lunes, 31 de diciembre de 2012

Teoría de los sueños impresos

No sé si empezar por explicar con quién soñé recientemente o mejor abro la entrada perorando  sobre los sueños, sus significados y sus misterios  para, a continuación,  rematar  la faena en una segunda parte  con la historia del protagonista del último impreso que he tenido.
 
Porque hay sueños impresos y sueños nebulosos. Los últimos son aquellos de los que apenas recordamos nada, figuras desdibujadas, cierto desasosiego, luces y sombras, o  a lo sumo, una acuarela aguada y deslavazada incapaz de dejarnos la menor huella en la conciencia o en la inconsciencia, más allá de un pegote de semen seco sobre la sábana o del sobresalto del vértigo sudoroso en la cama.
 
Por el contrario, un sueño impreso  es aquel del que uno es capaz de  recordar,  con  detalle, caras, personajes, voces, espacios, sonidos, frío, calor,  tiempo y hasta olores y todo tipo de sucesos.
 
Un sueño impreso es  la autobiografía gravada en la inconsciencia de aquello que vivimos mientras dormimos, y que es esencial y forma parte de nuestra vida en el más estricto sentido de la expresión. Debido a la trascendencia de lo que en ellos acaece,  todo su desarrollo pasa a formar parte de nuestra existencia, de nuestra personalidad e incluso de nuestra mismísima anatomía, como si fuese una fina capa de piel, la pleura a través de la que respira un superyó latente, con  la misma entidad y categoría  que cualquier recuerdo de cualquier avatar trascendente de la vida.
 
De hecho, lo que sucede en un sueño impreso es para siempre,   imborrable, imposible de eliminar. Uno está al alcance de padecer acceso agudo de amnesia transitoria, o de sufrir la tragedia terrible del Alzheimer pero, incluso en estos dos casos, lo sucedido en un sueño impreso  sobrevive a la muerte neuronal  porque su materia  pasa a residir en el alma.
 
Ahora mismo, en este momento, si alguien quiere cerrar el blog y huir a la realidad de  You Tube , todavía está a tiempo de hacerlo, porque lo que voy a narrar a continuación tiene todos los atractivos para convertirse en  objeto de investigación por parte de tribunales eclesiásticos y seglares.
 
Aun así,  pese a correr  el  riesgo de quedarme solo con mis letras, o de aullar en el centro de la pira mientras el fuego me devora,   no voy a dar mi brazo a torcer, y defenderé sin abjurar,  o seguiré pensando, que  un buen sueño, lo que yo llamo un sueño impreso, es memoria en estado puro,  inmaterial; ideas, personas, sucesos, miedos o anhelos que se alojan dentro de nosotros  y que  prueban, más allá de la razón, que somos capaces  de vivir dormidos y que, por tanto,  podemos desarrollar una evocación  involuntaria tan poderosa como la consciente.
 
Y como no sé si la narración del último sueño impreso  que he experimentado ocupará más espacio del aconsejado  en internet,  prefiero postergarla para los valientes que se atrevan a seguirla  dentro de una próxima entrega.
 
Hasta entonces, felices sueños.

sábado, 22 de diciembre de 2012

El tiempo perdido

Por poco más de cinco euros ayer me compré un año más. Antes, tiré a la papelera todos los días de éste que todavía no ha acabado. Me deshice de ellos casi sin pensar y solamente al verlos en la papelera fui consciente de lo que había hecho. Allí, en el pozo del desprecio,  yacían revueltas, desordenadas, entre mondas de mandarina, despojos de manzana, chicles secos, borradores arrugados, informes caducados  y sobres vacíos cada una de las cuarenta y cinco  semanas laborales  transcurridas con sus citas, sus nombres, reuniones, avisos, comidas,  teléfonos y demás vicisitudes.
 
Mientras las observaba y tomaba conciencia de ello  me desasosegó no ser capaz de producir más que un sentimiento de desapego o de indiferencia porque, al fin y al cabo, allí reposaban, entre los deshechos de una oficina, la mayor parte de las  horas de mi  vida en el  último año transcurrido. De haber estado acompañado, una sola expresión hubiese salido de mi boca: a la mierda, que se vayan a la mierda, y ahora que lo recuerdo mi deseo se acentúa y se amplía y lo que quiero es  que se pudran, que los trituren, que se conviertan en papel de estraza, en actualidad manipulada, en cartón para huevos, en envoltorio de menudillos, en tisúes para putas, o en el mejor de los casos, en confeti  blanquinegro que lanza desganado, por orden del señor alcalde,  el tonto del pueblo en un  verbena sin jóvenes.
 
Pero estaba solo, y no podía compartir mi desazón, ni llorar sobre el hombro de nadie, ni  descargar  la ira por el tiempo perdido, por las miles de horas sin recuerdos cuyo destino se ejecutaba en  el mismo acto de arrojarlas a la basura. El único consuelo posible, la resurrección, el resurgimiento pasaba por  comprar un año más y olvidar. Aunque difícilmente se puede olvidar aquello que no ha dejado huella, aquello que no ha dejado más que tiempo sobre una duna  en el corazón del desierto. Es imposible el olvido de algo o de alguien si  su paso por la vida ha sido incapaz de fecundar un recuerdo. Se olvida o se recuerda lo que es. Se evoca y se  invoca el olvido. Los días felices y tristes, amargos o dichosos vienen a nosotros por su propia voluntad, autónomos e independientes; o  también cuando los solicitamos desde la postergación en nuestra existencia porque significaron algo, porque  en su momento adquirieron la categoría de vivencia y nos resultan útiles en el camino, un alivio, la lección práctica que nos saca de un aprieto, el origen de los que somos y la certeza de lo que seremos. La cuenta corriente, las facturas, y las rebajas constituyen los restos de la reminiscencia  que han producido las jornadas laborales con las que me he ganado el pan, prescritas, sin pena ni gloria, y que ahora se perderán para siempre entre detritus.
 
Por eso me compré otro año, porque de momento no me han despedido. Compré  la prolongación de los días,  impolutos y retractilados. La oferta era irresistible porque junto a los 365 días dispuestos en semana a la vista me regalaban todo el mes de enero del año siguiente. Que venga Dios y la iguale. Pagué cinco euros, pedí el ticket a la dependienta y antes de salir de la papelería me dijo, “¡feliz año nuevo!”.
 
Al llegar a la oficina lo primero que hice fue ordenar la mesa. El momento lo requería. Era una segunda oportunidad y pensé que para reclamar  a los buenos  augurios lo preceptivo era disponer un escenario para las grandes ocasiones. De manera que me dispuse a dejarla  limpia, con todo dispuesto en su lugar: los dosieres bien ordenados sobre las bandejas de plástico; a la derecha las facturas sin pagar; a la  izquierda las tareas pendientes, la libreta de notas y el cubilete con los bolis. El bloc de postits amarillos sobre la calculadora  y el retrato de Proust vuelto hacia la pared.
 
Como los saltadores de trampolín antes de lanzarse al vació, respiré profundo un par de veces y, sin más dilación, con gesto decidido, cogí las tijeras y rasgué el plástico. Me deshice de la portada, de las cuatro semanas correspondientes al  mes de  diciembre del este mismo año (que también venía de regalo), y después de abrir las anillas coloqué cuidadosamente el bloque de mis próximas 52 semanas  dentro de la agenda  forrada de piel. En un primer momento la dejé cerrada y pensé lo bien protegido que estaba mi tiempo contra las inclemencias. Después volví a las andadas y me afloró nuevamente la vena existencial porque   también se me ocurrió que “menudo desperdicio de  piel, destinada al cobijo  de un funcionario”. Sin embargo, me repuse rápidamente y decidí ponerle un poco de ilusión al asunto, así que abrí al azar mi nuevo año, todavía  por empezar, y eché un vistazo a los días que me esperan.
 
La primera semana  que vi fue la del primero de mayo, blanca e inmaculada. Continué hojeando, hacia delante y hacia atrás, y  todos y cada unos de los días en los que me detenía se presentaban iguales, nuevos, limpios, pero exactamente iguales. Solamente se distinguían porque cada uno de ellos se encuadraba en un mes diferente. “Qué tontería, qué gran perogrullada”, creo que dije en voz baja. “¡Pues cómo si no!,¿ Qué es lo que esperabas?”, me respondí a mí mismo. Creo que esperaba encontrar la excitación ante lo nuevo, una promesa, una mínima señal esperanzadora con la que vislumbrar alguna diferencia futura con respecto al año que acababa de arrojar. Y si no, al menos, esa sensación infantil de  pulcritud, cuidado e interés que , siendo adultos, no nos abandona y que  surge cuando empezamos a escribir en una libreta nueva: la voluntad expresa o el compromiso que adquirimos con nosotros mismos de escribir cada una de las páginas que nos quedan por delante tan impecablemente como la primera. Pero nada de todo eso sucedió. Por eso me comporté a continuación de la manera más prosaica que pude y me dediqué a buscar las fiestas y ver de cuántos puentes podría disfrutar.
 
Cerré la agenda, me enfundé el abrigo y fui a encontrarme con mis compañeros para celebrar el fin de año. Bebimos unas cuantas cervezas a la salud de la nómina perdida, aunque no nos hacían falta para  acordamos de los banqueros, de las señoras de los banqueros y de las honorables  familias de los señores ministros y consejeros, para lo cual  utilizamos a menudo la hache muda y alguna de las más afamadas, socorridas y sonoras  consonantes sordas bilabiales.
 
Al llegar a casa abrí el grifo y bebí un trago de agua. Miré durante unos segundos el agua caer al fregadero y me ensimismé viendo cómo se colaba por el sumidero en un breve remolino.  El reloj que tenemos en la cocina estaba parado y le di cuerda.  Me entretuve  en ver la aguja de los segundos dibujar la circunferencia minuto a minuto y en escuchar el ruido de la maquinaria. Me hubiese fumado un cigarrillo, pero lo dejé. Me hubiese bebido un whisky, pero no tenía. Miré hacia la nevera y vi  el calendario. Lo miré dos veces y  sonreí. Era el mes de julio del año 2008. Me quité el abrigo, puse un disco y me senté feliz  a leer un libro mientras esperaba  a mi amor. 

FOTO: Dosarela

domingo, 16 de diciembre de 2012

Un beso


Tengo la necesidad de confesarlo: soy un besucón. Desde que era bien pequeñito me ha gustado repartir besos en toda ocasión, aquí y allá, indiscriminadamente, sin distinción de edad, sexo, raza o  condición social. Soy, lo que se dice, un besucón democrático, y lo soy de tal manera que incluso llego a tener memoria del sabor del casco blanco de un guardia urbano al que besé cuando nos rescató a mí, a mi hermano pequeño y a mi mamá de perecer extraviados en pleno centro de Barcelona una tarde en la que papá nos quería fotografiar junto a las palomas de la Plaza de Catalunya.
Otro día explicaré los motivos por los que durante unas horas mi familia se desgajó en dos mitades en pleno centro de la capital catalana. Ahora, lo que de verdad me apetece es explicar que, años después de aquel suceso, igual que todo hijo de vecino, pude experimentar a menudo las excelencias de lo que llamamos un  buen morreo expresado en toda su extensión labial, lingual y salival. O la sensación imborrable del beso sucedido al amparo del amor-dulce, tierno, eterno- capaz de unir para siempre el destino de dos existencias.
Yo he besado hasta la extenuación a  mis padres, a los amigos de mis padres, a los hijos de los amigos de mis padres,  a mis abuelos, a mis tíos, a mis primos, a mis hermanos, a mis vecinos, a mis compañeros de trabajo, a los compañeros de trabajo de mi amor, a  mis suegros, a mis camareros,  a mis jefes, a  mis cuñados, a mis amigos, a los hijos de mis amigos, a mis conocidos, a mis libreros, a mis sobrinos  y, tal y  como se consigna en  la Biblia, he besado hasta a mis enemigos  que, de todos los besos que uno pueda dar,  es el  que más sabor tiene; no el que mejor sabe -aclaro- sino el que más sabor tiene.
Si tuviese que hablar de besos ajenos,  habría  algunos que sería  preceptivo recodar, como el que  Judas le dio a  Jesús por puro imperativo legal, porque si alguien amaba a Jesús ese era Judas, quien ostenta el honor apócrifo, jamás reconocido, de ser el primer mártir de la Historia católica.
Otro beso llamativo, antológico,  fue el que se estamparon en los morros Leonidas  Breznev y Erich Honecker cuando tocaba a su fin la década de los setenta. Ya hubiesen querido algunos directores de Hollywood para con sus actores tanta pasión y tanta entrega.  El escorzo inclinado de las dos cabezas, los ojos cerrados  como solamente  los cierran dos amante apasionados, y el gesto esquivo y pudoroso de los miembros del séquito, hacen pensar en una verdadera historia de amor, y  no en un beso de la Historia.
Luego hay besos duros, secos y blandos; besos fraudulentos; besos cinematográficos y al mismo tiempo pedagógicos; besos húmedos y  envolventes; besos profesionales, eclesiásticos y pornográficos; besos de la muerte y del consuelo; besos racheados; besos  urgentes y besos  nostálgicos; besos que se dan con las mejilla, y besos que jamás debieron rozar la piel; besos esperanzadores, o besos incomunicados; besos  sin ruido, y besos sonoros, como remolinos de hojas secas o como papel de caramelos; besos de preso, y besos al aire; besos que se lanzan desde la palma de la mano, y que nadie recoge, porque no son besos; besos en la cruz después de besar a un niño; besos de la victoria, sobre la piel sangrienta de la pieza muerta; besos de la fortuna; besos de puta, besos de monja, besos de mano, besamanos,  besos de caballero sobre la falange blanca de la dama de blanco…
Pero el beso que me gustaría dar y que probablemente nunca daré lo dejaría suave y respetuosamente   sobre el hueco heroico del espacio que  tapa pudorosamente Esther Quintana, donde hasta hace unas semanas lucía uno de sus ojos. Con ellos, Esther  observaba estos tiempos de tiranía, de  injusticias, hasta que una tarde de lucha, un padre  de familia, quien seguramente besó en la frente a sus hijos después de su jornada, disparó contra conciudadanos por orden de Felip Puig, otro padre de familia, amantísimo esposo, cuyos besos olerán siempre a podrido, al aliento hediondo que expelen los tiranos, los hipócritas, los villanos, los fariseos,  los terroristas, al menos hasta que a Esther le nazca de nuevo el ojo sacrificado y pueda ver, frente a frente, tal y como nació, el rostro  de su verdugo.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Maleza


Después de años y años de aquellas largas y entrañables tardes de sábado viendo la película de las 4  en blanco y negro,  al terminar  la comida y despanzurrarme durante unos minutos en el sillón frente a la tele, me dejo vencer por el sopor y todavía me viene el sabor  del chocolate y el chusco de pan que mamá nos daba para merendar. Me gustaba hincar unos cuantos bocados a discreción y  fabricar  una bola sabrosísima en la boca, una especie de masa pastelera compuesta de miga y cacao que acababa por desbordarse entre los labios y  que me tintaba los morros de un color amarronado, un tanto aguado.
Pero mientras daba cuenta de la merienda, lo que más gustaba era dejarme llevar por la película, sobre todo si en ella aparecían aventureros intrépidos que atravesaban sin despeinarse una selva tupida y salvaje a golpes de machete, zis, zas, arriba y abajo, a izquierda y derecha. A menudo, la hilera humana  se  detenía en el sendero recién abierto porque el chico bueno americano, la chica guapa, y su fiel guía nativo, quienes por supuesto abrían brecha en  vanguardia, de repente advertían que  de una liana, estratégicamente colocada entre dos gigantescos árboles, colgaba una tremenda serpiente. El reptil mostraba  su repulsiva lengua bífida y en un santiamén el boy se deshacía de ella con un golpe certero de machete mientras la rubia profería un grito y se pegaba a su brazo como hiedra a una pared.
En mi apenas recién estrenada racionalidad, yo me preguntaba si  el guía no estaría tomando el  pelo a toda aquella cuadrilla de pijos  bwuanas tocados con salacot  introduciéndoles en los más inhóspito y recóndito de la selva africana a través  del peor camino de todos los posibles, con la intención de  que  valorasen su trabajo  más allá de su justa medida. Porque el hecho de que la troupe de aventureros de pacotilla ignorase los secretos del terreno que pisaban  era lo más lógico, pero lo era mucho más que el experto guía nativo no ya conociese sobradamente  otro trayecto  mejor,  más abierto, cómodo y menos sufrido para sus amos, sino que supiese hasta el nombre de pila de cada uno de los bichos que no dejaban de  emitir  sonidos durante toda la expedición y que convertían a la selva en  un lugar misterioso, ignoto  y oscuro, desbordado  de peligros al acecho en cualquier recodo del  territorio por explorar.
Lo que son las cosas de la memoria; a dónde nos puede llevar  el recuerdo del sabor del pan duro y del chocolate. Mi recorrido habitual para llegar a mi lugar de trabajo transcurre por la autopista catalana C58, la llamada autovía del Vallès. A la altura de Sabadell, poco después de pasar por el IKEA recién inaugurado (a las puertas del cual han pasado unos cuantos cientos de humanos su fin de semana a la intemperie para que les regalasen un cheque de 500, 200, 100 ó 50 euros en productos suecos fabricados en Vietnam), miles de automovilistas como yo, durante días y días, hemos leído  somnolientos dentro de nuestros coches un grafiti pintado en uno de los muros de la autopista con la inscripción “Ara Independència. ERC”. La pintada estaba, como se dice ahora, currada de verdad; incluía una senyera coronada por una   hermosa estrella de cinco puntas blanca sobre el ya celebérrimo  triángulo piramidal  invertido  azul marino. Su pulidísima factura denotaba que  los artistas patriotas se habían vaciado  en su elaboración, seguramente ejecutada durante las frías horas de la madrugada al amparo de la noche y corriendo el riesgo de ser sorprendidos por una patrulla castellanohablante  de los Mossos d’Esquadra (que los hay).
El muro donde ha estado  luciendo  hasta ayer mismo  el desiderátum secesionista  tiene una longitud de unos dos kilómetros. En dirección norte, una vez rebasado ese  punto kilométrico,  siempre ha servido de lienzo reivindicativo, artístico y territorial  a raperos impenitentes, tribus urbanas, adolescentes sin padres,  y  virtuosos del esmalte  aerografiado. Los militantes de ERC que ocuparon varias decenas de metros con su propaganda acrílica seguramente no conocen la ley de la noche  porque, mira tú por donde, fueron a gritar la secesión con sus brochas y sus rodillos en lo más tupido de la selva vallesana,  en el sendero de los elefantes, en la vereda que conduce indefectiblemente a la gran olla caníbal, al territorio sagrado donde se dejan macerando a la humedad de los días sin sol, calaveras de mono, armadillos desollados y pieles secas de boas constrictor.
Y claro, la selva recupera lo que es suyo. Uno puede deshacerse a machetazos de la maleza para abrirse camino pero, casi  al instante, vertiginosa y prodigiosamente, a  la espalda vuelve a crecer la vegetación  con tal  velocidad que si el explorador hiciese por mirar hacia a atrás no vería más que el mismo enmarañamiento que tiene por delante, mientras el guía continua al frente, trazando  con fingido cuidado, un paso tras otro, gesto y semblante concentrado, intentando amagar esforzado la sonrisa que puja  por aflorar.
Efectivamente, en la mañana de ayer  ya no se podía leer la proclama soberanista de letras de molde. Las pintadas urbanas la habían ahogado como si fuesen  lianas selváticas, voraces hiedras salvajes, gigantescos helechos tropicales. Sobre ella lucen ahora unas extrañas letras grises, angulosas en sus extremos, inclinadas hacia la izquierda, de prodigioso equilibrio en sus proporciones cuyo significado solamente  conocen, a saber,  la tribu que se ha hecho con el territorio y el poblado enemigo, es decir,  la fauna nocturna -salvaje- que pulula en las noches suburbiales  los lugares más peligrosos, allá donde sus miembros pueden demostrar el valor, donde se  juegan  el honor y  donde son capaces de dejar la vida por un pedazo de hormigón que consideran suyo, y nada más que suyo. O sea, más de lo mismo.
CODA:
(IKEA Sabadell regalaba productos y dinero a quien el día de la inauguración vistiese prendas con  los colores de la bandera sueca.)

sábado, 1 de diciembre de 2012

RIP

Miren, la cosa es ésta, la cosa está como sigue:
 
Un buen  día creí que de la pura reflexión escrita en dos folios con cierta gracia  podía pasar a explicar historias que le interesasen a alguien más que a mí,  que contuviesen cierto grado de belleza, y que inluso pudiesen llegar a emocionar, aunque  fuese durante un instante breve, como el que transcurre entre respirar y expirar, entre el parpadeo espontáneo de dos ojos, entre finalizar una línea y comenzar a leer otra.
 
Llegué a creer que, tras innumerables lecturas, tras miles de horas laborables escribiendo cientos de párrafos cumpliendo escrupulosamente con los preceptos de la ley sagrada del sujeto+verbo+complementos  y destinando algunas horas a la semana  a la supuesta creación literaria, un día -un feliz día de otoño, a ser posible- miraría de frente a mis criaturas y me  enorgullercería por haber sido capaz de crearles un mundo en el que vivir, en el que permanecer por siempre estampadas en forma de letras, palabras  y frase impresas sobre el papel encuadernado.
 
Desde aquel día han pasado algunos años en los que se han sucedido intentos, algunos hallazgos, y horas de ilusión que han acabado por producirme una profunda sensación de decepción y de frustración; la certeza de que el placer estético y la mejor inversión del poco tiempo de que dispongo no se encuentra en la vanidad propia, o en la pretensión engañosa de querer ser a toda costa lo que no soy, sino en la lectura  placentera y aleccionadora de los grandes  maestros quienes -ellos y ellas sí- nacieron con la estrella de los dioses gravada a fuego para decidir, como un monje de clausura, destinar por completo y sin reservas su vida  a la literatura.
 
Y si no es así, no vale la pena. Si no es así,  uno podría algún día  leer su nombre impreso en el lomo de un libro, o ser  citado algunas decenas de veces en las secciones de crítica de los diarios. Esos momentos de pasajera celebridad se  convertirían en  poco tiempo en nada, en algo más despreciable que nada, en vanidosa pretensión, en producto perecedero, en un blíster de embutido que se deja olvidado en la nevera a medio abrir en un rincón, al fondo, hasta que percibimos cierto olor a podrido y lo descubrimos   y con asco lo lanzamos  a la basura.
 
Es todavía peor. Cuando uno llega al convencimiento de que ni siquiera va a ser capaz de construir algo perecedero, intrascendente, algo con lo que pasar media hora de trayecto en el metro, lo más inteligente y honesto es no perseverar en el intento y  renunciar.
 
Me duele por Adan, por Lorente, Maruja, Mercedes, Augusto y Melchor; un poco menos por In Bot (Que le jodan.  Es lo único de lo que podría enorgullecerme: ser el primer ciudadano que se deshace de un banquero). 
 
Me duele también, y sobre todo, por mis sueños, hoy de cuerpo presente, en capilla, ya fríos, tiesos como estacas. Sirvan estas líneas de homenaje, funeral y sepelio.
 
Siempe me dijeron mis sueños -porque mis sueños me hablan- que el día de su muerte, no  les llevase flores, y que  sonase en su recuerdo, durante media hora, una canción de Lichis.  Requiescat  in  pace
 
Cuando te vas
se me mueren las macetas
que no las riego con llanto
de tanto llorar los ojos se me secan
que no las riego con llanto
¡ay! de tanto llorar los ojos se me secan.

Y con los ojos sequitos
la mirada se me ciega
y el corazón que no ve
ni siente, ni padece
se mustia y se muere de pena
y el corazón que no ve
ni siente, ni padece
se mustia y se muere de pena

Por eso te planté
mi corazón en una maleta
pa poder echar raíces
donde quiera que tu estés

Por eso me arranco la piel
pa que te hagas una maleta
para cuando eche de menos
el cuerpo que ciñen tus prendas
para cuando eche de menos
el cuerpo que ciñen tus prendas.

Donde quiera que estés
sácame al balcón
a lucir mi amor sincero
que se entere la gente
que no soy uno más
en tu macetero.