lunes, 19 de noviembre de 2012

Cuento de Agosto (3)




A pesar del calendario y de la hora, la  luz del día  era invernal y un fuerte olor a humo de estepa empezaba a ocupar cada uno de los rincones del pueblo.

Habituado al aroma peculiar de la estepa  cuando arde, a  Melchor no le dio por  sospechar que prender fuego para calentarse no  era propio del verano .

Sus objetivos  eran unívocos:  echar la partida y encender de una vez el cigarro, y por eso no se le ocurrió pensar que  si olía a humo un 31 de Agosto a las cuatro de la tarde  era señal de  varias cosas. 

La primera, que el frío que arreciaba no era normal. La segunda, que aunque hacía tan solo unos minutos todos los indicios señalaban que la vida en Castrillo  se había esfumado,  en realidad  todavía había seres humanos, agazapados tal vez frente al fuego, al amparo del calor, quizá a la expectativa, sin querer asomar, sin querer constatar su presencia, negándose a delatar  su existencia; probablemente temblando en silencio mientras removían los leños observando pasmados el extremo encarnado de las llamas, al acecho de cualquier sonido sospechoso que les pusiese en guardia para rezar, si cabe, más alto, más fuerte, con mayor fe y más temor, que es lo que dios espera de la humildad de sus  hijos mortales.

Sin embargo, en aquellos justos momentos en los que la certeza de una amenaza próxima se hacía más que evidente,  Melchor era ajeno a cualquier alarma, a cualquier signo siniestro, y siguió tranquilamente su camino hacia el bar, aterido y rezongando, retractilando el cuello como  una tortuga entre las solapas y el cuello de la chaqueta.

Melchor caminaba  mirando sus pasos y solamente tenía ojos para el suelo. Después de años repitiendo un día y otro las mismas rutinas, no le hacía falta mirar hacia delante porque su destino, a esa hora del día, le marcaba la dirección, igual que  el ganado  se dirigía  hacia los establos y las cuadras de las casas una vez que el pastor los dejaba en la lindes de los pueblos.

En una de aquellas cuadras, en las que ahora se guardan los coches,  se encerraba el toro semental comunal, una bestia parda de setecientos kilos de peso, corniveleto, que miraba resoplando  de arriba hacia abajo de una manera muy poco amistosa, hozando levemente la tierra,  mientras exhibía sus dos grandes testículos bajo la corpulencia mitológica.

Todo el mundo sabía donde se encerraba el toro, un bicho que, al parecer, no era muy de fiar. Todavía queda algún  paisano vivo  que explica lo sucedido un verano  lejano. Según cuentan, por ganarse el respeto y el miedo  del animal o porque creía a pies juntillas aquello de que  la letra con sangre entra,   la cosa es que el pastor que le sacaba  a los campos  hacía caer sobre él toda su mala leche a base de varazos, puyas y pedradas.

Aquel Teseo de la Sierra zurraba de lo lindo al Minotauro. Una tarde de mediados de Agosto,  el rabadán descansaba fumando y mascando tallos de tomillo. Se había sentado a la sombra de un roble y viendo que la manada permanecía tranquila sin más ocupación que espantar  los tábanos con el rabo, decidió colocarse la visera sobre los ojos y echar una cabezadita. Minuto a minuto, el boyero fue cayendo en un plácido sueño, en ese estado de vigilia provisional en el que, a poco que uno duerme, sueña tan intensamente como si hubiese caído en coma.

Y debió ser muy  agradable la ensoñación -reservada para aquella justa tarde  por la providencia o por el mismísimo diablo- porque a pesar de que el toro se acercaba sigilosamente y las vacas habían dejado de mugir; a pesar del estruendo que produce  el silencio absoluto en medio del campo, nuestro Teseo solamente se dio cuenta de lo que se le venía encima cuando el semental se aproximaba a él a todo galope, con el peso de  sus setecientos quilos multiplicados por diez, tan cerca, que apenas sí le dio tiempo a deshacerse de la visera, abrir los ojos y ver cómo la bestia se le abalanzaba  con la mirada furibunda  de la venganza  sobre la testuz poderosa con la que primero le golpeo dos veces, aplastándole contra el tronco sobre el que yacía, para después cornearle con codicia y ensañamiento, hasta que no quedó de él más que despojo de carne y vísceras, y huesos esparcidos por todo el prado.


Aquel año, durante meses, en todos los pueblos, villas y aldeas pertenecientes al partido judicial de Salas de los Infantes  no se habló de otra cosa. Finalmente, el veterinario sacrificó al  toro y, desde entonces,  ya fuese por el  terrible suceso o porque ya casi nadie lo necesitaba, Castrillo  prescindió de semental comunal.

Sin embargo,  en los años posteriores,  aunque estuviese inhabitado, pasar por su establo suponía mayor aventura que con el animal en vida, porque  seguían oyéndose  ruidos,  se intuía una extraña presencia, olor de estiércol, aliento animal y se empezó a correr la voz de que  quien allí permanecía era su fantasma,  y que eran los arrestos de su fuerza  y  el espíritu de su venganza lo que golpeaban la madera de la puerta y hozaban una y otra vez la tierra, pujando por salir para mostrar a los mortales su testa parda  ensangrentada, como escarmiento en la memoria, penitencia colectiva y  constatación de su  existencia eterna como compensación a la afrenta de su muerte en  justa y necesaria reparación.

Esta creencia  se convirtió en motivo de conversación y  causa  de superstición. Algunos de los vecinos de los más viejos y algunas beatas que no lo era tanto, se dedicaron a  transmitir  a los más pequeños las certezas de la supervivencia en alma y espíritu del tristemente famoso astado, y lo definían como la reencarnación de un Belcebú muerto sin la conveniente purificación del fuego. De hecho,  en Castrillo todo el mundo intuye que, en fechas religiosas señaladas, o cuando se acerca el aniversario del luctuoso suceso, todavía hay quien, al amparo de la noche, durante  las  horas indeterminadas que dan paso al inicio del día,  embozado y anónimo,  se acerca a la puerta de la cuadra del toro y sobre  su madera añeja traza con los dedos índice y corazón la señal de la cruz.

Melchor le temía a bien pocas cosas en la vida pero, aunque jamás se lo confesó a nadie,  para llegar al bar daba siempre un pequeño rodeo, y lo hacía por no pasar junto al establo.

Aún ahora que ya peina canas,  en ocasiones,   recuerda  cuando era un niño y se le eriza la piel con las sensaciones del  atardecer lejano  de agosto  en la que todo  el mundo hablaba en voz baja mediante misteriosos  susurros de espanto;  las mujeres se echaban las manos a la cabeza, reprimiendo aspavientos de horror,  porque entonces, con la hierba del prado todavía caliente, había empezado  a  difundirse  la muerte tremebunda  del pastor bajo  las astas  letales del toro pardo.

(Continuará)


jueves, 8 de noviembre de 2012

Cuento de Agosto (2)



A Melchor no le gustaba caminar por las aceras. Prefería caminar por medio de la carretera. Le hacía sentirse bien,  porque así pensaba que era dueño de sus pasos, que era libre y podía hacer lo que diese la gana en  un entorno que consideraba como propio, familiar y seguro. Por eso, los camiones cargados de grandes troncos de pinos procedentes de la Sierra, que constantemente circulaban por allí en dirección a  los aserraderos, a menudo tenían que hacer sonar el claxon, o aminorar la marcha de   sus cuarenta toneladas  cuando descubrían, de repente, en medio del  trayecto,  la apacible figura de un paisano  caminando mansamente  la digestión,  desentendido del mundo, con la única preocupación de encontrar una pareja de partida en  el bar.

Sin embargo, la tarde de autos, después de  andar  los primeros cien metros,  poco antes de llegar a las inmediaciones de  la torre de la iglesia, Melchor se dio cuenta, o por lo menos intuyó, que algo extraño  ocurría.  Cualquier otro día, cuando había completado esa distancia, ya se había visto obligado a subir a la acera un par de veces, aguantar con sorna paciente el sonido del claxon y a veces algún que otro insulto de los camioneros. Así que, ya fuese por la falta del cigarrillo o porque en aquel momento  arreció levemente el  frío del norte,   en un momento de lucidez, o a consecuencia de un arrebato instintivo, Melchor Andrés se plantó  en tres pasos sobre  la acera, se detuvo justo  bajo la sombra de la torre, miró detenidamente hacia ambos sentidos de la carretera y, justo cuando el viento lanzaba una nueva ráfaga de cuchillos helados, se dio cuenta de que estaba solo en la calle; de que desde que había salido de casa no había pasado vehículo alguno y de que tampoco  había visto ni al panadero, ni al hijo del viejo alguacil  ni a una vecina que a esa hora siempre tendía la colada.

“Con este tiempecito cualquiera asoma la nariz”, pensó para tranquilizarse a sí mismo. Pero la tranquilidad le duró bien poco porque sin tiempo para asumir su propia escusa sonaron sobre su cabeza, fúnebres y huecas, como despobladas, las tres campanadas que daban las cuatro menos cuarto y a Melchor entonces se le metió el frío hasta el mismo tuétano  porque  le pareció de verdad  que tocaban a muerto.

La pachorra de Melchor Andrés era proverbial. En el pueblo tenía fama de tranquilorro, de no alterarse ni cuando  perdía un órdago con tres reyes. Esa calma para la vida le confería un carácter afable y bonachón. Era tan calmado para todo que incluso acostumbraba a  quedarse dormido de pie en misa. Cuando el cura ordenaba sentarse, siempre había alguien que le tenía que avisar a codazos porque permanecía derecho, con la cabeza ladeada sobre el hombro, unos segundos después de que la concurrencia se hubiese sentado. Se decía  que cuando era más joven, los amigos le dejaban así, en pie, casi a punto de roncar, sin avisarle, hasta que, a una señal del cura,  alguna beata solícita  se levantaba desde la bancada femenina  y le despertaba tirándole levemente de la manga de la chaqueta.

Cuentan también que hace algunos años, después de tres días seguidos de lluvias torrenciales,  el arroyo que discurre entre algunas casas de Castrillo, por el que apenas suele fluir agua,  se desbordó. La fuerza del cauce estuvo presionando durante esos tres días  un muro de piedra próximo a su casa, hasta que, hacia la media noche del tercero, éste cedió y cayó con tal estruendo que todos los vecinos  acudieron a comprobar en pleno temporal  qué es lo que había ocurrido. Todos excepto Melchor, que aunque se despertó  a causa del estrépito se dio media vuelta en la cama y siguió durmiendo. Ante la insistencia y la preocupación de su madre, Melchor se medio incorporó y semirecostado, con un ojo cerrado y el otro casi pegado al párpado, le dijo  que no se preocupase, que tan solo se había caído el paraguas  y que volviese a acostarse porque qué hacía danzando por la casa, con una vela encendida, como alma en pena,  con la que estaba cayendo.

Esa naturaleza amansada, a prueba de irritaciones, alarmas y hasta catástrofes hacían de Melchor un hombre valiente porque tenía miedo a muy pocas cosas. El suyo no era un valor producto del coraje, o de la audacia,  sino que nacía de  la inconsciencia, de cierta  ingenuidad bondadosa, y algunas veces de cierta apatía para afrontar sucesos extraordinarios o poco habituales que, de acometerlos, hubiesen provocado el descarrilamiento del tren  donde transportaba sus rutinas cómodas y plácidas; el derrapaje brusco  en el  camino llano, sin desniveles ni accidentes, que día a día iba  trazando para su vida. 

Seguramente esa fue la causa o el motivo por el que, paradójicamente, Melchor Andrés sea el único testigo vivo que actualmente pueda explicar con todo detalle los asombrosos sucesos que acaecieron en el último atardecer del mes de Agosto, cuando el sol moría degollado sobre   la hoz de la peña de Carazo y las zarpas afiladas del  septentrión rasgaban puertas y ventanas, abriendo pequeñas fisuras por las que se colaba un aire gélido al que los pobladores de la villa ya estaban acostumbrados. Pero la costumbre, o  la adaptación de los hogares y de las personas frente a las inclemencias más rigurosas,   aquel día no sirvió de mucho. 

El caso es que en Castrillo de la Reina, aquella infausta tarde todo apuntaba a que algo anormal se estaba fraguando. Aun así, después de oír aquellos tres cuartos inquietantes sobre  su cabeza y a pesar o -por el contrario- debido a esos momentos de cierta incertidumbre, de cierta inquietud anímica, Melchor Andrés, el bueno de Melchor,  echó nuevamente mano al tabaco y viendo que no había manera de encender el cigarrillo volvió a blasfemar. Se dio cuenta de que en esa ocasión la había proferido  en sagrado. Miró de soslayo hacia el campanario, como remedando una súplica, se ajustó el cuello de la chaqueta hacia la nuca y sin recordar lo que había experimentado durante los últimos minutos, retomó camino hacia el bar, pensando solamente que llegaba tarde, que seguramente no habría mesa, ni baraja, ni compañero para jugar, y que ese día tendría que tomar café de pie, contentarse con observar  a los demás y, sobre todo, que por fin podría fumar.

(continuará)

jueves, 1 de noviembre de 2012

Cuento de Agosto (1)


La veleta que culmina la torre  de la iglesia de Castrillo de la Reina señalaba hacia el Norte. Desde que despuntó el sol  tras las cuevas de El Colgado,  el Cierzo se había estado ensañando con las calles confiadas de la villa. Cuando amanecía así,  un frío cortante proveniente de lo más sombrío de la Sierra de la Demanda se filtraba durante todo el día por cualquier resquicio y dejaba helados todos los rincones. El cielo de aquel día  era un ir y venir de grandes cúmulos de nubes grises y blancas, que se  cernían y se disolvían sobre aquellas tierras de una manera muy poco amistosa. A causa de la misma acción del viento,  aquellas grandes masas nubosas se desbarataban  y en unos pocos minutos  volvían a agruparse en formas  amenazantes, como si obedeciesen órdenes, como si algún extraño poder se estuviese entreteniendo en  una especie de juego intimidatorio, en un ensayo de maniobras hostigadoras  con finalidades ocultas.
 En esas  condiciones,  salir a la calle suponía arriesgarse a sentir  el escozor del filo de  una navaja en el rostro.  Esa era la razón aparente por la que se hubiese podido afirmar que, aquel domingo, las gentes de Castrillo apenas  habían salido de sus hogares. Algunos se atrevieron a aprovechar el mediodía  para dar un breve paseo y  disfrutar del sol que atenuaba mínimamente un ambiente tan gélido. El aire, aunque no era fuerte, sajaba la piel y se mostraba inclemente con  el ya menguado grupo de parroquianos habituales a la hora de la salida de misa, o con  la media docena escasa de paisanos impenitentes que se daban cita puntual al vino blanco o a la cerveza del mediodía en los  tres bares que permanecían abiertos y que, hasta hacía  unos pocos días, rebosaban de gente.
 Agosto siempre era un mes alegre porque la villa triplicaba su población debido a los veraneantes, a las vacaciones de  los hijos de los hijos de los hijos que años atrás la abandonaron para ganarse la vida en otros lugares. Por eso, durante esos  días, los críos rodaban veloces con sus bicicletas, las familias paseaban su   sosiego por los senderos, las puertas  de las casas se abrían de par en par y a la orilla de  su portal se sentaban sus moradores a fumar calmosos, a charlar sobre cuestiones sin trascendencia o a planear las actividades del día siguiente, que consistían, casi siempre, en una apetitosa comida campestre, un chapuzón en el río, una partida de cartas  o unas copas amigables  en el bar.
 Castrillo de la Reina vivía en  Agosto su renacimiento anual. Cuando caía el  atardecer, el cielo  parecía querer cantarlo porque, pasadas las nueve,  las nubes algodonosas se estiraban hasta convertirse en finísimas franjas  pinceladas  de color púrpura y las golondrinas y los vencejos llenaban el aire tibio de su griterío. En esos momentos  era como si toda la villa hubiese sido invadida por un gran coro de  risas infantiles, como si toda persona, animal o cosa quisiese dar testimonio de  la alegría desatada  en unos días de trasiego placentero que discurrían plácidos sin más obligación que la de disfrutar con los cinco sentidos de los olores, las voces y las sensaciones del verano; de la libertad de observar con calma la luz del día y las estrellas de la noche; del placer de reír, de comer, de hablar y de amar sin límite aparente.
 Pero aquella tarde era la última del mes  y hacía tanto frío que ni si quiera ladraban los perros.   La pareja de cigüeñas ya había abandonado el nido de la torre. De hecho, la semana anterior se había iniciado el éxodo habitual  de cada año y prácticamente casi todas las puertas  se habían  cerrado a cal y canto con grandes planchas de madera o de acero dispuestas sobre ellas  para impedir que entrase  el agua y las nieves del invierno. Ver así la entrada sellada  a las casas confería a las calles  todo el aspecto de un cementerio. Diríase que  el entramado urbano se  transformaba en un conjunto tétrico  de paredes, como si  los dinteles alineados de las puertas y el vano de las ventanas se hubiesen convertido en el hueco de  entrada a nichos en los que, en algún momento, moraron humanos y de los que huyó como de la peste  la vida.
 Ahora que rememoro esos momentos me pregunto si no será mejor que relate lo que ocurrió totalmente  alejado de lo sucedido, poniendo entre la evocación de aquellos terribles acontecimientos  y mi persona una prudente distancia. Me pregunto  si no será conveniente para mi pobre corazón y mi salud mental inventar un personaje que reviva por mí lo acaecido en Castrillo de la Reina justo en el momento en el que el crepúsculo se adueñó del cielo durante el último domingo de Agosto, durante   la última tarde  que yo iba a pasar en aquel lugar, al que no sé todavía si podré volver. Ya nada será igual. Mi familia, extremadamente celosa de mi salud y temerosa de que se repitan los síntomas, temerosa de sufrir las consecuencias de lo continuos brotes paranoicos que padezco desde entonces, hará todo lo posible para que jamás vuelva a poner los pies sobre aquellas tierras. Mucho me temo que incluso voy a tener que pensar en esconder bien estas cuartillas, porque si dan con ellas me arriesgo a padecer de nuevo el desagradable cosquilleo de la electricidad sobre mis sienes  y unas cuantas semanas de internamiento en el hermoso sanatorio donde se dejaron durante meses una buena parte de sus ahorros.
De manera que digamos que en una vieja casa de la muy noble villa de  Castrillo de la Reina, la  última tarde del mes Agosto del año 2012, tal y como era su costumbre, Melchor Andrés  bebió un último sorbo de vino y, satisfecho del ágape que había degustado,  se dispuso a subir caminando por la calle de La Cruz hacia el bar habitual, para encontrarse con sus compañeros de partida, tomar café, beber una copa  y jugar durante un par de horas el mus. Al salir a la calle y cerrar la puerta tras de sí  miró hacia el cielo, después a la veleta de la torre, masculló unas sílabas de fastidio, emitió un juramento  y antes de iniciar el paseo calle arriba, se alzó el cuello de la chaqueta para defenderse del frío. Melchor fumaba pero, en contra de sus deseos, aquella última tarde no pudo hacerlo después de  la comida, porque no halló manera de mantener viva  la llama del encendedor. De manera que, a pesar de que había comido bien y de que  antes de salir auguraba para sí mismo unos agradables momentos  junto a sus amigos en el bar, los primeros pasos de camino hacia allí le cambiaron el humor. La abstinencia obligada le enfurruñó y pronunció nuevamente su  blasfemia más recurrente. Malhumorado  y medio encorvado para protegerse del Cierzo, Melchor   siguió su camino calle arriba, en dirección a la torre de la Iglesia, detrás de la cual se ubicaba el bar donde se encontraría con sus compañeros de partida.
Continuará