miércoles, 30 de enero de 2013

Caballo viejo





Hay veces que sin atender a la razón, de un modo extraño y azaroso,  una frase  se pega al alma y ya, para siempre, el, libro, el autor y el instante en que se ha leído se recuerda y se identifica con un momento preciso de la vida. Esa unión se produce de una  manera tan  sólida que nada, ni nadie, ni la maestría del autor, o la voluntad de unos personajes, puede  dividir el vínculo  entre el lector, las palabras y la causa que ha propiciado el estado de ánimo de quien lo ha leído, gracias al cual la obra  adquiere, para siempre, un significado dispar y particular. 

Eso  es precisamente  lo que me ha ocurrido esta misma mañana, al iniciar la lectura de “Muchos matrimonios”, del americano Sherwood Anderson.

En los primeros párrafos Anderson escribe:

Un poco más allá había un solar en el que crecía un árbol y bajo el árbol había una viejo caballo de faena”. 

Ya no he podido seguir leyendo porque  la imagen   me ha producido tal desazón, desvalimiento y desesperanza que  durante los restantes 40 minutos de que dispongo a primera hora del día para leer  no hecho más que observar a través de la ventana el paisaje urbano de todos los días, compuesto por las mismas personas que caminan apresuradas, los mismos autobuses repletos; las mismas  persianas abriéndose; los coches detenidos, obedientes,  ante el semáforo; niños cargados caminando hacia el colegio; el frío gris,  el cielo azul, todavía sin luz, y un barrendero.

Estoy casi seguro de que las causas de  mi estado de ánimo se debieron  a lo que viví el día de ayer. Por eso creo que al leer la frase, mis vísceras, aquello de lo que estoy hecho por dentro, se removieron  y propició que mi espíritu,  la percepción que yo tengo ahora mismo del mundo y de todo lo que lo habita,  trasmigrase  y tomase la forma y   la existencia  de  ese viejo caballo de faena abandonado en el solar de la vida sin más ocupación ni otra posibilidad  que ver pasar el tiempo y someter sus días bajo la sombra  pretendidamente aliviadora de un árbol.


Sin embargo, ni soy viejo, ni me siento viejo. Pero hoy, después de la  experiencia de  ayer, he podido constatar, una vez más, hasta qué punto hemos permitido todos juntos que se trastoquen las prioridades, los más elementales valores humanos, aquello por lo que afirmamos, orgullosos y ufanos, que somos algo más que mamíferos . 

Voy a intentar narrarlo muy someramente, sin realizar juicios de valor, destacando sencillamente los hechos, como si estuviese efectivamente en medio de un solar, sin más obligación  que mirar y asumir lo que ocurre delante de mí.

Ayer, en el marco de un  ejercicio académico que forma parte de la evaluación de  un máster en relaciones públicas y comunicación,  los alumnos tenían que organizar una rueda de prensa.  Uno de los grupos  informó sobre  la inminencia del  juicio a 54 campesinos sintierra, víctimas y únicos encausados de la masacre de Curuguaty (Paraguay), en la que fueron asesinados y ejecutados 11 campesinos y 6 policías el pasado 15 de junio en lafinca llamada de Marina kue, cuando se disponían a celebrar que, finalmente,  tras años de juicios, sentencias y recursos,  podrían  labrar en muy pocos días, para ellos y sus familias,  unas 2.000 hectáreas  de las que se había apropiado de modo fraudulento un empresario de  soja transgénica.  

Durante la rueda de prensa, el portavoz explicó en 20 minutos las circunstancias que han precedido  a la inminencia del proceso judicial:  torturas, amenazas, y asesinatos padecidos por los campesinos a manos de sicarios;  el informe forense, que arroja pruebas concluyente sobre la ejecución a quemarropa y con tiro de gracia de algunos de las víctimas; la implicación en los hechos de miembros destacados del Partido Colorado y del Partido Liberal que una semana después derrocaron,en una operación política relámpago, al presidente Fernando Lugo, nombraron a Federico Franco como nuevo presidente  y votaron, 15 días después, el levantamiento de la prohibición del cultivo de transgénicos. 

En el turno de preguntas, una de las estudiantes del máster pidió la palabra y se interesó por una cuestión técnica. Después nadie más preguntó y la rueda de prensa se dio por finalizada.

A continuación, otros cuatro grupos de estudiantes, que rondan edades entre los 25 y los 35 años, presentaron sucesivamente  los  temas de sus respectivas e  hipotéticas ruedas de prensa. A saber:   un portal de internet  para médicos, una empresa de huertos urbanos, una asociación protectora de perros y gatos, la presentación de un disco de música electrónica, y por fin, la sensación de toda la jornada: una empresa de wedding planner que organiza bodas de lo más chic a precios muy competitivos. Los alumnos del máster se interesaron tan vivamente por éste último tema que la coordinadora  tuvo que intervenir debido a lo avanzado de la hora, de tal manera que muchos de ellos se quedaron con ganas de saber más.


Una emotiva y unánime salva de aplausos puso el broche de oro a la participación de la empresa de wedding planner  y la joven empresaria enseguida se vio rodeada de los alumnos que querían saber más sobre su iniciativa comercial. Los profesores, al realizar la valoración global del ejercicio, felicitaron a todos los alumnos por el trabajo realizado y, especialmente, a este último  grupo por la escenografía, la espontaneidad de la portavoz y la originalidad de la convocatoria, que consistió en el envío  por correo postal de una flor plantada en un pequeña maceta, acompañada de un texto adornado con ribetes floreados.


Al salir del plató donde se desarrolló la jornada,  la dirección del máster había preparado un pequeño catering  y todos los participantes pudieron intercambiar impresiones en un ambiente distendido de gran fraternidad y compañerismo,  mientras  se consumía el café   amigablemente  y poco a poco se vaciaban las  bandejas con cromáticos y apetitosos dulces de repostería. 

Acabó todo y me fui a casa, me metí en la cama e intenté dormir.  Hace pocos minutos que he retomado la lectura del libro de Anderson. Después del punto y aparte inmediatamente posterior a la frase que he citado al inicio, el autor escribe: “Si el caballo hubiera descendido hasta la valla para hablar con él, si el árbol hubiera levantado una de sus pesadas ramas inferiores y le hubiera tirado un beso […]su vida en aquel momento no le habría parecido más extraña.”

domingo, 20 de enero de 2013

Brevísima Historia de la democracia española


Igual que ocurre en las indigestas historias tolkianas de nibelungos, trolls y poderosos gurús del bien y del mal,  un buen día  el pueblo español se levantó de madrugada  y vio amanecer.  Atrás quedaba la tormenta y el rayo, la niebla y el infierno y se extendía sobre el mar del tiempo un horizonte luminoso de humanidad dichosa.
Muerto el tirano, y una vez domesticados, metabolizados e integrados los elementos más resistentes a las nuevas corrientes de la Historia, España parió al Naranjito,  reconvirtió a un sabio en agente comercial de la peor especie de pseudoartistas,  y quien no estaba al loro, quien no  hacía lo posible por enriquecerse, era un gilipollas.
Felipe González   aniquiló el socialismo obrero, decapitó la memoria de la Historia  y fulminó  la conciencia de clase; en la periferia, la izquierda obrera se dedicó a engordarle el bolsillo a la patronal  nacionalista  y entonces, ¡crash!,   la ilusión colectiva de un mundo diferente quebró como el cristal.  Oportunistas, mediocres, arribistas y revividos se adueñaron de la cultura y de la economía.
Quien quiera saber más sobre esta época que no busque en libros de Historia, porque no leerá más que cifras, indicadores, gráficos al alza, ficciones edulcoradas y cantos y odas al capitalismo de rostro amable, todo ilustrado con las fotografías de los héroes que consiguieron modernizar a España con la entrada en la OTAN y  redimir a los españoles de su destino paleto de  una vez para siempre. Para iluminar convenientemente la verdad es aconsejable, por ejemplo, leer  la novela de Francisco  Casavella,  “El día del Watusi”, la novela  de Francisco Ferrer Lerin, “Familias como la mía”  o la obra del valenciano Rafael Chirbes “La caída de Madrid”.
Ésta época fue clave  porque  en ella se descartaron, o mejor, se quemaron en la hoguera de la posmodernidad -y  ya  para siempre-  aquellos valores  por los que murieron miles personas, cuya  sangre y sufrimiento abonaron el  sueño  de un mundo de hombres y mujeres  libres a la búsqueda de una vida plena, justa y solidaria.
Por eso en los noventa ya no quedaban ni las cenizas de la ilusión, disueltas en el marasmo  de la vanidad y de la ostentación. Entonces el orgullo nacional llegaba al paroxismo. Ahítos de nosotros mismos,  celebramos  fastuosamente el genocidio. El fuego televisivo de  una flecha certera nos alimentó de orgullo durante años y el Sur, a la espera eterna  de una reforma agraria, optó por autovías que no llevaban a ninguna parte, por la suntuosidad de una feria provinciana construida con fachadas de acero y de cristal. Alfredo Pérez Rubalcaba, ministro de eduación, descubrió cómo desprestigiar a los educadores y solamente le bastó un año para privarles de autoridad y ascendente social  for ever and ever.
Después llegó la factura y González dijo que había  entendido  el mensaje, pero ya no había mensaje, porque no había mensajero. Nos lo tragábamos todo.  Y mientras, dinero, creced y enriqueceos, dinero, haced dinero, busca dinero, consigue dinero, trabaja por dinero, estudia y fórmate por dinero, sacrifícate por dinero, dalo todo por el dinero, y solo por el dinero, porque nada eres sin dinero, un fracasado eres sin dinero, a costa de quien sea y de lo que sea, dinero, y más dinero, para comprar, y ser, y soñar mediante el dinero.
El tiempo no se detiene y para crecer se alimenta del pasado. No podía ser de otra manera: la rutina lógica y constante de una dieta ofrece como resultado un cuerpo determinado.  De ahí el triunfo de Aznar. Todos acabamos por concluir (sin escrúpulos ni cargos de conciencia)  que mejor el original antes que un sucedáneo. Ya estábamos maduros. Nosotros sí que  habíamos entendido el mensaje. Un día, hace unas pocas semanas, vi a un albañil por televisión  subido en el andamio  de la quinta planta de un piso en construcción. El tipo aparecía en  el plano de manera casual y,  consciente de ello, llamaba insistentemente al equipo de reporteros. Cuando vio que la cámara le enfocaba, empezó a gritar que ¡a ver cuándo volvía el tío del bigote!, ¡que nunca se había ganado la vida tan bien como con el tío del bigote!. Entonces me di cuenta de las dimensiones de la tragedia, de la imposible vuelta atrás, de lo irremisible de la Historia, porque hasta llegado  ese momento crucial de nuestros tiempos,   los albañiles  le  gritaban piropos, exclusivamente,  a las tías buenas.
Me estoy cansando de tanta elipsis, y no tengo tampoco vocación masoquista como para querer  describir y remover la mierda sucesiva  de cada año. Al fin y al cabo,  todos sabemos lo que ha ocurrido, porque somos jueces y parte de la Historia. Cuando se vino abajo todo un edificio moral, ético, de valores e ilusiones, construido durante siglos sobre luchas y dolor, nos dio exactamente igual, entre otras cosas porque creímos que dejábamos de ser purria y nos convertíamos en próspera y delicada  clase media. Flaubert, con su habitual cinismo y mala leche, ya lo dejó dicho. “El sueño del proletariado consiste en querer elevarse al nivel de la tontería del burgués”.  Seguramente hemos hecho buena la frasecita de Flaubert   porque  hemos cogido  la costumbre de vivir antes de pensar”, tal y como dijo Camus.
Una profesora del curso en el que me he matriculado este año, al ver que media clase se había frustrado porque las notas del último ejercicio no cumplían nuestras expectativas, para animarnos  nos envió por e-mail el enlace de un vídeo en el que el estribillo cantado por una pandilla de jóvenes alegres y combativos  decía, textualmente “no os hagáis preguntas, seguid hacia delante”.
¡Dios mío, en qué siglo me habéis hecho nacer!” se lamentaba San Policarpo, obispo de Esmirna en el I después de Cristo. Esto lo decía pocos días antes de morir martirizado, así es que su clamor tampoco es extraño. Sin embargo la frase la hemos pensado, escrito y expresado muchos a lo largo de toda la Historia. Tenemos la conciencia, a menudo, de que nuestro tiempo es terrible, de que nada se hace bien, de que todo es horrendo, y de que la maldad, la irracionalidad y el egoísmo campan a sus anchas. A fuerza de repetir la salmodia, a veces acertamos, como es el caso de nuestro presente y del suceder de éstos últimos 30 años, que han dado como resultado la vergüenza, la desfachatez y el sinsentido absurdo e indecente con el que nos madrugamos cada día.
Estos meses camino junto a Tolstoi. Me lo llevo a todas partes. Es uno de los grandes maestros universales. En su  siglo XIX ya denunció a la sociedad de su tiempo, y también propuso nuevos caminos, difíciles de recorrer. Nadie como él para respirar un poco de  aire fresco, sentirnos buenos  y ahuyentar el hedor a mierda que flota igual que neblina,  fruto de una voluntad firme y colectiva por desperdiciar los mejores años de los que ha dispuesto esta tierra y esta gente con la que convivo.
Y los mismo que aquella noche carecía de esa oscuridad tranquilizadora que proporciona el descanso a la Tierra, en el alma de Nejliudov no había el descanso de la oscuridad de la ignorancia. Estaba claro que todo lo que ocurría importante y bueno era miserable y malo. Ese brillo, ese lujo, ocultaban viejos crímenes habituales que no sólo quedan impunes, sino que reinaban y adornaban toda esa esplendidez que eran capaces de inventar los hombres.
“Nejliudov hubiera querido olvidar eso, no verlo, pero ya no podía. Aunque vislumbraba la fuente de esa luz que le reveló todo, tampoco veía la que iluminaba San Petersburgo, y aunque le parecía turbia, triste y artificial, no pudo por menos que notar lo que descubría esa luz. Y al mismo tiempo sintió alegría e inquietud”.
De ‘Resurrección’. Lev Tolstoi.


domingo, 13 de enero de 2013

"El pulso del azar", historia de dos manuscritos

Conozco a Ana Rodríguez Fischer en dos espacios y tiempos diferentes: primero como profesora en la Universidad de Barcelona y muchos años después - tantos que mi cabeza mudó de color- gracias a la blogosfera.
Vi  su blog en  la lista  de la página web de Enrique Vila-Matas, y un buen día se me ocurrió escribirle un comentario. Por respetar las normas de cortesía bloguera, Ana hizo lo propio en el mío.  En aquella época,  el contenido de  ‘El Pobrecito Hablador del Siglo XXI’  lo dictaba la voz de  Larra resucitado, y Ana me bautizó  como Mariano. Desde entonces es asidua de éste y yo del suyo.
Hace unos cuantos meses  Ana me escribió un e-mail. Me dijo que había terminado el borrador de su quinta novela y que, si no me importaba, había pensado en enviarme el manuscrito para que  lo leyese y le diese mi opinión.  Accedí encantado, emocionado, e ilusionado, porque era la primera vez en mi vida  que iba a poner mis ojos sobre las  letras de una obra literaria de verdad, destinada a su publicación, antes de  ver  el mundo.  Me van a perdonar los duros de pelar, el fiscal  de la sala de lo sentimental,  y los genocidas de paletos  pero, qué quieren que les diga: para  mí, vivir una experiencia como ésa supuso  toda una aventura, excitante y única, que voy a recordar siempre.
El manuscrito completo estaba distribuido en  dos sobres, y en total sumarían cerca de 500 páginas. Para su lectura  me reservaba los fines de semana  y, así, podía destinar  periodos continuos con los que  sumergirme en la obra. No quería defraudar a Ana. Quería leer su novela con los cinco sentidos. No podía desperdiciar una experiencia igual y tampoco quería ni debía  leer el manuscrito de cualquier manera, por respeto y afecto sincero hacia su autora, que había confiado en mí como lector.
La primera página del manuscrito titulaba la novela: “El pulso del azar”. Recuerdo que me detuve durante unos instantes porque me pareció  un título  sugerente. Después, toda la lectura resultó ser  un apasionante viaje al pasado, y a la memoria; un ajuste de cuentas con el destino; un alegato inútil de justicia  y el lamento por el tiempo perdido para dos existencias  de las que el lector participa gracias a la audaz disposición estructural por la que apuesta  la autora. Porque Ana Rodríguez Fischer distribuye lo que acontece  a través de  dos voces  que  narran, lamentan y recuerdan  desde tiempos y espacios  diferentes en busca de una  imposible convergencia afectiva, reclamando presencias y  reprochando ausencias producidas por  los efectos de la frivolidad con que el azar decide sobre  el destino de los hombres.
En esta novela uno  descubre personajes de carne y hueso, tan vivos sobre el papel como pudieran serlo sobre la tierra; reflexiones  que alumbran las motivaciones trazadas  en el camino por el  que discurre el devenir  de las personas en una situación de pura  supervivencia. Ante esta propuesta  el lector no puede evitar convirtirse en testigo  del desarrollo de  la naturaleza humana en condiciones extremas, en las que la solidaridad, el heroísmo, la cobardía y el egoísmo se cruzan, se enfrentan  e  intercambian poderes dentro de  criaturas convertidas  en guerrilleras de su tiempo y de sus existencias; hombres y mujeres   que dirimen en el interior de sus almas  las batallas que se les plantean, más allá de su bondad o de su maldad,  del terror de bombardeos interminables,  de la fatalidad propiciada por decisiones ajenas  y de la pérdida de la propia vida. Y el azar; el arbitrio del destino que, aprovechándose de la estupidez del género humano, caprichosamente ubica, separa y  destruye, para siempre, lazos y horizontes.
“El pulso del azar” (Ed. Alfabia-2012), además, también es una novela sobre nuestra Guerra. Cuando  escribí a Ana explicándole lo que me había parecido,  recuerdo  que le dije que la suya era la novela sobre la Guerra Civil española que le hubiese gustado escribir a Antonio Muñoz Molina en lugar de “La noche de los tiempos” (Ed. Seix Barral-2009). Ella me contestó que gracias por el piropo, que lo tomaba como un cumplido, pero que, vamos, que tampoco exagerase (El verbo y la expresión son  estrictamente míos).
A pesar de su modestia, mantengo lo  dicho. La novela de Ana Rodríguez-Fischer se centra en la intrahistoria, en el devenir de las gentes del pueblo, en su cotidianeidad, para lo cual ha realizado previamente un extraordinario  ejercicio de documentación del que surge gran cantidad de material histórico  que pone al servicio de la obra, honestamente, adecuándolo a la forma y a los temas de los que nos habla; un  material histórico,   parte del cual permanecía inédito. De este modo, sin trampas melodramáticas,  y con sinceros arranques de lirismo en la última parte del libro -surgidos probablemente de la memoria personal  y de su naturaleza melancólica de genética celta-   la novelista asturiana logra que todo lo que acontece en sus páginas resulte creíble, emocionante, aleccionador  y bello. Es decir,  una experiencia auténticamente literaria, humana  e histórica.
No enfrento la novela de Muñoz Molina a la de Rodríguez Fischer  de manera gratuita, con la intención de denostar una en beneficio de la otra (Muñoz Molina es un  autor que me ha regalado grandes momentos). Lo hago, primero porque creo sinceramente que el estilo, el oficio  y el cuidado  por el tratamiento del lenguaje y de los recursos de que hace gala  Ana Rodríguez Fischer está a la altura del autor de Úbeda, y  porque me da la sensación (personal y subjetiva, como casi todo en literatura)  de que dentro de la literatura que trata  la Guerra Civil,  éstas dos novelas surgen del mismo linaje, de la misma capa atmosférica, pero con resultados absolutamente dispares. Entre otras cosas porque creo que el objetivo  de Ana Rodríguez Fischer no ha sido el de  juzgar a la Historia y a los que la protagonizaron; ni siquiera pintar un fresco del conflicto español, sino hablarnos de la vulnerabilidad del ser humano cuando se convierte en objeto de apuesta de un partida de cartas que juegan  el Azar  contra el Destino, caprichosamente, con los ojos vendados.
De ahí que “El pulso del azar” no se pueda ni se deba  encuadrar  como un libro de La Guerra Civil, porque lo que les  sucede a quienes nos relatan sus historias puede estar sucediendo ahora mismo, en cualquier otro lugar, en circunstancias históricas totalmente diferentes.
El pasado mes de diciembre Ana Rodríguez Fischer presentó su novela  en la librería Laie de la calle Pau Clarís, en Barcelona. Era una tarde lluviosa, como muchas de las que se deben dar en su tierra natal; aun así,   la sala estaba a rebosar. Ana me dedicó mi ejemplar en la última página,  justo en el lugar donde, muy amablemente, agradece la lectura previa a la publicación. Probablemente algún día relea  la novela. Si lo hago, no utilizaré la edición de Alfabia; rescataré del armario los dos sobres que contienen el manuscrito, y volveré a experimentar el placer de  sumergirme en una apasionante historia, y de recordar  la sensación de  excitación, responsabilidad e ilusión que me acompañó durante los fines de semana en los que disfruté de sus páginas. Sensaciones de naturaleza diferente  a las que invaden a la valiente y  desdichada Elisa al escuchar atentamente, tarde a tarde, a la sombra de los muros de la cárcel de Wad Ras, el contenido de otro manuscrito, universo y materia  de la ficción  creada por  Ana Rodríguez Fischer en “El pulso del azar”.
Vayan y háganse con ella. No se van a arrepentir. 

lunes, 7 de enero de 2013

Teoría de los sueños impresos: Julio Anguita




Soñé con Julio Anguita. Yo estaba sentado bajo las bóvedas del claustro de un monasterio, contemplando y escuchando el repiqueteo constante  de  tres chorros de agua cayendo sobre las hojas de nenúfar que flotaban en un estanque circular cuya piedra, de tan vieja, ya no se veía, porque estaba completamente cubierta por musgo y verdín. El monasterio podría ser cualquiera  ubicado a gran altura, porque las nubes tocaban la torre del campanario. Seguramente estaba construido al lado del mar, sobre la cima escarpada de un acantilado. Por eso creo que mi sueño impreso podría ubicarse, perfectamente, en Sant Pere de Rodas, aunque lo sucedido podría haber tenido lugar, también, dentro del monasterio griego de Meteora, más  apropiado para la realidad de los sueños que para la mundana. (La verdad es que, como nunca llegué a salir  del recinto,  no puedo explicar cómo era su aspecto exterior  y dónde estaba construido.).

Todo lo que vi del monasterio -y no fue poco-  se lo debo a Julio. Era muy de mañana. El sol todavía despuntaba y el ambiente era más bien fresco, seguramente por lo temprano de la hora, o debido a una humedad azul que ocupaba todos y cada uno de los rincones del espacio. Creía estar solo frente a la fuente del claustro, pero un sonido metálico, rítmico, que parecía producirse gracias al acompañamiento de  los pasos seguros de alguien que  se acercaba,  iba ganando en intensidad. No tenía miedo. Me entretuve en armonizar mentalmente el repiqueteo del agua con el tintineo originado por dos grandes llaves de bronce, o de hierro, o de cualquier otro metal,  chocando entre ellas sujetas a la cintura de alguien; o por dos argollas abrazadas a dos tobillos; o por la cadena contricta  con la que algunos religiosos y penitentes  se flagelan llevándola puesta todo el día  como si formase parte de su ropa interior.

Esperaba que apareciese por mi espalda. La procedencia del sonido me hacía pensar que, de un momento a otro, alguien me tocaría levemente el hombro y me preguntaría que si nadie me había abierto la puerta,  qué coño hacía allí. Sin embargo, no fue así. Con gran escándalo de goznes, una puerta se abrió,  y al poco, empujada  por una corriente súbita, estruendosamente  se cerró.  Las bóvedas del claustro magnificaron el golpe. Casi diría que lo santificaron. Dejé de escuchar el retintín de las llaves, de las argollas, o de la cadena y ya solamente estábamos, otra vez, el agua de la fuente, el claustro y yo, y la luz del sol que poco a poco asomaba por encima de los muros. 

Entonces, cuando me disponía a disfrutar de nuevo de mi soledad onírico-monacal  apareció frente a mí Julio Anguita. Vestía de manera un tanto heterodoxa. Sus hábitos eran de cartujo, pero el color de la tela no era blanco, sino pardo oscuro, como el de los franciscanos. Una cuerda de tres vías rodeaba su cintura y de ella pendían, no dos, como yo había imaginado, sino cuatro llaves dentadas de tubo de cobre. Cubríase la cabeza con la capucha y calzaba, seguramente, sandalias samaritanas, o espardenyes payesas.  Aún así, no cabía duda, me encontraba, talmente, ante  un monje del monasterio.

Allí le tenía, mirándome con tranquilidad y cierta complacencia, con esa mirada abierta de un océano en calma, cubierto casi en su totalidad el rostro, aunque  no lo suficiente como para distinguir media sonrisa amable, la puntiaguda barba blanca,  la nariz aguileña, las entradas de la frente amplia ganando espacio al cabello. Estaba ante  la más genuina estampa de un veterano cartujo tan perfectamente integrado en su entorno que daba la sensación de  haber pasado toda su vida encerrado entre hermosos muros, sin más ocupación que abrir y cerrar puertas, orar y contemplar las madrugadas  junto a quien se llegase, a través del sueño, al interior de aquel santuario. 

A esas alturas, en mi mundo despierto, mi natural mitómano ya me habría traicionado porque me habría levantado de un respingo y sin más pudor ni vergüenza, ni respeto por mí ni por él, hubiese sacado el bolígrafo y el cuaderno y le hubiese pedido un autógrafo,  y después, hubiese recitado las primeras líneas del manifiesto comunista, y a continuación cantado la mismísima Internacional, puño en alto y a voz en grito. Y por fin, con lágrimas de fervor  apasionado y las manos encrespadas sobre la cabeza, cual fan en celo,  le hubiese pedido una y otra vez, una y otra vez,  hasta aburrirle, ¡vuelve camarada Julio!, ¡vuelve camarada Julio!… 

Menos mal que en el mundo donde vivo mis sueños impresos suelo ser más contenido. Luzco, como se dice ahora, grandes dosis de inteligencia emocional  y  la razón y la mesura  suelen  guiarme, seguramente para salvaguardar mi cordura una vez  despierto. De manera que haciendo gala de una educación exquisita me levanté, acerqué mi mano hacia él y me presenté. Él, muy educadamente, hizo lo propio y me dijo que ya me conocía, que leía un blog que yo escribía y que me convenía repasar y corregir más,  y que si quería un consejo, él me lo daba: “No intentes ser tan gracioso. Uno es lo que es, para bien y para mal, y cuanto antes lo aceptes, mejor”. Entonces, yo  le contesté que dentro de mí se iba a producir la revolución constante, y que aceptar lo supuestamente inevitable es de  reaccionarios. Me miró  tiernamente, me frotó la mejilla izquierda con su mano derecha y, sin más, me pidió que le acompañase. Nos dirigimos a la puerta principal atravesando pasillos y pasillos abovedados, más claustros, dos torres octogonales y una cúbica, un campanario, el nido de dos cigüeñas,  un pozo de polea con su cubo de estaño, más pasillos, una capilla profusa y caóticamente decorada  con frescos   pintados en el techo por  Pollock, Dalí y Velázquez;  y, finalmente, un patio con un ciprés seco, yaciente sobre  baldosas de terracota rojiza, formando diagonal con dos esquinas adornadas por dos columnas romanas de mármol blanco sobre cuyos capiteles reposaban los bustos esculpidos de dos desconocidos sin orejas, pero con los ojos pintados de negro. Pasado el patio, saltando por encima del ciprés, llegamos por fin  a la puerta. 

Julio abrió con las cuatro llaves. Las introdujo pacientemente en la misma cerradura una detrás de otra. El portalón se abrió y los dos pudimos ver  una ingente muchedumbre agolpada, gritando escandalosamente, con un júbilo triste, carente de alegría, pero con gestos, gallos y exasperaciones  de gran impaciencia. Julio levantó una mano y se hizo el silencio. Ya solamente se escuchaban cuchicheos, un murmullo decreciente. Después esbozó un gesto, una especie de reverencia acompañada de sus dos manos abiertas  ofrecidas hacia el público que esperaba entrar. En un abrir y cerrar de ojos se formó un fila quilométrica, que se perdía mucho más allá de donde se distinguía la mancha de la silueta del último visitante.Sin decir ni media palabra Julio dio media vuelta, me invitó a colocarme a su lado y se puso a caminar con calma. Detrás de él se dispuso el primer turista de la fila, y así todos, en fila india, ordenadamente, fueron siguiendo al guía  a través de todos los rincones del monasterio. El silencio era total. Solamente se escuchaba las cuatro llaves de Julio balanceándose en el costado, los pasos de la larga comitiva y  los clics de las cámaras de fotos, que alumbraban con sus flases capiteles sin esculturas, crucifijos horizontales (dispuestos así como si fuesen aviones, o algún primitivo tipo de aeronave,   o una nueva forma de expresar el sacrificio o, sencillamente, a la manera de flechas indicativas); hermosas y cándidas vírgenes desnudas; negras, corcheas y semicorcheas armónicas y dodecafónicas pintadas en largos pentagramas de siete líneas sobre la piedra gris de las paredes, adornadas espontáneamente  con   hiedras de color malva, fucsia y blancas, que venían a descolgarse intramuros  y que nacían en algún lugar, en el exterior del recinto, donde, seguramente, rompía el mar contra la roca.

Si quiero ser sincero y honesto con la realidad, hasta aquí puedo contar, porque en este punto todo se difumina y mi sueño impreso empieza a derivar en un sueño nebuloso, en el que todo es impreciso, fruto de la imaginación subconsciente.  De hecho, como la cosa se ponía subjetiva, creo que yo mismo autoinduje el despertar a través del último resquicio de conciencia que pude conservar gracias  a mi jornada monacal con Julio Anguita.