martes, 30 de noviembre de 2010

Anatomía Forense (VII.Los pies)



Su visión es el recuerdo permanente de mis frustraciones. No soy Messi, ni Fred Astaire. Jamás se han arrastrado por la arena del Gobi ni han enegrecido a causa del frío del Anapurna. No calzaron las botas de un corsario, ni tuvieron bajo sus plantas el control de una Harley. Nunca se han sostenido cabeza abajo, ni han volado sobre el vacío entre trapecios, y jamás han dejado de pisar suelo firme, excepto cuando nado en el mar, donde a cada brazada reniego de mi condición humana y sueño con un espiráculo, y en impulsarme aguas adentro gracias a mi ágil y potente cola. Pero no me queda más remedio que conformarme con ver mis huellas sobre la arena durante el breve instante en que las olas las respetan y, entonces, agradezco al mar su vaivén milagroso porque al mirar el dibujo convexo de mis pies patizambos, patológicamente laxos, constato y asumo que pertenezco a la tierra y que sobre ella aguanto erguido, avatares, muerte y resurrección.


El Cojo Clavijo, El Cojo Manteca, el Cojo de Calanda, Millan Astray, El Conde de Romanones, Diego de Vargas, Antonio Gala, Vicente Blanco, Sebastianico el Cojo, Ian Dury, Theodor Roosvelt, el Doctor House, Manuel Fraga, y los mismísimos Shakespeare, Byron o Quevedo son y han sido personas y personajes cuya existencia ha estado marcada por un paso asimétrico, arrítmico, desacompasado, debido a afrenta, herida, accidente, discapacidad, mal nacer o castigo de los dioses que decidieron singularizar sus personas, caracteres e imágenes públicas, estigmatizando sus andares y minusvalidando sus capacidades para el camino. La cojera, lejos de desprecio, lástima o piedad hacia quienes la padecen, les confiere un estatus superior de humanidad porque les hace herederos aventajados en la evolución de la racionalidad humana marcada por el elemento fisiológico que nos irguió, nos sostuvo y nos permitió otear el mundo de frente: el pie. Y si en la normalidad de la pareja sana, con sus diez dedos, hemos sido capaces de llegar a la luna y más allá, y resulta que en nuestra comunidad animal hay personas con la capacidad mermada, en porcentajes diversos, que viven y triunfan y dejan su huella indeleble para la historia -ya sea por su gracejo, talento, picardía, villanía o valentía- es de justicia y propio de sabios concluir que, lejos del sofisma o de la trampa, un cojo es doblemente humano porque la naturaleza o el destino marcó su hecho diferencial en el lugar en donde nos apoyamos cuando caímos de las ramas de los árboles, tocamos suelo firme y, erguidos ante el horizonte, iniciamos la búsqueda de nuestro destino a pie, ojo avizor, con la vida, las incertidumbres y la muerte a cuestas.


Esto no es algo que yo me invente ahora, en un golpe de mal vino, o bajo el influjo de una luna creciente. Esto es cosa que viene de antiguo, del tiempo en que los hombres se miraban en los dioses y los dioses vivían como hombres. Porque si hay un cojo ilustre- y por eso es precisamente más hombre que deidad- que nos ha dejado en herencia la tara de sus pies como estigma de lesa humanidad, ese es Hefesto quien, venido el mundo divino y expulsado del Olimpo por su naturaleza deforme, dedica toda su existencia eterna a cuidar el fuego con el que trabaja y a forjar los metales en el interior de su fragua, pacientemente, con meticulosidad constancia y esfuerzo. Todo lo contrario a Hermes, el dios listillo de las sandalias aladas, veloz, pícaro, bien parecido, de quien se dice que ejercía tan bien las relaciones públicas en el Olimpo que los resultados de sus gestiones suponían a veces condenas eternas sin culpa, o dádivas inmerecidas remitidas por el sello del mismo Zeus. Su capacidad para el engaño era tal que hasta Aquiles -otro famoso por sus pies, por sus talones- cayó víctima de sus trajines el día en que le birló el cadáver de Héctor, casi en sus propias narices. Hermes es, lo que se dice, un dios bien hecho, un dios triunfante y glamuroso, un dios jovenaunquesobradamentepreparado cuya archiconocida agilidad en los pies le proporcionaba tal ventaja sobre sus adversarios que jamás conoció derrota en las carreras.


En el proceso de documentación que he llevado a cabo para contextualizar los avatares podológicos de los hombres y de los dioses, he descubierto que Italo Calvino en su libro “Rapidez” desarrolla una curiosa tesis sobre Vulcano y Mercurio (Las versiones romanas de Hefesto y Hermes), y dice, textualmente, que “La movilidad y la rapidez de Mercurio son las condiciones necesarias para que los esfuerzos interminables de Vulcano sean portadores de significado”. O sea, que no hay nada mejor para dar a luz a un buen libro como el equipo formado por un cojo paciente y un listillo veloz, a lo que se puede llegar a colegir que el cojo paciente, esforzado y constante, carece de la agilidad mental necesaria para llevar a buen puerto su creación, una transposición de cualidades que, sin embargo, parece no ocurrir a la inversa. Es decir, que Mercurio, como quiera que naciera bien calzado, puede ser al mismo tiempo ágil y paciente en el momento que desee, y hacer lo mismo que el cojo Vulcano. Por lo cual se concluye, en lógica clásica, que podemos prescindir cuanto antes del pobre Hefesto. Si eso ocurriese, no tardaríamos en darnos cuenta de que el fuelle de su fragua ya no avienta el fuego, el cual dejará de brillar y de ofrecer el calor al tiempo en el que se forjan las buenas historias, las que aguantan el embate de los siglos y nos hablan de sucesos tan antiguos como tiempo hace que, al amanecer de un día histórico, el primer hombre cayó en pie desde el árbol. Ese fue el instante en el que amaneció también la conciencia de ser y la necesidad de contarlo. Y así, hasta ahora, vamos haciendo el camino, a trancas y a barrancas, un paso firme y otro en falso, apoyados en quien más tenemos a mano, o sobre el primera rama de avellano que encontremos tirada en el sendero, si es que nos toca andar solos por el mundo.

Vuelvo mañana

martes, 23 de noviembre de 2010

Anatomía Forense (VI.Las manos)


Cuando estoy cansado me froto la frente. Con ese gesto pretendo provocar la desaparición de una preocupación, el alivio del cansancio tras una vigilia, la evocación de un recuerdo, o la invocación desesperada a la epifanía de una idea que a veces exijo, a gritos, a la inteligencia interrumpida. Entonces, en cualquiera de los casos, como nada de lo deseado se produce, abomino de mis manos pequeñas enramadas en dedos delgados que se posan sobre todas las teclas del abecedario acechando cualquier sospecha de movimiento por si surge de alguna de ellas un leve brillo, una mínima señal, el guiño de una insinuación. Cuando estoy a punto de perder la paciencia distraigo la frustración y la evidencia pensando que las líneas de mis manos -lo larga que se puede hacer la vida, la brevedad de la muerte, el monte de Venus, sus intersecciones de arrugas quirománticas en vértices de piel- traspasan al teclado su significados ocultos, y la magia se produce. Pero nada de eso ocurre porque, a menudo, acabo por levantarlas, las cierro en dos puños ridículos, golpeo la mesa y, casi de inmediato, vuelvo a abrirlas en dos palmas encarnadas sobre las que cargo el peso derrotado de mi cara tragicómica de pánfilo impenitente.


Delante de un fondo oscuro aparece, en pie, como surgido de la mina profunda de la historia, un hombre vestido con camisa negra, abrigado con una chaqueta de punto gris que mira de frente hacia quien quiera, o pueda, o consienta aguantar una mirada que, bajo la frente amplia y pétrea, da la sensación de haber sido arrasada por el tiempo y la fatiga, endurecida por el frío y el salario, olvidada de toda bondad, descanso o alivio, abandonada a su suerte, al instinto, al coraje y a la resistencia. Es el rostro de la miseria, de la desgracia y de la explotación; y también el trazo del rostro con que se dibuja el límite de todo hombre, quien llegado el momento dice basta y se rebela contra quienes diseñaron su destino. Ese hombre que mira hacia delante por no recordar que jamás experimentó el más breve y prosaico instante de felicidad, es el peón de albañil Luis Romero, natural de Alcalá la Real, lugar en donde vino al mundo en el año de 1931 y a quien la postguerra, la miseria y el hambre llevaron a Terrassa, ciudad en la que vivió y trabajó durante años colgado de precarios andamios, sucio entre barro y morteros, a la intemperie del patrón, del amanecer helado y del sol abrasador.


Luis Romero es el obrero que apareció fotografiado en el primer cartel electoral del recién legalizado PSUC, con el que este partido empapelaría todas las paredes del cinturón rojo barcelonés en las elecciones de 1977. Luis Romero, aunque por su aspecto semejaba estar próximo a los sesenta, tenía 46 años en el momento de ser fotografiado, y pasó a formar parte de la historia iconográfica política y social del país porque su imagen es el prototipo de obrero con el que su clase debía identificarse. El elemento protagonista y alegórico del cartel fueron sus manos: las manos del trabajador, del proletario. Grandes manos, fuertes, resistentes, consistentes; dos grandes palas invencibles; manos creadoras, mitológicas, hercúleas, curtidas y endurecidas a base de levantar pesos desproporcionados, inhumanos; de manipular materia lacerante que hiere la piel y la deja ajada, cuarterada, como tierra muerta sobre la que no llueve. En la fotografía, las manos de Luis ocupan el espacio central, y flotan en la única zona iluminada. Las muestra al elector hacia adelante, de tal manera que las palmas contienen la claridad que ilumina la imagen, ejerciendo de luna, o de sol, pero sumergiendo a los dedos en un claroscuro casi tenebroso del que solamente se distingue las yemas curvadas hacia el cielo, porque Luis ya no podía mantener la mano extendida, o porque adquirieron voz propia, gesto propio, y en su voluntad de contárselo al mundo decidieron amagar el cierre en dos puños, o imitar la forma de la garra del oso antes de iniciar una lucha sin cuartel, desesperada. En el cartel, sobre la imagen de Luis Romero, el PSUC escribió el lema: “Mis manos: mi capital”.


El mismo año en que las manos de Luis Romero solicitaban el voto de los trabajadores catalanes, el gran escultor Eduardo Chillida cumplía un sueño largamente perseguido e instalaba en un promontorio rocoso de la playa de Ondarreta, aneja a La Concha donostiarra, su celebérrimo Peine del Viento. Aunque jamás se conocieron y ninguno supo jamás nada del otro, me resulta sugerente imaginar a Chillida paseando por Barcelona, reflexionando meditabundo sobre el concepto leonardino de la mano pensante como cerebro creador; o recordando cómo, al poco de almacenar decenas de dibujos realizados al inicio de su carrera, concluyó que si dibujaba tan rápido y le resultaba tan fácil, aquello no podía ser arte, y fue entonces cuando decidió ponerse a pintar con la mano izquierda, atándose la derecha antes de empezar , porque "la sensibilidad, la mente y la emoción van por delante de la mano, que hará lo que yo le diga que haga, obedeciendo, y no mandando".


Así caminaba y evocaba Chillida en sus recuerdos el nacimiento de su vocación cuando, de repente, en un momento inesperado, azaroso, por culpa de un claxon, del silbido de un joven, de la llamada de alguien a gritos, o de un soplo de viento leve que acompaña al fulgor incierto de la salida del sol entre las nubes, Chillida levantó la cabeza y salió de su ensimismamiento y se encontró frente al cartel en el que Luis Romero muestra las manos. Al verlas, el escultor se detuvo, y arqueando las cejas, con atención fruncida, las contempló durante unos minutos y recordó la lucha por la doma del hierro; también la suavidad de la madera tallada, o la textura de las tierras que amasó y de las que surgieron formas que ahora le pertenecen al espacio, y otra vez el gran Leonardo sujetando día tras día el pincel en la mano, sin pintar, solamente pensando, hasta que llegaba el momento en que la creación se gestaba definitivamente en el cerebro para que, a continuación, la mano pensante actuase, sola, obediente, certera...


Instantes después, cuando Eduardo alzó la vista para observar por completo el cartel, y al ver que el dueño de aquellas manos le miraba con ojos que parecían surgir de una oscuridad triste y paciente, se percató de que, en realidad, aquel conjunto que en ese momento le exigía atención era la mismísima imagen de la creación, porque aquellas manos expresaban a gritos una obra por hacer. “Soy un hombre que trata de hacer lo que no sabe hacer” recordó que dijo un día. “El arte está ligado a lo que no está hecho” siguió recordando, y sin esconderse de nadie, a la luz gris de aquella mañana húmeda en Barcelona, Eduardo Chillida despegaría de la pared, con sus dos manos de artista y con cuidado exquisito para no rasgarlo, el cartel electoral en donde Luis Romero expresaba con sus dos manos de obrero un deseo incontenible de crear algo nuevo.


Vuelvo mañana

lunes, 15 de noviembre de 2010

Anatomía Forense (V.La boca)


Qué bien me saben tus labios. Yo no tenía barba cuando te besé por primera vez. A duras penas crecían de mi barbilla cuatro pelos pelirrojos que con el tiempo enraizaron, se multiplicaron y forman ahora un barullo grisáceo, un ovillo desmadejado que blanquea el perfil delgado y fino de mi boca. El bigote y la barba nacieron y se instalaron ya para siempre sobre la piel que la enmarca porque tú me lo pediste y, a lo largo de los años, el cabello que despuntó rojo después del tercer día de tu deseo, ha mudado de color al unísono y en armonía, al compás del tiempo que hemos vivido juntos: de la suma de los días y de las noches que hacen de nuestra vida una historia de amor. Debes saber, pues, que mi boca se abre y se cierra, come, lame y bosteza; grita, ríe, gime y besa; tiembla y llora, siempre, con tu recuerdo, ya sea en tu ausencia o en tu presencia, porque la pelambrera desordenada que la custodia testimonia nuestro paso, de la mano, por el mundo mortal.


Cualquier cosa que decimos a lo largo de nuestra vida está ya escrita momentos antes a nuestra concepción. De ahí la importancia extrema de la boca para cualquier cuerpo humano, porque es la puerta de salida, el vano a través del cual surge hacia el mundo todo lo que en el alma se contiene. Quiero decir que antes de que seamos célula, cigoto, espermatozoide veloz y feto arrebujado, habrá sido grabado por fuerzas inteligentes y desconocidas con gusto por la experimentación del lenguaje y su relación con el destino -previamente y sin posibilidad de eliminación- todo, absolutamente todo lo que expresaremos a lo largo de nuestra vida. O sea, que antes, por ejemplo, de que los señores padres de Aristóteles ni siquiera imaginasen que un buen día acabarían follando y que meses después traerían al mundo a su vástago, esa misteriosa energía universal, quizá incorpórea, quizá física y fisiológica, dueña de los devenires de toda existencia mortal, ya había puesto en boca del filósofo la frase "Lo que está en disposición de ocurrir, y hay voluntad de que ocurra, ocurrirá. Igual que lo que está en el deseo, la ira y el cálculo". Y claro, no solamente esta frase, sino todo lo que pudo decirle a sus discípulos a lo largo de su vida, a sus esclavos, a sus amantes, y todo aquel con el que se relacionó oralmente, palabra por palabra, desde el primer balbuceo hasta el último suspiro inaudible, el silbido final del alma cuando expira el hombre. Sin posibilidad de vuelta atrás, corrección o error, porque incluso los arrepentimientos, los desmentidos y las rectificaciones ya están impresos y previstos, prefijados, antes de que el proceso biológico y energético de la vida ni si quiera esté por comenzar.


El sistema que provoca que nuestra boca no sea más que el canal por donde fluyen lo que está previsto que digamos es de tal perfección que el contenedor finito de palabras ligadas, con sentido, que nos ha sido reservado y propiciatorias de sus respectivas consecuencias incluye también todo aquello que tenemos la intención de decir pero que nunca decimos. De igual manera, se nos asignan por defecto, mucho antes del hilván de la silueta de nuestro ser, todas aquellas frases o conjuntos de palabras que decimos y nos pasamos la vida lamentando haber dicho.


Como todo lo que escribo es leído por mortales y el mortal es incrédulo por definición, soy perfectamente consciente de que, a no ser que haya un libro de por medio que testimonie autoridad o verosimilitud, nadie estará dispuesto a creer esta, no la llamemos teoría, sino certeza, verdad objetiva, constatación indiscutible que pueda competir casi con cualquier dogma religioso al uso. Así es que, en atención a los débiles de fe, no tengo más remedio que desvelar que, efectivamente, existe un único ejemplar en donde se recoge, fonema a fonema, desde que el hombre es hombre, todas y cada una de las oraciones que se han construido a lo largo de su escasa, insignificante y triste trayectoria refugiada en nuestro rincón perdido del universo. El libro, que se custodia en algún lugar ondulante de la quinta dimensión según la teoría de cuerdas, lleva por título “Enciclopedia Universal del Verbo”, y en sus millares y millares de páginas escritas se encuentran las culpas de todos los amores que en el mundo han sido; masacres, fortunas, ruinas, encuentros, desencuentros; lamentos e infamias; dichas y desgracias ocasionadas por una palabra o por un silencio que cobijó una intención muda. Es necesario advertir que "La Enciclopedia Universal del Verbo” contiene un índice, pero éste no es temático. La clasificación, el orden de sus páginas y de su contenido es estrictamente alfabético nominal. Por tanto, parece lógico pensar que sus autores pensaron más en las responsabilidades consagradas a cada individuo, en cuanto a lo que en un futuro se nos remite en decir, que en conceptos o acciones engarzados en cuerpos y órganos fonoarticulatorios.


Para aquellos que crean que somos dueños de nuestra existencia, guerreros de su propio destino, a la postre románticos derrotados por la simple evidencia de las respuestas, tengo también el deber de constatar que, evidentemente, “La Enciclopedia Universal del Verbo” no es un libro finalizado; que ésta se escribe constantemente, a cada momento, en cada instante de luz allá donde titile. Eso sí. Es del todo inútil creer que cualquier sonido con significado que surja de nuestra boca es producto de nuestra voluntad. Hay quien se resiste a admitirlo. Éstos deben saber que su rebeldía se indexó miles de años antes del nacimiento del mismísimo Prometeo. Ellos sabrán lo que hacen, o lo que dicen.


Vuelvo mañana

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Anatomía Forense (IV.Los ojos)


Pequeños, insignificantes, más bien vulgares, pardos y mal protegidos por unas pocas pestañas lamentables, lánguidas y mal dispuestas. Sobre ellos arquean rubias las cejas, perfiladas en leves , amables curvaturas, que apuntan hacia los extremos del rostro en donde las arrugas del recuerdo de la risa, de la luz cegadora del sol o del temblor de la vela sobre las letras mueren sobre las sienes ya blancas en surcos epidérmicos de tiempo.


¿De qué color tiene los ojos Max Estrella.? En la noche del esperpento la luz solamente brilla sobre las carrozas que trasportan a los muertos: es el sol que amanece en Madrid cuando triunfa la muerte; cuando el dolor del sueño cesa y la bohemia se retira a vomitar la zarandaja agriada de su rima, encabalgada a base de miseria, mezquindad, Rute y café de recuelo. Entonces no hay más luz que la del alba, porque las candilejas de la noche se limitaron a revelar las sombras de la tortura, el ahogo del grito libre, el trajín del amor venéreo, la corruptela y la hipocresía descarada.


La oscuridad del héroe, por donde a tientas camina España, ilumina el espejo delator, el claroscuro de la Historia, y nos refleja una caterva deforme que me representa y me persigue, porque me reconozco en su heredero. ¡Préstame tus ojos, Mala Estrella, que quiero ser “cesante de hombre libre y pájaro cantor”!. “¡Préstame tus ojos, para buscar a la marquesa del Tango” y dime, cráneo privilegiado, qué color nublado lucían tus pupilas cuando se apagaron después de alumbrar a ciegas la verdad grotesca de mi pasado, el patrimonio de mi herencia.!


Vuelvo mañana