen patentes, si uno anda cerca, se apresura a señalarte con el dedo para que te encolomen el mochuelo. 

Cuando crece un poco, disfruta  el curso en una  juerga permanente, sin dar palo al agua, y el día del examen no hace más que echar el ojo a tu hoja, desconcentrándote,  chantajeándote, o permitiéndose el lujo de acusarte de insolidario. El día en que se hacen públicas las notas él obtiene una buena calificación y el profesor te llama a capítulo, te sermonea con el consabido discurso de la honestidad, el esfuerzo y el sacrificio  y después  te informa de que te anula el examen porque  está claro que has copiado. 

El día que dejas de estudiar y te sientes liberado, crees ingenuamente  que lo has perdido de vista para siempre, pero nada más lejos de la realidad, porque sin duda  aparecerá a lo largo de tu vida, se cruzará contigo en innumerables ocasiones; incluso charlará contigo amigablemente sin que a priori puedas reconocerlo, porque desarrolla un gran sentido de la cortesía y el  disimulo, con tal grado de perfección que puedes llegar a pensar y a creer que en él tienes un amigo. 

Hasta que una tarde llegas a casa derrotado de la oficina y te lo encuentras moviendo el culo sobre tu mujer. O todavía peor: un buen día te pide la discografía completa de Supertramp, en vinilo, con primeras ediciones, y meses después, al reclamársela, te responde que se la han robado. 

Es posible que el destino te reserve su compañía en el trabajo. En ese caso deberás saber que se aprovechará de todas tus ideas e  iniciativas, que las venderá como propias, y que además hará lo posible por difamarte y   despretigiarte ante el jefe con falsos  testimonios o endosándote el consumado de alguna pifia que él mismo haya cometido, tal y como ha venido haciendo desde que es pequeño. Y todo ofreciéndote a diario  una espléndida y brillante sonrisa  y el saludo oficial de los listos. ¡Buenos días, campeón! ¡Vamos a tomar un café, campeón! ¡A comer, campeón! 

Sin embargo, no siempre adopta el disfraz de amigo, o de compañero. A menudo es un ser anónimo que tiene la habilidad de saltarse la tanda en la carnicería sin despeinarse; que entra en la consulta del médico sin respetar su turno, sin solicitar hora,  fingiendo fiebre, dolor, y si es necesario, hasta la misma muerte. En la playa nunca madruga; se levanta tranquilamente poco antes de las 12h. y consigue colocar la toalla, la sombrilla y la hamaca justo encima de donde tú estás, de manera que por no estropear el día con una bronca, recoges los bártulos y te vas. 

Siempre es el más listo, siempre gana. Factura en negro, paga en negro y no le duelen prendas en denunciar las veces que sean necesarias al colegio, al ambulatorio, a los bomberos o a cualquier servicio público que según su criterio de listo no le haya ofrecido un servicio adecuado.

Una de sus acciones más emblemáticas  y propia  de un listo de la vida, en las que realmente demuestra su listeza, se produce en las carreteras, sobre todo en las autopistas, en aquellos puntos del trayecto donde a menudo se producen atascos, precisamente provocados por el listo de turno. En lugar de respetar su posición en la larga de fila de automóviles que espera paciente,  él circula  por el carril izquierdo y al llegar al cuello del embudo,  aprovecha cualquier mínimo espacio entre coches para  incorporarse con gran destreza a la derecha, provocando con su frenada una nueva cola de coches en el carril izquierdo y, eso sí, ahorrándose el tiempo de espera que padecen los conductores que aguardan.

Es muy listo, sí. En las tiendas o en el supermercado, cuando algún dependiente se equivoca a su favor en la vuelta, jamás devuelve el dinero. Si haciendo cola en un cajero automático el usuario anterior olvida recoger los billetes, se los quedará. Si a  un transeúnte que camina delante de él  se le cae la cartera, el paquete de tabaco, o cualquier otro objeto de valor, nunca avisará  y, por supuesto, también se lo apropiará. 

Un listo de la vida no tiene nada que ver con una persona Inteligente y, por supuesto, está muy lejos de ser un sabio. Porque las principales herramientas de las que se vale un listo de la vida son la desvergüenza, un egoísmo asombroso, la falta absoluta de empatía  y una ilimitada confianza  en sus posibilidades, que se ve recompensada gracias a la pasividad, el pasmo y la estupefacción de sus víctimas, es decir, de  todos nosotros. 

Es por eso que la mayoría de las veces sale airoso, ufano y orgulloso de tanta listeza como acumula. De ahí que,  al tomar conciencia del grado superlativo de viveza  con que encara tan victoriosamente cada una de las etapas y  los retos que se le presentan en la vida, finalmente decide que el mundo y las personas que lo habitamos no podemos prescindir de tanto talento. Llegado ese momento supremo de revelación, decide iniciar una carrera política que, con un poco suerte, y su proverbial astucia y  sagacidad, le permitirá sacrificarse por la comunidad para bien nuestro y mayor gloria de la Historia. 

Y así estamos… con tanto listo como hay en la vida.

martes, 6 de noviembre de 2018

Camaleones



Cualquier persona en cualquier circunstancia  expresa su parecer y su visión de la realidad con sus  palabras en la forma y estilo que le son propias,  de acuerdo con su carácter singular y su manera de ser. Por eso, los hombres y mujeres que habitamos el tiempo del  mundo somos singulares, auténticos e  irrepetibles. Es verdad que no es extraño vernos a nosotros mismos duplicar a menudo  reflexiones o pensamientos ajenos, bien porque nos han influido y los hacemos nuestros, bien porque concitan cierto acuerdo implícito y  unánime, y entre todos los hemos convertido en cayados con los que nos apoyamos para ir tirando. 

Podríamos decir que, aun aceptando el hecho  de que existen Anas Rosas Quintanas, Camilos Josés Celas, o que  solemos prestarnos todo tipo de quincallería lingüística y comunicativa, cada cual ama, odia y se relaciona con su voz, sus gestos y  las mejores palabras que dios le da a entender. Nuestro estilo y las frases que construimos forman parte de nuestra personalidad intransferible y están tan unidas a nosotros como nuestra piel a los músculos. Por eso,  cuando sorprendemos a alguien repetir nuestras propias ocurrencias, o incluso vestir  el mismo vestido,  se nos lleva el diablo y  sospechamos de él, y no dudamos en acusarle de impostor o de aprovechado  que vive la vida como el vampiro que necesita de nuestra sangre para subsistir y presentarse ante los demás con una carnalidad que no le corresponde.

En la década de los 80 Woody Allen estrenó la película  Zelig,  la historia de  un tipo que adquiere fama mundial, al que llaman ‘El camaleón’ porque ha desarrollado la asombrosa capacidad de adaptar su aspecto, su discurso y su manera de ser a cualquier medio en el que viva, de manera que a lo largo de su existencia  ha suplantado a personajes tan célebres y  dispares como Adolf Hitler,  William Randolph Hearst, el Papa Pio XI, Susan Sontag, Charles Lindberg , Saul Bellow, Charles Chaplin  o  Al Capone.

Zelig  se pone en manos de una psiquiatra, interpretada por Mia Farrow, quien no duda en pronosticar un claro caso de inseguridad, motivo principal  que lleva a su paciente  a adaptar otras apariencias para poder ser aceptado. Así, cuando se relaciona con judíos le crecen barbas y  trenzas; si las personas con las que se relaciona son negras, su tono de voz, su modo de  andar y hasta su piel, cambian... 

Las vicisitudes de Leonard Zelig  “El camaleón”, ilustran a la perfección el presente político catalán. Los políticos independentistas son muy conscientes  del vacío  ideológico  del que adolece  el  movimiento que lideran. Esa  superficialidad  doctrinaria y de pensamiento  les genera una gran inseguridad a la hora de enfrentar sus postulados ante el adversario con un mínimo de garantías y de justificar conveniente y honestamente sus propuestas antes sus seguidores, que saben, desde hace ya muchos años, que la base o el pensamiento político de los postconvergentes es el neoliberalismo capitalista  de la escuela de Chicago, contrario a cualquier veleidad social; que los cimientos ideológicos de ERC están formados de profesionales liberales muy cómodos en el actual sistema de libre mercado, y que las CUP, una  formación supuestamente libertaria, asamblearia y pseudomarxista, no es más que la marca 'b' del mercadillo convergente, el sistema de control del ímpetu juvenil  nacionalista, la falange nacionalsocialista que camina sin ningún rubor de la mano de sus abuelos reaccionarios. 

Por eso,  ante las inseguridades que entre ellos mismos  concita  la realización de sus objetivos y ante  la evidencia de que su bandera estelada no es  más que latón -o tal como ellos mismos reconocen, un gran farol-   no les ha quedado más remedio que echar mano de la propaganda pura y dura, de mensajes publicitarios claros y concisos, sencillos de digerir,   que es el modo de  vender un producto con el mínimo de  recursos posibles y de la manera más eficaz. Cataluña lava más blanco pero España nos mancha la ropa. Esa idea fuerza, a la postre, es la única  original y medianamente elaborada que podremos encontrar en su discurso; una idea, por otro lado, más que productiva, pues cientos de miles de persones la han comprado y con ella a cuestas se han lanzado a la calle. 

Cuando un grupo de personas se organiza  para reclamar, conseguir, reivindicar lo que en justicia le pertenece, suele generar su propio lenguaje, su código particular, su semántica, las palabras y los signos con que dan a conocer  su situación; con que señalan a sus enemigos; con las que intentan conseguir más adeptos a su causa y, en definitiva, sus anhelos y sus objetivos. 

La historia política y social  de las últimas décadas ha generado en diferentes partes del mundo unos cuantos movimientos ciudadanos de diversa índole, circunscritos a un contexto propio e intransferible, a través de los cuales  millones de personas sojuzgadas y reprimidas, víctimas de crueles injusticias, se han rebelado y han conseguido con su acción colectiva y sacrificada derrocar tiranías o cambiar para siempre leyes lesivas, arbitrarias y abusivas. De la personalidad, autenticidad y la necesidad ineludible y concreta  de sus exigencias surge una semántica y una gramática  igualmente original, a menudo imaginativa, que no sólo tiene el objetivo de movilizar y mantener la moral de los activistas, sino que canta con su armonía exclusiva  la épica de su movilización y la derrota de la injusticia  para mantenerla en la memoria de generaciones venideras. 

Y como quiera que el movimiento independentista catalán es políticamente cóncavo, y su consistencia, ideario  y personalidad  vale menos  que  la paja de rastrojo, no ha sido capaz  de alumbrar  más creatividad retórica propia que la que emana de la manipulación histórica y un victimismo  sonrojante, solamente comparable  con los siglos de favoritismos que España le ha regalado. 

Ese es el motivo por el cual los creativos publicitarios independentistas hayan tenido que tejer una especie de patchwork retórico,  vampirizando  aquí y allá lemas, figuras, cánticos, ideas o  hechos históricos, intentando de ese modo transfusionarse  valores ajenos  y  contrarios  a  las ideologías reales de los partidos independentistas con el fin  de ofrecer a su público un relato eficaz y digerible  que mantenga a las huestes  movilizadas, para hacer creer a miles de personas sin el más mínimo sentido crítico  que están protagonizando, como los héroes y mártires de otras causas, un pedazo de  historia, no ya catalana, sino de la humanidad. 

El célebre  Ejército  Zapatista de Liberación Nacional (EZLN)  enarbolaba pancartas  en diferentes lugares de la célebre Sierra Lacandona, en las que se podía leer  “El pueblo manda, el gobierno obedece” . En su discurso del día 26 de febrero de 1994, el Subcomandante Marcos dijo “Que busquen a los hombres y mujeres que mandan obedeciendo, los que tienen fuerza en la palabra y no en el fuego, que encontrándolos les hablen y les entreguen el bastón de mando, que vuelvan  otra vez a la tierra y a la noche los sin rostro, los que son montaña, que si vuelve la razón a estas tierras se calle la furia del fuego, que los que son montaña, los sin  rostro, los que en la noche andan descansen por fin junto a la tierra”. 

24 años después, en Cataluña,  la desvergüenza y la falta de personalidad y de carácter  de los dirigente de la fascistoide  ANC y los CDR  adquirían el aspecto de indígenas zoques  y robaban el mensaje zapatista  gritándolo en escraches frente a las sedes de los propios partidos independentitas y en las redes sociales. 

Pero antes, Mas, Puigdemont, el racista y xenófobo Torra y toda la cohorte de dirigentes independentistas se habían vestido del comunista  Nelson Mandela, del  socialista Martin Luther King y de Mahatma Gandhi, utilizando sus ropajes, su aspecto, sus ideas y el ascendente universal y moral de su existencia para vender más y mejor un producto falso, que hunde sus  raíces en los 30 años de latrocinio perpetrados por la familia real catalana, la familia Pujol-Ferrusola. 

Ni siquiera son originales a la hora de componer su cancionero. Han rescatado el éxito antifranquista de Lluis Llach y lo cantan entrelazando  sus brazos junto a otros himnos de raigambre católica con los que en los años setenta los curas obreros amenizaban las  misas dominicales  en la época dorada del Concilio Vaticano II 

La retórica independentista es tan poco original que ha llegado al límite del  puro sarcasmo. Quizás, la frase que más se ha gritado en las manifestaciones y que más se ha escrito en las redes sociales sea “Els carrers sempre seran nostres” (Las calles siempre seran nuestras), tal y como gritaba, propinando  un autoritario puñetazo en la mesa, Manuel Fraga Iribarne, fundador de AP y ministro ensangrentado de Franco. 

Pero hay más. Hace una semana el presidente Torra  y Jordi Cuixart escribían sendos  tweets con el mismo inicio con que el escritor francés  Emile Zola escribió hace más de un siglo, para denunciar a la justicia por  el caso Dreyfus, su famoso discurso “Je acuse”.

Al hilo del documento de la fiscalía del Estado con los  argumentos de petición de penas para los políticos presos, Carles Puigdemont, su abogado Gonzalo Boye, Gabriel Rufián  y otros líderes independentistas  se apropiaron sin el más mínimo rubor del  célebre “No pasarán” que utilizaron los soldados franceses en la batalla de Verdún durante la primera Guerra Mundial,   pronunciado años tarde  por la dirigente comunista y republicana española Dolores Ibarruri durante nuestra Guerra Civil,  que convirtió  así esas dos palabras  en escudo moral para resistir al golpista Franco y, a partir de entonces, en una frase universal. 

Como vemos, la voracidad nacionalista catalana  hacia lo ajeno y su necesidad de vestirse de cualquier disfraz que les permita mantener la tensión  en las calles  les ha llevado, incluso, a calificar su movimiento de revolucionario. Efectivamente, es tremendamente gracioso  escuchar a los dirigentes postconvergentes del 4% , ERC  y CUP invocar espíritus revolucionarios sin que nadie entre sus seguidores les diga, por ser didácticos,  que  revolución supone que un buen día, y tras la movilización permanente de los jugadores víctimas de la lesión de aductores,  el fútbol se juega con las manos, y no con los pies; pero no es revolución que los clubs  cambien el color de la camiseta, el patrocinador, o que el fuera de juego deje de ser punible. 

Y, finalmente, por no extenderme más, voy a dar cuenta del que, bajo mi punto de vista, supone el mayor de los agravios que se desprende del vampirismo  grandilocuente  secesionista. Vestirse de preso político resulta  rentable. De hecho, en la actualidad, es la única baza que le queda al farol nacionalcatalanista. Sin embargo, es un lamentable ejercicio de cinismo político y de hipocresía utilizar ese término mientras con el dinero de todos los catalanes, la televisión pública autonómica bombardea a la audiencia, mañana, tarde y noche, con publicidad separatista o antiespañola; o cuando una docena de medios de comunicación subvencionados con nuestros impuestos se dedican a mantener el discurso de los tres partidos independentistas que libremente, insisto, libremente,  exponen y defienden su farol a diestro y siniestro. 

Este hecho, más allá de su eficacia política propagandista,  es un agravio hacia los hombres y mujeres que dejaron su vida, su piel, su dolor y su sangre  en las cunetas y las comisarías de toda España, y que pagaron con su libertad la lucha por reponer la legalidad violentada de la II República,  la democracia,  los ideales de justicias  social, el anhelo de una sociedad más igualitaria y el compromiso de las leyes del Estado con los más débiles. Aquellos hombres y aquellas mujeres fueron, efectivamente, presos políticos. Lo demás son disfraces retóricos con los que se disfrazan los herederos del más rancio carlismo nacionalcatólico para esquivar  las consecuencias de incumplir la democrática, violentar las instituciones y la voluntad de la  mayoría de catalanes, con el fin de imponer una causa falsa, xenófoba, y supremacista, tan embustera como un farol, que tiene que acudir a historias  ajenas para dotarse de una personalidad y una legitimidad  que no posee.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Leer



Años y años de lectura, días, horas,  miles de libros, miles de millones de páginas, frases, pensamientos, cientos de miles de millones  de palabras  y nunca me había puesto a reflexionar sobre porqué me gusta leer. Comer cada día, dormir o respirar.  Uno no se pregunta nunca por qué le gusta respirar. Respiras, y ya, porque si no respiras  te mueres. 

No leo ni por placer, ni por gusto. El placer y el gusto se obtienen de otro modo, provienen de otros lugares. Otra cosa es que me encuentre bien cuando leo. Tampoco leo por  entretenimiento, o por pasar el rato hasta que surja algo, llegue la hora de comer, mientras espero el autobús... De hecho la vida, mi vida,  son las horas de lectura y el resto, tiempo que hay que dedicar por fuerza a ganarse el sustento,  a relacionarte mínimamente con los demás, a procurarle a los tuyos bienestar, afecto, ayuda y amor.

Ni siquiera leo con ansias de conocimiento, para saber más. Recuerdo siempre a Iñaki Uriarte cuando afirma en sus diarios el vértigo que  siente al mirar las estanterías de su biblioteca repletas de libros y constatar en un instante trágico que no recuerda nada de lo que leyó. A mí me ocurre. A lo sumo rememoras sumariamente  tramas, algún personaje, la idea vaga o general  de un buen ensayo. Pero me da lo mismo. Sé que leer no me hace más inteligente, ni siquiera  mejor persona. 

Quiero decir que  no leo por atesorar conocimiento, o por ser más libre, más educado y amable. Y qué le vamos a hacer. Me resulta absolutamente intrascendente si las décadas que acumulo de lecturas me han ayudado a entender mejor el mundo. De hecho creo que no, que es más bien todo lo contrario, que cuanto más leo más complicado me parece todo lo que me rodea, la vida misma, los hombre y las mujeres que la protagonizan, el futuro que nos espera, el que podría haber sido y no fue, o la misma muerte.

La muerte suele aparecer en los libros, pero no acabo de comprenderla. No entiendo, por ejemplo, por qué no puedo seguir escuchando la voz de mi padre o ver su mirada feliz tras la ventana. Aunque quizás no se trata de entender, sino de asumir. El punto final de un libro se parece mucho a la muerte, o no, porque bien mirado el que muere un poco es uno mismo  a causa del tiempo que ha invertido en leer  el libro que al finalizar, sigue ahí, con sus letras y sus frases subordinadas para volver a la vida en cuanto otro lo abra y lo lea. 

Ese tópico de la vida, y los libros que palpitan y esperan a que alguien los abra para que se desate todo un mundo, y lo que alguien  imaginó y construyó con letras adquiere categoría de realidad, de mundo habitado, de cofre en el que brillan tesoros, de espacio físico, geográfico donde una serie de criaturas se revuelven y tratan de trascender las páginas donde viven encerradas; de objeto mágico que contiene sabidurías filosofales con las que podremos deambular con mejor disposición de éxito entre los retos de la vida. 

Nada de todo eso me incita a leer. Ni tan solo en época de  estudiante  he  leído con un fin determinado, la memoria de unos datos que me permitiría un buen trabajo o al menos un título académico con el que poder afrontar el futuro  con ciertas garantías. Porque en realidad, lo que de verdad me gustaba era  que otro leyese lo que yo  había grabado en mi memoria de modo muy matizado, casi desdibujado, durante las horas de estudio.

Deseaba que entre examinador y examinado se produjese una especie de relación que- dicen- se produce entre un autor y sus lectores y, en ese proceso, el manual impersonal  que había retenido la noche anterior se convirtiese  en una falacia, en un producto incalificable que ya no era la reproducción fidedigna y objetiva del trabajo sesudo del equipo editorial de redactores, sino una obra  incomprensible y sin sentido, resultado  de mi libre  interpretación. 

Era emocionante, porque  leía angustiado cuando certificaba  a cada minuto que en una sola noche no sería capaz de recordar  todo el temario del curso. Pero eso es otra historia. ¡Ah!¡Siempre la memoria, la maldita memoria! Thomas Hobbes afirmaba que la memoria es imaginación. Lo leí ayer. Creo que esa frase no se me va olvidar en la vida. Se la dedico a todos aquellos que creían que yo tenía una gran capacidad memorística y luego se han dirigido a mí, defraudados y decepcionados,  a pedirme cuentas de mis invenciones con apariencia de recuerdos.

Ahora no sé bien si la frase de Hobbes la leí ayer, o el sábado pasado, frente al mar. La apunté en mi libreta, que es lugar donde la memoria se desprende de la imaginación. Es una libreta hermosa, de cuero negro, que se cierra atando las dos cubiertas con un largo  cordón, también de piel negra.  En realidad se trata de un portalibretas  al que hay introducir recambios.  Lo compré hace ya algunos años en Florencia, en el Mercato  del Porcellino,  y ahí apunto frases, párrafos, aforismos, como si pudiese así encerrar o conservar algo de los libros que leo. 

Copio citas  en mi libreta florentina porque me gusta escribir en  mi libreta florentina, y porque así creo que soy yo quien ha escrito aquello que he leído. Lo demás es vano deseo de evocación. A veces la repaso y  me da la sensación de que esas frases manuscritas  no pertenecen al libro de origen, sino a mi propia imaginación.  Este es el único modo digno  de  proceder que he encontrado para escribir, reescribir lo que han escrito otros, como  Pierre Menard,  que reescribió El Quijote palabra por palabra, al completo, y finalmente, para su sorpresa,  obtuvo El Quijote. 

Quizás esté escribiendo ahora mismo toda esta cantidad de incongruencias debido a una pura y humana necesidad de confesión, o para camuflar detrás de unas cuantas frases impostadas uno de los verdaderos motivos de mi necesidad lectora. Y es que, según dicen, afirman, juran y perjuran los que escriben -los que escriben  bien,  los que escriben con el alma y con la vida, los que, en términos bolañistas,  se la juegan escribiendo, es decir, los escritores y las escritoras- hay que leer, leer mucho, leerlo todo, leer a todas horas como único modo de adquirir conocimiento,  criterio y gusto, oficio y  estilo. Y después escribir.

Primero leer, y después escribir. Así, por ese orden. Y tras décadas de lector exigente, discrecional y clasista, por momentos incluso elitista, esperando que la lectura  de los grandes me aportase al menos una mínima inspiración; después de tantos años y tantas letras, sospecho que hay algo que no me han explicado. Y lo peor  es que nadie  va a transformar esa conjetura en certeza. Nadie  me va a explicar si hay algo más y, en caso de existir, en qué diablos consiste. De modo que aquí voy a estar, lamentándome de mis carencias mientras sigo alimentando mi frustración libro a libro, como un Prometeo sin fuego. 

Por eso,  ahora digo que  leo  para descubrir una sola palabra deslumbrando un párrafo oscuro. Para sorprenderme ante  la profundidad silenciosa  de  una reflexión  que se abisma  sumergida  en la sabiduría de siglos. La lectura es exaltación de lo bello; un estupor  fascinado y rendido ante el genio del hombre.  O un refugio. Porque el libro es el lugar donde  me protejo, donde me abrigo, donde se redime mi mediocridad,  donde me encuentro a salvo de los hombres y al mismo tiempo muy cerca de ellos; donde busco sin hallar y hallo sin buscar; donde, definitivamente, soy consciente de mi respiración.