viernes, 30 de marzo de 2012

El mito y la furia (XIII)


Walter Benjamin también decía que “la mitad del arte de narrar consiste en mantener cualquier historia libre de explicaciones.”Ahora que lo conozco un poco, que me atrevo a citarle y después de tantos años de admiración, me irrita tener que contradecirle de nuevo por la vía de los hechos. De ahí mis dudas al respecto de la naturaleza y de las virtudes de lo que cuento.

Evocar lo que he leído, pensar y reflexionar en lo que me queda por leer es de las pocas actividades que en estos momentos me apacigua. Me redime del fracaso, de los recuerdos que acumulo en los que el desengaño se ha ido instalando en capas superpuestas, que han ido formando el lecho suntuoso de un emperador, preparado sin éxito para protegerle de toda inclemencia a base de frazadas innumerables, bajo las que éste respira la emanación de su propia expiración, convertido, al fin, en víctima asfixiada de su propio reinado.

Si de verdad quiero evitar morir envenenado con mis propias mentiras, no hallo más solución que rememorar y adentrarme en las causas de toda esta desolación; preguntarme el porqué y a dónde conduce y de qué manera quiero utilizar la rabia que va germinando constante, paciente, en estos días. Fumo, recuerdo, planifico y me atormento en la ventana desde donde miro y aspiro noche tras noche el rumor premeditado de este suburbio. Veo en la distancia que debe separar tres o cuatro estaciones de metro, los monumentos fastuosos de la ciudad que se elevan sobre el tráfago urbano, prodigios arquitectónicos siempre enhiestos, de extraordinario vigor fálico.

Alguno -el que distingo mejor desde el bloque de pisos donde ahora paso mis días- cobija bajo su estructura venérea de acero y cristal cientos de luces de colores. En las noches insomnes, cuando me aburro de fumar y de ver allí abajo, siempre, el mismo perro sarnoso huyendo del mismo yonqui, juego a estirar el brazo sobre en el vacío, cierro un ojo y me regalo la ilusión de que soy capaz de tocarlo; abro la mano, la cierro de inmediato y aprisiono el gran cipote iluminado como si fuese mi polla.

Otras veces, observándolo, se me antoja que el fulgor cromático del edificio es en realidad un sofisticado dispensador de analgésicos genéricos, que se administran alevosa y masivamente en las horas de la madrugada, sobre la neblina contaminada, en forma de aerosol, concebidos inteligentemente para emulsionar con los sueños derrotados que llegan ingenuos a miles de alcobas, para caer finalmente sobre el cansancio y la inconsciencia de mis semejantes.

(Y también pienso en Maruja, viva entre mortales, como si desde esta atalaya la pudiese rescatar de su rincón en el fondo de la metrópoli, entre sus cuatro paredes; mi Maruja, durmiente y bella, víctima de mi desesperación, descansando apaciblemente su resignación, o quizá también insomne, leyendo recostada algún verso, escuchando con los ojos entornados las noticias de la medianoche que difunde la radio mientras en su memoria aparece, como si estuviese ocurriendo en ese momento, la última secuencia, el momento definitivo, mi espalda y el golpe de la puerta al cerrarse.)

Sin embargo, sé que para sus fines no es necesario tanto dispendio ni tanta inteligencia. La mera presencia de esas construcciones, la existencia rampante y orgullosa asentada firmemente en el espacio donde habitamos, es suficiente para mantenernos despiertos en la ignorancia de una fantasía causa-efecto en la que todo esfuerzo se recompensa con un premio.

(Maruja no sabe donde estoy. Tengo miedo de que se lo diga a mi hijo y de que lleguemos de nuevo a las manos. Si hay un segundo encontronazo la cosa puede acabar en tragedia. Me conozco y le conozco. En cuanto se nos desata la rabia, no nos contenemos y después, cuando ya no hay arreglo, todo son lamentaciones.)

El piso donde me he instalado forma parte de un grupo de viviendas construidas en los años del desarrollismo, de la aluminosis, y de la emigración. En realidad, más que una vivienda, es una celda de unos 60 metros cuadrados ubicada en el sexto rellano integrada en uno de los veintidós bloques de doce plantas que los promotores dispusieron en la pendiente de una colina orientada hacia sureste, frente a la gran fábrica de cervezas en la que antaño trabajaban la mayoría de sus vecinos.

Desde esta ventana puedo ver el mar siempre manso, como el trazo de un bolígrafo; la red de carreteras, introduciendo y extrayendo a diario miles de almas de la gran ciudad; el ferrocarril como un gusano, siempre el mismo gusano; pequeños tejados mohosos a dos aguas intercalados con terrazas ilegales, como cuadriláteros en el aire, donde ondean sábanas blancas colgadas en alambres retorcidos igual que lo harían las banderas capitulares de un ejército rendido. Y claro, se distingue también lo inevitable, un bosque espeso, perenne, de antenas astadas y parabólicas, proveedoras de la basura que consume diariamente la barriada de hogares abigarrados fundidos en un instante, repentinamente, casi sin tránsito ni espacio alguno, con las gloriosas edificaciones de la moderna, próspera y ufana capital cosmopolita.

Hace unos años los vecinos se pusieron de acuerdo y para camuflar el hormigón gris de las fachadas pintaron los bloques, de arriba abajo, verde caqui atenuado y rosa pálido, de manera que cuando se sale o se entra a la gran ciudad por algún medio de comunicación próximo a este lugar, se distinguen perfectamente y no hay nadie que pueda obviar su presencia.

Antes de instalarme en mi piso, este me parecía un sitio irreal, donde era imposible que viviese alguien. Primero porque me era difícil imaginar el modo de acceder, por ejemplo, al último bloque de todos, el que está situado en el punto más cercano a la cima de la colina. Y en segundo lugar porque mi mente, predispuesta al mito y a la fantasía, acababa convenciéndome de que aquel conjunto de moles cúbicas en realidad era el vestigio de fabulosos monumentos ciclópeos, obra de una antigua civilización, en cuyo interior se sacrificaban en honor de los dioses de la guerra y de la fertilidad vírgenes hermosas y ancianos desdentados.

En otras ocasiones, imaginaba que eran molinos de viento amputados, dispuestos en formación por orden de algún poder cruel, para escarnio y ejemplo de quijotes y rebeldes postmodernos. Pero lo que más me gustaba era hacerme la idea de que eran bloques de piedra por esculpir, seres palpitantes, todavía sin forma, que luchaban por existir y por convertirse en ídolos urbanos parecidos a los moáis de la Isla de Pascua. Y esto último es lo que más gustaba creer, porque era mi hijo quien lo imaginaba.

En el piso tengo lo justo. La cocina con dos fogones a gas butano y los armarios grasientos y medio desvencijados. Probablemente, el alicatado original era blanco, pero ahora su color es indefinido. En alguna baldosa hay restos de pegatinas con marcas de motos. En una se distingue todavía el dibujo de una mujer desnuda. En otra, el anterior inquilino dibujó con rotulador negro la típica polla conceptual con sus dos testículos conceptuales. La campana extractora tiene tanta grasa que temo que un día se ponga a arder. Ya la limpiaré. En el comedor dispongo de un mesa redonda de formica, cuatro sillas claveteadas de poli piel verde, y un armario donde he podido guardar algunos de los libros que tenía. La pared está desnuda de todo adorno. Solamente se adivina un claro rectangular; seguramente el halo del lienzo que inmortalizó en miles de hogares el escorzo forzado de un ciervo herido de muerte por las dentelladas de tres perros cazadores.
No hay lámparas. Todas las habitaciones se iluminan con una bombilla de 60 W que cuelgan de los cables sin más. El cuarto de baño es mínimo, con ducha de plato, y cadena, la clásica cadena con el depósito del inodoro colgado de la pared. Ni si quiera hay espejo. No cuesta contar los baldosines descascarillados, todos con el reborde de las juntas negruzco. Se ven los agujeros con los tacos de plástico donde se atornillaban el toallero y dispensador de papel higiénico, que dejo sobre el suelo, salpicado de señales chamuscadas de colillas. A parte de la que he escogido para dormir, hay dos habitaciones más. Son pequeñas, interiores. Una da a un patio de luces y la otra al hueco del ascensor. Las dos son perfectas. Este es el lugar perfecto.

lunes, 26 de marzo de 2012

Un nuevo amanecer


Me da igual la sequía, la crisis o el colesterol; el cambio climático, la reforma laboral o la salud; la tierra quebrada, la anestesia de clases o la densidad de la sangre.

Solamente aspiro a un poco de sol en primavera, a disponer de un asiento tranquilo en la terraza de un bar, un vaso de whisky generoso y páginas de palabras bellas que me cuenten una buena historia con la que poder llegar al final del día, al sueño, a la realidad de un nuevo amanecer.

lunes, 19 de marzo de 2012

Viva la Pepa

Anoche soñé que Cándido Méndez -el de la UGT- , aprovechando el inicio de la campaña del IRPF, llamaba a todos los trabajadores españoles a la insumisión fiscal, y soñé que argumentaba a voz en cuello que, ya que el Estado le ha perdonado a Botín un fraude fiscal, repito, un fraude fiscal por valor de 35.000 millones de euros (el equivalente al déficit del Estado), y ya que permite a las empresas del IBEX 35 llevarse sus beneficios a paraísos fiscales, estafándonos cerca de 100.000 millones de euros , pues nosotros, tristes curritos que arrastran como argollas de galeote sus deberes para con el Estado, tampoco declararemos a Hacienda nuestro IRPF, y tampoco pagaremos el IVA, y facturaremos en negro la reforma del cuarto de baño y de la cocina, la factura del repago de las medicinas y hasta las chuches de los niños.

Soñé, además, que el primero en hacerlo era él.

Después, una fantasía inconfesable invadió mi espacio onírico y el sueño se endureció.

Al poco, en plena fase REM, mis ojos empezaron a moverse de lado a lado, alocados, sin control y sin sentido, quizá porque soñé, bendita ilusión, que Ignacio Fernández Toxo -el de las CC.OO- decidía ir a las puertas del Congreso acompañado por toda la cúpula del sindicato y acampaba en plena Carrera de San Jerónimo, frente a los leones de piedra, de manera indefinida, con una declaración de huelga de hambre que se hacía extensiva durante cada uno de los días con sus noches hasta que el gobierno no retirase las reforma laboral y, también, todas y cada una de las agresiones al sistema público sanitario y de educación de las que estamos siendo víctimas los trabajadores.

Soñé, excitado, sin pausa, en una especie de aluvión esperanzado de la inconsciencia, que todas las televisiones, los periódicos y las agencias de noticias del mundo se hacían eco de tamañas audacias y que miles de españoles seguían a sus líderes convocando actos parecidos frente a los respectivos parlamentos autonómicos.

Hacia las 6,30h de la mañana sonó el despertador y con los ojos todavía pegados a los párpados, me he afeitado escuchando la noticia del segundo centenario de la Constitución de 1812, y la voz insufrible de Rajoy diciendo que él, de pequeñín, además de muñeca Nancy, ya quería ser, poco más o menos, alguien similar a “el divino” Argüelles .

He llegado a la oficina a las 8h clavadas y me he puesto a leer el correo electrónico. Me he encontrado con un mensaje de mi comité de empresa con la enésima convocatoria de un asamblea inútil.

Eso es. Exacto: ¡Viva La Pepa!

martes, 13 de marzo de 2012

Brevísima Historia de la humanidad (sin imágenes)



L
os trabajadores, a lo largo de la Historia, han sido humillados y explotados cuando han respetado las leyes. Por el contrario, han conquistado sus derechos cuando las han desobedecido o las han incumplido
.




martes, 6 de marzo de 2012

El mito y la furia (XII)


(Viene de aquí)

Así vivirá Indalecio Bot su vuelta a casa cualquiera día de la semana, con la conciencia clara de quién es, la asunción de su papel en la Historia, incluso en los momentos de descanso (porque descansando también se hace la Historia) y con la certeza diáfana, libre de dudas, sobre el papel que juegan los demás en relación a él mismo y al suceder de los acontecimientos que mueven los días del mundo.

Decía Walter Benjamin que “la narración es y ha sido uno de los mejores antídotos para luchar contra el mito”. Yo, Adan, un cuarentón que se desliza vertiginosamente hacia el lado invisible de la vida, intento explicarme a mí mismo mi trayectoria vital, fundamentada principalmente en valores, creencias, personas, historias, pensamientos, impresiones o sentimientos asentados en mitos. Y cuando me convenzo de que narrando el hundimiento de cada uno de ellos ando en el buen camino, me doy cuenta de que en realidad estoy cayendo en una fabulosa contradicción porque precisamente por narrar vuelvo a ellos, nuevamente, a la causa principal de mi descreimiento, de mis desengaños y de mis errores.

Así que no puedo dejar de pensar que debido al cúmulo de paradojas y al desorden y la desorientación que arrastra el objetivo final de este relato, todo esto se está convirtiendo en un chiste, en un mal chiste que no provoca sino muecas sin risas y un nuevo desengaño. Y más cuando añada ahora, en estas próximas palabras, sin tan siquiera sonrojarme, que tenía tantas ganas de citar algún día a Walter Benjamín que el momento y la frase que escojo son los menos propicios y adecuados para hacerlo.

Pero me da igual, y no me avergüenzo. Es lo único bueno que me ha ocurrido desde que empecé a escribir y a planear mi final: perder la vergüenza. La cuestión es que yo quería citar a Walter Benjamin, y de hoy no pasaba porque es uno de esos nombres míticos que se oyen cada dos por tres de la boca de lo más granado de la intelectualidad; un nombre que escribe casi a diario un puñado de eruditos a la violeta que gritan, a través del altavoz robado a cualquier sindicalista liberado, críticos y fantasmas de todo pelaje quienes, referenciando a cuatro celebridades de la historia del pensamiento, y después de haber consultado un par de tomos de aforismos –por supuesto, bien ordenados alfabéticamente por temas- resuelven, facturan y se ganan el pan.

Cuando digo que quería citar a Walter Banjamin quiero decir que he querido citarlo desde siempre, desde hace ya mucho tiempo. Casi podría afirmar que desde que tengo uso de razón. Mi deseo se remonta al año legendario en el que superé por fin el Curso de Orientación a la Universidad, aquel memorable COU nocturno para el que necesité del permiso expreso del jefe de estudios y de una página complementaria en el libro azul de escolaridad.

Me gustaría recordar el momento y el lugar exacto en el que nace mi admiración y mi interés por el pensador alemán y como no tengo mucho empeño en precisarlo, porque tengo la certeza de que es una cuestión de nacimiento, surgen en la memoria, sin carnalidad, sin materializarse, atropellados y arrebatándose mutua y recíprocamente las palabras sobre las tarimas de las aulas, Ángel, un profesor gay, diabético, vestido siempre con elegantes trajes arrugados, gran fumador, estruendosamente anticlerical, que nos enseñaba historia del arte aderezada de hazañas de la Unión Nacional Revolucionaria de Guatemala (UNRG) y de ingeniosos ascos hacia los corazones sangrantes de la pintura barroca española, y Xavi, profesor de literatura catalana pero licenciado en historia, jovencito, simpático, propenso al sobrepeso, afiliado al PCC y fundador de una revista satírica radical.

Desde que oí de boca de esos dos hombres el nombre de Walter Benjamin, cada vez que lo he vuelto a escuchar o que lo he veía citado en algún libro me acomplejaba por no haber leído nada de él y al mismo tiempo me daba por ensalzar muy íntimamente al autor de la cita o de la referencia porque daba por hecho que traer a colación una reflexión del filósofo, el fondo cultural, intelectual y sensible de quien le citaba crecía muy por encima del de la mayoría de los mortales.


Al mismo tiempo, me producía coraje e impotencia no reproducir yo mismo, ni por escrito ni de viva voz, algunos de los pensamientos del alemán. A veces me daban ganas de hacerlo de oídas, copiando citas de otros, pero eso hubiese supuesto tanto como traicionar mi desarrollados sentidos de la ética y de vergüenza torera que por entonces habían hecho de mí un primo de reconocido prestigio.

Lo que yo quería era subrayar directamente sobre alguna de las obras de Walter Benjamin mis propios párrafos predilectos y apropiármelos, hacerlos míos para después intercalarlos elegante y pertinentemente en algún escrito; o proclamarlos en alguna comida de amigos mientras bebíamos la copa de coñac digestiva, puesto en pie, con el tono justo de voz y la satisfacción inmediatamente posterior de verlos a todos con la boca abierta, rendidos a mis pies, mientras yo le daba una calada al Montecristo de rigor y expiraba el humo con la misma pose descuidada con la que Indalecio Bot habla por teléfono con el presidente de la Unión.

Sin embargo, para ser sinceros, lo que me interesaba de verdad era escribir o pronunciar abiertamente su nombre completo, sin más pretensiones. Escribir o decir W a l t e r B e n j a m i n, como dijo W a l t e r B e n j a m i n , según escribió W a l t e r B e n j a m i n… y no hacerlo por vanidad, pedantería, impostura o utilitarismo intelectual, independientemente del pensamiento o del fragmento de su obra que la cita reprodujese. Ni siquiera deseaba citarle por una sincera admiración hacia su obra y su figura. Mi deseo único y franco era nombrarlo, sencillamente; pronunciar el nombre del hombre y acompañarlo del apellido inseparable que le confiere su existencia, su presencia y su trascendencia en la Historia. Es decir, pura y simplemente escribirlo y declamar: Walter Benjamin. Y otra vez: Walter Benjamin, Walter Benjamin.

Algo parecido me ocurría con Ortega y Gasset, pero a la inversa. Por más que he oído y leído su nombre en centenares de citas reproducidas, intento siempre, por todos los medios, no pronunciar su nombre. Cuanto más cositas leo de este señor, menos ganas tengo de decir sus apellidos, como si al hacerlo, de repente, en una especie de sortilegio prospectivo diseñado por él mismo, pudiese llegar a levantarse de su tumba y tomando conciencia de su circunstancia decidiese salvarla de su esqueleto para formar poco a poco la musculatura encarnada, la red venosa de todo el cuerpo y finalmente la piel pulida de tono cano que cubre la carne viva y conforma su imagen, la célebre figura elegante y afectada del filósofo madrileño.

Si explico todo esto es por comprobar si el tratamiento que prescribe el doctor Walter Benjamin es de efectos inmediatos, si es de largo alcance y por tanto necesito constancia en su posología, o si en verdad no tiene más que un efecto placebo, y cura de los mitos solamente a quien crea en sus efectos, aunque, visto lo visto, creo que no me queda más remedio que seguir narrando, sea cual sea el resultado, sobre todo porque estoy convencido de que va a ser el único modo de fortalecerme, de romper con todo lo que me aliena y de llegar finalmente a cambiar esta vida de mierda por la que en realidad me merezco.

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