jueves, 24 de septiembre de 2020

Dioses y océanos

 (Mi homenaje particular a Benito Pérez Galdós)

 

Más que escribir, en realidad  alimento charcos. Por eso, quien se aproxima a mis frases se pone perdido  de agua sucia, agua sucia  de lluvia, agua estancada en cualquier leve depresión del asfalto alimentada después del aguacero por baba y orina canina, mixtura de genuino carácter urbano  sobre la que brincan con infatigable algarabía los niños y niñas del barrio, ávidos de experiencia acuática, en una costumbre infantil, vestigio, quizás, de nuestro pasado anfibio.

Nadie tiene que recordármelo. Sé que mis palabras unidas no dan más que para nutrir charcas de aguacero que, al paso de unas pocas horas, gracias al asombroso fenómeno de la evaporación,  se transforman en pequeños lodazales entre los que quedan atrapados pedazos de envoltorio, colillas desmenuzadas y unas pocas hojas secas desprendidas de los árboles arrastradas por el viento en los últimos instantes de la tormenta.

De manera que mi futuro no se diferenciará mucho de mi pasado porque estoy condenado a imitar el chubasco súbito e inesperado, a dejar aquí y allá intrascendentes atascaderos de agua turbia que todo el mundo esquiva en el camino de sus trajines y que, en el mejor de los casos, sacian la  lengua viscosa de los perros o substituyen por unos instantes el monótono vaivén de un columpio.

Por eso antes y después de empantanar palabras, leo, a todas horas leo. Leo con gusto y anhelo y al tiempo me torturo con la lectura, una actividad sádica que me eleva a las nubes para dejarme caer, desplomado, como piedra helada de granizo, cuando al cerrar el libro vuelvo en mí y aflora, igual que la impertinencia de  una pérdida de agua en las cañerías, la trivialidad de mis charcos, la conciencia de mis torpezas.

Leo cuentos cortos, que son como rieras, arroyos de breve eslora, en los que se alimentan aves y croan las ranas; torrentes tortuosos de corto alcance que en determinados casos adquieren una intensidad  dramática envidiada por afluentes  y hasta por afamados ríos, en apariencia de mayor profundidad y calado.

Leo novelas que en realidad son ríos, interminables caminos de caudales eternos y profundidad insondable a los que confluyen criaturas míticas que  viven  sus existencias en espacios inolvidables señalándonos bajo los puentes, o a cada meandro,  nuestra propia naturaleza y un devenir ineludible que se consuma en el mar.

A veces, en muy pocas ocasiones, me he atrevido a leer novelas extrañas, sólo aptas para valientes, novelas que son fiordos de aguas heladas, oscuras, surgidas entre los más insólitos paisajes, en lugares recónditos de difícil acceso  a los que únicamente llegan aventureros, amigos de lo desconocido. En sus aguas heladas solamente se zambullen los más osados. No es fácil salir de ellas disimulando el aspaviento, el acto reflejo de quien no ha entendido nada.

Escribo charcos, leo arroyos, ríos y fiordos, pero donde de verdad quiero estar es en el gran océano. Partir al atardecer, navegar en la noche, orientarme con las estrellas, observar el resurgimiento del sol, del día, y perderme en una inmensidad  de vidas, de historias terribles, amores apasionados, muertes injustas, hombres y mujeres batallando sus existencias en  la furia de la galerna, con el viento en popa, resistiendo tentaciones y apaciguando desasosiegos  en la quietud perturbadora de la calma chicha. Son las novelas oceánicas. Sus creadores no son seres de este mundo. Quiero decir que no son humanos. Nadie capaz de escribir “Guerra y Paz”, “Ana Karerina”, "La Cartuja de Parma",  o “Los miserables” puede ser humano.

No, no hay seres humanos con la clarividencia, la constancia, el talento, la inteligencia y el peso creativo necesario como para engendrar de la nada, igual que un dios, un océano como “Fortunata y Jacinta.” No hay humano capacitado para escribir en  el transcurso de dos años las veinte primeras novelas de “Los episodios nacionales” más “Gloria”, más “La Desheredada”, más  “ Marianela” y  más “La Familia de Leon Roch”. Y todo bajo la luz del quinqué, a pleno pulmón, sin más útiles que papel, pluma y tintero.

No, no es humano. El gran océano, las profundidades abisales de sus aguas, la extensión inabarcable de su horizonte son producto de naturalezas desbordantes, prodigiosas, tocadas con el carisma de la divinidad. Es por eso que la experiencia del gran océano transforma a quien la vive, imprime carácter , provoca hacia cualquier otra acumulación de agua un desdeñoso relativismo y  -atención- desesperados estados de postración lectora a causa de una melancólica nostalgia que nos hunde en profunda depresión.

Los demás hacemos lo que buenamente podemos. En mi caso, espero la tormenta de verano o bien unos pocos días de lluvia para abrevar a los perros y, a lo sumo, permitir a los niños que salpiquen de agua sucia a todo aquel que intenta esquivar mis charcos.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Un país de necios

La necedad es la demostración de poca inteligencia. Un necio o una necia es aquella persona que siendo consciente de las lagunas que inundan su capacidad de análisis de la realidad, de discernimiento y de toma de decisiones correctas en cualquier ámbito de la vida, se presta voluntariamente a llevar a cabo acciones, emitir  opiniones o  postularse  para plantear soluciones a problemas complejos, a sabiendas de que en su empeño generará consecuencias nefastas negativas para una, varias o muchas personas, o incluso para sí mismo.

El necio y la necia suelen ser personas ignorantes  que no saben lo que tienen que hacer, aunque a menudo cometen la imprudencia y la irresponsabilidad de poner en práctica sus proposiciones haciendo caso omiso a quienes les aconsejan en sentido contrario. De hecho,  la vanidad, la terquedad, y la cortedad de miras suelen ser también virtudes que  singularizan a  los necios.

Los necios son autores de disparates, sandeces o estupideces. Todos conocemos a algún necio que, obstinado en sus decisiones,  ha terminado de mala manera o, peor todavía,  nos causa importantes perjuicios a nosotros y a terceros.

No sé si añadir que la necedad podría ser sinónimo de maldad, en un sentido moral, porque lejos de reconocer sus errores,  a sabiendas que son perniciosos, los necios se empecinan en ellos y suelen huir hacia delante emperrándose  en sus  razones, sin dar su brazo a torcer y criticando  o ridiculizando a quienes pretenden hacerles rectificar. Por eso es conveniente alejarse de este tipo de individuos lo más lejos posible, porque si estamos cerca hay muchas probabilidades de que nos amarguen la existencia.

Sin embargo, no sólo no nos alejamos de su compañía sino que a menudo confiamos a necios y a necias la toma de decisiones más difíciles que se pueden dar en una sociedad, aquellas que permiten la convivencia en paz y prosperidad, que permiten afrontar con ciertas garantías los desafíos colectivos y que nos preservan de los males que acechan la vida.

Es cierto: dado que la maldad es uno de los rasgos que caracterizan a este tipo de necios, pueden engañarnos con mil estratagemas a través de sofisticados mecanismos o técnicas de comunicación, o mintiendo alevosamente, con la finalidad de que  les regalemos ingenuamente nuestra confianza, lo cual nos descarga de responsabilidad, porque finalmente hemos sido víctimas de un perverso engaño.

Pero si después de traicionarnos en más de una ocasión  y de ponernos a todos en peligro ejerciendo su necedad, un necio o una necia  insiste, una vez más, en solicitar nuestra confianza  y nuevamente  se la concedemos, entonces, queridos compatriotas, entonces vivimos en un país de necios.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Luz en la pandemia (IV)

 


He contemplado el mar durante horas, desde el nacimiento del horizonte  hasta presenciar, admirado, el brillo de la  luna tremelucente sobre el vaivén oscuro del agua. Y por eso doy gracias.

Siguiendo su rastro en el cielo  he sorprendido al sol huyendo entre los montes antiguos, mientras la vieja campana de bronce derramaba las horas sobre los tejados. Y por eso doy gracias.

He escuchado el eco ancestral de los muertos en un silencio de robles y rocas que me ofreció la experiencia de la soledad virgen, la clausura del mundo presente y un pretérito hondo  colmado de misterios y voces. Y por eso doy gracias

Me he sumergido en aguas azules, he percibido la fuerza incontestable de las olas, saboreado la sal en los labios y mi piel ha recibido el color del sol y el beso de la brisa. Y  por eso doy gracias.

He caminado al amanecer sendas de tomillo y  estepa, entre  pastos oceánicos y encinas ermitañas, donde solamente se escucha la esquila de algún mugido apostado, el viento acariciando la hierba, el gañido del águila y resonancias sepultadas en piedra, originarias de bosques legendarios. Y por eso doy gracias

He jugado con niños, he jugado como un niño y me reído como un niño. Y por eso doy gracias.

He saboreado manjares de rey y he bebido vino en la mejor compañía, entre muros de sillares o  junto a la brasa del sarmiento  en las noches cálidas de Agosto, respirando aliviados las promesas del céfiro  y el aroma del fuego fraternal. Y por eso doy gracias.

He deambulado de la mano con el amor de mi vida, sin prisas, extraviadas las  miradas en una lejanía dulcemente  indolente  mientras imaginamos nuevos  futuros y gozamos del presente. Y  por eso doy gracias.

He leído durante horas, hasta quemarme los ojos,  palabras hermosas, inteligentes, frases sabias, párrafos  emocionantes; páginas sublimes donde habitan criaturas eternas que,  pertinaces y pertinentes,  continúan interpelándome con sus preguntas. Y por eso doy gracias.

He dormido desnudo sobre la sábana azul y, en la profundidad de la noche, cuando la humedad de la brisa penetra en la alcoba,  el calor de otra piel ha cubierto mi espalda. Y por eso doy gracias.

He abierto la cancela funesta forjada a fuego sobre el yunque; me he descubierto y, emocionado, incontenibles las lágrimas,  he permanecido  ante la vieja cruz oxidada, ante el cúmulo de tierra roja que arropa humildemente la urna donde depositamos sus cenizas. Aunque yo sé que  él no está allí, su nombre sí, y le saludo, y le hablo, y le digo que doy gracias por vivir cada día, cada instante, con el honor de ser su hijo.

lunes, 7 de septiembre de 2020

Distopía en las aulas


 Antes de la pandemia, en los colegios y escuelas del sistema educativo catalán, un niño  al entrar al aula y encontrarse con sus compañeros y su maestro lo primero que tenía que hacer era confesar su estado de ánimo al resto de la clase. Es decir, que por imperativo expreso de su profesor previo acuerdo del Consejo Escolar  se veía obligado a abrirse emocionalmente en canal y decirle al resto de compañeros si se encontraba triste o alegre; si albergaba miedo o rabia; si sentía incontenibles deseos de amar o si por el contrario el asco dominada en ese momento todo su ser.

En el caso de que la emoción expresada por el niño o por la niña resultase negativa, el maestro dedicaba unos minutos -con la ayuda de los otros niños debidamente  dirigidos- a intentar revertir sus emociones por la vía del juicio sumarísimo colectivo, interrogatorio público incluido, camuflado de conmiseración hipócrita, preguntas de confesionario y púlpito y la preceptiva ristra de corazones rosas, moralinas de cuento y sonrojantes golpecitos en la espalda.

Por su puesto, en todas y cada una de las  escuelas y aulas catalanas en las que se lleva a cabo esta práctica ignominiosa, siempre aparece el alumno díscolo que en un alarde de valentía infantil y haciendo uso de su soberanía y de la defensa de su  intimidad se niega a confesar públicamente el estado de ánimo y emocional, las causas personales, familiares o escolares que lo han ocasionado, actuando con ostensible rebeldía contra todo consejo y petición de cambio.

En casos así, el grupo, auspiciado por el maestro,  relega al ostracismo al compañero heterodoxo y le conmina a cambiar de actitud haciéndole responsable, en ocasiones, de la buena o mala marcha de la clase o invitándole a seguir las pautas que todos, sin excepción, respetan, por su bien y el de la convivencia en el aula. Cualquiera que haya visto la película “La invasión de los ultracuerpos” podrá hacerse una idea de cómo debe sentirse un niño o una niña de entre ocho y doce años sometida a tales prácticas.

Este tipo de actividades, digamos escolares, propias de las llamadas convivencias espirituales organizadas por la Iglesia, por el Opus o por cualquier otra secta, está promovida por la Conselleria de Educación de la Generalitat de Catalunya desde el año 2008, aproximadamente. Cualquiera que desee comprobarlo puede darse una vuelta por Google y solamente escribiendo “emocions escola pública catalana” dará con varios enlaces que habitan en la página web de la Conselleria.

Uno de esos enlaces nos lleva al concepto de ‘Ecología Emocional’ y a sus dos creadores, Jaume Soler i Lleonart y Mercè Conangla, cofundadores de la Fundación “Ecología Emocional” que ha derivado en la Fundación privada Ambit, de donde nace el máster promocionado bajo el lema “Reforestando nuestros corazones”  reconocido con puntos  curriculares  por la Generalitat, que lo ha etiquetado de gran utilidad.

El curriculum y la trayectoria de Soler y Conangla puede leerse en internet. Ambos están lejos de ser reconocidos como reputados pedagogos aunque, muy probablemente,  sus cuentas corrientes se encuentren muy cerca de los seis ceros gracias a las continuas ediciones de sus libros, a las conferencias que realizan y al máster que ofertan , dirigen y facturan que, como digo, la Generalitat promueve con la suma de puntos preceptivos en el curriculum del profesorado.

Cuando un sistema educativo público avanzado apuesta por determinadas líneas pedagógicas destinadas a construir, generación tras generación, un país mejor, lo hace fundamentándose en prácticas contrastadas, formuladas por los mejores pensadores y avaladas por equipos multidisciplinares de excelencia. Esas prácticas deben integrarse en el contexto social particular de cada país y sobre todo en su legislación educativa vigente, que garantiza la igualdad de oportunidades para todos y una práctica docente libre y responsable. Por eso es tan compleja la construcción de un sistema educativo público, que aunque debe dejar margen de acción tanto al profesor como al centro, sobre todo debe garantizar la adquisición de contenidos y competencias por parte de los alumnos enmarcadas en los valores que defienden y promueven los Estados de derecho.

La llamada ecología emocional que ha comprado la Generalitat y que  está haciendo ricos a Soler y Conangla se ofrece y se  viste con el disfraz de la inteligencia emocional. Sin embargo, nada más lejos de este concepto, que se introdujo en la psicopedagogía a principios de los años noventa y que acabó por converger junto con otras teoría anteriores en la bautizada por el filósofo y pedagogo  José Antonio Marina como ‘teoría ejecutiva de la inteligencia (TEI)’ según la cual, la inteligencia se define como “la capacidad de dirigir bien el comportamiento, es decir, de elegir bien las metas, aprender con rapidez, utilizar la información precisa, gestionar las emociones y controlar los procesos necesarios para resolver problemas y alcanzar así los objetivos.” El objetivo de la psicología de la inteligencia emocional está encaminado a que el alumno mejore su capacidad de centrar la atención, a que planifique mejor sus tareas, aprenda a invertir provechosamente su esfuerzo y también a gestionar adecuadamente sus emociones en los procesos de aprendizaje.

Esta teoría de la inteligencia emocional y las complejas y contrastadas propuestas pedagógicas que de ella se derivan nada tiene que ver con la ya famosa maleta de los sentimientos, o con  los semáforos emocionales a los que se somete a la infancia catalana en las aulas, con el único y estéril  fin de confesar su estado de ánimo  convirtiendo a los niños y a las niñas  en  estúpidos emoticonos vivientes, en el mejor de los casos, y en víctimas de la irracionalidad y la mediocridad que asola la dirección de nuestro sistema educativo.

Montessori, Freire, Piaget, Ferrer i Guardia, Vygotski,  Giner de los Ríos, Dewey, o  Antonio Damàsio ( uno de los precursores de la inteligencia emocional)… por citar algunos, son nombres sobre los que se han fundamentado los sistemas educativos y la práctica docente a lo largo de la historia contemporánea occidental. Sus propuestas, más allá del juicio de valor que podamos hacer sobre ellas, son el encofrado sobre el que se ha fundamentado la educación durante los últimos dos siglos. En Catalunya, una corriente de hombres y mujeres idiotas, neoliberales, muy bien aposentados, aprendices de la filosofía zen, bebedores de leche cruda, waldorfitas del séptimo cielo,  que el primer día de curso riega en comunidad  la fachada de los colegios con flores de bach (literal) se ha empeñado en poner en manos de unos cuantos oportunistas, gurús de las emociones,  la educación de nuestros hijos.

CAPA. Así se llama el modelo de niño que pretenden Soler y Conangla, un acrónimo que resulta de unir las letras iniciales de creativos, amorosos, pacíficos y autónomos. No, no me lo estoy inventando. Soler y Conangla quieren niños CAPA , para lo cual forman a profesores en este sinsentido con el beneplácito de la Generalitat. Es decir, el actual Govern de La Generalitat de Catalunya quiere niños CAPA. No quiere niños críticos, curiosos, preparados, inteligentes, competentes, cultos, esforzados, libres y solidarios. Quiere niños CAPA. Catalunya es un país de niños CAPA y en poco tiempo será un país de mediocres que, al contrario de lo que rezan las hermosas palabras del acrónimo mendaz, devendrán en personas incultas, poco dadas al esfuerzo, víctimas propiciatorias de mercachifles y populismos, acríticos, dóciles en los lugares de trabajo y actores de un individualismo pernicioso para cualquier sociedad que pretenda ser y llamarse próspera.

Esta corriente de idiotez extrema e irresponsable que está devastando el sistema educativo catalán y que padecen a partes iguales alumnos, profesores y nuestro futuro,  se concreta en el proyecto “Escola Nova 21” que financia CaixaBank (¡!) y dirige el ínclito Eduard Vallory, un joven advenedizo, amamantado en las ubres de la menjadora independentista,  discípulo aventajado del neoliberalismo norteamericano más radical, cuyos conocimientos del mundo educativo, de las tendencias pedadogógicas y de la psicología del proceso enseñanza-aprendizaje son equivalentes a la competencia lectora de un mandril.

Eduard Vallory era el  hombre destinado a desmantelar el sistema público catalán de educación en caso de que se proclamase la independencia,  según anotaciones del famoso cuaderno de Josep Maria Jové hallado por la policía en la que el número dos del Departament de Economía dirigido por ERC preveía un sistema educativo sin profesores funcionarios, sin exámenes, sin libros…  con plena libertad de acción para cada centro, que contrataría según su parecer a los maestros que considerase oportunos.

“Nova Escola 21” ha finalizado en julio de este año y ahora, según el acuerdo firmado por CaixaBank , la UOC, La Fundació Bofill y la Conselleria de Educación, la Generalitat debería hacerse cargo del proyecto, en el que  han participado alrededor de 500 escuelas públicas, concertadas y privadas de Catalunya hipnotizadas o ilusionadas por promesas de innovación y de  financiación. Agnès Barba, la directora del Colegio Els Encants, uno de los primeros 21 colegios que participaron del proyecto dice al respecto que “Las emociones tienen una causa-efecto total en el aprendizaje de los niños y en su conocimiento personal.”

Por su parte, Vallory, a pesar de su ignorancia en temas de pedagogía o de educación afirma que “tenemos que reformular la educación centrando el aprendizaje en las personas porque si son receptoras pasivas de información no serán capaces de solucionar unos retos que nunca antes habíamos tenido como sociedad.” ¿Quién no compra este discurso, verdad? Es tan extraordinariamente innovador que Sócrates, hace 2500 años, ya lo practicó. Desde los albores de nuestra historia los hombres sabemos que lo que uno descubre por su cuenta gracias a su propia capacidad e inteligencia es mucho más valioso para su crecimiento personal que aquello que se ve obligado a memorizar de un modo acrítico y pasivo. De hecho, desde María Montessori a finales del XIX no hay ninguna pedagogía contemporánea que niegue este hecho.

Por otro lado, me intriga mucho la última parte de la cita, porque esta clase de  trepas oportunistas pocas veces hacen mención a esos grandes retos  que nunca habíamos tenido como sociedad  para los que, sin embargo,  es necesario utilizar técnicas pedagógicas del siglo IV antes de Cristo. Y es que la apelación a lo inusitado y a las dimensiones gigantescas  de los desafíos que tenemos que afrontar como sociedad es otro de los mantras más socorridos por este tipo de personajes, para quienes  la Academia de Platón, las  dos revoluciones industriales, el Renacimiento, el Humanismo, la Ilustración,  las grandes conflictos o avances que ha vivido la humanidad durante toda su Historia hasta llevarnos a la mejor época  en la que ningún ser humano haya podido vivir, no son más que menudencias resueltas de cualquier manera , deprisa y corriendo, por hombres y mujeres mal preparados, ignorantes incapaces de gestionar sus alegrías y sus tristezas, sus temores, su rabia incontenible o las pasiones de su amor por el prójimo.

Entonces ¿A qué vienen estos tipos ahora? ¿Cuál es la verdadera razón de su aterrizaje en el sistema educativo catalán?  En mi opinión, son igual que ladrones de verano provistos de la  ganzúa de la innovación -la palabra mágica de nuestro tiempo- gracias a la cual irrumpen con nocturnidad alevosa y premeditada  en el sistema público de enseñanza con la finalidad de  desmantelarlo, sumirlo en la más desoladora mediocridad para poder argumentar posteriormente la incapacidad de lo público, abrir de una vez por todas el gran negocio que supone la educación, negar y aniquilar la igualdad de oportunidades a las clases menos favorecidas y crear una élite que, ésta sí, se formará en los mejores colegios, con los mejores profesores y los mejores medios, tal y como hizo, por ejemplo Vallory, al que me resulta difícil imaginar de niño confesando al resto de la clase su asco, miedo, rabia, alegría o el amor desbocado que sentía  hacia su maestro, sus papás y todos sus compañeros.

Este curso la imagen de niños y niñas con mascarillas en las aulas puede resultarnos distópica, propia de una pesadilla o del género de ciencia ficción. La gran preocupación  es la incidencia que podrá causar la pandemia a lo largo del curso. La preservación de la  salud de nuestros hijos y de los profesionales de la educación es una cuestión prioritaria.  Sin embargo, más pronto que tarde, las mascarillas desaparecerán y junto a su mirada viva e inquieta los niños y  sus maestros volverán a ver, de manera recíproca y colectiva, la  expresión completa de sus rostros y con ella las señales que advierten o que revelan su curiosidad, su cansancio, su ilusión, su indiferencia o cualquier otra emoción que experimenta cualquiera a lo largo del día. Algunos niños, cuando  el  maestro convertido en confesor, director espiritual o gurú insospechado de la secta les solicite que hagan público su estado de ánimo, añorarán  la mascarilla con la que, al menos, podían camuflar el enfado, la rabia y la impotencia de una  intimidad  asaltada y humillada. Y es que una vez que  la pesadilla de la pandemia se diluya y no queden más que  el  recuerdo terrible de nuestros sufrimientos e incertidumbres, la distopía de los niños CAPA  continuará en las aulas catalanas, a no ser que algo lo remedie.