jueves, 25 de abril de 2013

Apuntes para un diario




Quiero quiero quiero quiero y no puedo puedo puedo puedo


Tengo tengo tengo tengo pero  pierdo pierdo pierdo pierdo 


Juego juego juego juego aunque muero muero muero muero


Beso beso beso beso porque ardo ardo ardo ardo


Vivo vivo vivo vivo  cuando  bebo bebo bebo bebo


Sueño sueño sueño sueño mientras duermo duermo duermo duermo


Veo veo veo veo igual que un viejo viejo viejo viejo



jueves, 18 de abril de 2013

Algunas explicaciones a mi infantilismo



La Editorial Anagrama ha publicado en un solo volumen la obra de Luis Goytisolo “Antagonía”. Mi Ignorancia no  la conocía. La encontré hace un par de semanas en La llar del Llibre. O mejor dicho, me encontró ella a mí porque, entre estanterías repletas de libros famélicos, la superficie de su lomo destaca desde lejos: se distingue igual que a un oso entre pingüinos. El título me sedujo. Hermosa palabra.


Hojeé en pie, como judío frente al muro, el prólogo estupendo de Ignacio Echevarría y decidí  hacerme con el volumen. He tenido que cambiar de cartera, porque no me cabe dentro de la que utilizo habitualmente.


“Antagonía” es una inmensa novela compuesta por cuatro. Su lectura requiere la máxima disposición de ánimo y de actitud, digamos, proactiva, para con la literatura. Terminé la primera de ellas, “Recuento” (1973) hará un par de semanas. Inmediatamente después  compré y leí “En la orilla”, de Rafael Chirbes, y aunque distan entre ellas la friolera de 40 años, las dos hablan de lo mismo, la decadencia, la corrupción física y moral, la vejez, la mentira, el examen de conciencia final, la memoria reciente y algo más lejana… lo peorcito de lo que somos capaces de hacer. 

Hace un par de días que he empezado a leer la segunda de las novelas que forman “Antagonía”. Se titula “Los verdes de mayo hasta el mar “. Ésta apareció en las librerías en el año 1976. Insisto, 1976. En 1979 se publicó la tercera, “La cólera de Aquiles” y en 1981 “Teoría del conocimiento”, la cuarta y última.

Esta misma mañana, a primera hora, abría mucho los ojos leyendo las siguientes  líneas  de “Los verdes de mayo hasta el mar”,  escrita (recuerdo de nuevo) recién muerto Franco: 

“Contaminación española a todos los niveles, servilismo, rapiñería, trapacería, corruptela, prostitución esencial”.

“La codicia convertida en norma de conducta y la comisión o porcentaje en modelo de relación humana, rasgos imputables no tanto a elementos foráneos cuanto a lo específicamente catalán: falta de la convicción o el  interés necesario para anteponer a la conciencia del pueblo oprimido cualquier otra consideración. […] Ellos, ellos que eran por este orden: catalanescos, progresistas, populistas, timoratos, tímidos, reprimidos, oprimidos, traicionados no sólo en sus sentimientos sino también en su dignidad.[…] Uno de esos catalanes que uno creía anglosajones por su extremada afición a los productos derivados del cerdo, afición que llega incluso a hacerles semejantes a un big pig en su aspecto físico […] promotores, comisionistas, instaladores, vendedores, especuladores, cada uno con su puñado, con su pellizco, con su bocado, con su tajada, pisando fuerte cuando conviene, saltando a los ojos cuando conviene, dando por el culo cuando conviene, relaciones públicas, relaciones humanas, antropofagia cropomórfica,  lo que se dice una verdadera merienda, sondeos, captaciones, mediciones, pie tras pie, palmo a palmo, responsables, solidarios, y colectivos de la conversión de un país –Catalunya- en una forma de vida, terreno ganado por el mal gusto opulento y la próspera grosería, consecuencia de la ascensión social y económica del pequeñoburgués a la vez que de la extensión de la propiedad horizontal”.

"La Europa de hoy, esa empresa con más pasado que presente y más presente que futuro, una Europa más unida y débil  […] descivilizadora, exterminadora, atomizadora, roedora y raedura, convirtiendo países en explotaciones, culturas en antigüedades, razas en productos, pueblos en mercados, mágico cambalache, genio del cristianismo,  vasto despliegue de cruces y cañones […] una Europa repentinamente aterrada, culpablemente acomplejada ante ese mundo hecho a su imagen y semejanza, temiendo por encima de todo recibir un trato recíproco, el mismo trato que ha dado, la droga asiática, la verga africana” 

Después de la profunda y traumática  sensación de deja vu que uno experimenta al leer éstas líneas, recuerdo una vez más la fecha en la que se escribieron: 1976.

Ahora ya sé por qué vivo, día a día,  con la certeza y el peso de no haber crecido.

viernes, 12 de abril de 2013

Agua dulce



Será bueno o malo, perjudicial o beneficioso, pero la cosa es que por más que tomo conciencia de mí mismo, me veo como un niño. Rozo los cincuenta, el  vientre se me derrama equitativamente a ambos lados de la cadera, hace ya tiempo que no puedo  solazarme observando  la parábola de mi orina y mis hermosas posaderas-célebres hace algún tiempo, más allá de la comarca- son incapaces de llenar con dignidad la culera de los pantalones. 

Pero insisto,  yo me siento como un niño. No se trata de una vuelta al pasado, de hacerle trampas al tiempo,  al estilo Carpentier, o de una rareza congénita, como la que sufrió Benjamin Button. Pura y simplemente,  me siento como un niño. Incluso diría que es algo más que una sensación: es una certeza, la evidencia, el convencimiento diario de hablar, ver, pensar, proceder, y elaborar la realidad que me rodea igual que lo hacía  cuando tenía 13 años. 

De hecho, si soy sincero,  lo único que he dejado de hacer es mirar debajo de la cama antes de acostarme, taparme con la frazada hasta el cuello si oigo las 12 campanadas de la media noche, o rizarme el flequillo constantemente con el dedo índice cuando veo la tele. Por lo demás, exceptuando alguna que otra actividad íntima - recurrente en el pasado y exclusivamente solitaria- todo sigue igual. 

De los deberes no me libra nadie, refunfuño si me veo obligado a hacer algo que me quita tiempo de juego, fumo a escondidas, veo películas porno de madrugada, lloro desconsolado si pierde el Barça, me emborracho porque sí con los amigos, no bajo la tapa del retrete  y cuando suena el despertador cada mañana  me tienen que tirar de la cama. 

Sin embargo, éstas no son más que nimiedades costumbristas, retazos, rasgos de la intrahistoria particular de mi día a día  que en mayor o menor  medida  puede repetirse en otros ejemplares  adultos de la especie. Quiero decir que lo que me ocurre va más allá de lo puramente instrumental, de lo físico y hasta de los hábitos; es una cuestión esencial, de fondo, una corriente submarina que fluye a medio mar y de la que con pericia y paciencia se puede sacar agua dulce. 

Si camino oigo mis pasos, largos, pesados, pero  misteriosamente los percibo cortos e inquietos. Si hablo, oigo mi voz, ronca y grave, aunque dentro, en mi pecho, donde nadie llega,  resuena un timbre nasal, aniñado e insolente. Si me hablan no escucho.  Si duermo sueño, o no sueño, recuerdo o no recuerdo lo que sueño, pero en el preciso instante del despertar me asalta una alegría despreocupada, emergencias intrascendentes, la necesidad atropellada de saber si llueve o hace sol. Me tomo el trabajo como juego, y cuando juego pongo en todo momento mis cinco sentidos. Ante los mayores me agrando y antes los jóvenes me achico… y así, definitivamente, día tras día, de sol a sol, todos y cada uno de los detalles de mi vida que me construyen van moldeando un niño envuelto en piel reseca cuyas ambiciones se reducen a un beso cada mañana y el deseo impertinente de la inocencia eterna.

jueves, 4 de abril de 2013

Olor a Winston

Una vez me subí en un Mercedes, alto y largo, muy largo, de color crema.  Los asientos eran de piel blanca   y el volante  nacarado.  Siempre estaba impecable, encerado, limpio; brillaba bajo el sol. Solía hacer  el mismo trayecto, de  casa a la granja, de la granja a casa, y al bar. Jugaba al subastado, a peseta el tanto. 

Yo   le veía entrar desde el futbolín, apartar las cortinillas, bajar las escaleras como un actor, pedir un whisky y sentarse frente al tapete verde. Mientras barajaba bromeaba con unos y  otros, con su voz suficiente, grave y guasona. Sacaba de la cartera un par de billetes y empezaba la partida. La parroquia se arremolinaba alrededor de los jugadores. Ganase o perdiese, pagaba las copas  y enfilaba carretera arriba, hasta la granja. 

Criaba conejos. Según contaban, llegó de América, hecho un indiano, 25 años después de marcharse del pueblo. Su olor a Winston y las gafas de sol verdes me fascinaban. 

Un día, cuando salía de jugar, me sorprendió mirándole. Me hizo un gesto leve con la cabeza y subí. 

Entramos en la granja. Era una nave de adoquines grises. Dentro hedía  húmedo, a sudor animal, y hacía calor. Solamente se escuchaba un bisbiseo inquieto, como si dentro de sus jaulas los animales murmurasen. Tranquilo y en silencio abasteció los bebederos, repuso pienso y recogió las crías minúsculas que habían muerto. Eran de color rosado, transparentes, sin pelo,  como fetos  gaseados. Las tomó en sus manos grandes y las introdujo en una bolsa negra de basura, que anudaba por la parte superior, igual que si fuese un saco. 

Montamos de nuevo y nos internamos campo a través.  No conectó la radio. A los pocos minutos se detuvo junto al cráter que formaban  unas rocas, un muladar,  y allí dentro lanzó la bolsa. Olía mal.  Quise bajar, y ver, pero me lo impidió. Encendió un pitillo y con la primera calada miró al cielo.Los buitres formaban círculos.

Me dicen que hace poco murió, de cáncer, o de viejo,  que perdió dinero apostando a la pelota a mano y que fue alcalde.